Читать книгу Belleza Invisible - Natalia de la Vega - Страница 11

2
Aventuras y desventuras
de una pareja bien avenida

Оглавление

Yo siempre pensé que Carlos sería el padre de mis hijos y que quería permanecer a su lado de por vida; sin embargo, que nadie se engañe: esto no es ni un cuento de hadas ni un camino de rosas. Hemos atravesado momentos dificilísimos, muy duros, como el de perder a uno de nuestros hijos. Como cualquier pareja, hemos tenido peleas y broncas, pero he aquí la diferencia: tengo muy claro que yo quiero estar con él, así como él conmigo, y si eso no se pierde de vista cuando hay problemas, estos se solucionan.

En el fondo, lo que se necesita para vivir en pareja es tener ganas de estar en pareja y una cosa fundamental sin la que ninguna relación sobrevive: el perdón. Perdonar lo es todo: perdonarse uno a otro muchísimas cosas, perdonarse uno mismo, perdonar constantemente. Si no perdonamos a diario, nada funciona y es imposible construir nada sólido.

Esto es trasladable a todas las relaciones: sucede en pareja, con un amigo, con tu familia... Tenéis que perdonar, pero, ¡ojo!, no solo perdonar: perdonar y olvidar, no perdonar y machacar al otro todo el día porque, aunque la información se te quede en el disco duro, no puedes recordarle todo el día a esa persona lo mala que es, lo que no ha hecho bien o lo que ha dejado de hacer. Después de treinta y tres años, creo que esto Carlos y yo lo hemos gestionado bien y no nos guardamos rencores en el baúl de los recuerdos.

Las parejas que se casan jóvenes tienen una ventaja: maduran juntos. Nosotros descubrimos la vida de la mano: los besos, salir de copas, la primera cogorza, el primer «polvorín»... Hemos experimentado todo por primera vez de la mano y eso, no me cabe la menor duda, nos ha ayudado muchísimo a lo largo de los años.

Hay mucha gente que me dice: «Natalia, di la verdad, después de convivir tanto tiempo con tu esposo, no puedes seguir enamorada de él». Pero ¡por supuesto que lo estoy! Lo que hay que entender es que, cada momento —y tiene mucho que ver con la edad y sus etapas— se vive de forma diferente.

Como persona pasas por distintas fases. El principio de una relación no puede compararse con nada, es una droga, una adicción, algo maravilloso que te deja sin respiración pero que también te vuelve loco. Es un estrés enorme. Solo vives para verlo, escucharlo, todo es él; la pasión, los celos, se sufre muchísimo y lo pasas fatal... En conjunto, es una angustia. Maravillosa, sí, pero una angustia: «Ay, que no me ha llamado... ¿Con quién estará que no me coge el teléfono? Como no conteste me lo cargo».

Después te vas acostumbrando a estar juntos, no sufres tanto y todo es más sencillo, porque ¡qué intensidad en los comienzos! Ahora, si no contesta al móvil solo pienso: «Dios mío, que no le haya pasado nada». Y esos momentos de amor sublime de los comienzos vuelven a darse aquí y allá, no os creáis; si lucháis por la pareja, los momentazos vuelven.

Cuando te afianzas, con el paso de los años, la relación se convierte en algo más dulce, pierdes los miedos y ganas confianza, el amor se hace mucho más fácil. Cuando llevamos unos días juntos, descansando de vacaciones en la playa, todavía hay veces que me quedo mirándolo y me nace un espontáneo «¡qué guapo estás!». Se lo digo mucho más yo a él que él a mí. Vamos, que me lo dice también, pero ya sabéis cómo son los hombres: «¿Qué te parece lo que me he hecho?», y se te quedan mirando con ojos de besugo pensando: «Uf, ¿qué le digo yo ahora? ¿Qué se habrá hecho?», y arriesgan con un: «¡¿Te has hecho algo en el pelo?!», entre pregunta y exclamación, para ver en tu reacción si han acertado.

Qué verdad tan grande eso que dicen de lo importante que es reírte con tu pareja. Puedes enamorarte, puedes sentir que tu corazón palpita como una patata frita... ¿pero que además te lo pases bien y que te rías? Eso no tiene precio. Lo que yo me he reído con Carlos desde el primer minuto en que lo conocí hasta el día de hoy no tiene límites. De jovencillo, era todo ojos y boca, llevaba siempre una sonrisa dibujada en la cara. De hecho, como siempre se estaba riendo por algo, lo conocían como «el risas».

Me lo he pasado siempre genial a su lado. Tiene un lado muy serio y, a la hora de trabajar, es el más profesional del mundo. En cambio, luego, es lo más guasón y vacilón que he conocido y me hace reír sin parar. Desde luego, para mí, que una persona sea graciosa es la pera; y si encima esa persona es el amor de mi vida, ¡apaga y vámonos!

Después de muchos años casados, seguimos muriéndonos de risa juntos. Me estoy acordando de una anécdota de uno de nuestros viajes de hace pocos años. Carlos tenía que ir a Nueva York por trabajo con la multinacional de logística en la que trabajaba entonces y me invitó: «Nata, vente conmigo. Ya que cruzamos el charco, nos asomamos tres o cuatro días a San Francisco, que aún no lo conocemos, de ahí volvemos por Nueva York, yo ya me quedo ahí y tú si quieres te quedas conmigo y si no, sigues a Madrid». Lo recuerdo como si fuera ayer por cómo nos reímos. Al llegar a San Francisco, preguntamos en el hotel por un buen restaurante en el barrio chino y nos mandaron a uno que se suponía que era lo más de lo más en aquellos momentos.

