Читать книгу Un Canto Fúnebre para Los Príncipes - Морган Райс, Morgan Rice - Страница 11

CAPÍTULO DOS

Оглавление

Cuando Sebastián despertó, tenía dolor. Un dolor completo y total. Parecía rodearlo, palpitar dentro de él, absorbiendo cada fragmento de su ser. Sentía el sufrimiento palpitante en el cráneo, donde se había golpeado al caer, pero había otro dolor repetitivo, que le machacaba las costillas mientras alguien intentaba despertarlo a patadas.

Alzó la vista y vio que Ruperto lo estaba mirando posiblemente desde el único ángulo desde el cual su hermano no parecía un modelo de príncipe dorado. Desde luego, su expresión no encajaba con ese modelo, pues parecía que, si se hubiera tratado de otra persona, le habría cortado el cuello alegremente. Sebastián gemía de dolor, sintiendo que el impacto le podría haber roto las costillas.

—¡Despierta, idiota inútil! —dijo bruscamente Ruperto. Sebastián oyó la rabia y la frustración en ello.

—Estoy despierto —dijo Sebastián. Incluso él podía oír que las palabras eran cualquier cosa menos claras. Más dolor se apoderó de él, junto con una especie de vaga confusión que daba la sensación de que le habían golpeado en la cabeza con un martillo. No, con un martillo no; con el mundo entero—. ¿Qué pasó?

—Una chica te arrojó desde un barco, eso es lo que pasó —dijo Ruperto.

Sebastián sintió que su hermano lo agarraba con dureza mientras tiraba de él para ponerlo de pie. Cuando Ruperto lo soltó, Sebastián se tambaleó y casi cayó de nuevo, pero consiguió sujetarse a tiempo. Ninguno de los soldados que había a su alrededor se movió para ayudar pero, al fin y al cabo, eran los hombres de Ruperto y probablemente le tenían poca estima a Sebastián después de que escapara de ellos.

—Ahora te toca a ti contarme qué sucedió —dijo Ruperto—. Recorrí esta aldea de un extremo al otro y, por fin, me dijeron que ese era el barco que iba a tomar tu amada. —Hizo que sonara como una palabrota—. Ya que te arrojó una chica con su misma apariencia…

—Su hermana, Catalina —dijo Sebastián, recordando la velocidad con la que Catalina lo había empujado fuera del camarote, la rabia con la que lo había lanzado. Había querido matarlo. Había pensado que él había…

Entonces lo recordó, y esa imagen bastó para que se detuviera, quedándose allí de pie en blanco, sin capacidad de reacción, a pesar de que Ruperto decidiera que sería una buena idea darle una bofetada. Ese dolor parecía una pizca más que se añadía a una montaña. Incluso los moratones de cuando Catalina lo había arrojado parecían nada con la herida en carne viva y dolorosa que amenazaba con abrirse y apoderarse de él en cualquier momento.

—Dije que qué pasó con la chica que te engañó para convertirse en tu prometida —exigió Ruperto—. ¿Estaba allí? ¿Escapó con los demás?

—¡Está muerta! —dijo Sebastián bruscamente sin pensar—. ¿Es eso lo que quieres oír, Ruperto? ¡Sofía está muerta!

Parecía que la estaba viendo de nuevo, viéndola pálida y sin vida en el suelo del camarote, con un charco de sangre a su alrededor, la herida de su pecho llena por un puñal tan fino y afilado que podría haber sido una aguja. Podía recordar lo inmóvil que estaba Sofía, sin un ápice de movimiento que marcara su respiración, sin un resto de aire en su oreja cuando él lo había comprobado.

Incluso había sacado el puñal, con la estúpida esperanza instintiva de que eso mejoraría las cosas, a pesar de que sabía que las heridas no se enmendaban tan fácilmente. Lo único que había hecho era ensanchar el charco de sangre, cubrirse las manos con ella y convencer a Catalina de que había asesinado a su hermana. Visto así, era un milagro que solo lo hubiera arrojado del barco y no lo hubiera descuartizado.

