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1. Situación político-religiosa general

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Los significativos cambios en la configuración de la escena territorial y política hispánica en el periodo que aquí tratamos no podrían haber sucedido sin las acciones desarrolladas en gran parte durante la segunda mitad del siglo XI por Alfonso VI, principalmente en sus dominios castellano-leoneses. Su reinado, el cual tuvo lugar entre 1065 y 1109, dio continuidad y concreción a determinadas iniciativas comenzadas por Fernando I, entre ellas, su empresa de extensión de sus dominios sobre la Península Ibérica (incluyendo los territorios invadidos por los musulmanes) y de estrechar mayores lazos con el exterior franco. Siguiendo como premisa el ideal modélico visigótico y la renovación de su tradición de poder en su propia figura, ancestros y descendientes, Alfonso VI logró efectuar así un proyecto imperial contundente.

Esta situación no había sido alcanzada al momento por Navarra ni por la zona catalana: territorios emplazados en las áreas pirenaicas ibéricas. El escenario político navarro –sector denominado durante los siglos altomedievales como reino de Pamplona– se caracterizó por su permanente inestabilidad, no sólo a causa de las ofensivas francas (entre las más destacadas y tempranas, la Batalla de Roncesvalles de 778), y por sus continuas luchas contra los musulmanes53, sino también por sus enfrentamientos con el resto de los reinos cristianos ibéricos54. Entre la segunda mitad del siglo XI y la primera del XII, su destino estuvo intrínsecamente relacionado con Castilla y con Aragón. Con este último permaneció unido entre 1073 y 1134, produciéndose un momento de gran impulso económico, cultural y social55. Asimismo, en 1134 logró restaurar su reino, en gran parte gracias al peso sustancial que tuvieron los mismos territorios navarros que habían sido agregados a Aragón56.

La situación político-territorial fue igualmente vacilante en lo que refiere a los condados catalanes. Éstos gradualmente comenzaron a establecer sus dinámicas patrimoniales propias respecto de sus lazos con el Imperio Carolingio, en particular a través de las acciones llevadas a cabo hacia finales del siglo IX por Wilfredo el Velloso X, quien promovió un sistema hereditario local de los feudos, reuniendo este régimen sucesorio en la casa condal de Barcelona. Al margen de la considerable cantidad de territorios de la Marca Hispánica que estaban bajo su potestad, incluyendo Girona, Cerdaña y Besalú entre sus principales puntos de control, también recuperó del dominio musulmán las zonas de Ripoll, Vich y Monserrat57. Así, este periodo de reasentamiento y consolidación territorial continuó fortaleciéndose poco a poco. Entre fines del siglo XI y la primera mitad del siglo XII, fueron recobradas Lleida, Tarragona y Tortosa, y a partir de 1137, Cataluña pasó a formar parte de Aragón como consecuencia del matrimonio entre Ramón Berenguer IV (conde de Barcelona) y Petronila de Aragón (heredera al trono aragonés)58. En este sentido, durante los siglos XII y XIII, la zona catalana continuó perteneciendo al reino de Aragón.

En cuanto a Castilla y León, como asevera Bernard F. Reilly, Alfonso VI había hecho propicio que su “(…) deseo de restauración se convirtiese en un plan de acción conducente a su plena realización”59. Dicho monarca estrechó aun más los vínculos con Cluny, posicionando al territorio hispánico en una mayor integración política, económica y religiosa con el mundo transpirenaico. De esta manera, la orden cluniacense logró instalarse progresivamente en los reinos hispanocristianos, no sólo a través de una mayor movilidad de eclesiásticos procedentes de Borgoña, sino en particular gracias a la contundente política de donaciones implementadas por el monarca, las cuales impulsaron la conformación de una importante red de prioratos en el área ibérica60.

