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Carlos, mi one and only

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Desde los quince años, Carlos, mi marido, forma parte de todos mis recuerdos. Es más, creo que no recuerdo mi vida antes de él.

Éramos casi dos niños cuando nos conocimos, nunca olvidaré el día que el chico más encantador del mundo puso sus preciosos ojos en los míos. Se bajó de una moto frente a mí y un amigo nos presentó. Fue un flechazo al primer «hola, ¿qué tal?» y al despedirnos, mi mirada se fue tras él para siempre. Era mi hombre, lo sabía.

La segunda vez que lo vi estaba entrenando para una carrera de motos en Madrid. Cuando me lo volvieron a presentar, se dirigió a mí con mucha simpatía:

—Pero tía, si ya nos conocemos, ¿o es que no te acuerdas?

¡Claro que me acordaba! ¿Cómo podía olvidar esa sonrisa, esa mirada y esos ojazos verdes? Aquel día, Cupido nos bombardeó vivos. Estuvimos horas tonteando sin tregua, en un jiji-jaja, muertos de la risa, y por la noche llegué a casa traspasada de felicidad, tocando el cielo con los dedos, completamente loca por él.

Parece que el sentimiento era recíproco y lo siguiente fue manipular las situaciones para quedar con los amigos en común y vernos como quien no quiere la cosa. Despues de coincidir unas pocas veces ya estábamos los dos manifiestamente tontitos perdidos.

En abril del año siguiente empezamos formalmente a salir. Íbamos sentados en el asiento trasero del coche de unos amigos y aprovechamos una curva muy pronunciada para, ¡zas!, tomarnos de la mano. Ahí estábamos los dos, con las manitas pegadas y una enorme sonrisa de oreja a oreja, como dos siameses, sin poder soltarnos en todo el trayecto. Me dejaron en la puerta de casa, pero no había quien nos separara. «¡Que me tengo que ir!», le dije. Y me plantó un beso. Vamos, un piquito de esos que no es nada, ni medio beso ni beso entero... pero para mí fue un mundo.

Cuando entré en mi casa, me habían crecido alas, no me cabía el corazón en el pecho, fue un momento de esos de éxtasis que jamás olvidas... ¡Ay, el primer amor! ¡Qué bonito es y qué bien sienta!

Entonces, en mis tiempos mozos, lo habitual, con un novio, era salir a merendar, o ir a un cine; pasabas horas hablando, conociéndote. Al recordar aquella etapa tan dulce de mi vida —llamadme antigua, no importa— no puedo dejar de pensar, cuántas cosas se pierden, a mi parecer, las parejas hoy por la rapidez con que llegan a la intimidad, con ese apabullante «aquí te pillo, aquí te mato».

Que me parece muy bien, que cada quien haga lo que quiera con su vida. Pero esas horas de puro sentimiento, anhelando al otro, que te derritas simplemente porque te den la mano y, que a las ocho horas huelas tu mano porque aún sientes su olor y suspires... ¡Uf, qué maravilla! Que ya ves tú, ¿qué vas a oler a las ocho horas? ¡Nada! Pero tú te lo crees porque es todo una experiencia tan profunda, tan nueva, tan sumamente romántica...

Ahora con los móviles es muy diferente, pero en aquella época tenías que esperar lo que parecía un siglo hasta que tu chico llamara a casa o, si no, llamarlo tú. ¡Y qué lentas pasaban esas horas soñando con volver a oír su voz! Era un sentimiento desbordado. ¡Qué bonito cada vez que me dejaba en casa! Su familia cenaba religiosamente a las diez en punto y me decía: «A las once y media me escapo y vuelvo corriendo un momento a darte un beso de buenas noches, ¿vale?». Yo ni cenaba, claro, solo lo esperaba con ansiedad hasta que aparecía.