—Por lo menos hiciste una cosa bien matándola —dijo Ruperto—. Puede que esto ayude a que Madre te perdone por escapar de esta manera. Debes recordar de que tú solo eres el hermano de repuesto, Sebastián. El responsable. No puedes permitirte enojar a Madre de esta manera.

En ese momento, Sebastián sintió indignación. Indignación porque su hermano pensara que él podría haber hecho daño a Sofía. Indignación porque viera el mundo de esa manera. Indignación, sinceramente, por ser familia de alguien que veía el mundo como su juguete, donde todos los demás estaban en un nivel inferior, para satisfacer los papeles que él les encargara.

—Yo no maté a Sofía —dijo Sebastián—. ¿Cómo pudiste pensar que yo podía hacer algo así?

Ruperto lo miró con evidente sorpresa, antes de que su gesto cambiara a uno de decepción.

—Y yo que pensaba que al final habías tenido agallas —dijo—. Que realmente habías decidido ser el príncipe responsable que finges ser y te habías deshecho de la zorra. Debería haber sabido que todavía serías completamente inútil.

Entonces Sebastián se lanzó sobre su hermano. Se estrelló contra su hermano y los dos fueron a parar a los listones de madera de cubierta. Sebastián se puso encima, agarró a su hermano y le dio un puñetazo.

—¡No hables así de Sofía! ¿No te basta con que ya no esté?

Ruperto daba sacudidas y se retorcía debajo de él, se puso encima un momento y le dio un puñetazo. Continuaron dando vueltas por el ímpetu de la pelea y Sebastián sintió el borde del muelle contra su espalda en el instante antes de que él y Ruperto cayeran al agua.

Se cerró sobre ellos mientras luchaba, se agarraban por el cuello el uno al otro casi por instinto. A Sebastián no le importaba. No le quedaba nada por lo que vivir, no ahora que Sofía no estaba. Tal vez si acababa tan frío y muerto como ella, habría una oportunidad de que se reencontraran en lo que fuera que hubiera más allá de la máscara de la muerte. Podía sentir que Ruperto le daba patadas, pero Sebastián apenas percibía el toque extra de dolor.

Entonces sintió unas manos que lo cogían y lo sacaban del agua. Debería haber sabido que los hombres de Ruperto intervendrían para salvar a su príncipe. Sacaron a Sebastián y a Ruperto por sus brazos y por su ropa, tirando de ellos hasta tierra firme y prácticamente sujetándolos mientras el agua fría los calaba.

—Soltadme —exigió Ruperto—. No, sujetadle a él.

Sebastián sintió que le apretaban los brazos con las manos, inmovilizándolo. Entonces su hermano le golpeó fuerte en la barriga, de manera que Sebastián se hubiera doblado de dolor si los soldados no hubieran estado sujetándolo. Vio el momento en el que su hermano desenfundó un cuchillo, este era curvado y con el filo muy afilado: un cuchillo de cazador; un cuchillo para despellejar.

Notó el corte de aquel filo cuando Ruperto lo apretó contra su cara.

—¿Piensas que vas a poder atacarme? He cabalgado desde el otro lado del reino por tu culpa. Tengo frío, estoy mojado y mi ropa está hecha trizas. Quizás también debería estarlo tu cara.

Sebastián sintió una gota de sangre bajo la presión de ese filo. Ante su sorpresa, uno de los soldados dio un paso adelante.

—Su Alteza —dijo, la deferencia en su tono evidente—. Sospecho que la Viuda no desearía que permitiéramos que cualquiera de sus hijos resultara herido.

Sebastián sintió que Ruperto se quedaba peligrosamente quieto y, por un instante, pensó que lo haría de todos modos. En su lugar, apartó el cuchillo, escondiendo su rabia tras la máscara de urbanidad que normalmente la ocultaba.

—Sí, tienes razón, soldado. No querría que Madre se enojara porque yo he… dado un paso en falso.

Era un término muy benigno para usar cuando había estado hablando de cortarle la cara a trozos a Sebastián hacía solo unos instantes. El hecho de que pudiera cambiar de esa manera confirmaba casi todo lo que Sebastián había oído decir sobre él. Siempre había intentado ignorar las historias, pero era como si hubiera visto al verdadero Ruperto tanto aquí como antes, cuando había torturado al jardinero en la casa abandonada.

