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CULTURA, LITERATURA, CINE, TELEVISIÓN

Prólogo

Como se dijo en el prólogo general, las notas principales que se piden a los críticos u otros periodistas suelen tener que ver con efemérides, autores que se ponen de moda por alguna razón, escritores que visitan el país o llegan en versiones audiovisuales a la televisión o al cine (las notas sobre Patricia Highsmith, Talima Nasrim, José Saramago y Robbe Grillet que se leen en esta sección son de ese tipo). En otros momentos, es el o la crítica quien ofrece una nota sin ese tipo de anclaje en el día a día: porque le interesa el tema o porque lee una nota de otra persona en el suplemento y quiere iniciar un debate.

Esta sección del libro ofrece algunas notas principales que publiqué en los últimos años. Estas notas centrales suelen ser panorámicas, pensadas como introducción o resumen de ciertos temas u obras, excepto en el caso de los debates. Por ejemplo: la primera nota de este segmento es una introducción a mi visión de la novela estadounidense del siglo XX. La nota es una toma de posición respecto de ideas definitorias sobre la literatura y el canon literario, que en el caso de los Estados Unidos se dedica a autores blancos, anglosajones y protestantes “WASP”, generalmente hombres (no mujeres). La segunda nota, “Literatura estadounidense: lo que hay detrás de una lista de nombres”, es sobre el mismo tema pero forma parte de un debate a raíz de una nota escrita en los Estados Unidos y traducida para el suplemento. La calidad de “debate” se nota en el tono. En el artículo que leí y al que respondo, se describía la literatura contemporánea de ese país sin hacer alusión a ningún nombre no WASP y a ninguna mujer y se afirmaba que se estaba describiendo “la literatura estadounidense”. La tercera nota también discute la idea de “canon”. Soy consciente de que estoy incluyendo en esta selección no una sino tres notas sobre canon pero eso tiene sentido si se toma en cuenta que los suplementos literarios de los diarios principales no dan importancia a ese concepto, lo invisibilizan, cuando en realidad son formadores del canon. Lo cierto es que, aunque no se discuta, el canon siempre está presente en un suplemento literario: la Academia, el mercado de las editoriales y los suplementos construyen el canon, deciden de quién se habla y de quién no; a quién se vende y a quién no. Mis notas, mi insistencia, son un intento de hacer visible lo invisible, y al mismo tiempo, de mostrar lo que el poder deja fuera.

Eso fue lo que me llevó a acercar al suplemento varias notas sobre los autores amerindios de los Estados Unidos que son mi tema de investigación a nivel académico: “Todos nuestros parientes” y “Voces diferentes” son dos artículos sobre el tema. No es fácil publicar esas notas. Justamente porque tratan temas no canónicos, carecen del atractivo de lo conocido que se busca en una publicación de divulgación literaria. Lo mismo sucede con las autoras femeninas de ciencia ficción y fantasía, sobre las que escribí varias veces. En cambio, las notas sobre géneros populares o cine encuentran espacio más fácilmente porque el cine y la literatura popular resuenan en el público (las notas sobre la película de Tarantino Django y sobre la serie de televisión y de novelas Juego de tronos son de este último tipo) y se publican en momentos en que la película o la serie están en el candelero.

Las primeras dos notas de esta sección, una sobre los dos modelos de país en los Estados Unidos y la otra sobre el arte político, son introducciones generales. Las ubico al principio de la sección porque creo que, en cierto modo, son las raíces de todo lo que sigue.

NOTAS

Dos modelos de país para Estados Unidos: crisol de razas y multiculturalismo

En Middlesex, la novela con la que Jeffrey Eugenides ganó el Pulitzer a principios del siglo XXI, se describe la metáfora central del que fue el único modelo reconocido de país en los Estados Unidos hasta la década de 1960. El capítulo, de un humor desopilante y amargo, transcurre en la famosa fábrica de autos de Detroit, que, a principios de siglo XX, era un remolino de culturas. Henry Ford tomaba obreros de casi todas las procedencias y llevaba a cabo una política agresiva de asimilación: por ejemplo, su personal de seguridad revisaba si tenían cepillos de dientes en las casas y los obligaba a comprarse una casa y un auto en cuotas.

La novela describe el acto organizado por la fábrica para celebrar el día de las comunidades. En el escenario, se representa el modelo político que postulaban los poderosos del país en medio de la gran ola inmigratoria. El modelo lleva como nombre una metáfora: “crisol de razas”. Eugenides lo cuenta desde la visión de un inmigrante griego que todavía siente nostalgia por su país y no está integrado del todo aunque ya empieza a ser un mestizo cultural con un pie en sus tradiciones de origen y otro, en la vida que le propone el nuevo país.

Sobre el escenario, hay una olla enorme (el “crisol”) con una escalerita por la que suben, uno tras otro, representantes de distintas culturas en trajes tradicionales estereotipados (más relacionados con la forma en que la cultura blanca interpreta a esos pueblos que con la verdad; basta con leer Orientalismo de Edward Said para entenderlo). Cuando todos están dentro, alguien revuelve la olla y, ¿qué sale de ese guiso de costumbres, artes, lenguajes, valores? Algo increíblemente simple: un hombre (no una mujer) trajeado y moderno, claramente blanco, anglosajón y protestante (WASP), la minoría más poderosa del país.

El tono de Eugenides es irónico. El resultado del “crisol” es lógico dentro de los valores de “pureza” del modelo estadounidense, valores que incluyen un tabú absoluto: el de la mezcla de las razas. Fuera de ese universo etnocéntrico, ¿hay algo más imposible que ese guiso metafórico? ¿En qué clase de guiso se cuecen todos los ingredientes y la cocción elimina el gusto de todos salvo uno? El “crisol” es un recipiente para fundir metales y convertirlos en algo nuevo…, pero incluso en esa imagen, en la que el resultado es homogéneo, la homogeneidad no repite la de ninguno de los elementos originales. El metal que se crea es distinto de todos los originales. En cambio, en la metáfora del crisol de razas, los pueblos no blancos que aportan a la civilización estadounidense pierden sus “diferencias”, todas, y se convierten en WASPs desde un punto de vista cultural, ¡y hasta desde un punto de vista físico!

Esa idea sigue teniendo mucha fuerza, sobre todo entre los conservadores republicanos. No por nada las tribus amerindias tuvieron que esperar hasta mucho más allá de mediados del siglo XX para tener libertad religiosa, un valor esencial para los pioneros que llegaron a América del Norte. Cuando Schwarzenegger, gobernador de California, defiende la idea del “English only” (solamente inglés) en las escuelas (idea absurda para un estado donde una gran cantidad de habitantes habla castellano), está diciendo exactamente eso: solamente se es estadounidense si se habla inglés, si se cree en estos valores, si se abandona todo rasgo cultural diferente, todo pasado cultural distinto.

Desde la década de 1960, sin embargo, el modelo del “crisol” tiene un rival. Ese segundo modelo se describe a sí mismo en el nombre: “multiculturalismo” y es fruto de la resistencia constante que siempre llevaron a cabo las “minorías étnicas” estadounidenses contra la colonización cultural del “crisol de razas”, expresada en instituciones como la escuela (que trataba y trata todavía de imponer una historia, una manera de entender el mundo, una única serie de valores), el ejército o la justicia.

Un ejemplo entre muchísimos otros: hasta la mitad de siglo XX, la sociología blanca afirmaba que la cultura de los negros, arrastrados a América desde África en barcos esclavistas, era muy semejante a la blanca porque el cruce del Atlántico había convertido a los africanos en “tabulas rasas” sobre las que los amos habían impreso un idioma (el inglés), costumbres, valores y religiones occidentales. Esa descripción es fruto de la idea del “crisol de razas” y es profundamente falsa. La cultura negra no fue nunca igual a la blanca. No hubo “tabulas rasas”. África llegó a América: basta con estudiar los gustos, las costumbres, el lenguaje de los negros (un dialecto particular, muy distinto del inglés blanco estándar, al que suele llamarse “vernacular”), y por supuesto, la música. El jazz, única música original estadounidense, es una prueba evidente de que África cruzó el Atlántico: ritmo africano; instrumentos europeos (salvo la percusión). Un crisol de resultado bien diferente al que se representa en la fábrica de Eugenides.

La música fue parte de la resistencia cultural negra. También hubo resistencia lingüística, por ejemplo en el caso de los inmigrantes latinoamericanos (ilegales, en general), que se convirtieron en un grupo bilingüe con una literatura bilingüe que rechaza a cualquier grupo que desconozca el castellano. En el caso de las tribus amerindias, la defensa de la cultura de origen incluyó una resistencia contra la escuela, que impedía a los chicos hablar en su propia lengua y conservar las tradiciones, los valores, las costumbres y las creencias tradicionales.