En el local no se veía, era oscuro, oscuro, ¡oscurísimo! La carta estaba en chino, así que no entendíamos absolutamente nada. «Mire, pídanos usted lo que quiera...», le dijimos a la camarera. Pronto apareció con una lechuga cruda y una especie de picadillo que no sabíamos ni cómo comérnoslo. Mordimos la lechuga y saltó la china de entre lo oscuro gritando: «Noooo, not like that!». Había que enrollar el picadillo dentro de la hoja de lechuga —ahora estará de moda, pero entonces no teníamos la menor idea de que existían los lettuce wrap—. ¡Nos echó una bronca! Después de explicarnos cómo se comía aquello, desapareció de nuevo en la oscuridad para traernos otro plato. Lo probamos y ella, de nuevo, soltó a gritos: «¡No! ¡Así no! ¿Qué hacen? ¡Qué así no se come!». Cada vez que nos traía el siguiente plato, esperábamos a perderla de vista para empezar a comer. Carlos se aseguraba: «¿No se ve a la china, verdad? Corre, aprovecha, vamos a comer antes de que vuelva». Y la tía volvía a aparecer: «¡Noooo! ¡Así no!». Fue tanto lo que nos reímos del estrés aquel, que ni cuenta nos dimos de que en la mesa de al lado había otra pareja mirándonos...

Al fin terminamos y salimos para irnos al hotel. Después de mucho esperar, el taxi nunca llegó. Carlos le preguntó al de la puerta:

—Mire, que estamos con un jet lag tremendo, por Dios, y el taxi no aparece.

—Solo podemos ofrecerles una limusina —nos aseguró.

Pues terminamos regresando al hotel en limusina. Cuando nos vimos los dos sentados allí detrás, Carlos se puso picarón:

—Nata, esto es como en las películas, venga, vamos a hacer alguna guarrería.

Cómo serían los lametazos que nos dimos, que el conductor nos miró de reojo por el espejo y, de pronto, ¡piii! ¡Empezó a cerrar la ventana entre él y nosotros! Vamos, aquello fue de película total. Así que nos reímos de lo lindo y, al día siguiente, cuando llegamos a Nueva York, mientras estábamos esperando en el aeropuerto a que salieran nuestras maletas, se nos acercó una parejita y nos dijo:

—¡Anda, si sois los de la cena del chino de ayer en San Francisco! Estábamos en la mesa de al lado. Jolines, la tía esa, ¡la noche que os dio!

Pues ya os imagináis cómo me he reído con Carlos de esto toda la santa vida. ¿Lo mejor? Que, a día de hoy, nos seguimos riendo.

Si me paro a pensarlo, mi Charles para mí lo es todo, y no solo porque haya estado siempre en mi vida. Como pareja, como amigo, como marido, como padre, como compañero de aventuras, como socio en el negocio... Tenemos un engranaje maravilloso. Y, ¡ojo!, mirad que es difícil la convivencia. Vamos, que si yo no estuviera con Carlos por algún motivo, no volvería a vivir con otra persona ¡ni harta de vino! Solo de pensar en comenzar con alguien nuevo, solo por eso, ya estoy segura de que no lo haría. Qué suerte hemos tenido de haber empezado tan jóvenes. Nos hemos modelado el uno al otro.

Algunas amigas me dicen: «¡Qué rollo! ¿Cómo puedes llevar viviendo tantos años con el mismo hombre?». Sinceramente, a mí lo que me parecería horrible sería estar todos los días de uno en otro. ¡Qué pereza! ¿Empezar de cero? ¿Todo el día queriendo ser perfecta y viéndome perfecta, perfectamente maquillada y depilada a cualquier hora el día? Ni de coña, vamos. Para mí eso sería la pesadilla de las pesadillas.

No hay nada fácil, desde luego. Tengo que dejar bien claro que Carlos y yo somos muy diferentes. Él es muy perfeccionista. Si entra en un proyecto, quiere que todo salga perfectamente y no se consiente ni el más mínimo fallo. Es durísimo con él mismo y yo siempre le digo que tiene que relajarse con eso. Es muy metódico, un poco más cuadriculado de pensamiento; yo, en cambio, soy todo lo contrario. Dice que tengo alma latina y que él es germánico. Si tengo problemas, yo me río de mí misma y me voy de fiesta. Si Charles tiene un problema «no sale de la cueva», como él mismo dice, hasta que no lo soluciona.

Él vive más en el futuro y yo mucho más en el presente, otra gran diferencia entre los dos. No soy de anclarme en el pasado. Con respecto al pasado, por cierto —y mira que me han ocurrido cosas—, suelo acordarme solo de lo bueno, porque creo que pensar en lo que ha quedado atrás te paraliza. Obviamente, he ido entendiendo progresivamente el carácter de Carlos con el paso de los años y he comprendido, por ejemplo, que mientras que yo intento poner el foco de atención en todo a la vez, él lo pone exclusivamente en lo que cree que es primordial en ese momento. ¿Lo demás? Sí, ahí está, existe, pero él no lo ve y allá películas.

A las cosas cotidianas no les da importancia, no las registra; es increíble. En este sentido, voy a contaros casos prácticos para que quede claro cuán diferentes somos mi marido y yo.

Carlos es genial, un maravilloso empresario en su consultoría de negocios. Ha viajado tantas veces alrededor del mundo por trabajo que ya no hay forma de llevar la cuenta de los lugares que ha visitado. A la hora de hacerse la maleta, jamás olvidará llevarse un papel o un cable que pudiera necesitar en una reunión o presentación, o un USB de cuatro puntas. Pero al resto de las cosas no pone la menor atención; es como si no existieran, lo olvida todo. Así que yo soy quien le hago la maleta. ¿Por qué? Porque si la hace él se le olvidan la mitad de las cosas del día a día.

