Читать книгу Una Canción para Los Huérfanos - Морган Райс, Morgan Rice - Страница 10
CAPÍTULO UNO
ОглавлениеCatalina estaba frente a Siobhan, sintiéndose tan nerviosa como lo hacía antes de cualquier lucha. Debería haberse sentido segura; estaba en el terreno de la forja de Tomás y se suponía que esta mujer era su maestra.
Y aun así se sentía como si el mundo estuviera a punto de desaparecer bajo sus pies.
—¿Me oíste? —preguntó Siobhan—. Es el momento de que devuelvas el favor que me debes, aprendiz.
El favor que Catalina había negociado en la fuente a cambio del entrenamiento de Siobhan. El favor que siempre había estado temiendo desde entonces, pues sabía que cualquier cosa que Siobhan pidiera sería terrible. La mujer del bosque era extraña y caprichosa, poderosa y peligrosa en la misma medida. Cualquier trabajo que ella asignara sería difícil y, probablemente, desagradable.
Catalina había aceptado, aunque no tenía otra opción.
—¿Qué favor? —preguntó por fin Catalina. Miró a su alrededor en busca de Tomás o Will, pero no lo hizo porque pensara que el herrero o su hijo pudieran salvarla de esto. Más bien quería asegurarse de que ninguno de ello se veía atrapado en lo que fuera que Siobhan estaba haciendo.
La forja no estaba allí, y tampoco Will. En su lugar, ahora ella y Siobhan estaban al lado de la fuente de la casa de Siobhan, las aguas corrían puras para variar, en vez de que la piedra estuviera seca y llena de hojas. Catalina sabía que debía tratarse de una ilusión, pero Cuando Siobhan se metió en ella, pareció suficientemente sólida. Incluso humedeció el dobladillo de su vestido.
—¿Por qué estás tan asustada, Catalina? —preguntó—. Solo te estoy pidiendo un favor. ¿Tienes miedo de que te mande a Morgassa a buscar el huevo de un ave roc en las llanuras de sal, o a luchar contra algunas criaturas en potencia de los convocantes? Hubiera pensado que este tipo de cosas te gustaría.
—Que es por lo que no lo harías —supuso Catalina.
Siobhan hizo una extraña sonrisa al escuchar eso.
—Piensas que soy cruel, ¿verdad? ¿Que actúo sin razón? El viento puede ser cruel si estás ante él sin abrigo y no podrías comprender más sus razones que… bueno, cualquier cosa que diga que no puedes hacer te la tomarás como un reto, así que dejémoslo.
—Tú no eres el viento —puntualizo Catalina—. El viento no puede pensar, no puede sentir, no puede distinguir lo que está bien de lo que está mal.
—Ah, ¿así que es eso? —dijo Siobhan. Ahora se sentó en el borde de su fuente. Catalina todavía tenía la impresión de que si ella intentaba hacer lo mismo, caería al suelo en la hierba que rodeaba la forja de Tomás—. ¿De verdad piensas que soy malvada?
Catalina no quería decir que sí a eso, pero no se le ocurría una manera de no hacerlo sin mentir. Siobhan no podría llegar a los rincones de la mente de Catalina mucho más de lo que los poderes de Catalina podían tocar a Siobhan, pero sospechaba que la mujer ahora sabría si mentía. En su lugar, se quedó en silencio.
—Las monjas de la Diosa Enmascarada hubieran dicho que masacrarlas era malvado —puntualizó Siobhan—. Los hombres del Nuevo Ejército a los que asesinaste te hubieran llamado malvada, o algo peor. Estoy segura de que ahora mismo hay mil hombres en las calles de Ashton que te llamarían malvada, solo por poder leer la mente de los demás.
—Entonces ¿estás intentando decirme que tú eres buena? —replicó Catalina.
Siobahn encogió los hombros al escuchar eso.
—Lo que estoy intentando decirte es el favor que debes hacer. Lo que es necesario. Porque eso es la vida, Catalina. Una sucesión de cosas necesarias. ¿Conoces la maldición del poder?
