Читать книгу Viento blanco - M.S.G Deway - Страница 14
ОглавлениеPatricia (1)
Patricia observa la calle, desde la ventana de la cocina del minúsculo departamento en el segundo piso. Es una de las calles tranquilas, como le gusta a Sandy, una de las paralelas a la principal del pueblo. Así, tranquilas, silenciosas bajo el influjo de la nevada, están la acera, la vereda, las copas de los árboles desnudos de hojas. Tranquilos los rosales en el cantero de la entrada del pequeño edificio donde alquilan hace diez años. Rosales podados, prolijos, esperando brotar pronto. Tranquila Sandy, recortando letras para armar el cartel que prepara en la mesa de la cocina comedor.
Patricia no se da vuelta a mirarla. Sabe con exactitud la expresión que puede encontrar en la cara de Sandy concentrada en el recorrido de la tijera. Siente que le zumban los oídos. Está aturdida de silencio, de tranquilidad, de ruidito deslizante de tijera en el papel.
Prendo un rato, avisa. Y enciende el televisor. Casi es la hora del programa en el que la hija mayor de Mona es movilera. Un éxito, esa chica, dijeron todos en el pueblo.
Desde la mesa cubierta de papeles negros y cartulinas celestes, Sandy refunfuña un par de palabras. Patricia no entiende lo que dijo. Seguro algo de Felicitas, la hijastra de Mona. Sandy no soporta los noticieros. Menos a la piba esa, tan creída, qué grupo de mierda que te tocó en suerte, ya que vas a esos tés de la cooperadora gracias a mí, al menos podrías haber elegido mujeres que me caigan bien.
Diez años. Rezongos añejos. Silencios que aturden. Patricia sube un poco el volumen. Ahí está Felicitas, un móvil desde el Congreso Nacional. Qué orgullo para Mona. Claro que Felicitas es su hijastra, si tiene apenas diez años menos que Mona. Pero Mona siempre parece mucho mayor, mucho más responsable, muy atenta a todo. La vida social de la familia, la crianza de las hijas propias y los hijos del doctor De Santis, con quien se casó, hace tanto tiempo, apenas unos meses después de que Pedro, o Pit como le dicen los amigos, enviudara.
A Sandy le encanta que la gente tenga estos nombres de pueblo. Ella es Sandy, hace años. Me lo gané, dice siempre. En el hospital la respetan. Sandy la jefa de enfermeras del pabellón B. Me lo gané. No soy Sandra Clarkson. Soy Sandy. Así, Nené es Nené de Gómez y nadie, salvo las empleadas del registro civil, o los empleados de cualquier oficina pública donde tenga Nené que hacer un trámite, sabe cuál es su nombre verdadero. Para el pueblo ella es y será Nené. Mona De Santis era Mabel Pereira, pero odia que lo sepan. Y lo oculta aún mejor que Nené. Mara de Meyers, se ganó el derecho de mantener el nombre, aunque cargue con apellido y coto de caza. Mara es brava, dicen en el pueblo. Rosita Alvarado no se preocupa por esas cosas, pero tiene el diminutivo incorporado desde y para siempre. A Patricia le encanta Rosita Alvarado, tan buena, tan sufrida, tan no quiero molestar. Además Rosita lee mucho. A veces Patricia se pasa horas conversando con ella de libros que nunca leerá.
Cambiame esa porquería, grita Sandy de repente, sacando a Patricia del ensueño que teje su cabeza mientras parece mirar el móvil de Felicitas desde el Congreso.
Qué porquería, pregunta Patricia.
Pero no ves que están las del pañuelo verde, diciendo barbaridades, y esa piba no es capaz de preguntar algo como la gente.
Ah, sí, tenés razón, dice Patricia y cambia de canal.
La jefa de enfermeras vuelve al cartelito, pega la última letra. Se hace para atrás, para poder observar el efecto, sonríe satisfecha.
Quedó bien, no te parece, pregunta. Y Patricia contesta que sí, que perfecto, y que si no quiere tomar algo antes de partir hacia el hospital, que está nevando y hace tanto frío…
Pará, Patricia. Sandy la corta en seco. Patricia no sabe bien por qué. Traeme las botas.
Sandy acomoda el cartel en el bolso. Se pone el camperón verde, la bufanda con tres vueltas al cuello. Se calza las botas que le alcanza Patricia, y se va. Algo avisa desde el palier, antes del portazo. Refunfuña algo también.
Patricia no alcanza a entender. Espalda apoyada en la puerta, se va deslizando, hasta quedar sentada en el piso. Escucha cómo se alejan los pasos de su mujer bajando la escalera. Qué mujer es esa, se pregunta. Como respuesta, el destello de algo que pasó hace años llega, pero le muestra a otra, no la que se va bulto verde enojado. Dónde estará aquella mujer, piensa. Y yo, dónde me perdí, interroga entre las lágrimas que caen y sabe que tendrá la cara manchada de negro. Tendrá que volver a maquillarse.
Sola o no, triste o no, el rímel bien puestito, los labios bien pintados, las uñas, impecables. Patricia se mira las manos. Le tiemblan un poco. Están arrugadas. Qué mal, piensa. Y se levanta, se sacude el jean, vuelve a la ventana de la cocina, a mirar cómo se aleja Sandy, bulto verde, tan nacida y criada, por la calle blanca, tranquila, nevada, nevando.