Habrá alguna persona que diga: «¡Qué horror!, ¡qué retraso hacerle la maleta a su marido!». Pues sí, pero como sé que no es su fuerte y puedo hacerlo, ¿por qué no? Si tú quieres a una persona, solo le deseas lo mejor del mundo y tratas de ayudarla. Y yo lo hago con sus maletas, y me encanta.

Sinceramente, lo prefiero ante la opción de que me llame en mitad de un viaje y me diga compungido:

—Nata, me he olvidado de traerme los zapatos.

—Pues, hijo, vete a una zapatería y cómpratelos.

O que, otro día, me suelte algo del tipo:

—Nata, no te lo vas a creer. ¡Me he olvidado los calzoncillos!

Y yo:

—¡Pues dales la vuelta!

¿Lo veis? Acabo antes si se las hago yo.

Mi marido es despistado por naturaleza. Si conduce él, voy con cuatro ojos:

—¡Carlooos, que nos estampamos!

—Ay, qué exagerada. Tranquila, tranquila...

—Sí, tranquila, tranquila, pero casi nos comemos el semáforo.

Para mi querido consorte, el concepto del tiempo es otro misterio sin resolver. Se concentra en algo y adiós muy buenas. A mí, que siempre soy todo lo puntual que puedo, me trae por la calle de la amargura hasta para cenar con los amigos:

—Carlos, hemos quedado a las nueve, son las nueve menos cuarto, no hemos salido de casa y ni te has duchado todavía.

—Nata, por favor, pero qué manera de estresarme —contesta invariablemente.

Pues siempre llegamos tarde. Cuando él no está y he quedado para cenar y llego a tiempo, el comentario generalizado de los amigos es: «Jo, cómo se nota que no está Carlos».

Si tengo un vuelo soy de las que llega dos horas antes y ya voy agobiada. Carlos, que ha dado vueltas como una canica por todas partes del mundo, ha perdido tantos aviones que no me extrañaría que ocupara el primer lugar del libro Guinness de los récords. Además, es gracioso cómo lo maneja, porque está siempre convencido, de corazón, de que va a llegar a tiempo. I love him.

—Carlos, ¿no salía tu avión a las cinco?

—Sí, claro.

—Pues son las cinco menos cuarto...

—Bueno, tranquila, tranquila... ¡No me metas prisa!

—Pero ¿cómo que no te meta prisa, Carlos? ¡Por Dios bendito! ¡Si ya no llegas!

—Sí, mujer, sí, verás como llego —y el tío lo dice tan seguro que casi te convence. Se va y a las dos horas me llama.

—¿Pero tú no estabas volando?

—Es que, no te lo vas a creer... ¡He perdido el avión!

—Niños —exclamo yo, regocijándome a pleno pulmón—. Es papá, ¡que ha perdido el avión! —y explotamos en carcajadas, todos a coro: «¿¡Otra vez!?».

En una época en la que estaba desbordado de trabajo —más que yo ahora, que ya es decir— me pidió un favor:

—Nata, organiza tú las vacaciones, que yo no tengo tiempo ni de respirar.

La verdad es que Carlos y yo hemos trabajado —y trabajamos— como energúmenos. Nuestro desquite son los viajes, y ahí es donde tiramos, sin pudor, la casa por la ventana. Si se puede gastar, nos vamos de viaje. Así que yo tan contenta, pim-pam-pum, vacaciones a todo tren organizadas. Ya en el avión, con los niños, me miró y me preguntó:

—Nata, ¿adónde vamos por fin?

—A Maldivas, Carlos, que te lo he dicho veinte veces. ¿De verdad no te acuerdas?

—Ah, qué bien. Dicen que es un archipiélago precioso. ¿Dónde nos vamos a quedar?

—En una isla de quinientos metros de ancho por ciento cincuenta de largo, o al revés, como quieras verlo, qué pasada.

—¿Cómo? —me preguntó mirándome con horror—. ¿Es una broma, no? ¿Me estás diciendo que vamos a estar ahí catorce días con un niño de seis años y una niña de tres, en una isla de menos de medio kilómetro cuadrado? Nata, por favor, no me digas eso que me muero ya mismo... ¡Que son mis vacaciones!

Después de entrarle el pánico escénico, resultó ser uno de los mejores veranos de nuestras vidas. Nos enamoramos de Maldivas para siempre, pegados a los niños dos semanas, descubriendo aquel mar transparente haciendo submarinismo, los cuatro siempre juntos. Fue maravilloso. Yo siempre pensé que cuando tuviera hijos nunca íbamos a separarnos de ellos durante los veraneos. «Viviremos lo que haya que vivir, pero con ellos». Ojo, que yo, con lo aventurera que soy, la he liado parda más de una vez, en plan: «Ahora nos subimos en esto y ahora nos tiramos por aquí». Y Carlos me sigue y me ha tenido que perdonar alguna muy pero que muy gorda... Por ejemplo, me estoy acordando de otras vacaciones —y tengo que admitir que mi marido es un santo. Ahora entenderéis por qué.

Nos fuimos a Zimbabue y, una vez allí, subimos la familia entera en un helicóptero para ver las cataratas Victoria desde el aire. Cuando nos bajamos le dije a Carlos:

—¡Ahora nos vamos a hacer rafting en el Zambeze!

Me miró así como concentrado, repitiéndose a sí mismo en voz alta:

—Y ahora vamos a hacer rafting en el Zambeze... —y con sus ojitos lejanos de «mi mujer está zumbada» titubeó un poco y asintió—: vale, vale.