Esto sonó mucho a una de las lecciones de Siobhan. Lo mejor que Catalina podía decir de ella era que en esta no la estaban apuñalando.
—No —dijo Catalina—. No conozco la maldición del poder.
—Es sencilla —dijo Siobhan—. Si tienes poder, todo lo que hagas afectará al mundo. Si tienes poder y puedes ver lo que se avecina, entonces escoger no actuar es una opción. Eres responsable del mundo solo por estar en él y yo hace mucho tiempo que estoy en él.
—¿Cuánto tiempo? –preguntó Catalina.
Siobhan negó con la cabeza.
—Esa es el tipo de pregunta cuya respuesta tiene un precio y tú todavía no has pagado el precio de tu entrenamiento, aprendiz.
—Tu favor —dijo Catalina. Todavía lo estaba temiendo y nada de lo que Siobhan había dicho lo hacía más fácil.
—Es una cosa bastante sencilla —dijo Siobhan—. Hay alguien que debe morir.
Hizo que sonara tan anodino como si le estuviera ordenando a Catalina que barriera el suelo o que trajera agua para el baño. Hizo un barrido con la mano y el agua de la fuente brilló y mostró a una joven que caminaba por un jardín. Llevaba telas valiosas, pero ninguna insignia de la casa de un noble. Entonces ¿era la esposa o la hija de un comerciante? ¿Alguien que había hecho dinero de otra forma? Tenía un aspecto bastante agradable, tenía una sonrisa por una broma que no se escuchó que parecía alegrar al mundo.
—¿Quién es? —preguntó Catalina.
—Se llama Gertrude Illiard —dijo Siobhan—. Vive en Ashton, en el recinto familiar de su padre, el comerciante Savis Illiard.
Catalina esperaba algo más, pero no hubo nada. Siobhan no dio ninguna explicación, ninguna pista de por qué esta joven debía morir.
—¿Ha cometido algún crimen? —preguntó Catalina—. ¿Ha hecho alguna cosa terrible?
Siobhan levantó una ceja.
—¿Necesitas saber algo así para poder matar? No creo que sea así.
Catalina sentía como su furia crecía al escuchar eso. ¿Cómo se atreve Siobhan a pedirle que hiciera una cosa así? ¿Y cómo se atreve a exigirle a Catalina que se manchara las manos de sangre sin la más mínima razón o explicación?
—No soy una simple asesina a la que mandas donde quieres —dijo Catalina.
—¿De verdad? —Siobhan se puso de pie y se fue de la orilla de la fuente con un movimiento extrañamente infantil, como si bajara de un columpio, o saltara del borde de un carro como un golfillo que ha robado un viaje a través de la ciudad—. Has matado muchas veces antes.
—Eso es diferente —Catalina insistió.
—Cada momento de la vida es algo de belleza única —coincidió Siobhan—. Pero, por otro lado, cada momento es algo aburrido, igual que todos los demás también. Has matado a muchas personas, Catalina. ¿Por qué esta es diferente?
—Aquellos lo merecían —dijo Catalina.
—Ah, lo merecían —dijo Siobhan y Catalina pudo escuchar la burla en su voz a pesar de que los escudos que la mujer siempre tenía a punto significaban que Catalina nunca podía ver ninguno de los pensamientos que había detrás—. ¿Las monjas lo merecían por todo lo que te hicieron? ¿Y el esclavista por lo que le hizo a tu hermana?
—Sí —dijo Catalina. Estaba segura de ello, por lo menos.
—¿Y el chico que mataste en el camino por atreverse a ir tras de ti? —continuó Siobhan. Catalina empezaba a preguntarse cuánto sabía exactamente la mujer—. ¿Y los soldados de la playa por… eso cómo lo justificas, Catalina? ¿Fue porque estaban invadiendo tu hogar? ¿O fue simplemente que tus órdenes te llevaron allí y, una vez empieza la lucha, no hay tiempo para preguntar por qué?
