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CAPÍTULO SEIS

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—Es una prueba —susurraba Catalina para sí misma mientras acechaba a su víctima—. Es una prueba.

Continuaba diciéndolo para sí misma, quizás con la esperanza de que la repetición lo convirtiera en cierto, quizás porque era la única manera de continuar siguiendo a Gertrude Illiard, manteniéndose en las sombras mientras ella estaba sentada en el balcón de su casa para desayunar, colándose en silencio entre la multitud de la ciudad mientras la hija del comerciante caminaba con sus amigas por los mercados de buena mañana.

Savis Illiard tenía perros y guardias para proteger tanto su propiedad como a su hija, pero los guardias hacía demasiado tiempo que estaban en sus puestos y confiaban en los perros, mientras que los perros eran fáciles de calmar con un destello de poder.

Catalina observaba a la mujer que se suponía que tenía que matar y la verdad era que, hasta el momento, podría haberlo hecho un montón de veces. Podría haber corrido entre la multitud y clavarle un cuchillo entre las costillas. Podría haber disparado una ballesta o incluso haber lanzado una piedra con fuerza letal. Incluso podría haber aprovechado el ambiente de la ciudad, asustando a un caballo en el momento erróneo o cortando la cuerda que sujetaba un barril cuando su objetivo pasaba por debajo.

Catalina no había hecho ninguna de esas cosas. En su lugar, observaba a Gertrude Illiard.

Hubiera sido más fácil si ella hubiera sido una persona evidentemente malvada. Si hubiera golpeado a los sirvientes de su padre con resentimiento, o si tratara a la gente de la ciudad como escoria, Catalina podría haberla visto tan solo a un paso de las monjas que la habían atormentado, o de la gente que la habían menospreciado en la calle. En cambio, ella era amable, en los pequeños detalles en los que la gente podía serlo cuando no pensaban mucho en ello. Dio dinero a un niño que pedía al pasar. Preguntó por los hijos de un tendero a los que apenas conocía.

Parecía una persona amable y dulce y Catalina no podía creer que incluso Siobhan quisiera que alguien así muriera.

—Es una prueba —se dijo de nuevo Catalina a sí misma—. Tiene que serlo.

Intentaba decirse a sí misma que la amabilidad tenía que ser una fachada que escondía un lado más profundo y oscuro. Tal vez esta mujer mostraba una cara amable al mundo para esconder asesinatos o chantajes, crueldad o engaño. Pero mientras otro podría decirse eso a sí mismo, Catalina podía ver los pensamientos de Gertrude Illiard y ninguno de ellos apuntaba a que un depredador acechara bajo la superficie. Era una chica bastante normal para el lugar que ocupaba en el mundo, a la que el negocio de su padre había hecho rica, tal vez un poco despreocupada por ello, pero auténticamente inocente en todos los aspectos que Catalina podía ver.

Era difícil no sentirse indignada por lo que Siobhan le había ordenado hacer, y por lo en que Catalina se había convertido bajo su tutelaje. ¿Cómo podía quererla muerta Siobhan? ¿Cómo podía pedir a Catalina que hiciera esto? ¿Realmente solo se lo estaba pidiendo para ver si Catalina tenía en su interior matar por orden? Catalina odiaba pensar eso. Ella no podía, no haría algo así.

Pero no tenía elección y odiaba incluso más eso.

Pero tenía que estar segura, así que fue sigilosamente a la casa del comerciante antes que su presa, se coló por el muro en un momento en el que notó que los guardias no miraban y fue a toda velocidad hacia las sombras del muro. Esperó otros pocos instantes, para asegurarse que todo estaba en calma y, a continuación, trepó hasta el balcón de la habitación de Gertrude Illiard. Había un pestillo en el balcón, pero fue fácil levantarlo usando un cuchillo fino y metiendo la yema del dedo dentro.

La habitación estaba vacía y Catalina no vio a nadie por allí, así que se puso a inspeccionarla rápidamente. No sabía lo que esperaba encontrar. Un botellín con veneno guardado para un rival, tal vez. Un diario en el que se detallaban todas las torturas que tenía pensado infligir a alguien. Había un diario, pero con tan solo una mirada, Catalina vio que simplemente detallaba los sueños y esperanzas de futuro de la joven, sus encuentros con amigas, su breve destello de sentimientos por un joven actor que había conocido en el mercado.