Aquella misma noche, al llegar al hotel, me sorprendí porque nos tropezamos con algún que otro herido, incluso vimos pasar una silla de ruedas con alguien que traía la pierna escayolada, pero está claro que no hay peor ciego que el que no quiere ver.

A la mañana siguiente ya estábamos todos listos en la orilla del río para subirnos a la balsa: Carlos, mis dos hijos, Robertito —el hijo de Roberto y Sole, que se había venido con nosotros— y Ana, una amiga nuestra cuyo marido acababa de morir hacía ocho meses en un trágico accidente. Así pues, ahí estábamos los seis ignorantes, sin tener ni la menor idea de en la que nos íbamos a meter por mi culpa. Claro, que todo hay que decirlo: aparecieron cuatro negrazos con unos brazos que ya los quisiera Hércules para sí y nos miraron con los tres niños y nos dijeron con cierta inquietud:

—¿Ustedes han hecho rafting alguna vez?

Y nos miramos todos y dijimos:

—Pues no.

—Venga, ¡no pasa nada! ¡Muy bien! ¡Todos a la balsa! —nos animaron.

Y ahí íbamos, caminando rumbo al Zambeze, cuando noté que a Carlos empezaban a asaltarle las dudas:

—¿Pero seguro que esto es para niños? —preguntó varias veces a los monitores.

—Yes! Yes! No problem! Come! Come! —decían ellos.

Después de plantificarnos a cada uno un casco al más puro estilo Calimero, nos subimos a la balsa y los monitores empezaron con las explicaciones:

—Bueno, si se vuelca la balsa, no luchen contra corriente, ¡déjense llevar! ¿eh?

¿Había escuchado bien? ¿Cómo que si se vuelca? Puff, qué cosa más rara, pensaba yo... Pero empezamos y, conforme comenzábamos a agarrar velocidad río abajo, aquello pasó a ser horroroso. Por supuesto, después de algunos rápidos, se nos volcó la balsa. Creí que me ahogaba, debajo del agua, debajo de la barca, sin saber si tenía los pies arriba o abajo, sin poder respirar, tragando agua como un agujero sin tapón. Cada vez que lograba sacar un poco la cabeza, miraba alrededor pensando: «¡Mis hijos! ¿Dónde están mis hijos?» y para abajo otra vez.

Fue espantoso. Cuando salimos del rápido empecé a contar cabezas... Gracias a Dios, estábamos todos. De pronto, alcancé a oír un hilo de voz que salía del agua con acento italiano:

—¡Ayuda! Aiuto, per favore...!

Era una mujer con el codo fuera. Ahí empecé a entenderlo: el cojo del hotel, el escayolado... Me estremecí: «¡Ay, Dios mío, que esto acaba de empezar!».

Y súbete a la balsa otra vez, con la italiana adoptada, que la pobre mujer era de otro grupo y se había quedado ahí aferrada a una roca, y su barca... ¡a saber! Me tranquilizó un poco escuchar a nuestro monitor con su acento africano: «Don’t worry! Don’t worry!» y algo así como: «¡Aquí traigo yo el botiquín!». Entonces, cuando me fijé, se me cayó el alma al suelo. ¡Qué podía llevar en esa mierda de botiquín aquel buen hombre, si tenía el tamaño de un costurero de bolsillo!

Yo, que soy de credo dudoso, gritaba desgañitándome: «¡Ay, Dios mío, sálvanos!». Al siguiente rápido, volvimos a volcar. Carlos me miraba atónito sin dar crédito a lo que estábamos viviendo y, mientras tanto, los niños gritaban de felicidad: «¡Otro! ¡Otro! Bieeeeen...». Bendita ignorancia, como si aquello fuera una atracción de un parque acuático. Carlos y yo nos mirábamos con cara de «nos ahogaremos todos». Así que me subí a la balsa y le dije al cabecilla del grupo:

—¡Esto no tiene ninguna gracia! Nos van a matar a todos, ¡me quiero ir al hotel ya! ¡Se acabó! Paren esto, que nos bajamos.

—Miss! —me gritaba en inglés para que pudiera escucharle entre aquel estruendo mientras señalaba con los brazos para todos lados, haciéndome entender que no había forma de salir de allí—. ¡Confíe! ¡Confíe! ¡Confíe en mi Dios!

Y yo le miraba gritando más fuerte:

—Pero si no confío en mi Dios, ¿cómo voy a confiar en el suyo? ¡Déjese de tonterías, hombre! ¡Que nos manden un helicóptero de los de las cataratas ya mismo!, ¡ya!

—Señora, ¿cómo quiere que baje aquí un helicóptero?

Yo lloraba:

—¡Por favor! ¿Qué es esto?

El caso es que no había otra que seguir río abajo. Encima, los nombres de los rápidos eran de traca: el nombre de cada tramo era peor que el anterior. Si sobrevivíamos a «Escalera al cielo», el siguiente se llamaba «El váter del demonio» y de ahí al «Suicidio comercial», al que le seguía «Las apretadas fauces de la muerte». Cuando veía que se aproximaba uno, empezaba a temblar y le clavaba los ojos amenazantes al africano, como diciéndole: «¡Como vuelque te las vas a ver conmigo!». Tenía acojonado al pobre hombre, pero aquello iba de mal en peor, ya que, a cada nuevo maremoto interruptus, nos íbamos encontrando con más y más heridos y él los iba subiendo a nuestra balsa. Yo, a esas alturas, ya le odiaba con toda mi alma:

—¡Aquí no sube ni Dios! ¡No meta a nadie más, que no cabe un alfiler y nos vamos a matar! —le decía por boca de la desesperación.

En el primer remanso en el que pudimos bajarnos —que, por cierto, solo hay uno y está más allá de la mitad del trayecto—, saltamos como locos a pisar tierra firme. Nada más desembarcar en la orilla nos dijeron:

—¿Quién quiere agua?