El debate entre esos dos modelos de país sigue vigente desde la década de 1960 y es central porque es una discusión sobre identidad nacional, sobre quién es estadounidense. En esa década, los líderes de los negros, Martin Luther King, Malcolm X, las Panteras Negras y otros grupos hicieron notar en libros, acciones y discursos que, si “ser estadounidense” era ser el resultado del “crisol de razas”, había demasiados grupos que se quedaban fuera. Y por otra parte, los no WASPs que aceptan el crisol como modelo pagan un precio altísimo por esa opción porque el borramiento de lo que tienen de Otro causa daños profundos a nivel psicológico.

De eso trata, por ejemplo, la primera novela de la Premio Nóbel Toni Morrison: Ojos azules. La historia se abre con una cita de manual escolar, repetida tres veces (otra vez, la escuela como institución que impone cultura). El manual describe a una familia que se presenta como universal y que en realidad, es un matrimonio WASP de clase media con casa, auto y chicos de ojos azules. Primero, Morrison cita el párrafo tal cual aparecería en el texto. Lo repite por segunda vez sin puntuación y sin mayúsculas, lo cual lo vuelve inquietante. La tercera repetición elimina la separación entre palabras y entonces, el texto se convierte en un único bloque perturbador. Después, empieza la historia de una nena negra frente a un guión de vida imposible: según la escuela, para ser, hay que tener pelo rubio, ojos celestes y una casa de clase media. Nada de eso está disponible en el futuro de la nena negra. La alternativa es la locura. Por eso, apareció el multiculturalismo, un modelo que busca la convivencia igualitaria de muchas culturas. Basta con mirar cualquiera de las series estadounidenses actuales (incluso las fantásticas como True Blood) para saber que Estados Unidos no ha llegado a eso, que los dos modelos siguen luchando uno contra el otro en todos los ámbitos.

La academia literaria es uno de ellos y es lógico: se trata de un campo netamente “cultural” y, por lo tanto, muy ligado a la definición de una identidad nacional. ¿Qué autores forman el “canon” (la lista oficial de libros reconocidos)? ¿Qué autores representan al país? Los que apoyan la lista “oficial” anterior a 1960 (Harold Bloom, autor de El canon occidental, entre otros) sostienen que el único criterio era y es la “calidad”. ¿Pero existe la “calidad literaria” universal? ¿De qué dependería tal cosa cuando los parámetros de calidad se construyen sobre una base cultural específica, jamás universal?

Ese es el problema. Las feministas fueron las primeras en notarlo. Jane Tompkins, por ejemplo, ataca la idea del canon como universal y eterno en un artículo en el que compara antologías dedicadas a la literatura decimonónica estadounidense antes y después de 1960. Descubre que, en las anteriores, los autores eran casi todos hombres WASPs y que, después, la lista aceptó a negros, indios, mujeres, latinos, asiáticos. En ese proceso, la “calidad” se entendió como más compleja y menos unívoca. En el otro extremo de las cosas, ya a principios del siglo XXI, apareció una antología de “literatura estadounidense no escrita en inglés”… Y mal que le pese a Schwarzenegger, eso tiene sentido: ¿no es literatura estadounidense la de Isaac B. Singer, Premio Nóbel, que escribe en idish sobre Nueva York? ¿O la de Gloria Anzaldúa, cuyo Borderlands/La frontera está mitad en castellano, mitad en inglés?

En la isla Ellis, puerta de entrada al país, se divide a las culturas estadounidenses en tres: las que llegaron mucho antes y ya estaban en el continente en 1492; las que vinieron como mercancías, en el fondo de barcos esclavistas que los traían de África; y las de los que llegaron y siguen llegando como inmigrantes. La idea de convertirlas en una única cultura homogénea, esencialmente europea, es no sólo imposible sino horrorosa.

Pero no todos están de acuerdo con eso. Y así, el multiculturalismo despierta tanto defensas apasionadas como ataques furibundos (basta leer el prólogo al libro de Bloom para comprobarlo: un prólogo de barricada en el que se habla de “envidia” y “resentimiento”). Este modelo distinto, mucho más complicado y difícil de lograr en la realidad, defiende la diversidad cultural, tan contraria al binarismo implícito en fórmulas como “civilización o barbarie”. Y la verdad es que la diversidad cultural es tan indispensable para la cultura como la biológica para la vida. A diferencia de lo que pasaba en el acto de la fábrica Ford reconstruido por Eugenides, en un buen guiso, los gustos se combinan unos con otros. Y es la combinación lo que vale.

Arte y política versus arte o política

Tal vez no con ese título rimbombante, pero ese debate atraviesa casi todo lo que hago con respecto a la literatura. Eso sí: creo que, como debate, está mucho más en mi trabajo como profesora que en el momento mágico del verano en que me siento a escribir en un cuaderno, a mano, la primera versión de un cuento o una novela.

Es lógico. Escribir es un momento dulce y difícil y entero que, para mí, tiene que ver con palabras, historias, lectores, cuadernos, biromes. Todo eso y nada más. Los que deciden si lo que escribí un verano se publica o no un tiempo después —editores, jueces de concursos, directores de colecciones— empiezan a existir más tarde. Solamente más tarde, me resigno a ciertas quejas (“demasiado difícil”; “no sé si lo aceptarán en las escuelas”) y a sus consecuencias. Y es en esas quejas que aparece el debate. Pero cuando escribo, yo no pienso en nada de eso. Ese tiempo (el del verano), ese lugar (el cuaderno y la birome) respiran a un costado de todo lo demás. No hay debate ahí, ahí yo sé lo que quiero. Cuando enseño, en cambio, el debate está siempre presente.

Enseñar

Empecemos por eso, entonces. Yo no soy muy amante de los debates (y considero que eso es un defecto, no una cualidad) y mi viejo decía siempre que era mejor terminar primero con lo que es más duro y dejarse el postre (lo mejor de la comida, desde mi punto de vista porque soy amante de lo dulce) para el final.

En la academia, ese debate es constante. Yo hablo de él el primer día de clases porque sé que estoy en minoría y siento que los que eligieron mi materia (Literatura de los Estados Unidos) tienen que saber dónde están parados antes de decidir si siguen cursando la materia o no. El debate no se da exclusivamente en la Argentina: es central en el Occidente de los siglos XX y XXI. En el núcleo está la pregunta “¿hay relación entre el mundo artificial de la ficción y el mundo que respira fuera de las palabras?”. Es una pregunta nueva: hasta la mitad del siglo XX, esa relación se daba por sentada; ahora, ya no. Hay dos bandos en pugna. Por un lado, hay quienes (desde el estructuralismo y el postestructuralismo) afirman que la barrera que divide la ficción de lo que hay fuera de ella es imposible de atravesar y que, por lo tanto, el “texto” (nunca dicen “obra”, como si la escritura no fuera un trabajo) debe estudiarse en sí mismo, sin relación con el mundo “real”, incluyendo el “autor” (por eso se habla de “la muerte del autor” y por eso, autores como José Saramago protestan y dicen algo parecido a “este libro lleva una persona adentro les guste o no a los críticos”). Por el otro, algunos creemos que no se puede dudar del mundo al que se refieren las palabras y que toda literatura tiene una relación necesaria con ese mundo y por eso, es indefectiblemente política aunque no lo quiera. Y creemos que esa cualidad importa para entenderla. Para nosotros, toda literatura está íntimamente relacionada con el mundo que la produjo, ese en el que vive el autor o la autora. Entre los primeros, hay muchos (no todos) que dicen “si el arte es político, no es arte”. Un buen ejemplo es de Harold Bloom. Nosotros decimos “arte y política” siempre, hasta cuando no parece.

Escribir

Como dije al principio, para mí ahí no hay debate porque cuando escribo, yo estoy sola con mi manera de ver el mundo. Y yo quiero ser política en la escritura. Es por una posición política que mis historias suelen rechazar la idea del protagonista, del héroe. Es por una posición política que escribo novelas comunitarias, de grupo, en voces múltiples, no siempre humanas.

La política va más allá de las relaciones entre los seres humanos, creo yo. Y lo que quiero, siempre, es escribir sobre el planeta. Este planeta, el nuestro, no es humano solamente: lo compartimos con las montañas y los ríos y los mares y los animales y las plantas y el aire y las nubes. Sin ellos, no seríamos. En Occidente, fingimos que somos en la punta de una pirámide y que nada más importa. O que todo lo demás está ahí para nosotros, como recurso, como fuente de ganancia.

