Читать книгу Amora - Natalia Borges Polesso - Страница 9
ОглавлениеNo te desmayes, Eduarda
Cosas que pasan, te caés. No. Te despatarrás en el piso. Pensás que sos motivo de burla y no te movés, te quedás ahí, inerte. Los expedientes desparramados, la carpeta azul de no sé qué material a punto de estallar, tu cabeza a punto de estallar, una guerra a punto de estallar. Te levantás, subís al colectivo y la vida continúa a los sacudones. Nacés en la familia correcta, una familia que se junta los domingos en casa de la abuela, en las afueras de la ciudad. No sentís que tenés la obligación de ir, pero seguís yendo, porque siempre fue así, toda la vida. Tu mamá, tu abuela, tus tías. De pronto te das cuenta de que no hay hombres en la mesa, no hay hombres en la casa, no hay hombres en un radio de cinco kilómetros. El almacén queda a cinco kilómetros y allá tus tías alcohólicas y vos compran cerveza, cachaza y una pierna de salame artesanal. Te preguntás si será artesanal. Probás el salame y no podés distinguir la artesanía en el sabor, lo único que llegás a sentir son las aftas, y tus tías te recomiendan cachaza de árnica porque mata las aftas. Hasta ese momento vos sabías que el árnica servía para los dolores musculares. Tomás un trago de cachaza, tu vida se calienta como una tarde infernal de verano en esa playa semidesierta en la que pasaste dieciocho temporadas. Tus tías se ríen. Volvés a casa. Te acostás en tu cama, medio mareada y te preguntás cómo ese moretón en la pierna aumentó tres veces de tamaño en pocos días.
Y te acordás.
Cosas que pasan, Laura y Mauro al final del pasillo, cerca de la ventana, conversando como si fueran íntimos. Laura que acaricia el brazo de Mauro, él que se ríe. La carpeta estaba muy pesada, lo que me hizo pensar que tendría mucho trabajo esa tarde y probablemente todo el fin de semana. Bajé la escalera insultando mentalmente a Laura, porque realmente era muy puta. Había cortado conmigo la semana pasada y ahora ya estaba charloteando con Mauro, el profesor de derecho penal. Yo me había preocupado por ayudarla, le hice los resúmenes, cambié horas de trabajo para estudiar con la sinvergüenza esa ¿y para qué? Para que me diera una patada en el culo y después ir a lo que importaba, bien en el medio del culo, pelmaza. Nunca fui buena para insultar. Bajé el primer tramo de la escalera y pensé en comprar un té caliente, la idea me reconfortó. Cuando llegué al descanso, oí una voz que me llamaba, miré hacia arriba y vi a Tábata. ¡Hola, Eduarda! No vas a trabajar mucho, ¿no? Buen fin de semana. Hola, Tábata. No te preocupes, chau. Alargué la pierna para dar un paso más y sucedió. La rodilla flexionada, la planta del pie lista para encontrarse con la firmeza del suelo, pero no. Entonces, el segundo que precede al desastre, ese en el que pienso que no debería haber hecho algo que hice. Y la caída. Yo, ahí abajo, despatarrada, mientras los papeles seguían volando a mi alrededor. Durante unos cinco, diez segundos, me pregunté si estaba viva, si estaba bien y si valía la pena levantarme del piso. La gente que estaba en el aula frente a la escalera vino corriendo junto con una avalancha de voces. ¿Estás bien? ¡Dios mío! ¡No te muevas! ¿Podés moverte? ¿Pueden juntar eso? Hay unas hojas ahí atrás.¿Solo eso tenías en las manos? ¿Cómo pasó? Hagan espacio para que pueda respirar. Pestañé de forma algo lenta, creo, y cuando abrí los ojos vi la cara preocupada de Laura justo encima de la mía. Eduarda, ¿estás bien? ¿Qué pasó? Me levanté enseguida. Estoy bien, gente, estoy bien. Gracias, alcanzame la carpeta. Tengo que irme. Buen fin de semana.