Mi pobre amiga Ana, después de estar semanas sumida en la tristeza a causa de su reciente viudedad, digo yo que volvió a sentir que le nacía un súbito aprecio por la vida, porque preguntó temblorosa con un susurro:

—¿No podrían darme, mejor, una cervecita?

El monitor la miró pasmado:

—¿Alcohol? ¡Cómo le voy a dar alcohol! ¿Han visto por dónde tienen que subir para salir de aquí?

Nos dimos la vuelta y vimos una pared vertical de roca y tierra. Pues sí, para salir tuvimos que trepar por allí como los monos. Una con el codo a la virulé, el otro con la pierna rota escalaron aquel muro sin apenas poder mirar hacia abajo porque daba vértigo. Mientras tanto, los monitores, tan panchos, subían descalzos, sin agarrarse a nada y cargando con las camillas, como si aquello fuera cuesta abajo.

Finalmente llegamos arriba. Carlos me miraba... Y me miraba... Y me miraba... Hasta que al final soltó:

—¡Qué huevos los tuyos por habernos metido aquí! —y yo, entre los nervios que tenía y la felicidad de que estábamos vivos, me empecé a reír y a reír—. ¡Para habernos «matao»! ¡Y todavía te ríes! Qué huevos tienes, Natalia.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué otra me quedaba? Solo acerté a decirle:

—Carlos, por poco no lo contamos, ¡pero no me digas que no ha sido divertido!

Cuando llegamos al hotel, agotados, traíamos la adrenalina por las nubes y no podíamos parar de reírnos. Había sido tremendo. Veíamos pasar a uno herido y venga carcajadas.

—¡Mira! ¡Otro tonto del bote que viene del Zambeze!

Al día siguiente regresamos a Johannesburgo. El guía que vino a buscarnos al aeropuerto nos preguntó, ya en el coche:

—¿Qué tal, señores? ¿Cómo lo han pasado?

—Muy bien, hemos hecho rafting en el Zambeze —le contesté.

El hombre, que iba conduciendo, dio la vuelta al cuello como la niña del exorcista para mirarme con los ojos fuera de sus órbitas:

—¿Qué? ¿Cómo?

—Como lo oye —le aseguré orgullosa.

—¿Y no les dieron miedo los cocodrilos? ¡Si es el río más peligroso del mundo para hacer rafting! ¡Un tipo murió ahogado la semana pasada!

Y yo, morada:

—¿En serio? ¡Calle, calle, por el amor de Dios, que no le oiga mi marido! —exclamé mientras él, por cierto, echaba una cabezadita plácidamente sobre mi hombro.

Así que, como os contaba, mi Minchi, efectivamente, me ha perdonado algunas muy, muy gordas. Soy demasiado lanzada y, algunas veces —las que menos—, logra frenarme y tengo que darle las gracias porque me ha librado de muchos problemas; aunque él también me da las gracias a mí por tantas aventuras: «Nata, ¡qué pasada! De no ser por ti, mi vida habría sido un rollazo. ¡La de cosas que me habría perdido!». A mí me encantan las aventuras, pero debo reconocer que lo del Zambeze fue de una inconsciencia total y no lo repetiría jamás de los jamases. Soy muy impulsiva. Si le digo a Carlos que me voy a tirar por ese puente, me mira como si estuviera loca, pero no intenta detenerme porque sabe que igualmente me tiro. Si tengo un repente de que quiero o me niego a hacer algo y estoy plenamente convencida, da igual lo que me diga —y él lo sabe—, así que me deja hacer. Son muchas las veces que me he equivocado y he llegado llorando para reclamarle: «¿Cómo no me paraste?». Y me mira perplejo, como pensando: «¿Cómo?».

Los hijos pueden ser también un foco de problemas en la pareja. Nosotros no hemos discutido casi nunca por los niños. La realidad es que, en general, discutimos más bien poco, las peleas graves no han sido gordísimas, han tenido lugar por cosas muy cotidianas, nada que no tuviera vuelta atrás.

¿Separarme de Carlos? Nunca se nos ha planteado esa posibilidad, siempre hemos tratado de jugar en equipo. Cuando los niños eran pequeños, él estaba inmerso en una empresa en plena expansión, donde tenía un puesto importante y a veces debía viajar y estar ausente hasta dos y tres semanas. Así que, como en aquel momento el sueldo bueno era el suyo, yo me quedaba en casa cuidando de los niños. ¡Pero que ninguna feminista se rasgue las vestiduras! Si entonces él tenía más trabajo, para mí estaba claro que era yo la que tenía que pasar más tiempo con los hijos, eso es justamente a lo que me refiero cuando digo «ser un equipo». Y lo hemos vivido con toda naturalidad. Después, cuando yo tuve más trabajo y viajes, él se quedaba al pendiente de los niños. Eso es ser una pareja, ser una familia: a veces ceden unos y a veces ceden otros.

Por cierto, cabe decir que Carlos no había frito un huevo en su vida. Vamos, que será el mejor en su trabajo, pero en la cocina, es un cero a la izquierda. De repente, cuando tenía que encargarse él de la cena en casa, me llamaba:

—Oye, Nata, he tratado de hacerles a los niños una tortilla francesa y me han salido como una especie de huevos revueltos quemados y «tus hijos» dicen que no se los comen.

Como la cocina no era su fuerte, yo le tranquilizaba:

—No pasa nada, hazles unos espaguetis.

Así que acababa llamándome desde el italiano de la esquina:

—Nata, cariño, «tus hijos» han dicho que mis espaguetis no eran comestibles y me los traje a cenar al restaurante porque no acabábamos nunca.

