Читать книгу Amora - Natalia Borges Polesso - Страница 8

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Primeras veces

No aguantaba más eso de ser virgen. Diecisiete años, parecía un pecado. Estaba cansada de mentir a los compañeros sobre cómo había sido su primera vez. Cansada. No recordaba cuál era la verdad de la mentira que había contado y ahora agregaba datos al azar. Él tenía una Chevrolet. Pasaban 4 Non Blondes. Yo tenía una bombacha verde. Comimos papas fritas. No vive acá. ¿Verde? ¿Quién se pone una bombacha verde cuando sabe que va a coger? Todo mentira. No es que ella fuera una tarada que nunca había hecho nada, pero todavía era virgen. Y se cansó.

Iba a tercer año turno noche en una escuela pública tradicional donde tradicionalmente todos los viernes solo se cursaban las dos primeras horas. Ni los profesores aparecían en las dos últimas. La rectoría había acortado el turno de los viernes a cuatro horas, pero así y todo fracasó. Había tres bares en los alrededores de la escuela: 1) un barzucho oscuro donde unas bandas muy malas hacían covers igual de malos con instrumentos desafinados, se bebía catuaba porque era barato y porque era lo que había (la mezcla de catuaba y Fanta Uva se había establecido como la nueva moda y ciertamente comenzaría ahí la degradación del hígado de esa generación); 2) el bar del skater donde se vendía cerveza a un precio razonable y todos los tonos de Bols, se consumían drogas ilegales frente a todo el mundo, la marihuana era la más común ―ella no, a ella no le gustaban las drogas ilegales hasta ese momento― y 3) el puesto de la estación de servicio donde podía comprarse un litro de mezcla de vodka de botella de plástico y Coca Cola y se podían usar las instalaciones, léase área cubierta, baños inmundos y pared de ladrillos atrás del lavadero automático de autos. Resultado: bares llenos, escuela vacía.

Viernes, siete horas, veinticinco minutos, tocó el timbre y mitad de la clase entró al aula. La otra mitad le hizo una señal para que ella fuera hasta el fondo de la escuela. Vio a uno de los chicos levantando la cerca de alambre y a los demás pasando por debajo. No quedaría nadie en el aula ese viernes. Todos rumbo al bar número dos. Siguió la corriente. Todos entraron, todos se sentaron, todos tomaron, todos se levantaron para ir a bailar, como un cardumen, no se separaban. Hasta que una amiga la tomó de la mano para que salieran a fumar un cigarrillo. Ella no fumaba. No le gustaba el cigarrillo. Recordaba que su padre, si bien era fumador, nunca había fumado siquiera un cigarrillo dentro de la casa. Lo prendió. Dio dos pitadas y la interrumpió una voz muy grave que le dijo que no era así como se fumaba. En absoluto. La voz era de Luís Augusto Marcelo Dias Prado, tal como se presentó. Luís Augusto Marcelo Dias Prado. El nombre era como ese juego en el que uno va tratando de apilar piezas de plástico hasta que se vuelve una cosa enorme a punto de caer. No era un buen nombre. Pero tres viernes después, ya estaban saliendo. Lo que sentía por él era inversamente proporcional a su nota en Física. Era mala en Física. Era buena en salir con él. No obstante, había una cuestión. En verdad, dos: la mentira de la no virginidad y el tema nunca mencionado.

Ocho viernes antes de conocer a Luís Augusto Marcelo Dias Prado, estaba con Letícia, su compañera fumadora y, medio borrachas en el sofá de la casa de ella, hablaron sobre Mandala, el chico gay de tercer año. Y después sobre el lugar en el que hacía recitales. Y después sobre la posibilidad de ir un día. Y después sobre la telenovela, la de las dos lesbianas que se morían en la explosión del shopping. Y después sobre qué bizarro era el mundo. Y después sobre cómo no es posible controlar esos sentimientos. Y después sobre qué ganas tenía ella de besar la boca roja de Letícia. Y después sobre cómo le gustaría a Letícia, pero solo si Víctor estuviera presente. Y después sobre cuánto le faltaba estudiar para la prueba de Física.

Todo eso había echado raíces intensas en sus sensaciones diarias. La boca roja de Letícia. Los pensamientos encerrados hacía años en algún lugar oscuro de la cabeza, ahora liberados en palabras. Palabras que fueron a parar a la cabeza de Letícia. Nunca había confesado esas cosas a nadie y todos los viernes que se sucedieron hasta el día en que fue a la casa de Luís Augusto Marcelo Dias Prado fue como si nunca las hubiera confesado.