Si un 3 de abril empezamos a salir, pocos meses después a mis padres no se les ocurrió una mejor idea que mudarnos a París. Mi padre, que se llamaba Tomás, trabajaba para una gran multinacional y de vez en cuando lo trasladaban por motivos de empresa. Ya habíamos vivido antes una temporada en Londres. Gracias a eso aprendí a defenderme en inglés y francés, algo que me ha servido siempre mucho en mis viajes y en mis investigaciones. Pero en ese momento de mi vida, aquel traslado fue una tragedia griega, ya que Carlos y yo teníamos que separarnos. Cuando me lo dijeron yo solo podía llorar por las cuatro esquinas, les decía a mis padres de todo:

—¡Egoístas! ¿Pero qué hago ahora?

—¡Pues qué vas a hacer, so tonta, venirte con nosotros!

Durante la época que viví en París, Carlos vino a verme varias veces. Me visitaba en cuanto podía y le dejaban. Seguimos juntos contra viento y marea. El amor de verdad tiene una fuerza y un poder increíbles, mueve montañas. En ese entonces, yo no tenía más vida que él. Mientras aguardaba sus visitas, cada tres o cuatro días le telefoneaba desde una cabina con monedas porque, si lo hacía desde casa, mi padre me regañaba: «¡Esas llamadas cuestan un pastón!». Así que ahorraba para llamarle desde el teléfono público y lo mismo estábamos hablando —no os vayáis a creer—, tres o cuatro minutos, lo justo para decirle «te echo de menos» y soltarle unas lagrimitas...

Eso sí, nos escribíamos una carta diaria, y, a día de hoy, tanto él conserva las mías como yo las suyas. Algún día me he puesto a leerlas y pienso: «Pero Dios mío, las memeces que podíamos decirnos...». Era más bien un diario: «Hoy he hecho esto, ayer hice aquello, no he podido olvidarme de ti...». Llegaba a casa y lo primero que preguntaba a gritos era: «¿Ha venido el cartero?».

Debe ser que le cogimos el gusto porque Carlos y yo nos hemos escrito cartas también después y, a lo largo de estos años, seguimos haciéndolo. Durante sus múltiples viajes me ha escrito cartas desde los aviones («Nata, estoy volando a tal sitio, estoy pensando en ti...») y, no solo en los buenos momentos, también en los malos. Cuando ha pasado algo gordo, nos gusta comunicarnos así.

Todas esas cartas, por supuesto, también las tenemos guardadas. Carlos dice: «Conservar todo esto es una faena para nuestros hijos, porque el día de mañana cuando estemos en el otro barrio, van a tener que tomar una decisión horrorosa, o las quemamos nosotros o tendrán que leer todas nuestras tonterías...». Sin embargo, siempre acabamos diciendo: «Conservémoslas». Ojalá que algún día terminemos leyéndolas frente al mar o frente a una chimenea encendida.

Mi vida en París era prácticamente nula, giraba alrededor de las veces que vería a Carlos: «Viene en un mes y medio»; «faltan dos meses para Navidad e iré a Madrid a ver a Carlos», etcétera. Mi vida, de hecho, no era otra cosa que los paréntesis entre ver a Carlos y los momentos que dedicaba a prepararme para cuando iba a verlo, pensando qué me pondría, cómo me peinaría... Y cuando por fin lo tenía en frente, ¡bueno!, se me hacía el culo Pepsi-Cola, me derretía viva. Y entonces venía otra cosa que ya no se estila: ¿Qué me decís de las horas que pasabas morreándote con tu novio por aquel entonces? ¡Aquello era gloria bendita!

Cuando yo iba a verlo a Madrid solía quedarme en casa de mi abuela materna, Carmen, porque mi abuela paterna murió muy joven y no llegué a conocerla. Ya os conté al comienzo que era la mujer de los eternos labios carmesí. Se quedó viuda muy joven. Su esposo falleció en la Guerra Civil y ella cogió a sus tres niñas pequeñas y escapó a refugiarse en una finca que tenía en Ciudad Rodrigo. Como en aquellos momentos no había comida, iba a buscarla subida en un burro para asegurarse de que a sus hijitas no les faltara nada. Sola sacó adelante a sus tres pequeñas. Era inmensamente fuerte. En su bolso nunca faltaban los polvos blancos y su pintalabios rojo. Recuerdo su piel siempre blanca, porque aquello era la moda de entonces, que no te diera un rayo de sol aunque pusieras un pie en la playa. Así que tenía una piel impecable, preciosa y no salía de casa sin estar de punta en blanco: maquillaje, pendientes, tacones y sus labios clavel.