También tuvieron mucha influencia los itinerarios cada vez más concurridos del camino a Santiago provenientes del sur francés, que hicieron que a fines del siglo XI, Astorga, León y Burgos se transformaran en concurridas ciudades en pleno crecimiento61. De hecho, entre 1070 y 1080, la monarquía hispánica realizó un activo fomento del peregrinaje proveniente de más allá de los Pirineos, con el objetivo de sostener su poder político interno, además de atraer nuevos asentamientos poblacionales y fomentar ganancias comerciales en sus dominios62. Lo cierto es que a partir del supuesto “descubrimiento” de la tumba del apóstol Santiago en 813, las rutas de peregrinaje a Compostela destinadas a la veneración de sus reliquias se desarrollaron en un continuo in crescendo hasta consolidarse con fuerza hacia el siglo XII63.

Durante la monarquía alfonsina también se intentaron establecer renovadas relaciones con la Santa Sede, especialmente en lo que refiere a la concreción final del cambio de rito a través del Concilio de Burgos celebrado en 1080; iniciativa que ya se había comenzado a tratar durante el reinado de su padre, Fernando I, en el Concilio de Coyanza de 105564. Es necesario subrayar la importancia que tuvo esta decisión político-religiosa, pues estableció nuevos lazos entre los reinos hispánicos y el papado. Como ha explicado Carlos de Ayala Martínez, ya la Crónica del obispo don Pelayo establece que Alfonso VI había enviado legados a Roma dirigidos al papa Gregorio VII y, como respuesta, éste había consignado a España al cardenal Ricardo, abad de Marsella, quien se hizo presente en el Concilio de Burgos. Allí se promulgó el cambio del rito litúrgico mozárabe al gálico-romano, esto es, la sustitución de la liturgia hispana por la gregoriana: una transacción que beneficiaba tanto al rey como al mismo papa65. Este proceso implicó, por ende, una amplia renovación en las conexiones entre los reinos hispanocristianos con el exterior. Las repercusiones en el norte peninsular fueron de lo más variadas, pues mientras que este cambio tuvo una aceptación bastante extensa en León y Castilla, obtuvo ciertas resistencias iniciales en Navarra y Aragón66.

Al mismo tiempo, Alfonso VI efectuó una enérgica ofensiva contra los almorávides y, en el marco de sus campañas militares, logró ocupar la ciudad de Toledo en 1085. Con el apoyo pontificio directo, esta “guerra santa” conjugó dos aspectos sustanciales. Por un lado, permitió demostrar y afianzar su contribución con el proyecto papal en su plan de consolidar una cristiandad universal e íntegra67 y, por el otro, significó una rotunda señal de legitimación cristiana del poder de la monarquía castellano-leonesa basada en la recuperación de los territorios ocupados por el enemigo musulmán. Sin embargo, el último periodo de su reinado implicó una grave crisis tanto política como sucesoria. Al margen de las disputas territoriales, la derrota en la Batalla de Uclés en 1108 y una serie de alianzas matrimoniales controvertidas que procuraron asegurar su poder, el monarca tuvo que enfrentar inconvenientes sucesorios causados por la defunción de su hijo Sancho68. En 1109, a causa de su fallecimiento repentino, ascendió a la corona su hija Urraca I, fruto de su unión en segundas nupcias con Constanza de Borgoña, quien reinó hasta 112669.

En consecuencia, los inicios del siglo XII prolongaron en Castilla y León un periodo de contiendas y disputas políticas entre los mismos integrantes de su monarquía, provocando un marcado ambiente de inestabilidad interna. Ante la crisis dinástica, Urraca contrajo matrimonio por segunda vez el mismo año de su coronación, con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Navarra. Contrariamente a conducir a la unión entre los reinos de León y Castilla con los de Aragón y Navarra, este enlace trajo aparejados nuevos enfrentamientos. Sumada a la posición adusta impartida por los condes de Portugal, principalmente la Iglesia manifestó poco a poco su oposición ya que este vínculo hacía peligrar la sucesión de Alfonso Raimúndez y, en consecuencia, el poder borgoñón en los círculos de la corte; sector aristocrático apoyado por los influyentes Diego Gelmírez y Bernardo de Toledo70. Este último mostró su entero desacuerdo y rechazo al matrimonio, al poner en tela de juicio problemas de consanguineidad, pues la pareja tenía en común como bisabuelo a Sancho el Grande de Navarra (ca. 992/996-1035) e, igualmente, Urraca había compartido también como bisabuelo con su primer esposo Raimundo, a Roberto el Piadoso de Francia (972-1031)71.

