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CAPÍTULO CUATRO

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Desde arriba, la invasión parecía el movimiento circular de un ala abrazando la tierra que tocaba. El Maestro de los Cuervos disfrutaba de ello y, probablemente, era el único en posición de apreciarlo, pues sus cuervos le daban una perspectiva perfecta mientras su barcos hacían una entrada triunfal en la orilla.

—Tal vez haya otros vigilantes —dijo para sí mismo—. Tal vez las criaturas de esta isla verán lo que se les avecina.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó un joven oficial. Era listo y tenía el pelo rubio, su uniforme brillaba por el esfuerzo de pulirlo.

—Nada de lo que te tengas que preocupar. Prepárate para desembarcar.

El joven se fue a toda prisa, con una especie de brío en sus movimientos que parecía ansiar acción. Tal vez se creía invulnerable porque luchaba con el Nuevo Ejército.

—Al final, todos ellos son comida para los cuervos —dijo el Maestro de los Cuervos.

Pero no hoy, pues él había escogido los lugares para desembarcar con cuidado. Existían partes del continente más allá del Puñal-Agua donde la gente disparaba a los cuervos como parte de la rutina, pero aquí todavía tenían que aprender la costumbre. Sus criaturas se habían esparcido, mostrándole los lugares donde los defensores habían colocado cañones y barricadas como preparación para una invasión, donde habían escondido hombres y fortificado aldeas. Habían creado una red de defensas que debería haberse tragado a una fuerza invasora entera, pero el Maestro de los Cuervos veía los agujeros que había en ellas.

—Empezad —ordenó, y resonaron las cornetas, el sonido transportado por las olas. Bajaron las barcas de desembarco y una marea de hombres montados en ellas se propagó por la orilla. En su mayoría, lo hacían en silencio, pues un jugador no anunciaba la posición de sus piezas en el tablero de juego. Se dispersaron, trayendo cañones y provisiones, moviéndose rápidamente.

Ahora sí que empezaba la violencia, exactamente en el modo que él había planeado, hombres arrastrándose lentamente a los lugares de emboscada de sus enemigos para echárseles encima desde atrás, armas machacando los grupos de enemigos que querían detenerlo. Desde esta distancia, debería haber sido imposible oír los gritos de los moribundos, o incluso el disparo de los mosquetes, pero sus cuervos le informaban de todo.

Veía una docena de frentes a la vez, la violencia explotando en un caos multifacético como siempre lo hacía en los momentos después de que hubiera empezado un conflicto. Vio que sus hombres iban a la carga en una playa contra un grupo de campesinos, blandiendo las espadas. Vio a los caballos desembarcar mientras, a su alrededor, una compañía luchaba para mantener su cabeza de playa contra la milicia armados con herramientas para la agricultura. Veía ambos puntos de masacre y valor conseguido con mucho esfuerzo, aunque costaba diferenciarlos.

A través de los ojos de sus cuervos, vio un grupo de caballería que se estaba reuniendo un poco más en el interior, sus corazas brillaban al sol. Había tantos que, potencialmente, podían perforar su red de puntos de desembarco tan cuidadosamente coordinada y, aunque el Maestro de los Cuervos dudaba de que conocieran el lugar correcto en el que atacar, no quería correr ese riesgo.

Desplegó su concentración, usando sus cuervos para encontrar a un oficial adecuado por allí cerca. Para su diversión, encontró al joven que había sido tan entusiasta antes. Se concentró, el esfuerzo de hacer que una de sus bestias llevara las palabras era mucho más grande que simplemente mirar a través de sus ojos.

—Hay caballería al norte de donde estáis —dijo, oyendo el graznido del cuervo cuando este repitió las palabras—. Id en círculo hacia la cresta que hay al oeste de donde estáis y tomadlos cuando vengan a por vosotros.

No esperó a tener una respuesta, sino que echó a volar al cuervo, observando desde arriba mientras los hombres obedecían sus órdenes. Esto era lo que le proporcionaba su talento: la habilidad para ver más, para propagar su alcance más lejos de lo que cualquier hombre normal podría haberlo hecho. La mayoría de comandantes estaban atrapados en la nube de la guerra, o paralizados por mensajeros que no podían moverse con suficiente rapidez. Él podía coordinar un ejército con la facilidad que podría haber mostrado un niño moviendo soldaditos de plomo alrededor de una mesa.