En la calle respiré hondo y sentí que las costillas gimieron. Las palpé. Aparentemente no había nada quebrado, pero la pierna me dolía muchísimo. Fui arrastrando el pie hasta la parada. El colectivo no tardó en pasar. Puse la carpeta sobre las piernas y saqué el celular. Hola, ma. Hola. Me caí, estoy bien, estoy yendo a casa. ¿Eduarda, hija, cómo que te caíste? ¿Dónde? Rodé por la escalera. ¿Cómo, Eduarda? ¿Qué escalera? La escalera de la facultad. ¿Y qué tipo de escalera es? ¿De qué estaba hecha? ¿Qué querés decir, mamá? ¿Era de metal, de madera, de granito, tenía las líneas amarillas, tenía la alfombrita de goma, estaba dentro de las normas de seguridad, Eduarda? Ma, era la escalera de la facultad, creo que es de granito y tiene esa alfombrita de goma. Pero, Eduarda, ¿la goma estaba bien? ¿No se estaba levantando? ¿Habías tomado algo? No, mamá. ¿No qué, Eduarda? ¿No estaba bien o no tomaste nada? No tomé nada. Pero ¿cómo te caíste entonces, Eduarda? Ma, estoy llegando, ahora hablamos.
Ya en el ascensor me había arrepentido de haberle contado y cuando la puerta del departamento se abrió supe que me había equivocado rotundamente. Eduarda, ¿qué te pasó en el pelo? Me miré en el espejo y vi que la gomita del pelo estaba más hacia el lado izquierdo, en una colita mal hecha y que yo parecía algo entre Punky Brewster y Elvira, la reina de las tinieblas. ¡Eduarda, estás toda rasgada! Tenía un corte en la remera y otro en el pantalón, pero no estaba toda rasgada. Ma, no me siento bien. ¿Te golpeaste la cabeza, Eduarda? Ma, rodé por la escalera, me golpeé la cabeza unas tres veces por lo menos. ¡Eduarda, tenemos que ir ya al hospital! ¿Cómo no llamaron a una ambulancia, Eduarda? ¡El SAMU! Ma, solo quiero sacarme estos pantalones y acostarme un poco.
Cuando saqué una pierna de los pantalones, vi en el espejo narcisista y probatorio del living el moretón del tamaño de una mano abierta que subía. Lo apreté fuerte con la punta de los dedos y sentí un dolor que me mareaba. Ma, no me estoy sintiendo bien. Acostate, Eduarda, acostate ahí en el sofá. Iba a pedir un vaso de agua, pero la voz no me salió, se me nubló la vista y empecé a transpirar. ¿EDUARDA? ¿EDUARDA? ESTÁS PÁLIDA. NO TE DESMAYES, EDUARDA. VOY A BUSCARTE UN VASO DE AGUA, ¿QUERÉS AGUA, EDUARDA? ¿EDUARDA? ¿QUERÉS AGUA? Me habría desmayado si no fuera por la voz chillona de mi mamá, que era como una aguja en los tímpanos. Tenía muchas ganas de reírme, pero empeoraba el dolor. Me acordé de Laura y de Mauro en el fondo del pasillo. Lo que era risa se volvió llanto entrecortado, de esos que salen de una cara apretada, arrugada de dolor. Pero no tenía voz, solo sollozaba y me sentía débil, con ganas de haberme muerto, de haberme caído de frente, quebrado el cuello, todos los dientes, de haberme mordido la lengua, de haber quedado paralítica. ¿EDUARDA? Mi mamá me abanicaba con una National Geographic. Era la que tenía una chica afgana sin nariz. Los talibanes se la habían cortado como aviso para que no tratara de dejar a la familia de nuevo. Quería haberme casado con Laura, o con Mauro, no sé. Quería haberme ido de casa. Con uno de los dos habría sido más fácil, creo. Eduarda, te está volviendo el color. Me miré de lejos en el espejo del hall. Me vi la boca deformada del llanto mudo y deshice la mueca. Era solo dolor. Físico y moral. Eduarda, ¿estás bien? Voy a llevarte al hospital ahora mismo. No hace falta, ma. Solo quiero un vaso de agua. ¿Un vaso de agua? ¿Por qué no me lo dijiste antes, Eduarda? ¿Tenés que hacer todo este escándalo? Casi me muero con vos en este estado ¿y querés un vaso de agua? Sí, ma, un vaso de