Catalina dio un paso atrás para apartarse de Siobhan, sobre todo porque si Catalina la golpeaba, sospechaba que habría demasiadas consecuencias.
—Incluso ahora —dijo Siobhan—, sospecho que podría ponerte a una docena de hombres y mujeres delante de ti a los que clavarías una espada por propia voluntad. Podría buscarte un rival tras otro y tú los liquidarías. ¿Pero esta es diferente?
—Ella es inocente —dijo Catalina.
—Por lo que tú sabes —respondió Siobhan—. O tal vez es que simplemente no te he contado todas las innumerables muertes de las que es responsable. Toda la desgracia. —Catalina parpadeó y ya estaba al otro lado de la fuente—. O, tal vez, simplemente no te he contado todo el bien que ha hecho, todas las vidas que ha salvado.
—No vas a decirme de qué se trata, ¿verdad? —preguntó Catalina.
—Te he dado una misión —dijo Siobhan—. Espero que la cumplas. Tus preguntas y tus escrúpulos no tienen cabida. Se trata de la lealtad que una aprendiz le debe a su maestra.
Es decir, quería saber si Catalina mataría solo porque ella se lo había ordenado.
—Tú misma podrías matar a esa mujer, ¿verdad? —supuso Catalina—. He visto lo que puedes hacer, apareciendo así, de la nada. Tienes los poderes para matar a una persona.
—¿Y quién dice que no voy a hacerlo? —preguntó Siobhan—. Quizás la forma más fácil para mí es enviar a mi aprendiz.
—O tal vez solo quieres ver lo que hago —supuso Catalina—. Esto es una especie de prueba.
—Todo es una prueba, querida —dijo Siobhan—. A estas alturas, ¿no has deducido esta parte? Vas a hacerlo.
¿Qué sucedería cuando lo hiciera? ¿Realmente Siobhan permitiría que matara a una extraña? Tal vez ese era el juego al que estaba jugando. Tal vez tuviera la intención de que Catalina fuera hasta el borde del asesinato y, entonces, pararía la prueba. Catalina esperaba que eso fuera cierto pero, aun así, no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer de esa manera.
No era un término lo suficientemente fuerte para lo que Catalina sentía ahora mismo. Lo odiaba. Odiaba los constantes juegos de Siobhan, su deseo constante de convertirla en una herramienta que usar. Correr a través del bosque perseguida por fantasmas había sido muy malo. Esto era peor.
—¿Y qué pasa si digo que no? —dijo Catalina.
El gesto de Siobhan se ensombreció.
—¿Crees que puedes hacerlo? —preguntó—. Tú eres mi aprendiz, comprometida conmigo. Puedo hacer lo que desee contigo.
Entonces unas plantas brotaron rápidamente alrededor de Catalina, sus afiladas espinas las convirtieron en armas. No la tocaron, pero la amenaza era evidente. Parecía que Siobhan no había terminado todavía. Señaló con un gesto de nuevo hacia el agua de la fuente y la escena que mostraba cambió.
—Podría cogerte y entregarte a uno de los jardines del placer de Issettia del Sur —dijo Siobhan—. Allí hay un rey que podría estar dispuesto a cooperar a cambio del regalo.
Catalina vio brevemente a unas chicas vestidas de seda correteando delante de un hombre que les doblaba la edad.
—Podría cogerte y ponerte en las filas de esclavos de las Colonias Cercanas —continuó Siobhan e hizo un gesto para que la escena mostrara largas filas de trabajadores trabajando con picos y palas en una mina abierta—. Tal vez te diré dónde encontrar las mejores piedras para los comerciantes que hacen lo que yo deseo.
La escena cambió de nuevo y mostró lo que, evidentemente, era una sala de torturas. Hombres y mujeres gritaban mientras unos tipos enmascarados manejaban hierros calientes.
—O tal vez te entregue a los sacerdotes de la Diosa Enmascarada, para que ganes la contrición por tus crímenes.
—No lo harías —dijo Catalina.