—Quiero reservar toda la ira de Madre para ti, hermanito —dijo Ruperto. Esta vez no golpeó a Sebastián, simplemente le dio una palmadita en el hombro de un modo fraternal que sin duda era fingido—. Escapar de esta manera, pelear contra sus soldados. Matar a uno de ellos.

Casi demasiado rápido como para seguirlo, Sebastián se giró y apuñaló al que había planteado la objeción en el cuello. El hombre cayó, agarrándose la herida, su gesto de conmoción casi igualaba al de los que lo rodeaban.

—Vamos a hablar claro —dijo Ruperto, con una voz peligrosa—. Yo soy el príncipe de la corona y estamos muy lejos de la Asamblea de los Nobles, con sus normas y sus intentos por reprimir a sus superiores. ¡Aquí no se me cuestionará! ¿Entendido?

Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, rápidamente hubiera sido derribado por los otros soldados. En cambio, los hombres murmuraron su acuerdo a coro, todos ellos parecían saber que cualquiera que matara a un príncipe del linaje sería el responsable de reavivar las guerras civiles.

—No te preocupes —dijo Ruperto, limpiando el cuchillo—. Bromeaba acerca de cortarte la cara. Ni tan solo diré que mataste a este hombre. Murió en la pelea del barco. Ahora, dame las gracias.

—Gracias —dijo Sebastián en un tono monótono, pero solo porque imaginaba que esta era la mejor manera de evitar más violencia.

—Además, creo que Madre creerá una historia sobre tu incompetencia antes que una sobre ti como asesino —dijo Ruperto—. El hijo que escapó, no pudo llegar a tiempo, perdió a su querida y una chica le dio una paliza.

Sebastián podría haberse lanzado hacia delante de nuevo, pero los soldados todavía lo estaban sujetando con fuerza, como si esperaran exactamente eso. Tal vez, de algún modo, incluso lo estaban haciendo para protegerlo.

—Sí —dijo Ruperto—, te queda mucho mejor el papel trágico que el del odio. Ahora mismo, pareces la misma imagen del dolor.

Sebastián sabía que su hermano nunca comprendería esa verdad. Nunca comprendería el auténtico dolor que le consumía el corazón, mucho peor que cualquiera de los dolores de sus moratones. Nunca comprendería el dolor por perder a alguien a quien él amaba, pues Sebastián estaba seguro de que no quería a nadie excepto a sí mismo.

Sebastián había amado a Sofía y ahora que ya no estaba empezaba a comprender cuánto, simplemente al ver cuánto de su mundo se le había arrebatado desde los instantes en los que la había visto tan inmóvil y sin vida, bella incluso muerta. Se sentía como una de esas cosas que se arrastran en las viejas historias, vacías con excepción de la carcasa de carne que rodea su dolor.

La única razón por la que no lloraba era porque se sentía demasiado vacío para hacer incluso eso. Bueno, por eso y porque no quería darle a su hermano la satisfacción de verlo dolido. Ahora mismo, incluso hubiera agradecido que Ruperto lo hubiera matado, pues por lo menos eso hubiera puesto fin a la infinita prolongación de dolor que parecía extenderse a su alrededor.

—Es hora de que regreses a casa —dijo Ruperto—. Puedes estar allí mientras yo informo a nuestra madre de todo lo que ha pasado. Me envió para que te trajera de vuelta, así que eso es lo que voy a hacer. Te ataré a un caballo si es necesario.

—No tendrás que hacerlo —dijo Sebastián—. Iré yo.

Lo dijo en voz baja, pero aun así, bastó para que su hermano sonriera triunfante. Ruperto pensaba que había ganado. Lo cierto era que a Sebastián sencillamente no le preocupaba. Ya no le importaba. Esperó a que uno de los soldados le trajera un caballo, montó y le dio un taconazo para que avanzara con paso firme.

Volvería a casa, a Ashton, y sería el tipo de príncipe que su familia quisiera que fuera. Nada de esto cambiaría nada.

Nada lo hacía, ahora que Sofía estaba muerta.

Un Canto Fúnebre para Los Príncipes

Подняться наверх