Hay sociedades (las de los pueblos originarios, por ejemplo) que no creen eso, sociedades que saben que las montañas y los animales y las plantas y el agua son nuestros parientes. Yo lo repito. Escribo sobre lo que creo verdadero: sobre esta, nuestra emergencia. Sobre un hecho cierto: sin este planeta, no somos. Y sin embargo, lo estamos destruyendo.

Escribir sobre eso es mi manera de hacer arte (porque sin arte, sin trabajo de lenguaje, la literatura tampoco sirve, eso también lo creo) y política.

El jardín de los senderos que se bifurcan: la novela estadounidense en el siglo XX

La variedad de la ficción novelística estadounidense en el siglo XX es tan inmensa que se hace totalmente imposible trazar una descripción razonable en una o dos páginas. En lugar de intentarlo, tal vez sea más productivo señalar ciertas direcciones o caminos evidentes, como si el panorama de la novela fuera la foto aérea de un jardín inmenso en la que se quisieran descubrir las líneas generales de una red abigarrada y compleja de comunicaciones y relaciones.

La novela es un género extraño: abierto, flexible, cambiante, marcado siempre por las ideas, concepciones y heridas de la sociedad que la produce. Tal vez por eso, se entiende que los académicos del Norte estén trabados en un debate feroz alrededor de la definición de una “lista”, un “canon” de novelistas estadounidenses. Es lógico que haya una discusión apasionada al respecto: definir qué entra en una literatura nacional y qué no, define en parte qué se entiende por esa nación. En otras palabras: según qué nombres se incluyan en la lista, el país que esa lista dice “representar” cambia por completo. Por ejemplo: si se eligen los nombres tradicionales, los más conocidos, los que se enseñaban en las universidades estadounidenses hasta la década de 1960 (Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Salinger, Updike...), la imagen que resulta de esa selección será la del país de los grupos más poderosos, un país centrado cuidadosamente en un grupo social: el de los hombres blancos (hombres, no mujeres), de ascendencia anglosajona y religión protestante (WASP, White, Anglo Saxon Protestant).

La novela WASP en el siglo XX

Esa definición tradicional de lo “estadounidense” gira alrededor de un mito nacional que se re escribe constantemente: el mito del “western”, con su héroe solitario y antisocial, que se aleja al galope de los pueblos para refugiarse en la naturaleza y que, muy frecuentemente, es experto en violencia y uso de armas de fuego. Hasta la década de 1960, la novela estadounidense se estudió sobre la base de esa lista tradicional. Para tomar los dos extremos de un siglo muy corto —y hablar solamente de lo más famoso, y tal vez lo que fue más importante en Latinoamérica por el peso de la influencia que tuvo—, en el principio (1920 es el año que culturalmente inauguró el XX) habría que nombrar a los dos escritores sagrados, William Faulkner en el Sur, Ernest Hemingway en el Medio Oeste (y después, en África, España, Cuba, el mundo). Esos dos novelistas —que competían por el Nóbel y lo consiguieron— crearon un universo literario dividido: por un lado, la prosa escueta, casi vacía de Hemingway; por otro, el Sur retorcido, adjetivado y turbio de Faulkner. En los dos, las mujeres eran poca cosa, y eran peligrosas; en los dos la violencia era extrema y había culpa, muerte, incomunicación y finales infelices. Los temas del siglo que acababa de nacer cuando ellos empezaron a publicar.

Ese universo partido en dos se extendió en olas de seguidores, plagiarios y rebeldes que cubrieron todo el continente americano y llegaron a Europa y a Latinoamérica. Hoy, cuando ya se terminó el siglo XX, Faulkner y Hemingway siguen caminando por el mundo: aparecen constantemente en la ficción latinoamericana y europea. Han crecido y se han multiplicado por miles. Los lectores del siglo XXI siguen visitando los cuartuchos aterrorizados y las guerras feroces de Hemingway, y también los personajes silenciosos, las familias decadentes y las largas oraciones milagrosas de Faulkner tanto en sus propias páginas como en las de otros escritores que los homenajearon y los siguieron.

En el otro extremo del período y dentro de la misma lista, después de 1989 (el año que, con la caída del Muro de Berlín, marca el final del siglo según muchos historiadores), está el abanico variadísimo y espectacular de lo que se llama, generalmente “posmodernismo” por un lado y de los autores que lo rechazan por otro. En ese mar de propuestas y creatividad, subsisten la reformulación del western —en autores como McCormack—; la experimentación —en Thomas Pynchon o Steven Millhauser—; la fascinación con la narración en sí misma —en John Irving—; el Sur resucitado —Coraghessan Boyle—. Frente a ese panorama, hay también una visión anti-western, claramente diferenciada y rebelde, en el trabajo novelístico de las mujeres WASP como Joyce Carol Oates, Jane Smiley, Anne Tyler, E. Annie Proulx y muchas otras, cada una a su manera. En muchas de ellas aparecen también las sombras ineludibles de Faulkner y Hemingway.

Generalizar es imposible pero hay ciertos rasgos más frecuentes que otros. Uno de ellos, tal vez el más común, es la “fragmentación” en todos los niveles. Para muchos de estos autores, el universo extra literario es, de por sí, fragmentario y por lo tanto, la mejor forma de escribir sobre él es a través de la glorificación y defensa del fragmento. Se trata de libros esencialmente heterogéneos en todo sentido: desde la textura misma, que puede llegar a ser una mezcla de poesía, prosa, informes, cronologías, cuadros, dibujos y fotografías, hasta el punto de vista, pasando por la perspectiva, la narración y el manejo del tiempo. Detrás de estos recursos y enfoques, hay distintas ideologías, intenciones e ideas sobre la literatura. En ese sentido, el panorama es amplio: están aquellos que creen que la literatura no se relaciona con el mundo extraliterario, que la narración es solamente ella misma, sola en un universo propio (Pynchon, por lo menos en algunos de sus libros) hasta la de aquellos que consideran a la literatura una herramienta capaz de conseguir ciertos cambios en el mundo o de decir cosas sobre la realidad más allá de la literatura misma (por ejemplo, Norman Rush).

Este resumen cortísimo lo deja bien claro: el sector (tradicional) de la novela estadounidense, el canónico, es interminable. Y sin embargo, representa apenas uno de los muchos caminos de este jardín infinitamente bifurcado, a pesar de que algunos críticos muy famosos (Harold Bloom, por dar un nombre conocido) siguen insistiendo en que es el único sendero valioso, el único digno de estudiarse.

En el margen: la novela de “minorías”

Para muchos otros, en cambio, desde la década de 1960 en adelante, la definición “canónica” de lo nacional (representada por la lista de los mejores novelistas WASPs) no es ni la única posible ni la mejor. Las otras —que compiten con ella por espacio en las editoriales, congresos y universidades— tienen por lo menos la misma fuerza, el mismo afán experimentalista (aunque con otras intenciones) y la misma inventiva (aunque no el mismo apoyo, o por lo menos no todavía, no en todos los campos).

Según estas otras definiciones —reunidas, muchas veces, bajo la etiqueta de “multiculturalismo”—, los Estados Unidos son un país plural, tan heterogéneo como el mundo globalizado que se empeñan en convertir en “uno” con la exportación de la Coca-Cola y los McDonald’s. Ese país no produce “una” cultura porque no la tiene: se trata de un país con historias contrapuestas que, en su mayoría, el mito principal ni siquiera considera porque cree que las ha destruido o porque las considera intrascendentes.

Por ejemplo: ¿cómo pueden sentirse representados por el mito del western y sus muchas derivaciones los novelistas de antepasados aborígenes? ¿Y los negros, que fueron cowboys y pistoleros, y están totalmente ausentes de esa narración? ¿Y las mujeres, que viajaron en caravanas, empuñaron armas y se hicieron cargo de familias en medio de la nada y que, en el relato del western tradicional, son sólo premios, brujas poco comprensivas o damas en peligro? ¿Y los hombres y mujeres venidos de Asia, que trabajaron como esclavos en la construcción del ferrocarril que cruzó el continente en tiempos del presidente Grant? ¿Y los mejicanos que, como ellos dicen, no cruzaron la frontera hacia el Norte sino que la frontera los cruzó a ellos hacia el Sur cuando los Estados Unidos se quedaron con medio México?