Las pugnas internas comenzaron a hacerse cada vez más evidentes. Con posterioridad a la Batalla de Candespina del año 1111, en la cual se enfrentaron las huestes de ambos esposos, en 1114 Alfonso I repudió a Urraca y bajo el aval de Pascual II se procedió a la anulación del matrimonio. A partir de esa instancia y con el acompañamiento de bulas papales que pretendían coaccionar la invalidación del enlace, la posición de los prelados castellano-leoneses pasó a ser claramente contraria a Aragón72. También, durante su disputado gobierno, Urraca tuvo que confrontar difíciles enfrentamientos con su hijo Alfonso, quien reinaba en esos momentos sobre el territorio de Galicia. En el marco del gradual debilitamiento de su poder y un año antes de su muerte se celebró el Concilio compostelano de 1125, en el cual adquirió un notable protagonismo el arzobispo Diego Gelmírez. Además de tratarse allí la proclamación de paz entre ellos, fue promovido una invocación a las armas contra el enemigo musulmán andalusí73, también como un claro acto propagandístico de la figura del mismo Gelmírez74, quien pugnaba por transformarse en el nuevo líder ideológico que desde la Iglesia alentara la cruzada contra el islam, prácticamente abandonada durante el reinado de Urraca75.

Todas estas acciones estuvieron destinadas a crear un potente aparato de promoción y legitimización de la figura de Alfonso VII, quien reinaría entre 1126 y 1157, y se autoproclamaría rex imperator en León hacia 1135. No obstante, su situación primera fue distinta a la esperada, pues obtuvo un apoyo muy intermitente de los sectores aristocráticos más poderosos –como los condes de Lara–, e incluso tuvo que contener una rebelión contra la corona que irrumpió en 113076. Dado este complejo panorama interno, el monarca se vio obligado a generar constantemente dispositivos diplomáticos y de negociación progresivos para obtener (y tratar de mantener) la sin embargo vacilante fidelidad de la aristocracia, incluso llegando a contiendas militares77. Otras amenazas a su gobierno fueron las milicias leales a Alfonso I de Aragón, las cuales aún se mantenían posicionadas en cuantiosas ciudades castellanas, y recién luego de la muerte de este rey acontecida en 1134 pudieron ser aplacadas al recobrar Alfonso VII territorios como La Rioja, temporalmente Zaragoza, y otros puntos de Castilla78. Por otra parte, la sucesión al trono de Pamplona por parte del rey García Ramírez era bastante inestable debido a que, aunque contaba con el apoyo de los navarros, también tenía otros frentes enemigos importantes: Aragón y Castilla. Como ha sostenido José María Lacarra:

García Ramírez tenía que jugar hábilmente con los intereses muchas veces encontrados de Aragón y de Castilla, pero sin indisponerse seriamente con Alfonso VII (…) toda la historia de Navarra en el siglo XII será un prodigio de habilidad diplomática y de energía guerrera para asegurar su independencia frente a los dos reinos vecinos79.

Esto condujo a la necesidad de asegurar las buenas relaciones con Alfonso VII. Tal como indicó Lacarra, en 1135, en Nájera, ambos monarcas establecieron un acuerdo de paz, aunque Pamplona quedó bajo la dependencia de Alfonso VII persistiendo las antiguas relaciones de vasallaje que Sancho Ramírez y Pedro I habían proporcionado con anterioridad a Alfonso VI80.