Cuando Carlos me dejaba por la noche en el portal de mi abuela, yo siempre le gritaba al alejarse: «¡Llámame pronto!». En cuanto llegaba a su casa ya empezaba a sonar mi teléfono y otra vez venga a hablar, horas y horas. Mi abuela asomaba la cabeza: «¿Pero otra vez Carlos? ¿Qué os contáis? ¿No habéis estado juntos toda la tarde?». Entonces venía el clásico:

—Cuelga tú.

—No, cuelga tú.

—Noooo, cuelga tú...

Pienso que solo amas de esa forma absolutamente incondicional cuando eres muy joven. Cuando empezamos a salir, Carlos y yo no sabíamos nada de la vida, menos aún qué queríamos ser o qué íbamos a estudiar. De adolescente, te enamoras hasta la médula y ese «contigo, pan y cebolla» es auténtico. Ya de mayor tienes experiencia, ves a uno y piensas: «¡Uy, este es un vago!»; «¡uy, cuidadín, que este sale mucho por la noche!» o «¡uy, ojo con este, que se bebe hasta el agua de los floreros!», pero en la adolescencia, el corazón no sabe otra cosa más que entregarse por completo. Yo recuerdo que cuando salía con Carlos, lo veía y se me olvidaba hasta comer, solo quería mirarlo, no podía perderme ni un segundo de estar a su lado.

De mis cinco hermanos, yo soy como el miércoles, la de en medio. El primero es un varón y le seguimos cuatro chicas. Antes de irnos a París, un día en el que Fabiola, mi hermana mayor, estaba hecha polvo y en plena crisis de llanto y sollozo porque lo había dejado con su novio, pensé: «Hay que sacarla». A Carlos le pareció bien: «Que se venga hoy, si quieres, y le digo a mi hermano que salga con nosotros». Pues otro flechazo. Mi hermana se enamoró locamente de su hermano José María y, curiosamente, acabamos casadas dos hermanas con dos hermanos.

Cuando nos fuimos a París, ya estábamos las dos enamoradas y con novio y, por su parte, mi hermano también, así que mi padre nos advirtió a los tres que nada de aviones a Madrid cada dos por tres, que eso iba a ser carísimo: que si los amantes de Teruel queríamos ir a ver a nuestras parejas, para eso existía el tren.

Así pues, los tres adolescentes hacíamos el trayecto de París a Madrid en tren, durmiendo en las famosas cuchettes, en las que cabían seis personas, y ahí nos reíamos los tres hermanos hasta hartarnos. Me acuerdo una noche en la que una mujer se quitó los calcetines y nos inundó una peste... que los tres nos miramos al unísono y explotamos en carcajadas. Escondíamos las cabezas donde podíamos. Al final, entre unas cosas y otras, nunca dormíamos, pero estábamos tan enamorados y tan felices que nada nos importaba, todo era motivo de jolgorio y de fiesta. Hablo de las idas, claro, porque a la vuelta... ¡Ay, las vueltas! Todos con la cara hasta el suelo y una tristeza de aquí te espero. Mi padre nos iba a buscar a la estación de París:

—Hijos, por favor, ¡qué cara más mala traéis! —y con su característico tono humorístico añadía—: sois imbéciles, ¡lo que os estáis perdiendo aquí en París!

Mi padre adorado fue un personaje fascinante, genial y único.