Así, un escritor de ascendencia aborigen, negra, asiática, latinoamericana, mejicana no escribe de la misma forma que John Updike, John Irving o William Faulkner. Al contrario, las ideas (variadísimas y amplias) de gran parte de estos autores podrían resumirse con la cita del comienzo de Malcolm X, la película de Spike Lee: nosotros no somos estadounidenses, dice allí el líder negro, no si se define “estadounidense” como se lo ha definido hasta el día de hoy. Como todas las historias, la de los Estados Unidos es otra si se la mira desde otra perspectiva: las novelas de estos autores (novelas de “minorías”, “étnicas”, de “género”, como se las llama a nivel académico) cuentan otra historia y la cuentan en otro idioma.

¿Otro idioma? Para empezar por ciertas definiciones extremas, que son las que más asustan a los ortodoxos como Bloom, algunas de estas obras ni siquiera están en inglés. Un ejemplo fascinante, que obliga a replantear no sólo la idea de nación sino también la de traducción, es el de Borderlands/ La frontera, de Gloria Anzaldúa, escritora chicana. Es una obra (¿novela? ¿ensayo? ¿autobiografía?) escrita en dos idiomas, —cincuenta por ciento en inglés y cincuenta por ciento en castellano—, sin traducción. El libro exige un público bilingüe, es decir, dentro del mapa cultural estadounidense, un público casi específicamente chicano o “latino”. Desde el título, se trata de una novela mestiza en la que todo es doble o más que doble: el género literario, el/la narradora, el idioma, la definición de país, la identidad.

Lo mestizo asusta a los que defienden la definición tradicional de lo estadounidense, una definición cuyo único centro es la identidad WASP, concebida como única y homogénea (fuera del campo literario, pero no del cultural, esto se relaciona con el deseo de impedir el bilingüismo en las escuelas que siempre surge en estados fronterizos, como California). Pero lo mestizo es el rasgo esencial de los autores de “minorías”, que aún cuando escriben en inglés, lo modifican profundamente porque lo están usando para expresar puntos de vista, espacios, conceptos e ideas que no son WASPs, que en gran parte, no son siquiera descendientes de la cosmovisión europea. “Reinventan el idioma del enemigo”, como dicen en el título de una antología las autoras amerindias Joy Harjo y Gloria Bird, y al hacerlo también reinventan géneros como la novela.

De vez en cuando, el “canon” reconoce a estos novelistas y los premia. Ahí está, para probarlo, Toni Morrison, la escritora negra que ganó el Premio Nóbel en la década de 1990. Morrison crea un mundo de una intensidad bella, dolorosa, intolerable con un idioma capaz de transformarse en música negra, en baile y en dolor, un idioma que en libros como Jazz, hace pensar en otros escritores (latinoamericanos estos) que hicieron música con su literatura, Alejo Carpentier, por ejemplo. Morrison es una de las continuadoras de Faulkner pero su homenaje se hace desde la otra orilla del mundo del Sur con una literatura que usa los mismos recursos fragmentarios que los escritores WASPs pero desde una concepción de la vida que reniega de la visión fragmentaria de la realidad, plantea problemáticas sociales y se tiñe constantemente de protesta.

El Premio Nóbel llevó a Toni Morrison al gran público y lo mismo hicieron el Premio Pulitzer, el cine y la televisión por otros autores de grupos no WASP, por ejemplo, Louise Erdrich y Nathaniel Scott Momaday, autores aborígenes que recibieron el Premio Pulitzer por sus novelas Filtro de amor y House Made of Dawn, respectivamente; la asiática Amy Tan que llegó a la pantalla con El club de la buena estrella, como hicieron los autores amerindios David Seals con Powwow Highway, Sherman Alexie con Smoke Signals y Greg Sarris con Grand Avenue. En todos esos autores, como la visión del mundo es no occidental, la forma de la novela y el inglés sufren enormes transformaciones. Hay fragmentarismo sí, pero de un tipo completamente distinto al que ronda los libros del “posmodernismo WASP”: aquí, la visión dividida del mundo es una enfermedad de la sociedad blanca que no consigue detectar la relación profunda entre todos los seres humanos y el planeta, entre las distintas fuerzas naturales y la sociedad, entre los desastres que causamos a los demás y los que sufrimos nosotros mismos o es un fragmentarismo que habla de diversidad dentro de una unidad mayor. En ambos casos, un fragmentarismo provisorio que termina por instaurar una visión unitaria (pero heterogénea) de la novela misma, una visión que respeta diferencias individuales y culturales pero que es, en el fondo, netamente colectiva. Tal vez eso explique que, en gran parte, estas novelas no tengan protagonista a menos que se defina como tal al lugar en que transcurre la acción o a la comunidad toda.

Fin de siglo: festival de las diferencias

A principios del siglo XXI, en el jardín de la novela estadounidense, los senderos se abren en todas direcciones y hay espacio para las concepciones más disímiles y opuestas. Con sólo revisar lo publicado en la década de 1980 y 1990, basta para tener un buen muestrario de esta variedad. La novela “histórica” abarca en ese tiempo desde el feminismo apasionante de la Blonde de Joyce Carol Oates hasta el experimentalismo de Mason Dixon de Thomas Pynchon pasando por la revisión de la Guerra Civil en la última novela traducida de Jane Smiley, Las maravillosas aventuras de Lidie Newton. El posmodernismo más puro sigue adelante, no sólo con los intentos del mismo Pynchon sino también con los ensayos de autores como Steven Millhauser, que intentan un cruce de la literatura con artes visuales como la historieta o la pintura. El western todavía resiste: basta con leer En la frontera de McCormack o Donde los ríos cambian su curso de Spragg. Y, más allá de la increíble versatilidad de las mujeres novelistas más conocidas como la misma Smiley y Oates, hay nombres como Barbara Kingsolver con La Biblia envenenada o Melissa Banks con Manual de caza y pesca para chicas, tan sorprendentes como las dos primeras. Eso, sin hablar de los géneros populares (ciencia ficción, fantasía, policial, terror) que retienen dentro de sus filas a escritores de increíble valor a pesar del desprecio de cierta crítica tradicional que se niega a leerlos en profundidad.

Como se ve, en los Estados Unidos del último siglo, la novela ha sido un género de posibilidades infinitas, un género capaz de reproducirse y crecer como ningún otro. Por su vitalidad, se diría que, a pesar de los malos pronósticos que anuncian su muerte desde la década de 1960, la novela goza de una salud impecable y de un afán de aventuras digno de la adolescencia, un afán que la lleva simultáneamente hacia cientos de direcciones por su jardín mil veces bifurcado.

Los géneros populares: las ideas van y vienen

Como las jergas orales del pueblo, los géneros populares son semilleros de ideas, innovaciones, conceptos y recursos para la literatura “general”. Tienen sus lectores fanáticos, que aman el género y lo leen por lo que tiene de “genérico”, no por el autor ni por la calidad de cada libro. Pero eso no significa que algunos libros y algunos autores “de género” no sean directamente extraordinarios.

En la ciencia ficción, por ejemplo, hay una fuerte creación de recursos literarios que en otros tiempos se hubieran llamado “de vanguardia”, desde lenguajes nuevos hasta estructuras circulares, fragmentarias, y pictóricas, como las que proponen Kurt Vonnegut o William Gibson, entre otros. Las mujeres de la ciencia ficción (Lois McMasters Bujold, Ursula K. Le Guin, Suzy McKee Charnas, Cherryh) también han hecho aportes significativos tanto en los planteamientos socio-políticos como en las reconstrucciones de mundos que suelen caracterizar al género.

La novela policial, por su parte, ha tenido una relación de ida y vuelta con la novela de “literatura general”, para darle algún nombre. Autores de mucho renombre han escrito novelas y cuentos policiales (William Faulkner, entre muchísimos otros) y copiado esquemas, ideas y figuras típicas de ese género. Por otra parte, algunos escritores policiales han tomado recursos de la literatura “general” y enriquecido así el género.

Lo mismo ha sucedido con el terror (en el que Stephen King se está convirtiendo cada vez más en un autor que se estudia en la academia; ya era hora: su manejo del lenguaje suele ser capaz de dejar a sus lectores sin aliento), la “novela histórica” y hasta la novela romántica (que inspiró más de una vez versiones revulsivas de autoras feministas).

Hay autores posmodernos como John Irving cuya literatura no existiría sin las cadencias, recursos, estereotipos, problemáticas de los géneros populares, en quienes se apoya una y otra vez. Para dar sólo un ejemplo: la mal comprendida Un hijo del circo está sin duda relacionada con la novela policial ya que hay un crimen, un misterio, una investigación y una carga de miedo alrededor de un asesinato; Una mujer difícil narra otro crimen y otra investigación; Oración por Owen gira alrededor de varios misterios y de ciertas alusiones a la novela sentimental y religiosa.

