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CAPÍTULO CINCO

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La Reina Viuda María de la Casa Flamberg estaba en el el centroe sus jardines, se llevó una rosa blanca a la nariz y absorbió su delicado olor. Con los años se le daba bien ocultar su impaciencia y, cuando se trataba de su hijo mayor, la impaciencia era una emoción que le venía demasiado de inmediato.

—¿Qué es esta rosa? —preguntó a uno de los jardineros.

—Una variedad creada por una de los jardineras contratadas como sirvientas —dijo el hombre—. Ella la llama la Estrella Brillante.

—Felicítala por ello e infórmala de que, de ahora en adelante, se conocerá como la Estrella de la Viuda —dijo la reina. Era tanto un cumplido como un recordatorio para la jardinera de que aquellos que poseían la deuda de la sirvienta podían hacer lo que desearan con sus creaciones. Era el tipo de movimiento de doble cara con los que la Viuda disfrutaba por su eficacia.

Esto ambién se le daba bien. Tras las guerras civiles, hubiera sido muy fácil quedarse sin poder. En cambio, ella encontró los puntos de equilibrio entre la Asamblea de los Nobles y la iglesia de la Diosa Enmascarada, las masas del populacho y los comerciantes. Lo había hecho con inteligencia, crueldad y paciencia.

Pero incluso la paciencia tenía sus límites.

—Antes de que hagas esto —dijo la Viuda—, serás tan amable de arrancar a mi hijo del prostíbulo en el que esté acomodado y recordarle que su reina le está esperando.

La Viuda se quedó al lado del reloj de sol, observando cómo cambiaba la sombra mientras esperaba al holgazán que estaba como heredero al trono. Para cuando oyó los pasos de Ruperto acercándose, ya se había movido un dedo.

—Debo estar senil a mi avanzada edad —dijo la Viuda—, pues es evidente que no recuerdo cosas. Por ejemplo, cuando te cité hace media hora.

—Hola a ti también, madre —dijo Ruperto, sin parecer arrepentido en lo más mínimo.

Hubiera sido mejor si hubiera alguna señal de que había estado usando su tiempo sabiamente. En su lugar, el estado desaliñado de su ropa decía que ella había acertado con la suposición de antes sobre dónde estaría. Eso, o había estado cazando. Había muy pocas actividades de las que su hijo mayor parecía preocuparse realmente.

—Veo que tus rasguños están empezando a desaparecer —dijo la Viuda—. ¿O finalmente has mejorado en taparlas con polvos?

Vio que su hijo enrojecía por la rabia, pero no le importó. Si pensara que podía arremeter contra ella, lo hubiera hecho hace años, pero a Ruperto se le daba bien saber a quién podía dirigir su mal genio y a quién no.

—Me cogió por sorpresa —dijo Ruperto.

—Por una sirvienta —respondió la Viuda con calma—. Por lo que he oído, mientras estabas en pleno intento por forzar a la antigua prometida de tu hermana.

Ruperto se quedó con la boca abierta durante unos segundos. ¿A estas alturas no había aprendido que su madre se enteraba de lo que pasaba en su reino y en su casa? ¿Pensaba que alguien continuaba gobernando una isla tan dividida como esta sin espías? La Viuda suspiró. Realmente le quedaba mucho por aprender y no daba señales de estar dispuesto a aprender esas lecciones.

—Para entonces Sebastián ya la había dejado a un lado —insistió él—. Ella era un blanco y, al fin y al cabo, no era más que una puta contratada.

—Todos esos poetas que escriben sobre ti como un príncipe de oro realmente no te conocen, ¿verdad? —dijo la Viuda, aunque lo cierto era que ella había pagado a más de uno para asegurarse de que los poemas salían bien. Un príncipe debía tener la reputación que deseaba, no la que se había ganado. Con la reputación adecuada, Ruperto incluso podría tener la aclamación de la Asamblea de los Nobles cuando llegara el momento en el que él gobernara.

—¿No se te ocurrió que Sebastián podría enfadarse si se enteraba de lo que intentaste hacer?

Ruperto frunció el ceño al oír eso y la Viuda vio que su hijo no lo entendía.

—¿Por qué iba a hacerlo? No se iba a casar con ella y, en cualquier caso, yo soy el mayor, un día seré su rey. No se atrevería a hacer nada.

—Si piensas eso —dijo la Viuda—, no conoces a tu hermano.

Ruperto rió al escuchar eso.

—¿Y tú sí que lo conoces, madre? ¿Intentando casarlo? No me extraña que escapara.

La Viuda reprimió su ira.

—Sí, Sebastián escapó. Admitiré que subestimé la fuerza de sus sentimientos, pero eso puede solucionarse.

—Ocupándose de la chica —dijo Ruperto.

La Viuda asintió.

—¿Imagino que es un trabajo que quieres que haga para ti?

—Por supuesto.