Tampoco puedo hablar de mi juventud sin pensar en Roberto y Sole. Carlos conoció a Roberto el primer día que fue a la Universidad de Empresariales y ambos, a partir de entonces, se volvieron inseparables. En uno de mis viajes de fin de semana a Madrid salimos juntos los cuatro, surgió entre nosotros una conexión muy especial y nos volvimos inseparables. Ya, de más mayores, tengo anécdotas y recuerdos maravillosos de nuestros viajes juntos. En casa de Carlos eran muy conservadores. Mis padres, lo eran menos, pues habían vivido casi siempre en el extranjero a causa del trabajo de mi padre, y eran más abiertos de mente. Pero lo normal es que tus padres te dijeran: «¿Cómo que os vais juntos? ¿Con quién vais? ¿Dónde vais a dormir?». Si íbamos a casa de Carlos a veranear, cada uno en nuestra habitación y, vamos, ¡que no hubiera ruido en el pasillo de noche porque salía su madre en pijama!: «¡A ver, a ver! ¿Quién quiere un Cola-Cao?».

Los padres de Carlos lo tenían bastante controlado y no les gustaba que viajáramos solos. Como ya llevábamos años juntos, a los míos, bastante más liberales, no les preocupaba. «Me voy con Roberto, Sole y Carlos este finde!». «Vale, hija, pasadlo bien». En cambio, para Carlos planear un viaje como ese era toda una estrategia. Me acuerdo de un fin de semana de invierno en el que nos fuimos al Parador de Gredos. Charles contó a sus padres que nos íbamos a La Pedriza a casa de Sole. «Me llevo las raquetas para jugar al tenis con su padre», especificó para no dar lugar a la desconfianza, y antes de salir de casa vapuleó las raquetas en el aire para asegurarse de que las vieran. Cuando llegamos a Gredos los cuatro, empezó a caer la nevada del siglo y Carlos exclamó: «¡Anda, qué bien nos van a venir ahora las raquetas para salir de esta andando por la nieve!».

Cuando mi Charles acabó la carrera se tuvo que ir tres meses a hacer el obligado servicio militar o la mili, como decíamos entonces. Lo destinaron a la Instrucción Militar para las Escalas de Complemento de la Armada (IMECAR) en Galicia, a la vez que su hermano José. Tanto para mi hermana Fabiola como para mí, ir a verlos a la Academia Naval era otra tragedia de lagrimones y pañuelos. Roberto y Sole, que no se perdían una, nos acompañaban y a la vuelta lloraban de risa al vernos a mi hermana y a mí como plañideras. Roberto me decía:

—¡Pero si dentro de nada vuelves a verlo! ¡No está en la China, hija mía, está en Galicia!

—¡Lloro porque quiero y punto! —decía yo muy digna.

Sentía un amor tan bonito, tan puro, tan inocente... No podía estar separada de mi amorcito ni medio minuto.

En cuanto Carlos acabó la mili, como los dos teníamos trabajo (él hacía las prácticas de su carrera y yo trabajaba en una aseguradora), pensamos: «¿A qué estamos esperando? ¡Nos casamos!». Soñábamos con aquel momento: «¿Te imaginas?, ¡qué gusto! ¡Por fin vamos a poder hacer lo que nos dé la gana!». Hoy en día muchas veces se oye todo lo contrario —«qué horror, para qué nos vamos a casar, qué complicación»—, pero antes era muy sencillo: «¿Queremos estar juntos para siempre? ¡Pues venga, nos casamos!».

Y eso hicimos. Después de más de seis años de novios, me casé un 30 de noviembre, con veintidós añitos recién cumplidos. No hubo una pedida de mano como las que se hacen ahora. Vamos, lo típico, me regaló un anillo, yo un reloj... Pero a mí no me tocó una de esas pedidas de mano maravillosas que hace la gente ahora (Charles, cariño, si lo estás leyendo, esa me la debes, capullito). En fin, que dijimos: nos casamos ya. Todo el mundo protestaba: «¡No, hombre! ¡Noviembre no es un mes para casarse!». Pero a nosotros nos dio igual y tiramos adelante.

Si volviera a casarme, lo haría de una manera totalmente diferente. Creo que las parejas lo hacen mucho mejor ahora, porque organizan la boda que ellos quieren, mientras que antes se hacían las bodas como querían nuestros padres. Roberto y Sole se acababan de casar en la iglesia de Santa Bárbara, en Madrid, y la boda nos encantó, así que decidimos casarnos allí también. Como era otoño, teníamos que celebrar la fiesta en algún salón, así que decidimos que fuera en el Palace. Pero, todo lo demás, incluyendo la mayoría de los invitados, fue cosa de nuestros padres. De todas formas, nos lo pasamos bomba y disfruté muchísimo.