Entonces se ponían mis hijos y me decían bajito:

—Mamá, ¿cuándo vuelves? ¿No podrías dejarnos la cena hecha?

Charles es muy estricto en ciertas cosas, como el orden. Yo, por mi parte, tengo ordenadísimo mi desorden. Si me mueves algo, ya no encuentro nada. En cambio, él para eso es muy pulcro. Sus cosas son sus cosas y están todas perfectamente ordenadas y clasificadas, aunque en el orden de casa... ahí no mueve un dedo. Su despacho, eso sí, siempre está perfecto. Pero ¿y el resto? Lo demás, ni lo toca. Encima, al pasar de pronto por el salón puede decir:

—¡Hay que ver cómo tienes esto! —Y yo lo miro como si tuviera láser en los ojos y lo fulmino.

Remarco que no es crítica, sino una descripción analítica de hechos concretos. A ver, no se puede ser bueno en todo. Y ya sabemos que el hombre es «monofacético», mientras que nosotras podemos con un carro y siete más. Eso es así, y está científicamente demostrado.

De verdad que no puedo decir absolutamente nada malo de Carlos. Como pareja, se lleva matrícula de honor. ¿Por qué? Porque ha hecho un esfuerzo, año tras año, por ser mejor: mejor persona, mejor pareja y mejor padre. Siempre estudia, lee, busca cómo mejorar y tiene inquietud por seguir creciendo como ser humano —soy consciente de que me ha tocado la lotería—. Es más, con su ejemplo, me hace ser mejor persona a mí. Al principio, nunca me regalaba nada ni se acordaba de una fecha señalada. Ahora es muy detallista, no se le pasa un cumpleaños o un aniversario. Se desvive en mandarme flores y hacerme regalos. Eso lo ha logrado la madurez. Yo, en cambio, he ido a menos en ese sentido, pero lo bueno de estar juntos es que, según vas cambiando, te vas adaptando. Son las imperfecciones normales que se dan dentro de una relación perfecta. Lo único que necesitas saber, al final del día, es que quieres estar con esa persona. Todo lo demás tiene solución.

Carlos es de polos opuestos: puede ser tanto el más divertido como el más serio; si puede ayudar a alguien, lo lleva hasta el extremo, y si se enfada, agarraos, que vienen curvas. Le entra un pronto que a veces me saca de quicio, pero después tiene un corazón de oro. Te suelta todo lo que te tiene que soltar y luego se le pasa. Para enfadarme a mí, en cambio, hay que buscar las vueltas y revueltas. Sin embargo, yo tengo otras cosas que pueden resultar insoportables, está claro, y él lo sabe mejor que nadie.

Mis hijos detectan rápidamente cuando se avecina una discusión, por ejemplo: cuando nos llamamos por nuestros nombres completos. Para mí, Carlos es siempre Charles o Minchi (no sé por qué lo bauticé así, pero así se quedó). Cuando lo llamo «Minchiii», mis hijos se parten de risa y me hacen burlas. Pero, ojo, como me oigan decir Carlos es porque estoy enfadada. Él siempre me llama Nata, pero si dice Natalia, ya sé que viene en son de guerra, de modo que la mañana que amanecemos con un Natalia o un Carlos en el desayuno, mis hijos se miran pensando: «¡Uf, la que se va a liar!».

Ya sea el fútbol, ya sea el golf, ya sean los amigos del bar de la esquina... en cada relación siempre hay un tercero recurrente que te pone las banderillas una y otra vez, aunque no quieras y trates de hacer la vista gorda. En mi caso, mi china en el zapato tiene nombre propio y se llama Tonny Robbins —no deja de ser curioso que mi pesadilla sea un autor de autoayuda que es una tabla de salvación para mucha gente alrededor del mundo—. Mi marido, Carlos —nótese que digo Carlos, con todas las letras—, es muy fan del mencionado gurú mundial. Cada vez que oigo en casa «como dice Tonny Robbins», se me ponen los pelos como escarpias.

No puedo con él, pero como la vida en pareja es como es, finalmente accedí a acompañar a mi maridito a un seminario de aquel lumbreras, tres días en Londres.

¡Tres días ahí encerrada, oyendo a ese energúmeno dando gritos! A mí me quería dar un telele... Demasiado intenso, muy americano quizá, en el sentido de su forma de celebrar cada frase o intervención, al menos para mí, que ya se sabe que para gustos se han hecho colores. Así que me pasé los tres días mordiéndome los labios, mientras repetía para mis adentros tratando de contenerme: «Dios del alma, Dios del alma...». ¡Ese señor me motiva cero! ¿Qué le voy a hacer? Cuando, al final del curso, el menda dijo que teníamos que pasar sobre las brasas andando descalzos, yo le dije a Carlos: «¡Pues nada, pasamos»! Y él siempre me dice cuando reacciono así:

—¡Pero mira qué eres chula, Nata!

—Carlos, que si hay que pasar, paso. ¿Qué es lo peor que me puede suceder? ¿Que me queme un dedo y me acuerde de su padre?

—¡No lo entiendes! ¡Si es que él te da los métodos para que pases!

—¿Pero qué métodos? Lo único que hace este hombre es darme la brasa, que es diferente. Yo para hacer tonterías no necesito un método, tú me pones las brasas y yo paso por encima y punto.