Vuelve al canal donde Felicitas es movilera. Siguen hablando del tema. Y sí…susurra Patricia, mientras se pone crema en las manos, porque no le gusta tener arrugas. Ni un poco. Y a las clientas de la peluquería donde Patricia hace manicura, pues ella es Técnica en Estética Personal Decorativa, aunque Sandy se burle de su título, tampoco. Y, no…susurra Patricia.
Ella no es nacida y criada. Del grupo, sólo Mara es NyC. Pero es un concepto que no les molesta tanto, ya que ellas pertenecen por otros motivos. Son casi. Por la iglesia, por el té de cada temporada de la cooperadora del hospital, por los maridos, y en su caso, por su mujer.
Patricia se dispersa mientras mira sin ver la pantalla del televisor. Vuelve a pensar que es raro lo de Sandy. La alegría, su valentía, la emoción de encontrarse las dos y ser juntas, duró lo que la misión del padre Javier, un cura párroco, de los llamados progres. Lloró mucho, Sandy, en la despedida del cura. No te pierdas, le dijo él mientras la abrazaba, antes de tomar el colectivo que lo alejaría del pueblo y dejaría a Sandy empantanada en una situación bastante turbia para la sociedad del pueblo, con un nuevo cura arcaico, y a Patricia atada a ella, encadenada por propia decisión al bulto verde tan NyC, tan perdido, que ya no se divisaba, de tanta distancia, de tanto tiempo, de tanta nieve en la calle silenciosa.
Patricia mira su reflejo en la ventana de la cocina. Su cara tiene algo horrible y negro.
Corre a lavarse. La crema desmaquilladora. Un poco de aire fresco. Respira dos veces ante la banderola del baño apenas abierta. Los copos no pueden colarse. Ahora, vamos de nuevo. Dibujar la cara. Realzar los rasgos. Menos rímel. Por las dudas.
Apaga el televisor. Suficiente. Es hora de conectarse a la red. Espera que se encienda la portátil que también está en la cocina. El departamento es chico. La cocina es de Patricia. No necesita moverse mucho para poner a calentar la pava para el mate, mirar por la ventana, buscar el tarrito de azúcar moreno que prefiere para el matecito de la siesta.
Su sesión se abre con un todo celeste, Aquí defendemos las dos vidas, dice su imagen de perfil. Esa imagen celeste con las palabras en negro, con una tipografía redondeada, que simula caligrafía infantil, configura su estar en la red. Todas en el grupo comparten la misma imagen. Antes era otra. Fueron las banderas con la cara de un extraño llorando, dependiendo del lugar del atentado terrorista. Aquello había surgido con lo de JE SUI CHARLIE, en el enero del atentado en esa París que Patricia no conocía ni iba a conocer. Pero a la mayoría de sus amigos en la red social les parecía bien adoptar estos perfiles de preocupación comunitaria, mundial, nacional o local. Una vez, Patricia tomó la iniciativa de poner una bandera con la consigna TODOS SOMOS PALESTINA, en una tipografía de caracteres negros que simulaban sangrar. De inmediato Mona le advirtió que sacara esa imagen del perfil. Pará, Patricia. Tenés que esperar a que la mayoría decida, no todos los atentados son lo mismo, sabés. Y, sí. Patricia ahora sabía.
Lo del pañuelo celeste había nacido como respuesta al pañuelo verde. Había sido el tema de las últimas charlas, tanto en la red como en la iglesia, como en el café de la esquina. Patricia sabía también que Rosita no estaba de acuerdo con lo que significaba ese pañuelo, ni esas palabras. Pero Rosita le había dicho que, a veces, es difícil la libertad. Mara opinaba que cada quién era libre de expresar lo que le parecía. Y que por eso ellas adoptaban el pañuelo celeste. Todas habían brindado ese día con licor, el que solían tomar después del café, o el té que Mona no abandonaba jamás.
La luz parpadea un poco. La conexión está más lenta que de costumbre. Patricia suspira, y repasa mentalmente si tiene velas suficientes, calcula cuánto le durará la comida que está en el freezer si el corte dura mucho, y pone a cargar el teléfono móvil y la notebook. Abre la página del diario local, a ver qué dicen de la nevada, de la luz. No. Nada nuevo. Y, con este día…dice Patricia.
Vuelve a su perfil en la red. Todas figuran online, incluso Mara, con lo difícil que es tener señal de internet, de telefonía o de cualquier forma de comunicarse en el coto, sobre todo cuando nieva. No están chateando en el grupo. El dedo de Patricia se mueve con suavidad por el pad, para ir leyendo lo que aparece en la sección noticias. Perros en adopción, gatos divinos, castrados, listos para su nueva familia, cadenas de oración con imágenes diversas de Cristos y Vírgenes, bingos escolares… Y entonces, ve la foto. Allí están Sandy y su cartel tan prolijo y celeste. Varios compañeros del hospital levantan carteles similares. #NO CUENTEN CONMIGO, dicen algunos. #SALVEMOS LAS DOS VIDAS, dice el de Sandy. Todos sonríen. Patricia busca sus lentes de leer, para ver mejor lo que dice abajo, y los comentarios, que siempre le interesan.
La ventana de la cocina tiembla, empujada por el viento repentino. La luz se corta. Y la señal se pierde. Patricia se queda sentada, con los lentes puestos. Mirando la pantalla, que ya no muestra a Sandy sonriendo detrás de su cartel. Por suerte se ha puesto menos rímel. Detrás de los lentes de leer, comienza la inundación.