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Memoria y perturbación

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Ahora que ya disminuyó bastante el valor del lenguaje como instrumento expresivo de nuestra vida sensible, cuento un caso que ilustra bien la fuerza dominadora de las palabras sobre la sensibilidad humana. Quien reflexione un poco sobre la palabra ha de percibir qué misterio poderoso se encubre en sus sílabas. Tuve un amigo que, a veces, paraba por la calle y no podía respirar más al imaginar, supongamos, la palabra «papa». «Pa-pa», era lo que repetía perturbado. Gustosísimamente perturbado. De hecho, la palabra así pensada no quiere decir nada, vive por sí misma, las sílabas son entidades grandiosas, impregnadas del misterio del mundo. La sensación es formidable. Pero el caso que quiero contar no es ese, no, y le pasó a mi timidez.

Entre las personas que más estimo está Prudente de Moraes, nieto, el escritor que tanto hizo con la revista Estética pa darle un orden más sereno al movimiento de nuestras letras modernas. Hay muchos Prudentes en esa familia, y en la intimidad a nuestro amigo le decíamos Prudentinho.

Una vuelta, este Prudente de Morais nieto vino a São Paulo y fui a verlo. Llegué al portón de una casa noble, alta como la tarde ese día. Una señora hermosa tornaba tradicional un jardín plantado entre dos muchachas. Mi brazo insinuó el timbre con delicadeza y una de las muchachas me preguntó qué quería. Respondí que quería «hablar con Prudentinho». La muchacha me dijo que Prudentinho estaba en Rio.

—Discúlpeme, pero si hoy mismo él me llamó…

Sonrió:

—¡Ah! Entonces es Prudentão.

Me vino una angustia bárbara, y sentí cuerpos de gigantes en el aire. Jamás un aumentativo me hizo percibir con tanta exactitud la maldad humana. Seguro le di pena a la muchacha porque aclaró:

—Naturalmente es Prudentão, hijo del doctor Prudente de Morais…

—¡Debe de ser, señora!…, le arranqué a mi incompetencia.

Entonces la muchacha fue buena conmigo y respondió que Prudentão no estaba. Hui con tanto arrebato de la casa del gigante, una casa muy alta, hui con todo el arrebato.

Estaba muy impresionado y pasé una noche injusta. No es que tuviera miedo ni que hubiera tenido —positivamente, ya no puedo tenerles miedo a los gigantes—, pero había tenido la sensación del gigante, nos habíamos comunicado y él producía en mí efectos de estupefaciente. Veía un despotismo de Prudentes sobre un estrado muy largo, buscaba, buscaba y no encontraba al conocido mío. Cuando llegué al final del estrado, divisé un nuevo estrado lleno de nuevos Prudentes… Es probable que fueran personas que había encontrado en la calle, porque pude reconocer algunos rostros que estaban en las memorias de ese día. Un fulano parado en la esquina, me acordaba bien…

Llegó un momento en que no pude sufrir más, ¡y reaccioné! Murmuré con autoridad: «Prudentico». Esas confianzas que nos tomamos con los compañeros son bien consoladoras… Nos inundan de intimidad, de esa intimidad que es la presencia de nosotros mismos. Entonces me dormí.

Crónicas de melancolía eufórica

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