Él no tenía auto. En la radio no pasaban 4 Non Blondes. La bombacha era bordó. No comieron papas fritas. Ella no tuvo tiempo ni de sacarse el corpiño. Todo terminó pronto. Llegó a la conclusión de que el antes había sido mejor que el durante. Después fue al baño y vio que tenía la misma cara de virgen. El pelo negro detrás de las orejas, nada de maquillaje, los hombros puntiagudos de tan flacos, un poco de sangre entre las piernas. Salió del baño con más interés por la Física que antes y le dijo que se iba. Luís Augusto Marcelo Dias Prado no entendió. Era una buena persona, a pesar del nombre, e incluso quería ser su novio. Cuando llamaba a su casa, la madre siempre se alegraba por ese vozarrón que todavía no tenía cara, pero que ya imaginaba en los almuerzos dominicales. Nunca sucedió. Ella empezó a evitarlo, a ir a las clases de los viernes, dejó de atender el teléfono y pidió a la madre que le mintiera a la voz más linda de la ciudad diciendo que no estaba en casa.

El sábado siguiente al viernes que fue a la casa de él, llamó a Letícia. Le contó sobre el día anterior y sobre cómo le había mentido en relación con su primera vez y sobre cuánto quería que las lesbianas no hubieran explotado en el shopping y sobre los sueños raros que tenía con Linda Perry y sobre cómo aquel día, en el sofá, le habría gustado besarla en la boca. Letícia, por su parte, le dijo que las primeras veces siempre eran así y que quizás él no lo había hecho bien y que quizás ella se había puesto nerviosa y que debería intentarlo de nuevo. No dijo nada sobre las lesbianas, ni sobre la telenovela, ni sobre Linda Perry, ni sobre los besos en la boca.

Recién el miércoles tuvo coraje para ir a la escuela. No podría mirar a Letícia, pero no tuvo que hacerlo, porque ese miércoles ella no fue. El jueves las cosas parecían lejanas, porque la vida funcionaba así a los diecisiete años, dentro de un tiempo elástico que se adaptaba a los humores y a aquellas necesidades tan ingenuas. El tiempo era lindo los jueves, a los diecisiete años. Entonces se encontraron. No dijo absolutamente nada sobre la conversación telefónica, tampoco Letícia. La mitad de la clase estaba organizando una fiesta en la casa de uno de los chicos para el día siguiente, por lo tanto, nada de escuela. Fue directo al lugar de la fiesta. Reventa de automóviles. Tocó el timbre y le abrió un compañero. Por detrás de un humo blanquecino vio a Letícia sentada en una silla de mimbre al lado de la parrilla. Vaso en mano. Blue curaçao y Sprite. En esa época el curaçao con Sprite era mil veces superior a la catuaba con Fanta Uva o coca con vodka en botella de plástico. Hoy están equiparados.

Todos entraron, todos se sentaron, todos tomaron, todos comieron, todos tomaron nuevamente, todos se levantaron para bailar, todos tomaron más, como un cardumen, no se separaban. Hasta que Letícia la agarró de la mano para salir a fumar un cigarrillo. Caminaba arrastrando los pies en las piedritas, mientras Letícia buscaba en los bolsillos del saco el atado de cigarrillos mentolados. Letícia sacudió algo frente a sus ojos. Era una llave. En el llavero estaba escrito “Voyage verde musgo”. Lo encontraron. Letícia abrió la puerta y se sentó en el asiento trasero. Ella la siguió, tratando de que no la engañara una expectativa que sería solo suya. No tenían auto ni edad para manejar. El Voyage no tenía radio, por lo tanto no pasaban 4 Non Blondes. La bombacha de Letícia era violeta y con encaje, la de ella era gris y el algodón estaba deshilachado más allá de lo aceptable. Ninguna tuvo tiempo de sacarse el corpiño. Fue todo muy torpe, como son generalmente las primeras veces. Llenas de dientes que se golpean y movimientos que no encajan.

Oyeron a Víctor gritando que Moisés se estaba bajando un litro de cachaza de butiá. Salieron del auto y vieron a Rodrigo y a Bruna detrás de un Tempra, levantándose los pantalones y bajándose la remera, respectivamente. Nadie vio nada, nadie comentó nada. Ellas tampoco. Letícia siguió saliendo con Víctor hasta el fin de ese año. El grupo siguió faltando a clase los viernes. Y ella aprobó Física.

Amora

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