agua y un Rivotril, ¿hay Rivotril? No tengo, solo diazepam. Puede ser. Y salió por la puerta golpeando las pantuflas de patas de perro. EDUARDA, ¡no hay diazepam! Solo hay alprazolam, pero te va a tranquilizar igual, ¿lo querés? Sí. Voy a tomar uno también, porque casi me matás del susto, mirá cómo tengo el corazón, acá en la garganta, casi me matás. Acá tenés, ¿no querés comer nada antes? No, ma, solo quiero dormir. Mañana vamos a casa de la abuela. Sí, ya sé. ¿Cómo sabés? Porque siempre vamos, ma. Claro que siempre vamos, es tu abuela. Cuando no esté más con nosotros, ahí la vas a extrañar, ahora no lo valorás. Vamos mañana y volvemos el domingo a la noche. ¿Vos pensás que podés manejar, Eduarda? No sé, ma. Mañana veo. ¿Vas a llevar todo ese montón de cosas, Eduarda? No vas a tener ni tiempo de hablar con las tías, vos siempre trabajando, siempre estudiando, no pensás en la familia. Creés que sos autosuficiente, pero no lo sos. Ma, necesito terminar unas cosas, pero voy a tener tiempo de quedarme con ustedes, no te preocupes. No estoy preocupada, Eduarda, estoy dándote un consejo. Después te caés por ahí y no sabes por qué. En ese momento no sabía si lo que mi mamá decía tenía algún sentido o si el remedio estaba haciendo efecto. ¿Vas a dormir en el sofá, Eduarda? No. Me levanté, fui al baño arrastrando los pantalones que seguían a la altura del tobillo de una pierna y me acosté.
Eduarda, son las once. ¿Levantamos todo y salimos a la ruta? Llamó tu abuela. Sí, ma, ya vamos. También llamó esa amiga tuya, Laura. Un hielo me bajó por la espalda y se me aflojaron las piernas, me agarré al marco de la puerta. ¿Qué quería? Saber cómo estabas, ¿no? Eduarda, le pregunté cómo había sido el golpe y me dijo que no lo había visto, pero que sus compañeros dijeron que la cosa fue fea. Parece que volaste los tres primeros escalones y después rodaste hasta abajo, no saben cómo no te quebraste nada, el cuello. El hielo se derritió en la calentura de rabia y vergüenza.
La casa de mi abuela es un lugar tranquilo, en un barrio que simula tener aires del interior. No necesita mucho, la verdad, porque esa ciudad ya es medio del interior, pero la intención de ser una chacra paga los beneficios de media hora de ruta. La huerta, unos árboles frutales que mis tías llaman floresta, los perros, los gatos, un horno a leña. Mis tías estaban plantando especias en la huerta, fui a ayudar. El olor de la albahaca y el romero se me impregnó en las manos. Después del almuerzo, Eduarda, vamos al almacén a tomar un trago para mejorar esa cara. Claro. Tu madre nos contó que te caíste de una escalera. Sí, me caí. ¿Y te duele, hija? No mucho, la pierna está medio violeta. Cuidate, gurisa, la cabeza en las nubes. Sí, voy a cuidarme, tía. Soy la persona más centrada de esa familia, la de peor suerte también, pensé en decir, pero no lo dije. El domingo viene Rose a almorzar. Buenísimo, tía.
Mi mamá tiene tres hermanas, Marga, Rose y Deise, que es adoptada y más chica que yo. Cuando mi abuelo murió, mi abuela adoptó a la tía Deise de una pareja que no podía cuidarla. Mi abuela nunca hizo luto, es como si fingiera hasta hoy que nada ocurrió. Ninguna de mis tías está casada. Marga y Deise viven con la abuela. Rose vive en otra ciudad por el trabajo y mi mamá vive en el centro por mí, dice. Porque era más fácil para que estudiara. Mi abuelo y mi papá se murieron en el mismo accidente de auto. Mi mamá tampoco habla. Nunca le pregunté nada. Y así somos, sin muchas preguntas. No sé si es un asunto prohibido o si nos comportamos así porque simplemente así son las cosas. ¡Eduarda! Vino un auto, una amiga tuya.