Lo cierto es que las relaciones entre los géneros populares y la literatura “general” son profundas y fascinantes aunque no se las haya estudiado mucho. Si abrimos todavía más la mirada hacia géneros mixtos como la historieta y el cine, la novela estadounidense demuestra que su capacidad de asimilar, aprender y entregarse a otros géneros y espacios artísticos es sorprendente y está tan despierta como en el siglo XIX.

Literatura estadounidense: lo que hay detrás de una lista de nombres

El artículo de Gordon Burn sobre la novela estadounidense, publicado en Ñ el sábado 20 de marzo (de 2004), está basado en una falacia muy grande que me parece importante discutir. El problema va mucho más allá de una diferencia de opiniones sobre la descripción que se hace de esa ficción “nacional” o sobre su supuesta “decadencia”, mucho más allá de una “defensa” de esa literatura en sí misma.

Antes de pasar al análisis de ese punto en particular, quiero aclarar que la parte de “opinión” del artículo de Burn puede discutirse en un nivel mucho más personal, enfrentando lo que dice con una visión distinta pero igualmente discutible. En cuanto a las opiniones, Burn hace dos afirmaciones: por un lado, dice que la literatura estadounidense es desmesurada; por otro, se dedica a hablar de la frialdad y el cientificismo de los autores que nombra.

Si de opiniones se trata, yo creo que Burn tiene razón en cuanto a lo “exagerado” de la literatura estadounidense pero opino que eso es justamente lo que la hace maravillosa, como sucede con todas las literaturas del continente americano, cada una a su manera y en su propia dimensión, todas tan distintas de los mesurados autores europeos. Por otra parte, si de minimalismo se trata (es lo que Burn parece pedir al final de la nota), ¿por qué no hay mención alguna de Raymond Carver?

Juan Ramón Jiménez decía que había odiado la poesía de Pablo Neruda porque le parecía exagerada y monstruosa, hasta que viajó a América y comprendió que aquí, de este lado del Atlántico, la monstruosidad, la exageración era no sólo posible sino coherente. El deseo de minimalismo de Burn es muy europeo y además, muy personal porque no todos los lectores desean eso en los libros que leen. Yo soy un ejemplo en contrario: la desmesura de novelas como la de Jeffrey Eugenides, que él mismo nombra, es fabulosa y deseable para mí.

Por otro lado, su queja sobre la frialdad de la prosa en autores como Thomas Pynchon o, antes, Vladimir Nabokov, es otro punto opinable, y lo digo aunque, en esto en particular, me apunto con Burn. A mí tampoco me interesa la literatura que algunos llaman “autorreferencial”. Yo, como Burn, la llamo “fría” y “cerebral”. Pero nuevamente: hay lectores que la aprecian, escritores que se han nutrido de ella —ciertos escritores argentinos muy reconocidos, por ejemplo—, y por más que a algunos de nosotros nos parezca cansadora y aburrida, no es ni más fría ni más cerebral que ciertos autores ingleses irónicos como Tibor Fischer, por ejemplo.

¿Literatura nacional?

Sin embargo, el problema de la nota de Burn no está en esas opiniones, ni siquiera en el hecho de que él las presente —por lo menos en un principio—como algo menos personal que una “opinión”. Tampoco en el hecho de que, desde mi punto de vista, confunda la frialdad de lo científico con la maravilla de la desproporción bien utilizada, cosa que hace con Middlesex de Eugenides, una novela dedicada al mundo (no a la literatura), un libro claramente político, que no debería ponerse en la misma bolsa que las obras de Pynchon o Nabokov. Lo que realmente se puede criticar del artículo tiene que ver con algo más básico y más importante: la etiqueta de “literatura estadounidense”, la definición misma.

La lista de nombres que aparecen en la nota (muchos, por cierto), es el centro de este problema: Don DeLillo, Ring Lardner, Saul Bellow, Jonathan Frazer, Richard Powers, William Gibson, Norman Mailer, entre otros. Si se miran las fotos publicadas en Ñ, el punto queda todavía más evidente: son todos (todos) hombres, todos blancos (menos Saul Bellow y Eugenides, que no son “anglosajones” ni del todo blancos en la definición muy estrecha que se hace en los Estados Unidos de la palabra, ya que uno tiene antepasados judíos y otro antepasados griegos).

La cita de Harold Bloom, el hombre que más ha hecho para defender este tipo de lista con su inefable El canon occidental, no hace más que confirmar la posición de Burn. Y lo criticable no es que Burn lo cite sino que, en la textura de su nota (para usar una palabra que amarían Thomas Pynchon y Vladimir Nabokov), no haya ninguna marca que deje testimonio de que la visión de Bloom no es la única posible en una definición de “literatura nacional estadounidense”. Burn ni siquiera nombra una vez las posiciones de muchísimos críticos y estudiosos que se oponen al pensamiento representado por Bloom; y tampoco toca el tema de las razones por las cuales el prólogo de El canon occidental parece un discurso de barricada, escrito por alguien que se siente acorralado: la definición de Bloom no es la que más se utiliza en las universidades estadounidenses. Al contrario, Burn da por sentado que, si hablamos de “literatura”, estamos hablando de los “grandes nombres”, pero la lista de nombres que propone la nota simplifica y empobrece terriblemente la cultura que está examinando y la reduce al arte de los miembros de cierta clase social, cierto género, cierta raza.

El canon y sus bemoles

Por definición, el canon es una lista de nombres. En el caso del análisis de literaturas nacionales, son los nombres que, según se supone, representan al arte literario de una nación. Pero si se lo piensa sólo un momento, se verá que el canon es mucho más: esa lista de nombres es un espacio de lucha, un lugar en el que se producen debates y enfrentamientos por espacios en la lista. Una lucha para determinar qué se incluye en ella y qué no.

La definición canónica que da Burn de la literatura estadounidense tiene rivales muy serios ya desde la década de 1960, a partir de la lucha por los llamados Derechos Civiles que inauguraron tanto las mujeres como la minoría negra. Desde ese momento, hubo críticos y críticas que revisaron la lista “oficial” del “canon” literario y vieron vacíos enormes, enormes cegueras. Tanto ha cambiado la consideración de ese “canon” que, actualmente, críticos muy importantes como Eric Sundquist reivindican para la minoría negra (y esclava) la creación de géneros literarios totalmente originales —no copiados de Europa como la novela, el teatro, la poesía occidental— como las llamadas “Slave Narratives”, las narraciones autobiográficas de los esclavos escapados del Sur antes de la Guerra Civil, de las cuales la de Frederick Douglas es la más famosa.

Si se incluyen las Slaves Narratives en la literatura, el canon del siglo XIX cambia por completo y se puede decir, con todos los críticos negros —por ejemplo, Henry L. Gates—, que no era cierto que no hubiera escritores negros anteriores al movimiento del Renacimiento de Harlem en la década de 1920. Había y muchos: el problema era que no estaban incluidos en el canon. El canon era ciego a esas producciones. Los que lo manejaban habían decidido que nada que no fuera novela, teatro o poesía era literatura y eso dejaba fuera de la lista a autores como Douglas.

El “canon” es un instrumento ideológico y tiene sentido que hombres como Bloom se dediquen apasionadamente a defender la lista que proponen: esa defensa tiene que ver con una idea de nación, específicamente con quiénes están dentro de la nación y quiénes no. No es mi intención hablar de lo que significa “nación” ni de las pasiones que se relacionan con ese concepto —ese tema excede los límites de esta nota— pero sí quiero relacionar la lista de nombres literarios del canon, fría y aparentemente académica, con ese concepto y las pasiones que despierta. “¿Quiénes son nuestros escritores?” es una pregunta sumamente ligada a “¿quiénes somos?”

Janet Tompkins, crítica feminista, escribió un artículo al respecto, publicado hace años en castellano en la revista Feminaria. El artículo discute la idea de Bloom (y otros) según la cual la inclusión en el canon depende solamente de la “calidad” de cada texto y los autores incluidos serán valiosos tanto hoy como dentro de muchos años. Tompkins ataca la supuesta “eternidad” de los valores según los cuales se juzga esa calidad y lo hace de una forma muy simple: revisando antologías. Hay que aclarar que las antologías son la corporización del canon y tienen un título que lo declara: se llaman, por ejemplo, Antología de la literatura estadounidense, es decir que tienen un afán de abarcarlo todo, afán interesante de por sí.