Bajo su pájaro que se movía en círculos, vio que la caballería llegaba bramando, con el aspecto de un ejército elegante sacado de una leyenda en cada detalle. Oyó el estruendo de los mosquetes que empezaban a derribarlos y, a continuación, vio que los soldados que estaban esperando iban a por ellos, convirtiendo rápidamente la carga de cuento en una cosa de sangre y muerte, dolor y angustia repentina. El Maestro de los Cuervos veía caer a los hombres uno tras otro, incluido el joven oficial, al que una espada extraviada le cortó el cuello.

—Todos son comida para los cuervos —dijo. No importaba; esa pequeña batalla estaba ganada.

Vio una batalla más difícil alrededor de las dunas que llevaban hacia la pequeña aldea. Uno de sus comandantes no había sido lo suficientemente rápido para seguir sus órdenes, lo que significó que los defensores se habían atrincherado, resistiendo la ruta hasta su aldea incluso contra una fuerza más grande. El Maestro de los Cuervos se estiró y, a continuación, bajó hasta una barca de desembarco.

—A la orilla —dijo, señalando.

Los hombres que estaban con él se pusieron a trabajar con la velocidad que proporcionaba una larga práctica. El Maestro de los Cuervos observaba el desarrollo de la batalla mientras se acercaba, oyendo los gritos de los moribundos, viendo cómo sus fuerzas arrollaban a un grupo tras otro de probables defensores. Era evidente que la Viuda había ordenado la defensa de su reino, pero estaba claro que no lo suficientemente bien.

Llegaron a la orilla y el Maestro de los Cuervos caminó a pasos largos a través de la batalla como si estuviera dando un paseo. Los hombres a su alrededor se mantenían agachados, con los mosquetes levantados mientras buscaban peligros, pero él andaba con la cabeza bien alta. Él sabía quiénes eran sus enemigos.

Todos sus enemigos. Ya podía notar el poder de esta tierra y sentir el movimiento en ella cuando algunas de las criaturas más peligrosas que allí había reaccionaron a su llegada. Dejó que lo sintieran llegar. Dejó que sintieran el miedo de lo que iba a pasar.

Un pequeño grupo de soldados enemigos se levantaron de golpe de un escondite detrás de una barca volcada y no hubo más tiempo para pensar, solo para actuar. Desenfundó una larga espada de duelo y una pistola en un movimiento rápido, disparó en la cara a uno de los defensores y, a continuación, atravesó a otro. Se apartó para esquivar un ataque, atacó de nuevo con una fuerza letal y continuó.

Las dunas estaban allí delante y la aldea estaba tras ellas. Ahora el Maestro de los Cuervos podía oír la violencia sin tener que recurrir a sus criaturas. Podía distinguir el choque de espada contra espada con sus propios oídos, el estruendo de los mosquetes y las pistolas resonando mientras se acercaba. Veía a los hombres luchando el uno contra el otro, sus cuervos le permitían identificar los puntos donde los defensores estaban arrodillados o tumbados, sus armas preparadas para cualquier cosa que se acercara.

Él estaba en el centro de todo esto, retándolos a que le dispararan.

—Tenéis una oportunidad para vivir —dijo—. Necesito esta playa y estoy dispuesto a pagar por ella con vuestras vidas y las de vuestras familias. Bajad vuestras armas y marchaos. Mejor aún, uníos a mi ejército. Haced estas cosas y sobreviviréis. Continuad luchando y haré que arrasen vuestros hogares por completo.

Se quedó allí quieto, esperando una respuesta. La tuvo cuando sonó un disparo, su dolor y su impacto le golpearon tan fuerte que se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Pero, ahora mismo, había demasiada muerte alrededor para detenerlo tan fácilmente. Hoy los cuervos se estaban alimentando bien y su poder curaría cualquier cosa que no lo matara inmediatamente. Oprimió el poder contra la herida y la cerró estando él de pie.

—Que así sea —dijo, y fue a la carga.