El momento más bonito lo recuerdo bien: tuvo lugar al llegar al altar, cuando Carlos me tomó la mano y ya no me la soltó ni un momento. De vez en cuando nos apretábamos fuerte, me miraba a los ojos y le veía tragar saliva, emocionado. Estaba... no nervioso, ¡nerviosísimo! Después, durante el banquete, saludó a tanta gente y estrechó tantas manos que, como no estaba acostumbrado al anillo, siempre recuerda que terminó con un dolor terrible en los dedos. Y yo, de tantos besos a señores con barba y sin barba, terminé con la cara despellejada. Cuando acabó el banquete, nos fuimos todos los amigos a bailar a una discoteca. A las tantas de la mañana subimos a nuestra suite, con Roberto y Sole, por supuesto. Se comieron nuestros bombones, se bebieron el champán, se acabaron todo el minibar y a las ocho de la mañana les dijimos: «Oye, ¡¿os queréis ir ya?! ¡Que son las ocho de la mañana y es nuestra noche de bodas!». Así que dormimos tres horas, hasta que volvieron a aparecer por la puerta Zipi y Zape para llevarnos al aeropuerto. Al avión llegamos «arrastraítos»... ¡Dios del alma! ¡Sin haber dormido nada! ¡Y con un resacón! Aunque con el corazón loquito palpitando de amor.

Nuestro primer destino: Nueva York. Viajábamos en clase turista, en una fila de tres: Carlos en la ventana, un señor en el pasillo y yo en el medio. Fue despegar el avión y Carlos desplomó su cabeza encima de mi hombro para pasarse roncando el vuelo entero. ¡Y yo todo el tiempo con ganas de hacer pis! Pero entre que tenía que molestar al hombre del pasillo y que miraba a Charles y pensaba: «¡Ay, pobrecito! ¿Cómo le voy a despertar?». Me pasé el vuelo entero contenida y en duermevela.

Después de pasar unos días en Nueva York, volamos a República Dominicana. Allí alquilamos un coche para conducir hasta nuestro destino final, Puerto Plata. De aquello hace treinta años, era otro mundo. La primera aventura fue enfrentarnos al coche automático. Era la primera vez que nos subíamos a uno. Carlos metía unos frenazos que nos comíamos el cristal y me decía: «¡Ay, que no llegamos!». En Santo Domingo nos lo pasamos de locura, todo el día en la playa y por las noches sin parar de bailar. El día de la vuelta condujimos hasta la capital para coger el avión a Madrid, pero no sé qué pasó que salimos tardísimo. Cuando ya estábamos llegando, nos detuvo la policía:

—Va usted demasiado rápido. Les vamos a requisar el coche y mañana tienen que ir a juicio —a Carlos se le abrieron los ojos como platos.

—¡Pero cómo va a ser eso posible, si nos tenemos que ir a España, que estamos a punto de perder el avión! Yo le pago la multa y listo.

—No, no, tienen ustedes que enfrentar un juicio.

—¿Un juicio? ¿Por una multa leve de velocidad? Pero, vamos a ver, ¡esto no tiene ningún sentido!

—Así son las leyes aquí. Usted ha cometido un delito y mañana tienen que ir a juicio.

Carlos estaba atónito e indignadísimo. Pero a mí se me encendió una lucecita y, en un momento que se alejaron un poco, le dije:

—A estos hay que engrasarles los ejes, Carlos —me miró como me mira casi siempre, como pensando «la loca de mi mujer».

—Pero Nata, ¿se te ha ido la pinza? ¿Cómo voy a sobornar a un policía?

¡Vamos a acabar en la cárcel!

—¿Tú quieres salir de aquí? ¡Pues ya sabes lo que hay!