Desde entonces, Carlos ha ido a infinidad de cursos mientras yo paso por completo del tema... Aunque, muchos años después, volví a picar por incauta, y porque Carlos me lo vendió de maravilla, claro. Si me dice: «Vamos a ir a un curso de parejas con Tonny Robbins», mis risotadas se habrían escuchado más allá de Andorra, pues ya sabía a dónde lo iba a mandar. Pero, listo como es mi maridito, me hizo tragar la píldora envuelta en azúcar:

—Nata, ¿qué vamos a hacer por tu cumpleaños? Estoy pensando que podíamos pasarlo en Los Cabos, en Baja California, con el maravilloso mar de Cortés a un lado; al otro, el Pacífico, con unas puestas de sol increíbles. Tú y yo, solos, porque, verás, tengo un pequeño curso de tres días con... Tonny Robbins, incluido en un pack que ya he pagado. Tú y yo nos vamos diez días y, entre medias, ¿qué son solo tres días en aquella maravilla, si además estamos juntos todo el tiempo? ¡Menudas vacaciones! ¿eh?

Noté que a él le hacía una ilusión tremenda. Para mí, aceptar el seminario me suponía un esfuerzo infinito, pero, claro, eso es lo que tiene ser pareja —unas veces cede él y otras cedes tú—. Esta vez, efectivamente, me tocó ceder a mí, pero confieso que acepté porque, cuando mi mente piensa en un viaje y mi Minchi, ve la combinación perfecta. Por lo tanto, para allá nos fuimos.

Nuestros dos primeros días fueron idílicos: paseando por la playa, cenando, hablando de nuestras cosas, descansando tan contentos... hasta que empezó el cursito. Primero, nos hicieron rellenar un papel a cada uno por separado: qué pensabas de tu pareja, cómo os conocisteis, etcétera. Eso no estuvo tan mal. Pero cuando oí: «Separados, ¡hombres por un lado y mujeres por otro!», ahí ya empecé a arrepentirme: «¡Pues sí que empezamos bien! ¡Cursos de pareja y lo primero que hacen es separarnos!».

¿Adónde creéis que nos llevaron a las mujeres? A dar una clase de baile en la barra, ¡como las strippers! ¿Y a ellos? A una clase de artes marciales —vamos, que nosotras tenemos que ser ligeras por narices, y ellos, unos machotes—. Yo, con perdón, estaba cabreada de narices. Me veía ahí y no daba crédito. Me gritaba la profesora: «¡Venga, venga! ¡Más sensual! ¡Mueve ese culito!», y al verme allí, en medio de todas aquellas estadounidenses inocentonas, de toda edad y volumen, agarradas a un tubo, intentado bailar de forma sexis, yo comencé a pensar si mataba a Carlos antes o después de la cena... Pero, de pronto, empecé a contener la risa. Las carcajadas que nos echamos Carlos y yo después, por la noche, contándonos las anécdotas del día, fueron épicas. ¡Creo que nunca nos hemos reído tanto! ¡Nos ahogábamos los dos rememorando nuestras clases!

Lo que peor llevaba eran las intervenciones, las preguntas y respuestas de Tony Robbins después de sus discursos. A ver, dice cosas interesantes —que conste que es un superventas mundial y la gente da la vida por ir a escucharle, así que algo tendrá el hombre—. Sin embargo, cuando yo preguntaba a la gente, rezaba para mis adentros: «¡Que me saque a mí! ¡Pregúntame si te atreves, Tonny! ¡Cógeme a mí que verás lo que te voy a contestar yo!».

Tengo la sensación de que el tío sabe bien a quién pregunta, porque para suerte de Carlos y la de todos los presentes nunca fui yo.

Al día siguiente, ¡arriba a las siete de la mañana! «¡Carlos! ¿Por qué a las siete si nos hemos acostado a las cuatro? ¿No voy a dormir? ¡Vaya viajecito de vacaciones!». Y otra vez los hombres por aquí, las mujeres por allá. Pero ¿no era de parejas? Sin estar juntos, sin dormir casi... ¡Y apenas nos daban de comer! Yo me consolaba pensando: «Algo adelgazarás, Natalia, tómatelo como una dieta depurativa».

Hasta que por fin llegó el último día. «¡Hoy hablaremos de sexo! Los hombres por aquí, las mujeres por allá». ¡El colmo! «Pero si lo hacemos juntos, ¿por qué hasta para esto tienen que separarnos?», le recriminaba a Carlos. Lo acepté a regañadientes porque aquello estaba a punto de terminar. Me metieron en una clase y, como lo leéis: me pusieron delante un enorme pene de plástico y la maestra explicó, gráficamente, cómo comerse un hot-dog... Yo me quedé helada pensando: «¿A mi edad tengo que pasar por esto?». Tenía el teléfono a mano y le mandé un mensaje a Carlos: «No sé tú en qué andarás, pero nosotras estamos aquí, en una clase de chuparla».

Me contestó inmediatamente: «Pues yo estoy aquí viendo un «videíto» que tela marinera. ¡Si lo ves tú, me matas!».

Aquello era un sinsentido. Comencé a llorar de la risa justo cuando oí a mi maestra gritar: «¡A ver, una voluntaria!».

Al salir de nuestras respectivas clases, los dos traíamos los ojos como platos. Fue cruzarnos las miradas y ahogarnos de risa. Yo solo le decía: «¿Pero dónde me has traído? ¿Esto qué es?». En el fondo de mi alma, estaba de uñas con Tony Robbins, pero con Charles me lo estaba pasando de miedo por las noches. Así que nos hicimos un Tony Robbins —bueno, varios—, y después de mis párrafos anteriores que cada cual lo interprete como quiera.