Ruperto ni tan solo lo dudó. La Viuda nunca había pensado que lo hiciera. A su manera, eso estaba bien, pues un gobernante no debería encogerse por hacer lo que era necesario, pero aun así dudaba que Ruperto estuviera pensando en esos términos. Él simplemente quería venganza por los moratones que, todavía ahora, dañaban sus, de lo contrario, perfectos rasgos.

—Vamos a ser claros —dijo la Viuda—. Es necesario que esta chica muera, tanto para enmendar el insulto hacia ti, y por las… dificultades que podría representar.

—Con un matrimonio entre Sebastián y una chica inapropiada —dijo Ruperto—. ¡Qué vergüenza!

La Viuda arrancó una de las flores que había por allí cerca.

—La vergüenza es como esta rosa. Parece bastante inofensiva. Atrae la vista. Pero aun así, tiene espinas hirientes. Nuestro poder es una ilusión, que se mantiene viva porque la gente cree en nosotros. Si nos avergüenzan, el poder podría tambalearse—. Cerró la mano, ignorando el dolor cuando la aplastó—. Debemos ocuparnos de estas cosas, cueste lo que cueste.

Era mejor dejar que Ruperto pensara que se trataba de mantener el prestigio de su familia. Esto era mejor que reconocer el verdadero peligro que representaba la chica. Cuando la Viuda se dio cuenta de quién era ella realmente… bueno, el mundo se había convertido en algo afilado como el cristal, claro y lleno de puntas afiladas. No podía permitir que el peligro continuara.

—La mataré —dijo Ruperto.

—Discretamente —añadió la Viuda—. Sin aspavientos. No quiero que crees más problemas de los que resuelvas.

—Me ocuparé de ello —insistió Ruperto.

La Viuda no estaba segura de que lo hiciera, pero tenía otras piezas en juego por lo que hacía a la chica. El truco era usar solo a los que tenían sus propias razones para actuar. Daría órdenes y ella simplemente dirigiría su atención al hecho de que la chica era alguien a quién valía la pena vigilar.

Había necesitado toda su fuerza de voluntad para no reaccionar la primera vez que había visto a Sofía, en la cena. No delatar lo que sentía al verle la cara, o ante la noticia de que Sebastián tenía pensado casarse con ella.

Que su hijo pequeño hubiera marchado en su busca complicaba más las cosas. Habitualmente, Sebastián era el estable, el inteligente, el responsable. En muchos aspectos, el sería mejor rey que su hermano, pero así no funcionaban las cosas. No, su papel era el de vivir su vida discretamente, haciendo lo que se le ordenaba, no escapar y hacer lo que quería.

—También tengo otra cosa para que tú la hagas —dijo la Viuda. Se fue, dando una lenta vuelta por el jardín, obligando a Ruperto a ir tras ella tal y como un perro seguía a su dueño. Pero, en este caso, Ruperto era un perro de caza y ella estaba a punto de proporcionarle el rastro.

—¿No me has dado ya suficiente trabajo, Madre? —exigió. Sebastián no hubiera discutido. No hubiera discutido por nada, excepto por el asunto que importaba.

—Das menos problemas cuando estás ocupado —dijo la Viuda—. En cualquier caso, este es la clase de trabajo en el que tu presencia realmente podría ser útil. Tu hermano ha actuado por emoción, escapando de esta manera. Creo que para traerlo de vuelta será necesario el toque de un hermano.

Ruperto rió al escuchar eso.

—A juzgar por el modo en que se fue, será necesario un regimiento para traerlo de vuelta.

—Entonces, llévate uno —dijo bruscamente la Viuda—. Tienes una comisión, úsala. Llévate a los hombres que necesites. Encuentra a tu hermano y tráelo de vuelta.

—En condiciones impolutas, sin duda —dijo Ruperto.

La Viuda estrechó los ojos al escuchar eso.

—Es tu hermano, Ruperto. No le harás más daño del necesario para traerlo a casa sin incidentes.

Ruperto bajó la mirada.

—Por supuesto, Madre. Mientras estoy en ello, ¿le gustaría que hiciera una tercera cosa?

Algo en el modo en que lo dijo hizo que la Viuda se detuviera y se dirigiera a su hijo.

—¿Qué tenías en mente? —preguntó.

Ruperto sonrió e hizo un gesto con la mano. Del otro extremo del jardín, un tipo vestido con la túnica de un sacerdote empezó a acercarse. Cuando estuvo a pocos pasos, hizo una gran reverencia.

—Madre —dijo Ruperto—, ¿puedo presentarle a Kirko, segundo secretario de la suma sacerdotisa de la Diosa Enmascarada?

—¿Te mandó Justina? —preguntó la Viuda, usando intencionadamente el nombre de la suma sacerdotisa para recordarle al hombre en compañía de quién estaba ahora.

—No, su majestad —dijo el sacerdote—, pero hay un asunto de suma importancia.