Tompkins revisa y compara antologías estadounidenses muy conocidas desde la década de 1930 hasta el momento en que escribe su artículo y llega a la conclusión de que no hay nada “eterno”. A principios del siglo XX, esas antologías no tomaban a Emily Dickinson y en cambio, entronizaban la poesía de Longfellow. Lo que se leía de Edgar A. Poe era la poesía y no los cuentos (que es lo que se estudia ahora). La lista sigue. Tompkins afirma que cada época busca temas, formas y recursos muy diferentes en la literatura y que la “calidad” de la literatura depende también de qué se esté buscando en ella. Incluso el idioma está en juego: una nueva antología de literatura estadounidense publicada a fines de la década de 1990 se llama Antología de literatura estadounidense no escrita en inglés, con lo cual la definición de lo “nacional” cambia por completo y considera estadounidense obras escritas en castellano, alemán, polaco, mandarín y en los idiomas indios originales. No hay duda de que los políticos de California que abolieron el bilingüismo en las escuelas se enfurecen cuando les hablan de eso. Pero, ¿acaso Isaac B. Singer no es estadounidense aunque escriba en idish? Y sobre todo, ¿no son “americanos” los indios, que estuvieron en el territorio siglos antes que los anglosajones? En el otro extremo, ¿acaso nosotros, los argentinos, no leemos a William Hudson, que escribió sobre Argentina en inglés?

Hay una anécdota personal que viene muy al caso: en un curso al que asistí en los Estados Unidos, un curso en el que la visión general de la literatura era multicultural e incluía a las mujeres, hubo un único profesor que defendió el canon al estilo Bloom. Hizo una lista de nombres semejante a la que aparece en la nota de Burn. Furiosos con los vacíos evidentes en la lista, un compañero de curso y yo pensamos en un nombre que fuera indiscutible y se nos ocurrió preguntarle qué pensaba de una Premio Nóbel estadounidense, Toni Morrison. Nada más canónico que el Nóbel aunque la persona que lo reciba sea negra y mujer.

Supuse que el profesor me diría que Morrison no le parecía buena, que no le gustaba, es decir, que me daría una opinión discutible pero aceptable como la que da Burn en la nota. Si lo hubiera hecho, yo habría tenido que callarme. Morrison me parece uno de los genios que prueban que la literatura estadounidense está bien viva, pero no hay duda de que no a todos les gusta su ficción. Sin embargo, el profesor me sorprendió: dijo que no la había leído. Era un estudioso de la literatura de su país y nunca había leído a esa mujer, ganadora del mayor de los premios literarios del mundo. La siguiente pregunta por supuesto es ¿por qué no la había leído? ¿Por qué no le había interesado Morrison? ¿Tal vez porque no se parecía a lo que el canon quiere que sea un escritor nacional? ¿Porque era negra y mujer?

Otra lista

Lo correcto después de leer la nota de Burn es preguntarse si no hay otros nombres para considerar en lugar de la larga lista de hombres blancos que aparecen en ella. Y si, al agregar esos nombres alternativos, las características que da Burn a la “literatura estadounidense” no son bien diferentes.

Y la verdad es que sí hay otros nombres, nombres grandes como el Joyce Carol Oates (capaz de variar la voz, la estructura, el tema en cada una de sus novelas), el de Leslie Marmon Silko (tal vez la escritora más original de los Estados Unidos), el de Louise Erdrich, el de Greg Sarris, el de Sherman Alexie, el de Alice Walker, el de Isaac B. Singer, otro Nóbel. La lista es interminable y lo notable, lo que cuesta entender, es que Burn no considere importantes a ninguno de estos autores, ni siquiera a una Premio Nóbel como Toni Morrison.

Todas esas voces escriben cada una a su modo una ficción espectacular, desde la infinita diversidad que es la verdadera esencia de la literatura de los Estados Unidos (y de todas las literaturas del continente). La mayoría tiene una visión desmesurada, sí, porque pertenecen a América, pero no se inclinan a la autorreferencia y ninguno de ellos, desde mi punto de vista, está en decadencia. El problema es que, al parecer, para Burn no son literatura estadounidense. Tal vez, si alguien se lo preguntara, los llamaría “resentidos”, como Harold Bloom en el prólogo de su libro.

Voces diferentes: escritores amerindios de los Estados Unidos

“Hay algunos que dicen que Colón era indio pero eso es un error. Colón no sabía adónde iba, no supo adónde había llegado, se quedó con el suelo que pisaba y lo hizo todo con el dinero de otros. Claramente, era blanco”. En su libro Custer murió por tus pecados, el ensayista Vine Deloria Jr, descendiente de sioux, cuenta muchos chistes como éste sobre Colon y sobre el general Custer en un intento por luchar contra los estereotipos del “indio”, que para la mayor parte de los estadounidenses es siempre impasible y serio y sobre todo, pertenece al pasado, ha desaparecido de la faz de la tierra hace ya bastante tiempo.

La idea de que los indios son historia desde el siglo XIX es tal vez la primera característica del estereotipo al que se enfrentan las culturas indias del siglo XX (y el XXI). A diferencia de lo que sucede con otras minorías étnicas estadounidenses, lo que necesitan decir es “aquí estamos, no nos ponemos plumas ni cazamos con flechas pero seguimos siendo indios”.

Tal vez sea justamente ese afán por conservar culturas que muchos creen muertas lo que hace de la literatura contemporánea de los aborígenes de los Estados Unidos una de las más interesantes y sorprendentes de ese país.

Puntos de contacto

Algunos de los temas de estos libros tienen puntos de contacto llamativos con la historia de un país latinoamericano del extremo sur del continente, llamado Argentina.

Por ejemplo: durante muchos años (y todavía hoy) hubo graves problemas relacionados con la adopción de los chicos indios de muchas de las tribus del Norte. La incidencia del alcoholismo en la generación intermedia de las reservaciones hizo muy común el abandono de niños y a su vez, eso facilitó la adopción fuera de la tribu. Los grupos indios resistieron: cuando se desea conservar una cultura, no se puede perder el futuro que representan los hijos. La cuestión llegó al Congreso y se pasó una ley por la cual, en el día de hoy, para adoptar un chico indio, hay que tener no sólo el permiso de la madre sino también el de toda la tribu.

Ese conflicto se describe en Puercos en el cielo, una novela de Barbara Kingsolver, traducida al castellano por Emecé. El libro muestra lo mucho que hay en común entre la lucha por la identidad de los chicos perdidos de las tribus y lo que hacen en nuestro país grupos como el de Abuelas de Plaza de Mayo o el de H.I.J.O.S. Las consecuencias de ese robo de identidad (así se califica en ambos lados del continente) aparecen también en una novela feroz, llamada Indian Killer de Sherman Alexie, autor del guión de la primera película india distribuida por las grandes compañías, la excelente Señales de humo, que a veces puede verse en los canales de cable.

Pero la adopción no es el único modo en el que puede perderse el sentido de identidad grupal. Hay por lo menos otras dos opciones que tienen que ver con instituciones importantes de la cultura occidental: la escuela y el ejército.

El momento en que la cultura blanca impone la educación obligatoria a los hijos de las comunidades aborígenes es casi un cliché en cuentos, novelas y poemas indios. La enseñanza de la historia y la de los valores estadounidenses (individualismo, trabajo, ganancia económica y triunfo) reciben un rechazo muy grande en los miembros de las tribus. La experiencia que se narra cuando se habla de las escuelas es casi siempre traumática y terrible para los niños indios. Como describe Jo Whitehorse Cochrane en un poema:

la asistente social quiere

que describas tu familia

pregunta

tu padre te golpea

tu madre

tu padre bebe

tu madre

odias a tus padres

lloras

dime dime te gusta

más la reservación

te avergüenzas en la clase

cuando te haces pis en los pantalones

por qué no hablas

por qué no haces que te den permiso

por qué no vas en el recreo

dime dime habla

miras por la ventana

das vuelta un bloque de madera con letras en las manos

habla en inglés en inglés

grazna la asistente social

afuera los gansos canadienses atraviesan tu cielo inmediato

seis en un arco se van al sur

si fueras Una que Cambia de Forma como Muchacho Estrella

podrías volar con esos cuellos largos

pero tienes que quedarte y mirar por esta ventana.

En ese fragmento de poema —un poema desgarrador como pocos—, Cochrane toca puntos clave de la experiencia india en los Estados Unidos: la promesa de pertenecer a una sociedad más rica (una promesa falsa, por otra parte, sobre todo si la persona no es físicamente semejante a un WASP) exige la renuncia a lo propio. De ahí la orden de la asistente social: tienes que hablar en inglés. El resultado es el trauma. La timidez que hace que ella se orine en clase, la vergüenza. Gerónima, una película argentina injustamente olvidada, relataba algo semejante en nuestro país: tal vez el hospital al que llevan a la protagonista es menos pobre que su casa, pero para ella, es el infierno.