Como no le quedaba otra opción, rebuscamos en los bolsillos, porque nos habíamos gastado todo lo que llevábamos, y acabamos juntando sesenta dólares. Cuando el policía volvió, Carlos, como quien no quiere la cosa, le enseñó el dinero:

—Oiga, ¿no podría usted por casualidad representarnos en el juicio mañana?

El policía se lo quitó de la mano, lo contó muy serio y respondió:

—Venga, corran, que ya con esto mañana mismo voy yo al juicio por ustedes. ¡Vayan con cuidado!

Al llegar al aeropuerto descubrimos que habíamos perdido el avión. Los de Iberia dudaban de que fuéramos a tener plaza en el siguiente vuelo. Ya no nos quedaba ni una peseta, y teníamos las visas explotadas... Hablamos con alguien de la compañía: «¡Mire, es que venimos de viaje de novios y no nos queda nada!». Nos debió de ver tal cara de pánfilos a los dos y debimos inspirarle tanta ternura que se apiadó de nosotros: «Vale, venga, no os preocupéis, hace aquí escala un vuelo que llega en unas horas de Puerto Rico. Si hay hueco ahí, os meto... Pero tenéis que esperar. Quedaos por aquí, que alguien de Iberia irá a buscaros». Como no nos quedaba ni un duro y en el aeropuerto no podíamos comer ni hacer nada, estuvimos como veinte horas jugando a las cartas y bobeando por allí.

Al ir a pasar después el control de seguridad, nos dijeron que eran treinta dólares por persona en concepto de tasas. No podíamos pagar. Recordamos que en la bolsa de mano llevábamos de regalo dos botellas de ron para nuestros respectivos padres... Les dimos una y nos dejaron pasar. En poco tiempo, parecía que éramos de la mafia.

Tuvimos la suerte de que hubiera plazas en el vuelo que llegó de Puerto Rico, pero no solo nos dieron asientos, sino que, ¡en business! Nos mirábamos incrédulos pensando: «¡Sin dinero y mira dónde hemos terminado!». Desde aquel día soy fan incondicional de Iberia.

Durante nuestros primeros tres años, Carlos y yo vivíamos en el paraíso. Lo pasamos como enanos: salir, entrar, viajar, ¡un no parar! Sin responsabilidades de ningún tipo, disfrutando de nuestra juventud y del placer de estar juntos. Luego, con la llegada de los hijos, todo cambió, es cierto, pero, en cuanto pudimos, terminamos haciendo la misma vida con ellos, llevándolos a todos lados con nosotros y pasándolo genial en familia, como una tribu.

Carlos ha sido y sigue siendo lo más importante de mi vida. Sí, mis hijos son importantísimos, pero ya son mayores y hacen sus propias vidas. Y yo a Carlos lo necesito. Sé que junto a él y gracias a él soy mejor persona y mucho más feliz. Además, verdaderamente somos uno en todo, hasta en los negocios... Carlos no es mi media naranja, es mi naranja entera.

La gente me pregunta cómo lo hemos conseguido, por qué nos ha ido tan bien y qué hemos hecho para seguir unidos después de tantos años. Ojalá en las próximas páginas pueda daros alguna pieza de información que os sirva, aunque mi querido Minchi me retuerza el pescuezo por estar aquí aireando nuestras cosillas.

Charles, no te olvides de que todo esto es por el bien común.

Nota de Nata

Aunque esté mal que yo lo diga, porque es tirar piedras contra mi tejado, el mejor tratamiento de belleza para el ser humano es gratuito y se llama #estarenamorado. Quiérete mucho a ti mismo y enamórate varias veces al día: de tu pareja, de tus hijos, de poder respirar, de ver una puesta de sol, de una película, de una canción, ¡de tu perro! Hay tanto en la vida de lo que enamorarse cada día... No hay suplemento de colágeno ni radiofrecuencia que te haga ver mejor. Si alguna de mis clientas atraviesa una crisis de desamor, se apaga. De pronto, un día la ves, le brillan los ojos, está radiante, espectacular y le preguntas: «¿Qué te has hecho que estás tan guapa?». La respuesta suena mejor en francés: l’amour.

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