Normalmente, no lo hacía. Era un modo estúpido de luchar; una manera antigua que no tenía nada que ver con ejércitos bien organizados o tácticas eficientes. Avanzó con toda la velocidad que le daba su poder, esquivando y corriendo mientras reducía la distancia.

Mató al primer hombre sin detenerse, clavándole profundamente la espada y sacándola después violentamente. De una patada tiró al suelo al siguiente y, a continuación, acabó con él con un amplio golpe de espada. Agarró el mosquete del hombre con una mano y lo disparó, usando la vista de sus cuervos para decirle dónde apuntar.

Se precipitó hacia un grupo de hombres que se escondía tras una barricada de arena. Contra un avance lento de sus fuerzas, hubiera bastado con demorarlos, creando tiempo para que vinieran más hombres a resistir. Contra su carga salvaje, no cambiaba nada. El Maestro de los Cuervos brincaba los muros de arena, saltando en medio de sus enemigos y atacando en todas direcciones.

Sus hombres irían tras él, aunque no pudiera malgastar su concentración para buscarlos a través de los ojos de sus cuervos. Estaba demasiado ocupado parando golpes de espada y hachazos, contraatacando con una eficacia despiadada.

Ahora sus hombres estaban allí, saltando las barricadas de arena como la marea entrante. Morían en cuanto lo hacían, pero eso ahora no les importaba, siempre y cuando lo hicieran con su líder. Esto es con lo que había contado el Maestro de los Cuervos. Mostraban una lealtad sorprendente para ser hombres que, para él, eran poco más que comida para los cuervos.

Con sus grupos tras él, los defensores no tardaron mucho en morir y el Maestro de los Cuervos dejó que sus hombres avanzaran hacia la aldea.

—Adelante —dijo—. Matadlos por su desafío.

Observó el resto de desembarcos durante unos minutos más, pero parecía no haber otros cuellos de botella importantes. Había elegido bien su sitio.

Para cuando el Maestro de los Cuervos llegó a la aldea, algunas partes ya estaban en llamas. Sus hombres avanzaban atravesando las calles, matando a todos los aldeanos con los que se encontraban. Aunque la mayoría ya estaban muertos, de todas formas. El Maestro de los Cuervos vio que uno arrastraba a una mujer fuera de la aldea, el miedo de esta solo lo igualaba el evidente disfrute del soldado.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó cuando se acercó.

El hombre lo miró fijamente sorprendido.

—Yo… la vi, mi señor y pensé…

—Pensaste que podías quedarte con ella —acabó por él el Maestro de los Cuervos.

—Bueno, en el lugar adecuado, podríamos pedir un buen precio por ella. —El soldado se atrevió a sonreír pensando que eso los haría a ambos parte de una gran conspiración.

—Ya veo —dijo—. Pero yo no di esa orden. ¿O sí?

—Mi señor… —empezó el soldado, pero el Maestro de los Cuervos ya estaba levantando una pistola. La disparó tan cerca de la cara del hombre que esta desapareció casi por completo con su estallido. La joven, que estaba a su lado, parecía demasiado aturdida incluso para chillar cuando su atacante cayó.

—Es importante que mis hombres aprendan a actuar en concordancia con mis órdenes —le dijo el Maestro de los Cuervos a la mujer—. Hay lugares en los que permito los prisioneros y otros en los que existe un acuerdo para no hacer daño a nadie, con excepción de los dotados. Es importante que se mantenga esa disciplina.

Entonces la mujer parecía esperanzada. Así parecía justo hasta el momento en que el Maestro de los Cuervos le atravesó el corazón con su espada, un golpe firme y limpio, probablemente incluso indoloro.

—En este caso, les di una oportunidad a tus hombres y lo hicieron —dijo mientras ella intentaba agarrar el arma. Él tiró del arma y ella cayó—. Es una oportunidad que tengo pensado dar a, más o menos, el resto de este reino. Tal vez ellos elegirán más sabiamente.

Miró a su alrededor mientras continuaba la masacre, sin sentir ni placer ni disgusto, solo una especie de tranquila satisfacción por el deber cumplido. Por lo menos un paso, pues al fin y al cabo, esto no era más que la toma de una aldea.

Habría mucho más por venir.

Un Canto Fúnebre para Los Príncipes

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