De todos modos, conservar lo propio cuesta caro: implica una participación económica de grado casi cero en la sociedad central y ahí hay otro punto de contacto con el drama argentino. Los indios son la minoría más pobre de los Estados Unidos y las imágenes de la vida en las reservaciones se parecen mucho a las de la vida de los barrios pobres de ciudades como Lima, Santiago y sí, Buenos Aires. Para comprobarlo, basta ver el principio de películas como Powwow Highway, Medicine River, Señales de Humo e incluso la hollywoodense Corazón de Trueno.

La lucha por la cultura propia es el tercer punto de contacto: estos autores defienden una forma de vida completamente distinta de la que venden los productos culturales estadounidenses. Como el cine y la literatura latinoamericanos, oponen su idioma al de las novelas y grandes películas comerciales en lo técnico, lo temático, lo simbólico y lo ideológico.

Desde el año pasado, podría agregarse a esta lista la necesidad de defender formas comunitarias de lucha política y hasta de vida, que son constantes desde siempre en las culturas indias y que ahora, desde el 20 de diciembre del 2001, han empezado a surgir entre nosotros con las asambleas, las organizaciones de desocupados y los movimientos políticos de base.

Literaturas mestizas

Las novelas, poemas, obras de teatro y películas de las comunidades indias se caracterizan por la voluntad de apoyar culturas opuestas al “American way of life” y por hacerlo sobre la base lingüística del inglés, el idioma que probablemente expresa con mayor claridad esa forma de vida. Lo que se dice en libros como House Made of Dawn, de Scott Momaday, que ganó el Pulitzer en 1967; Filtro de amor de Louise Erdrich, que lo ganó unos años después; Ceremony, Storyteller, Almanac of the Dead de Leslie Marmon Silko, en mi opinión tres de los mejores libros de las últimas décadas del siglo XX, es tan antiestadounidense que el inglés cambia rotundamente en ellos, se “reinventa” como dicen en el título de la antología que publicaron en 1998 Gloria Bird y Joy Harjo, dos de las poetas amerindias más importantes del momento.

El centro de esa reinvención es lo híbrido, lo mestizo. No podría ser de otro modo: la experiencia de vida de estos autores es híbrida: universitarios en su mayoría, pasaron la infancia dentro de las reglas y la visión del mundo de sus abuelos. Esa visión, distinta en cada tribu, es una filosofía de vida completa, coherente y capaz de cambiar para adaptarse a la modernidad pero hundida con firmeza en las raíces del pasado. Leslie Silko hace una metáfora sobre ella cuando describe la casa del Medicine Man (hombre que cura) en Ceremony: una casa circular, con estantes en los que hay de todo, desde envases vacíos de Coca Cola y diarios viejos hasta raíces medicinales indias. Esa mezcla es esencial en la ceremonia del título pero la ceremonia está regida por principios laguna pueblo.

Por supuesto, no estamos hablando de una sola cultura. Los blancos estadounidenses suelen reducir las quinientas tribus de América del Norte a un solo gentilicio: el de “indio”, relacionado, en imagen, con las tribus de las Grandes Praderas (cheyenes, sioux, comanches), que el mundo entero creyó conocer a través del género western. Ese estereotipo es erróneo tanto porque la información sobre esas tribus es falsa como por el hecho de que, desde los mohicanos del Este a los navajos del Sudoeste, los indios de los EEUU tienen culturas muy variadas y complejas y muy diferentes unas de otras.

La novela es quizás el “género” en el que más se nota el uso extraño que se hace del inglés para expresar esa variedad. En general, se trata de libros tan extraños que los lectores no indios suelen sentirse confundidos cuando los leen. Uno de los puntos de diferencia más contundentes es el borramiento de la oposición entre foco (historia principal, héroe, antagonista) y fondo (ambientación en tiempo y espacio, personajes secundarios). Gran parte de la ficción amerindia, apoyada en visiones del mundo netamente comunitarias — muy alejadas del individualismo estadounidense—no tiene ni héroe ni foco. No hay ningún centro en ella. El lugar, por ejemplo, es esencia, no simple “telón de fondo”. A veces, por ejemplo en Storyteller, no puede encontrarse otro protagonista que la Tierra misma. Y eso desconcierta: nada más inesperado que descubrir que el personaje que uno creyó protagonista muere en el segundo capítulo y el libro continúa.

Por otra parte, el deseo de romper con oposiciones básicas para la cultura Occidental se repite a todo nivel. En estos relatos no hay límites marcados —ni linguísticos ni ideológicos— entre los vivos y los muertos, los animales y los seres humanos, los espíritus y los seres “naturales”. La “magia” no existe porque no se la puede separar de lo que nosotros llamaríamos “naturaleza” o tal vez, forzando las cosas “realidad”. Eso es notable, por ejemplo, en los libros “policiales” de Louis Owens: tejidos alrededor de un crimen, como pide el género, dejan completamente de lado al detective y al problema de la Ley y el castigo e introducen a los espíritus de los muertos en la trama. El enigma esencial nunca es el crimen mismo sino la cuestión de la vida en general y, dentro de ella, la supervivencia del planeta.

Otra de las oposiciones esenciales que se intenta romper es la que separa oralidad de escritura. La mayor parte de las culturas amerindias de los Estados Unidos se transmitía oralmente y por esa razón, el lenguaje hablado es mucho más importante que el escrito dentro de las historias. Para los autores, ese deseo de volver a la ceremonia de la “historia oral” en una obra escrita es un callejón sin salida pero, como dice Leslie Silko, todos ellos conciben la narración como algo sagrado y tratan de reproducir sus ritmos orales, su fragilidad y sobre todo la relación espontánea y presente entre un narrador oral y los que lo escuchan.

El sentido de la literatura

En la sacralidad de las “historias” y en su importancia para la vida que se desarrolla fuera de ellas, radica tal vez la mayor de las diferencias entre estas literaturas y la literatura blanca estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Para los occidentales, la relación entre las palabras y las cosas que las designan está quebrada, como bien dijo Foucault: la expresión de un deseo, por ejemplo, no modifica el mundo exterior al lenguaje, hay una grieta entre la palabra y la cosa. Para gran parte de las tribus a las que pertenecen estos autores, en cambio, la palabra tiene poder fuera de sí misma y puede cambiarlo todo. La palabra es la cosa y la modifica y no hay nada arbitrario en la relación entre el nombre y la cosa misma. Dentro de esa concepción de lo lingüístico, la “historia” no puede ser simplemente “diversión” ni referirse solamente a otras historias, como quería Borges. Las “historias” amerindias están completamente ligadas al mundo y son “una declaración política”, como dijo Leslie Marmon Silko en una entrevista, son, siempre, instrumentos de modificación de la realidad.

Por lo tanto, se trata de libros políticos —lo cual no significa que sean menos valiosos que otros, a menos que los lectores compartan las ideas de Harold Bloom al respecto—, y lo son consciente y cuidadosamente. Hablan de cambio y de triunfo, de resistencia. Unos años antes de la aparición del Subcomandante Marcos, Leslie Silko hablaba de Chiapas como el lugar de la rebelión en Almanac of the Dead. Mucho antes de la globalización, los valores de la sociedad estadounidense —centrados en el dinero y la ganancia económica—enfermaban físicamente a los personajes de Ceremony, a los de Scott Momaday en House Made of Dawn y a los de Louise Erdrich en Huellas.

En estas obras, contar es hacer y en ese sentido, la poesía, la ficción y el teatro de estos autores tienen la voluntad de ayudar a construir un mundo opuesto al que reciben, opuesto al que celebra el posmodernismo blanco. Para los autores blancos estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX, el mundo está decididamente fragmentado, dividido en millones de intereses, individuos, reinos, espacios de todo tipo que no pueden tocarse entre sí. No protestan por eso, lo aceptan, lo aplauden incluso. Para los autores amerindios, el mundo es un todo en el que, como creen las religiones orientales, una pluma que cae en un extremo del planeta causa un huracán en el otro. Ese mundo único, “holístico”, necesita un equilibrio general que incluya tanto al ser humano como a los otros seres y cosas. Ése es uno de los temas esenciales de estos libros fascinantes. De eso trata, por ejemplo, Crossings, un poema maravilloso de Linda Hogan, que describe las relaciones constantes de todas las cosas con todas las cosas dentro de la vida de nuestro planeta. Con la lectura de un fragmento basta:

Hay un lugar en el centro de la tierra

en el que un océano se disuelve dentro de otro

en un amor negro y sagrado;

por eso las ballenas de un mar

conocen canciones del otro,

por eso una cosa se transforma en otra

y la arena cae en el reloj

hacia otro tiempo.