Siobhan alargó el brazo, y la cogió tan fuerte que Catalina apenas tuvo tiempo para pensar antes de que la mujer la forzara a meter la cabeza bajo el agua de la fuente. Ella gritó, pero solo le sirvió para no tener tiempo de respirar mientras la hundía. El frío del agua la rodeaba y, a pesar de que Catalina luchaba, parecía que su fuerza la había abandonado en esos momentos.
—Tú no sabes lo que yo haría y lo que no –dijo Siobhan, su voz parecía venir de muy lejos—. Piensas que yo pienso en el mundo como lo haces tú. Piensas que frenaré antes de tiempo, o seré amable, o ignoraré tus insultos. Podría mandarte a hacer cualquiera de las cosas que yo quisiera y todavía serías mía. Mía para hacer contigo lo que quisiera.
Entonces Catalina vio unas cosas en el agua. Vio unas siluetas que gritaban destruidas por el sufrimiento. Vio un lugar lleno de dolor y sufrimiento, terror e impotencia. Reconoció a algunos de ellos porque los había matado o, por lo menos, a sus fantasmas. Había visto sus imágenes mientras la perseguían por el bosque. Eran guerreros que habían estado comprometidos con Siobhan.
—Ellos me traicionaron –dijo Siobhan— y pagaron por su traición. Mantendrás tu palabra conmigo o te convertiré en algo más útil. Haz lo que yo quiero, o te unirás a ellos y me servirás como lo hacen ellos.
Entonces soltó a Catalina y Catalina se levantó, hablando a borbotones mientras luchaba por coger aire. Ahora la fuente había desaparecido y, una vez más, estaban en el patio de la forja. Ahora Siobhan estaba un poco apartada de ella, de pie como si no hubiera pasado nada.
—Yo quiero ser tu amiga, Catalina —dijo—. No me querrías como enemiga. Pero haré lo que deba.
—¿Lo que debas? —replicó Catalina—. ¿Crees que tienes que amenazarme o hacerme matar a gente?
Siobhan extendió las manos.
—Como te dije, es la maldición de los poderosos. Tienes el potencial para ser muy útil para lo que se avecina, y yo sacaré el máximo provecho de eso.
—No lo haré —dijo Catalina—. No mataré a una chica sin razón.
Entonces Catalina atacó, no físicamente, sino con sus poderes. Reunió su fuerza y la lanzó como una piedra contra los muros que rodeaban la mente de Siobhan. Rebotó y el poder parpadeó.
—No tienes el poder para luchar contra mí —dijo Siobhan—, y no te molestes en tomar esa opción. Déjame que te lo ponga más fácil.
Hizo un gesto y la fuente apreció de nuevo y las aguas se movieron. Esta vez, cuando la imagen se fijó, no tuvo que preguntar a quién estaba mirando.
—¿Sofía? —preguntó Catalina—. Déjala en paz, Siobhan, te lo advierto…
Siobhan la agarró de nuevo y la obligó a mirar a esa imagen con la horrible fuerza que parecía poseer.
—Alguien va a morir —dijo Siobhan—. Puedes escoger quién, simplemente escogiendo si matas a Gertrude Illiard. Puedes matarla a ella, o tu hermana puede morir. Tú eliges.
Catalina la miró fijamente. Sabía que en realidad no era una elección. No cuando se trataba de su hermana.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré. Haré lo que tú quieras.
Dio la vuelta y se dirigió hacia Ashton. No fue a despedirse de Will, Tomás o Winifred, en parte porque no quería arriesgarse a que Siobhan se acercara tanto a ellos y, en parte, porque estaba segura de que, de algún modo, verían lo que debía hacer a continuación y se avergonzarían de ella por eso.
Catalina estaba avergonzada. Odiaba pensar en lo que estaba a punto de hacer y en el hecho de que tenía tan poca elección. Solo debía esperar que todo esto fuera una prueba y que Siobhan la detuviera a tiempo.
—Tengo que hacerlo —se decía a sí misma mientras caminaba—. Tengo que hacerlo.
«Sí» —le susurraba la voz de Siobhan—, «debes hacerlo».