Para terminar el curso, frente al mar, en una capillita al aire libre, rodeados de velas, teníamos que renovar nuestros votos sin nadie delante, los dos solos, para nosotros mismos. Eso sí fue muy bonito. De hecho, fue precioso. Es verdad que después de tantos años juntos, aunque son cosas que sabes y nunca te dices, fue el momento de abrir nuestro corazón, recordándonos por qué seguíamos juntos, por qué nos queríamos tanto. Nos dijimos cosas muy parecidas y acabamos los dos llorando. Yo no concibo la vida sin él ni él la concibe sin mí. Es obvio que, el día que pase algo y uno de los falte, el otro tendrá que enfrentarlo, pero somos el uno del otro y no concebimos la vida de otra forma.

Tony Robbins nos funcionó, pero creo que no precisamente por lo que el buen señor tenía en mente. Funcionó por lo que nos reíamos de todo aquello cada noche, que llegábamos al cuarto y empezábamos a contarnos nuestro día, y digo yo que nuestras carcajadas se oirían hasta los confines del hotel.

Volvimos de Cabo San Lucas como adolescentes enamorados por primera vez. Nos llamábamos todavía meses después, cada uno desde el trabajo, porque nos habíamos acordado de algo de aquello y nos tronchábamos sin remedio. Sinceramente, no creo que el secreto naciera de ningún gurú, nació de las risas incontenibles de aquellas noches y de la renovación de nuestros votos frente al mar.

Que conste que mi marido sigue siendo fan, y que a mí todavía me causa un rechazo superlativo Tony Robbins, pero siempre le estaré agradecida por aquellos días en Los Cabos.

En el momento de escribir estas líneas, Carlos y yo llevamos más de treinta años casados. Sigue sin envolvernos la rutina, aunque en el día a día nos absorban nuestros respectivos trabajos y, a veces, cuando llegamos casa, apenas nos veamos para cenar juntos y pillar la horizontal para dormir, absolutamente agotados. Eso sí, por ley, siempre nos damos un beso y nos decimos «te quiero». Es un compromiso que nos hicimos y siempre cumplimos. Cuando la sombra de la rutina se cierne sobre nosotros, corremos rápido a superarla antes de que nos haga mella. Siempre que podemos, nos escapamos de fin de semana y siempre volvemos cargados de propósitos, aunque no cumplamos muchos de ellos. Sin embargo, hay cosas que hemos apuntado en otros viajes y que sí hemos cumplido, como, por ejemplo, entrenar y hacer yoga juntos —ojo, que para distraerse, hablar y hacer nuevos planes con tu pareja no tienes que irte a las Seychelles, lo puedes hacer en Alcolea del Pinar—. Es muy importante comunicarse, tener metas; no solo en pareja, sino también como persona, porque, como ya he dicho, no se puede vivir en el pasado. En el pasado no hay nada, no se puede vivir sumergido en recuerdos, hay que vivir el presente y tener planes de futuro. Creo, sinceramente, que eso es algo que nosotros hacemos muy bien.

Somos muy diferentes, pero juntos somos mejores. Yo siempre se lo digo: «somos imparables, somos un equipo». Mi Minchi y yo somos el Equipo A.

¿Un amor para toda la vida? La gente lo ve como algo lejano e imposible. Yo creo que no es fácil, pero tampoco es tan difícil de conseguir. Sentir admiración el uno por el otro es fundamental. Yo admiro a Carlos por muchos motivos. En cuanto al resto de las cosas, es cuestión de tomar tres de las que todos tenemos a mano: mucha paciencia, mucho amor y mucho perdón. Todos somos humanos y cometemos errores constantemente. Después de tantos años, creo que no hay nada que no le perdonaría a Carlos. Confío en él al cien por cien, así como él en mí. Saber que existe me da mucha paz, en el alma y en el corazón, y tengo siempre la intuición de que me va a proteger pase lo que pase —así como él sabe que yo también lo protegeré, por supuesto—. Saber que tienes a esa persona que siempre va a velar por ti sin condiciones, y que, pase lo que pase, estará siempre a tu lado, me produce una sensación de tranquilidad inconmensurable. Si me encuentro en un mal momento, todo lo que tengo que hacer para empezar a sentirme mejor es cogerle la mano. Me encanta darle la mano.

Si buscara en una enciclopedia el nombre de Carlos Escario, la definición de mi marido diría algo así:

Un hombre con un corazón más grande que una catedral. La mejor persona que Natalia de la Vega ha encontrado, o encontrará, en su vida. El imperfecto amor, perfecto para ella. Un ser humano que trata de hacer la vida más fácil a todo el que quiere y a todo el que tiene cerca. Un amor legendario. Un hombre que, como el buen vino, mejora con la edad.

Minchi, eres el amor de mi vida y lo sabes. Te quiero.

Nota de Nata

Querer a tu pareja requiere de un esfuerzo diario. Todos evolucionamos. Al igual que cambias tú, tu pareja va a cambiar y te tiene que seguir gustando para alimentar el amor. No se trata solo de quererle, sino que te tiene que gustar. Lo mismo sucede en el caso de los hijos —aunque eso quizá sea un poco más fácil, porque a los hijos se les quiere incondicionalmente—. Tus hijos, llegado el momento, van a decidir ir en una dirección distinta a la tuya, una que no entiendes o que no quisieras para ellos... Pero no te queda otra opción que hacer el esfuerzo por comprenderlos y simpatizar con sus decisiones. En este sentido, tienes que hacer un esfuerzo para que tu marido y tus hijos te gusten a través del tiempo. Yo adoro a mi tribu y no escatimo esfuerzos para conseguirlo.

Obviamente, es difícil que te guste alguien si no te gustas a ti mismo primero. Querernos a nosotros mismos consiste en cuidarnos, ya que vernos bien nos ayuda a sentirnos bien. ¿Qué mejor motivación que hacerlo no solo por nosotros, sino también pensando en aquellos que más amamos?

Belleza Invisible

Подняться наверх