Lo cierto era que Catalina no pudo encontrar una sola razón por la que Gertrude Illiard mereciera morir y, a pesar de que había matado antes, Catalina pensaba que asesinar a alguien sin ninguna razón era abominable. Se ponía enferma solo de pensar en hacerlo.

Notó el parpadeo de una mente que se acercaba y se escondió rápidamente debajo de la cama, intentando pensar, intentando decidir qué haría. No es que la joven le recordara a sí misma, pues Catalina no podía imaginar que la hija del comerciante conociera realmente el sufrimiento, o que deseara coger una espada. Ni tan solo era como Sofía, pues la hermana de Catalina tenía una lado engañoso cuando lo necesitaba y el tipo de duro sentido práctico que venía de tener que vivir con nada. Esta chica nunca habría pasado semanas fingiendo ser algo que no era y nunca hubiera seducido a un príncipe.

Mientras una sirvienta daba vueltas por la habitación, arreglándola en preparación para la vuelta de su señora, Catalina se llevó la mano al medallón que tenía en el cuello, pensando en la imagen de la mujer que había dentro. Tal vez era eso. Tal vez Gertrude Illiard encajaba con la imagen de inocencia de buena cuna que Catalina tenía cuando se trataba de sus padres. Pero ¿qué significaba eso? ¿Significaba que no podía matarla? Tocó el anillo que había al lado del medallón, que era para Sofía. Sabía lo que diría su hermana, pero esa era una decisión en la que Sofía nunca estaría en posición de tener que tomar.

Entonces Gertrude entró en la habitación y Catalina supo que tendría que tomar una decisión pronto. Siobhan estaba esperando y Catalina dudaba que la paciencia de su maestra durara para siempre.

—Gracias, Milly —dijo Gertrude—. ¿Está mi padre en casa?

—No se espera que vuelva hasta dentro de dos horas, señora.

—En ese caso, creo que dormiré un poco. Me desperté muy pronto hoy.

—Por supuesto, señora. Vigilaré que no la molesten.

La sirvienta se fue, cerrando tras ella la puerta de la habitación con un chasquido. Catalina vio que se sacaba unas botas bordadas y las dejaba al lado de donde ella estaba escondida, notó que la cama se movía encima suyo cuando Gertrude Illiard se sentó encima. Las maderas chirriaron cuando se tumbó y Catalina todavía esperó.

Tenía que hacerlo. Había visto lo que le sucedería si no lo hacía. Siobhan lo había dejado claro: ahora Catalina era suya, para hacer lo que quisiera. Catalina estaba tan firmemente atada a ella como lo hubiera estado si hubieran vendido su deuda a otro. Más firmemente, pues ahora no solo era la ley de la tierra la que daba poder a Siobhan sobre Catalina, sino la magia de su fuente.

Si fallaba a Siobhan en esto, en el mejor de los casos, vería cómo la mandaban a algún infierno viviente y la obligarían a aguantar cosas que harían que la Casa de los Abandonados pareciera un palacio. En el peor de los casos… Catalina había visto los fantasmas de aquellos que habían traicionado a Siobhan. Había visto lo que sufrían. Catalina no les seguiría, costara lo que costara.

Solo debía continuar recordándose a sí misma que esto era una prueba.

Observó los pensamientos de Gertrude mientras esta se quedaba dormida, notando sus ritmos cambiantes mientras estaba en duermevela. Ahora había silencio en toda la habitación, pues los sirvientes no se acercaban para dejar descansar a su señora. Era el momento perfecto. Catalina sabía que tenía que actuar ahora o nunca.

Salió sigilosamente de debajo de la cama sin hacer ruido, se puso de nuevo de pie y miró a Gertrude Illiard. Dormida, parecía incluso más inocente, con la boca ligeramente abierta mientras reposaba su cabeza sobre un par de almohadas de plumas de ganso.

«Es una prueba» —se decía a sí misma—, «solo es una prueba. Siobhan parará esto antes de que la mate».