Era Laura, que hacía maniobras encima del cantero de hortensias de mi abuela. No dije nada, no cambié la cara de quien está plantando albahaca. Vine a ver cómo estabas. Estoy bien, Laura, ¿y vos y Mauro están bien? ¿De qué estás hablando, Eduarda? Estoy hablando de que los vi charlando en el pasillo el viernes, ¿o lo vas a negar? Laura puso cara de incrédula, me miró y fue abriendo la boca lentamente. Laura, por favor, no lo niegues, es feo mentir tan mal. Eduarda, le estaba contando a Mauro que me fue bien en la prueba porque vos me ayudaste. ¿Estás loca, Eduarda? Estábamos hablando de vos. Le dije que quería volver con vos y él me dijo que le parecía una buenísima idea, entonces vine hasta acá porque él me dijo que viniera, pero ahora no sé si me parece muy buena idea. Por favor, Laura, basta. Eduarda, te llamé ayer y hoy temprano y tu mamá dijo que estabas descansando, es verdad, desde el martes que estoy queriendo hablar con vos y parece que estuvieras evitándome. ¿Qué es esta charla ridícula, Laura? ¿Qué? Ok, ok. Ya me dijiste lo que tenías que decir, ahora andate. Laura me miró dolida y fue hasta el auto mientras mi mamá gritaba. EDUARDA, ¿TU AMIGA NO SE QUEDA A ALMORZAR?
El sábado se me hinchó la boca de aftas. Mi abuela tiene el don de hacer las salsas de tomate más ácidas de la galaxia. Siempre que hace pasta con tomate, casi instantáneamente se me llena la boca de heridas. Pasé la tarde y la noche leyendo procesos y mordiéndome la piel de alrededor. Sabía que el domingo tendría que socializar.
No dormí, me levanté del sillón y fui a tomar un café a la cocina. Mi abuela ya se preparaba para hacer el almuerzo. Esa era la tradición. Llenarse de comida desde la llegada hasta la hora de irse. Abuela, ¿no se cansa de cocinar? ¿Y qué otra cosa puedo hacer, hijita? Me gusta cocinar, el tiempo pasa, la vida pasa, y por lo menos comemos, y vos sabés, con la boca llena se habla menos y con la panza llena más todavía, se piensan menos pavadas, y vos sos muy flaca, hijita, tenés que comer más y pensar menos. Pero yo no hablo tanto, ¿no, abuela? No hablás nada, sería bueno que hablaras un poco y no que te quedes con todo ahí adentro, esas ideas todas mezcladas, cosas que una ve y cosas que una inventa, así no se puede. Es verdad, abu. Ella tenía razón. Cosas que vemos mezcladas con cosas que inventamos. Y yo haciéndome la fría, la equilibrada, rodando escaleras abajo.
En el almacén, por la tarde, mis tías me dieron cachaza de árnica para probar y me preguntaron si lo que me afligía era un hombre; porque si andaba triste y de cara larga, solo podía ser un hombre. No es hombre. No, claro. Y se mataron de risa. Yo seguí con la misma cara de quien está plantando albahaca. Tomé la cachaza y después otra, más dulce. Comí un pedazo de salame que me revolvió el estómago y después le pedí a mamá que condujera a casa. ¿Por qué, Eduarda? Porque tomé mucho, ma, esta vez tomé. Ay, Eduarda, me matás así, manejo yo entonces.
Te acostás en tu cama, medio mareada y te preguntás cómo ese moretón en la pierna aumentó tres veces en pocos días. Tratás de encontrarle una explicación para lo morado, para el mareo, para la vida, quizás. Seguro que forzaste la pierna más de lo necesario. Condujiste. Sabés que cuando las cosas se mezclan de esa forma en tu cabeza es porque estás cansada. Estás exhausta. Y ves que las paredes del cuarto giran. Cerrás los ojos, respirás hondo y pensás que en un momento una está arriba con los pensamientos bien firmes sobre los hombros y enseguida las piernas vuelan por encima de la cabeza.