Mundos femeninos: las escritoras de la ciencia ficción y la fantasía

Como el policial y la “novela histórica”, tal vez como cualquier género popular, entre los textos de la ciencia ficción y la fantasía (que las editoriales suelen unir en colecciones paralelas o únicas) pueden encontrarse desde novelas “de vacaciones”, sin otra pretensión que la venta masiva y también exploraciones sistemáticas y profundas de temas como las relaciones sociales, la política y la mente humana. Actualmente estos dos géneros cuentan con todo un grupo de escritoras, mujeres todas ellas, que supieron unir popularidad y profundidad en una serie de textos que por fin empiezan a aparecer en castellano.

Una de las precursoras de esa generación de fin de siglo XX empezó siendo hombre. Se la conocía sólo por su seudónimo, James Tiptree Jr., y antes de que se develara su identidad, un crítico muy reconocido afirmó en un artículo que no creía en los rumores según los cuales el famoso Tiptree era mujer ya que sus relatos jamás podrían ser fruto de la imaginación femenina. Seguramente Alice Sheldon, que así se llamaba en realidad, se rió mucho escondida detrás de su máscara. Mientras tanto, sus novelas y cuentos abrieron uno de los caminos más frecuentados por sus herederas: el uso del esquema básico de la ciencia ficción para explorar los roles de lo femenino y lo masculino en la especie. Un ejemplo cualquiera: ¿qué pensaríamos de los dos sexos si descubriéramos que toda la humanidad, todos los hombres y las mujeres, son sólo los espermatozoides de una especie superior y están destinados a crear cohetes, llegar al planeta donde los esperan los óvulos y morir engendrando algo desconocido?

Ese tipo de propuesta forma parte de un coro de voces femeninas que incluye la figura mayor de Ursula K. Le Guin y sigue resonando hoy en día en las novelas de autoras como Cherryh, Barbara Hambly o Lois McMaster Bujold. El mecanismo que utilizan todas ellas es el típico del género: como en la La mano izquierda de la oscuridad, de Le Guin donde el protagonista humano se encuentra con una especie andrógina y se ve forzado a revisar todas sus ideas sobre los sexos y el amor—, se trata de trasladar la acción a un tiempo (el futuro) o un espacio (otros planetas) sumamente alejados del presente. Con ese movimiento básico —tal vez lo único común a la ciencia ficción y la fantasia—, se pone al lector en una perspectiva violentamente diferente de la propia, una perspectiva que subvierte la visión del problema que se está tratando y obliga a cuestionar valores y estereotipos que ese lector siempre había considerado “naturales”.

Lo interesante de estas autoras es la forma en que manejan esa base técnica. LeGuin, por ejemplo, crea mundos con leyes propias para expresar una idea sobre el ser humano (en la tetralogía de Terramar, claramente dentro de la “fantasía”), una consideración de neto corte político (en Los desposeídos, ya dentro de la ciencia ficción) o una protesta contra un hecho en particular (en El nombre del mundo es bosque, su novela sobre la guerra de Vietnam). En todos esos casos, además de un lenguaje perfecto y una prosa fascinante que parece simple y no lo es, Le Guin hace del diseño de sus mundos el vehículo perfecto para decir lo que quiere.

En el fondo, las suyas (y las de todas las autoras que nombramos, exceptuando tal vez a Cherryh) son novelas de tesis (en el sentido meramente descriptivo de una expresión que actualmente se tiende a usar como descalificatoria). Como en toda buena novela de tesis, en las de Le Guin, las ideas (el anarcosocialismo crítico de Los desposeídos, la indignación política de El nombre del mundo o el budismo indígena de libros como Always Coming Home o Terramar) no se expresan en discursos ensayísticos separados de la acción o unidos a ella por líneas endebles como declaraciones directas de los personajes sino en lo estrictamente novelístico: en los rasgos internos del mundo de ficción.

Otro tanto podría decirse de las novelas de fantasía de Barbara Hambly, en las que campean la magia, las intrigas, y hasta los dragones, esos animales que Borges calificaba de pecado literario y que esta autora, y Le Guin en Terramar, utilizan con originalidad y soltura. En Vencer al dragón de Hambly, el dragón funciona como un símbolo poderoso y fértil cuyo significado se expande como el círculo de una piedra en el agua. La lucha interior de la protagonista está inscripta en un mundo de pociones, hechizos y criaturas extrañas pero en realidad, es la compleja lucha de una mujer entre su amor por los suyos y su deseo de ser ella misma, el dilema entre la casa y la vocación —no por nada, se llama Waynest (camino-nido)—, estudiado desde una óptica claramente feminista. Desde esa óptica también, hay un intento calculado por destruir la imagen del heroismo tradicional: el Vencedor de Dragones, por ejemplo, usa anteojos, es tranquilo, absolutamente no violento y aparece por primera vez en un chiquero, con la ropa embarrada y maloliente, alimentando a los cerdos.

Lois McMasters Bujold, una de las últimas ganadoras de los premios Nébula y Hugo, los grandes galardones del género, también construye mundos en el futuro. Sus intereses principales parecen ser, por un lado, el problema social de la intolerancia, y por otro, algunos problemas ideológico-literarios como el replanteamiento de la figura heroica. En este último sentido, la estrategia de Bujold es semejante a la de Hambly: su héroe más conocido es Miles Vorkosigan, un inválido que se apoya en los demás para cumplir con su tarea (aquí no existen el “esto tengo que hacerlo yo solo”), se da por vencido cuando sabe que lo está, recurre lo menos que puede a la violencia y es capaz de llorar por sus amigos. La cultura estadounidense considera esos rasgos —sensibilidad, expresividad, afán de cooperación, responsabilidad social, no-violencia— “femeninos” y por lo tanto, también anti-heroicos. En sus novelas, Bujold da vuelta la trama y los convierte en la base de la heroicidad.

En otro punto de este espectro, Cherryh, una escritora prolífica y múltiple, capaz de hacer ciencia ficción casi dura (es decir, ceñida a las leyes y supuestos básicos de la ciencia) y también fantasía (con brujas, espíritus y fantasmas), utiliza el esquema como fin y no como medio. Sus novelas son desparejas desde el punto de vista literario pero cuando funcionan, sus recreaciones de un futuro posible para la humanidad, están cargadas de conocimiento científico, verosimilitud y un excelente manejo de la tensión, sobre todo en obras como Cyteen o Rimrunners, las dos traducidas en una editorial española, donde se dan por sentados el mundo futuro y todas sus complejidades, como si el lector los conociera perfectamente.

Este grupo de mujeres —la lista es incompleta— ha dado a los dos géneros de que hablamos una fuerza nueva y diferente, tal como pasó dentro del policial. A la luz de esos dos ejemplos, tal vez habría que preguntarse si los textos “de género” no son un buen campo para investigar el famoso enigma de la “escritura femenina”. ¿Hay una escritura definida por el género? ¿Cuáles son sus características? Quizás esas preguntas, repetidas en cientos de trabajos sobre escritoras, podrían plantearse mejor en espacios literarios como la ciencia ficción, donde los límites del esquema “de género” ayudan a definir la cuestión. No hay duda de que el crítico que afirmó con tanta seguridad que James Tiptree no era mujer se manejaba con estereotipos y falsedades. Ahora que sabe la verdad, probablemente opina que la escritura femenina no existe, pero eso, claro está, no prueba nada.

Lista (no exhaustiva) de obras en castellano:

HAMBLY, BARBARA: Vencer al dragón, Las señoras de Mandrigyn, Las brujas de Benshar, La mano negra de la magia (Editorial B).

CHERRYH: Paladín (en Argentina) Cyteen, Rimrunners, Rusalka, la tetralogía de Chanur, (en España). (Editorial B)

MACMASTERS BUJOLD, LOIS: Barrayar, En las fronteras del infinito (En España). (Editorial B)

TIPTREE, JAMES: Cantos esterales de un viejo primate, En la cima del mundo. (Edhasa)

LEGUIN, URSULA KROEBER: Minotauro reedita: La mano izquierda de la oscuridad, Los desposeídos, El nombre del mundo es bosque, Un mago de Terramar, Las tumbas de Atuán, La costa más lejana, El lugar del comienzo. Tehanu. Las doce moradas del viento, I y II (cuentos). (Editorial Edhasa) Planeta de exilio (Hyspamérica, Biblioteca de ciencia ficción).

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