La Viuda suspiró al escuchar eso. Por su experiencia, los asuntos de suma importancia para los sacerdotes consistían habitualmente en donaciones para sus templos, la necesidad de castigar a los pecadores que por lo visto no estaban suficientemente afligidos por la ley, o peticiones para interferir en los asuntos de sus hermanos al otro lado del Puñal-Agua. Justina había aprendido a quedarse esos asuntos para ella, pero sus subordinados a veces iban de un lado para otro y la molestaban como si fueran avispas negras.

—Vale la pena escucharlo, Madre —dijo Ruperto—. Ha pasado un tiempo en la corte, intentando conseguir una audiencia. ¿Me preguntabas dónde estaba antes? Estaba aquí buscando a Kirko, pues imaginé que querrías oír lo que tenía que decir.

Aquello bastó para hacer que la Viuda reexaminara al sacerdote. Todo lo que fuera suficiente para hacer que Ruperto apartara su mente de las mujeres de la corte era digno de su atención, por lo menos durante un ratito.

—Muy bien —dijo—. ¿Qué tienes que decir, segundo secretario?

—Su Majestad –dijo el hombre—, ha habido un cruel asalto a nuestra Casa de los Abandonados y a los derechos del sacerdocio.

—¿Piensas que no me he enterado de eso? —replicó la Viuda. Miró hacia Ruperto—. ¿Esas son tus noticias?

—Su majestad —insistió el sacerdote—, la chica que mató a las monjas no sufrió ninguna justicia. En su lugar, encontró asilo en una de las Compañías Libres. Con los hombres de Lord Cranston.

El nombre de la compañía despertó el interés de la Viuda, un poco.

—La compañía de Lord Cranston ha sido de lo más útil en el pasado reciente —dijo la Viuda—. Ayudaron a echar a una fuerza invasora de nuestras orillas.

—¿Y eso…?

—Silencio —dijo bruscamente la Viuda, cortando al hombre a media refutación—. Si a Justina realmente le importara eso, sacaría el tema. Ruperto, ¿por qué me has traído esto?

Su hijo hizo una sonrisa de tiburón.

—Porque he estado haciendo preguntas, Madre. He sido muy meticuloso.

Lo que significaba que había torturado a alguien. ¿Realmente esa era la única manera en la que su hijo sabía hacer las cosas?

—Creo que la chica a la que Kirko busca es la hermana de Sofía —dijo Ruperto—. Algunos de los supervivientes de la Casa de los Abandonados hablaban de dos hermanas, una de las cuales intentaba salvar a la otra.

Dos hermanas. La Viuda tragó saliva. Sí, eso cuadraba, ¿verdad? Su información se había concentrado en Sofía, pero si la otra también estaba viva, entonces podría ser igual de peligrosa. Tal vez más, a juzgar por lo que había logrado hasta ahora.

—Gracias, Kirko —consiguió decir—. Me encargaré de esta situación. Por favor, déjame que lo hable con mi hijo.

Consiguió convertirlo en un despido y el hombre se fue de su vista a toda prisa. Intentaba pensar detenidamente en ello. Era evidente lo que hacía falta que pasara a continuación. La cuestión era, simplemente, cómo. Pensó por un momento… sí, eso podría funcionar.

—O sea —dijo Ruperto—, ¿quieres que también mate a esa hermana suya? ¿Entiendo que no queremos que algo así busque venganza?

Evidentemente, él pensaría que se trataba de eso. Él no conocía el verdadero peligro que representaban, o los problemas que podrían resultar si alguien descubría la verdad.

—¿Qué propones que hagamos? —dijo la Viuda—. ¿Entrar y enfrentarnos al regimiento de Peter Cranston? Es posible que pierda un hijo si lo haces, Ruperto.

—¿Piensas que no podría derrotarlos? —replicó.

La Viuda lo ignoró.

—Creo que hay una manera más fácil. El Nuevo Ejército se está reuniendo, así que mandaremos al regimiento de Lord Cranston contra ellos. Si escojo la batalla sabiamente, nuestros enemigos resultarán heridos, mientras que la chica morirá, y no parecerá más que otra tumba sin fama en una guerra.

Entonces Ruperto la miró con una especie de admiración.

—¿Por qué, Madre, nunca supe que podrías ser tan despiadada?

No, no lo sabía, porque no había visto las cosas que había hecho para mantener los restos de poder que tenía. Él había luchado contra los rebeldes, pero no había visto las guerras civiles, o las cosas que habían sido necesarias tras ellas. Ruperto probablemente pensaba que él era un hombre sin límites, pero la Viuda había descubierto a las malas que haría todo lo que fuera necesario para asegurar el trono para su familia.

Aun así, no valía la pena pensar en ello. Esto pronto habría terminado. Sebastián estaría de nuevo a salvo con su familia, Ruperto se habría vengado de su humillación y las chicas que hacía tiempo que deberían haber muerto irían a la tumba sin dejar rastro.

Una Canción para Los Huérfanos

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