Era lo único que tenía sentido. La mujer de la fuente no tenía ninguna razón para querer a esta chica muerta y Catalina no creía que incluso ella fuera tan caprichosa. ¿Pero cómo pasaba la prueba? La única manera de verlo era realmente intentando matar a esta chica.

Catalina se quedó pensando en sus opciones. No tenía ningún veneno y no sabría la mejor manera de administrarlo si lo tuviera, así que eso estaba descartado. Allí no había modo de maquinar un accidente, del modo en que lo hubiera hecho en la calle. Podía sacar un puñal y cortarle el cuello a Gertrude, pero ¿dejaría eso alguna oportunidad a Siobhan para intervenir? ¿Y si la apuñalaba o se lo clavaba tan rápido que no había modo de salvar al blanco de esta prueba?

Había una respuesta obvia y Catalina pensó en ella, mientras levantaba una de las almohadas de seda. Tenía el dibujo de un río de una tierra lejana tejido en ella, los hilos que sobresalían eran ásperos bajo sus dedos. La sujetó entre sus manos y se movió hasta colocarse sobre Gertrude Illiard, con la almohada preparada.

Catalina notó el cambio en los pensamientos de la joven cuando esta escuchó algo y vio que abría los ojos de golpe.

—¿Qué… qué es esto? —preguntó.

—Lo siento —dijo Catalina, e hizo presión hacia abajo con la almohada.

Gertrude peleaba, pero no era lo suficientemente fuerte para sacar a Catalina. Con la fuerza que la fuente había liberado, Catalina podía mantener la almohada inmóvil con facilidad. Podía notar a la joven luchando para encontrar un lugar por el que respirar, o gritar, o pelear, pero Catalina mantenía su peso encima de la almohada, sin dejar la más mínima abertura para que se colara el aire.

Quería asegurar a Gertrude que todo iría bien; decirle que, en un minuto, Siobhan pararía esto. Quería decirle que por muy malo que pareciera ahora, todo iría bien. Pero no podía. Si lo decía, había demasiado peligro de que Siobhan supiera que no estaba tratando esto como algo real y la obligara a llevarlo a cabo. Había demasiado peligro de que Siobhan lanzara su alma a las profundidades infernales de la fuente.

Tenía que ser fuerte. Tenía que continuar.

Catalina mantenía la almohada inmovilizada mientras Gertrude la apaleaba y la arañaba. La mantenía inmóvil incluso cuando sus esfuerzos empezaron a debilitarse. Cuando se quedó quieta, Catalina miró a su alrededor, medio esperando que Siobhan apareciera de la nada para felicitarla, reviviera a Gertrude y declarara que esto había terminado.

En su lugar, solo había silencio.

Catalina retiró la almohada del rostro de la joven y, sorprendentemente, todavía parecía en paz, a pesar de la violencia de los segundos antes de aquel momento. No había nada de vida en aquella expresión, nada de la vivacidad que había habido mientras Catalina la había estado siguiendo por la ciudad.

Notaba que no había pensamientos que percibir, pero aun así, colocó los dedos en el pulso del cuello de Gertrude Illiard. No había nada. La joven se había ido y Catalina…

—La maté —dijo Catalina. Colocó de nuevo la almohada bajo la hija del comerciante, bajo su víctima y se apartó de la cama con un tropezón, como si la hubieran empujado. Sus pies se toparon con las botas que Gertrude se había quitado y Catalina cayó, poniéndose otra vez de pie como pudo a toda prisa—. La maté.

No pensaba que esto sucedería, realmente no. En ese momento, se odiaba a sí misma. Había matado antes, pero nunca así. Nunca a alguien tan indefenso, tan inocente.

—Señora, ¿está todo bien? —gritó la voz de la sirvienta desde el otro lado de la puerta.

Catalina deseaba quedarse allí, dejar que el suelo se la tragara, dejar que la gente la encontrara y la matara por lo que había hecho. Merecía eso y mucho más. Empezaba a darse cuenta de todo el horror de lo que acababa de hacer. Se había puesto encima de una mujer inocente y la había asfixiado hasta la muerte, para nada de una forma rápida, limpia o suave.

Una Canción para Los Huérfanos

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