Asimismo, Alfonso VII retomó los ataques contra los musulmanes en el contexto de un perdurable impulso de cruzada que estaba surgiendo en Francia a partir de las negociaciones concebidas entre Eugenio III en Roma y Bernardo de Clairvaux hacia fines de la década de 1140. Con esos objetivos bélicos, se instalaron huestes en Tierra Santa en torno a 1147, así como también se brindaron apoyos armados a la Península Ibérica, ya que el Conde Alfonso Jordan de Toulouse era primo del monarca81. De hecho, por esa misma época, había incursionado en la fortaleza de Oreja y Coria, de la misma manera que en Jaén y Córdoba entre 1139 y 1144. Estas áreas fueron recuperadas bajo su dominio a excepción del área cordobesa. A fines del siglo XII, la situación en el sur peninsular era compleja ya que acusaba la pronta desintegración de la política andalusí con el creciente avance del poder almohade sobre el almorávide. Ante el fallecimiento de este rey en 1157, el dominio cristiano adoptó una nueva división de sus reinos (Castilla, León, Navarra, Aragón con los condados catalanes y Portugal), los cuales continuaron teniendo contiendas por el poder entre sí82. Bajo este panorama complejo, el reino leonés fue gobernado por Fernando II entre los años 1157 y 1188, mientras que el reino castellano pasó a estar en manos de Sancho III desde 1157 hasta su temprana muerte ocurrida un año después.

Este hecho demarcó un nuevo episodio de enfrentamientos dentro de la monarquía castellana, no sólo a causa de la puja de intereses navarros y leoneses, sino también por disputas entre la misma corona de Castilla y los sectores aristocráticos locales más influyentes83. El sucesor al trono, Alfonso VIII84, tenía en 1158 tan sólo tres años, lo cual generó arduas contiendas, en particular entre diversas facciones de la nobleza castellana, por asegurarse la custodia del joven rey. Tal es así que hacia 1161, la familia de los Lara triunfó y los Castro fueron obligados a exiliarse85. Ante esta perspectiva, el resto de los monarcas ibéricos buscaron asirse de más dominios, aprovechando la debilidad del gobierno castellano. Fernando II y Sancho VI de Navarra se apoderaron de un gran número de ciudades lindantes, mientras que, en 1162, Toledo fue tomada por tropas leonesas, aunque recuperada por Castilla cuatro años más tarde86. Por otra parte, aunque en Fitero hacia 1167 se habían acordado treguas entre Castilla y Navarra por un lapso de diez años, éstas no llegaron a cumplirse en tan extenso periodo temporal, a causa del nuevo contexto castellano en torno a la política exterior hacia 117087.

En lo que respecta a estos rotundos cambios, Alfonso VIII se hizo cargo del trono castellano y fue proclamado rey en ese año al obtener la mayoría de edad. Ya en 1169, tras la celebración de una importante asamblea en Burgos, se había instaurado la necesidad de establecer alianzas internacionales más sólidas para así vigorizar la corona castellana. Esto se logró a través de un enlace matrimonial cuya consolidación fue posible gracias a una significativa actividad diplomática y de negociaciones traspirenaicas88. Alfonso VIII se casó en 1170 con Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. Según las palabras de José Manuel Cerda, además de que la dote consistió en el otorgamiento del condado de Gascuña, esta unión fue un vehículo trascendental que sirvió a los intereses y proyectos castellanos, tendientes a consolidar su hegemonía89. Ante esta nueva trama política, la situación de Navarra se complicó en mayor grado, puesto que sus dominios quedaron rodeados por una alianza cada vez más fuerte conformada por Castilla y Aragón, sumando a ello, las acciones castellanas emprendidas hacia 1173 con el objeto de recuperar La Rioja90.

Por otra parte, entre 1170 y 1214, Burgos logró consolidarse como capital regia castellana (civitas regia vocata) y desplegarse como escenario sustancial del poder político ejercido por esta alianza anglo-ibérica, bajo el fiel y fuerte patrocinio de Leonor91. En efecto, la reina fue mentora tanto del Hospital del Rey como del Real Monasterio de Santa María de las Huelgas de Burgos, este último, cenobio femenino cisterciense solventado en gran medida por privilegios y donaciones procedentes de la corona92.

Debemos considerar que el patrocinio regio a este tipo de instituciones respondió también a los cambios religiosos que se sucedieron en el transcurso del siglo XII. La orden cisterciense, la cual había sido impulsada en gran medida por Bernardo de Claraval, estaba experimentando en esos momentos un creciente proceso de expansión hacia el área castellano-leonesa, instaurando nuevos centros monásticos y dependencias en la Península Ibérica (ver Figura 2, en pág. 65)93. La fundación de la orden cisterciense se remonta a 1098, aunque fue especialmente durante el siglo XII, el periodo de su definitivo afianzamiento y de su mayor difusión por diferentes focos europeos, partiendo desde Pontigny, La Ferté, Morimond y primordialmente Clairvaux, y llegando a la España medieval, así como a las tierras de Portugal, Inglaterra, Alemania e Italia de esa época94. Bajo el lema de retorno a los genuinos principios de sencillez y humildad en rechazo a la ostentosidad, y de práctica estricta de los fundamentos benedictinos, el Cister alcanzo gran éxito, difusión y poder, por lo que la protección económica de los sectores aristocráticos, nobles y regios hacia los monasterios que la ejercían resultó ineludible. De hecho, ya hacia finales del siglo XII, los monasterios cluniacenses habían cedido su preponderancia a favor de los del Císter, estableciéndose entre los siglos XII y XIII diecisiete monasterios de esta última orden monástica95, siendo favorecidos por el poder regio.

Posteriormente, unos años antes de la muerte de Alfonso VIII sucedida en 1214, su gobierno logró consolidar un notable triunfo militar que terminaría por reforzar aun más el dominio cristiano sobre los territorios ibéricos. Se trató del ataque conjunto y la victoria obtenida por parte de las milicias castellanas, navarras y aragoneses sobre las tropas musulmanas lideradas por Muhammad an-Nasir en la batalla de las Navas de Tolosa de 121296.

A continuación del breve reinado castellano de Enrique I entre 1214 y 1217, resultaron sustanciales las acciones políticas efectuadas por Fernando III, quien durante su gobierno se encargó de fusionar de manera definitiva la corona castellana con la leonesa en 1230, además de quedar bajo su poder también Galicia97. Por su parte, en el noreste peninsular se produjeron diversos conflictos al interior de la corona aragonesa bajo el reinado de Jaime I el Conquistador. Como ha apuntado Luis González Antón, la recuperación de Mallorca y Valencia entre 1229 y 1238 posibilitó la intervención de marinos y comerciantes burgueses catalanes, originándose una efectiva “catalanización” en estas áreas. Amén de Aragón y Cataluña, Jaime I resolvió que estos sectores recuperados quedaran separados y autónomos, decisión que generó altercados en los principales núcleos de la misma aristocracia de Aragón. Esto conllevó la tentativa de fundar una territorialización jurídica aragonesa mediante determinados fueros y el surgimiento de un complejo proceso de definición fronteriza entre los reinos98. Asimismo, especialmente bajo el reinado de Sancho VII el Fuerte (1194-1234), aunque con una reducida cantidad de dominios territoriales, Navarra había alcanzado una mayor solidez en su poder. Entre 1134 y 1234 había perdido Álava, Guipúzcoa y La Rioja, si bien poseía el dominio de otros territorios, incluyendo San Juan de Pie del Puerto y Petilla –resultado de su división con Aragón–, al mismo tiempo que sus enfrentamientos con Castilla continuaron99. No obstante, a la muerte de Sancho el Fuerte, reinó en Navarra entre 1234 y 1274 la dinastía francesa de la Casa de Champaña100. Igualmente, respecto de las confrontaciones con el área andalusí, Fernando III recuperó Córdoba hacia 1236 y restauró el obispado en esta ciudad101, reconquistó Jaén en 1246 y Sevilla en 1247102. En consecuencia, su gobierno no sólo implicó la unificación de los reinos cristianos sino también un significativo avance y recobro de los territorios del sur sometidos al islam103.

El dragón. De lo imaginado a lo real

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