Читать книгу El código del garbanzo - Natalia Gómez del Pozuelo - Страница 8

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Andi se había sentado en el chiringuito del bosque en el que vivían antes de irse a París, estaba al lado de la ventana abierta y los goterones caían fuertes y espaciados, dejando sobre la tierra grandes redondeles de agua que el bochorno secaba antes de que golpearan otros. Ya se había acostumbrado a los truenos que venían a rachas, como si la tormenta se fuera un rato a tronar sobre otra gente, pero enseguida volviera.

¿Qué estaría haciendo Ka en ese momento? Hacía mucho que no pasaban tanto tiempo separados; se había ido de París sin que hicieran las paces y era la primera vez que un enfado duraba tanto. Echaba de menos su mirada verde.

De Clos se había despedido por un tiempo, aunque su mente no siempre estaba de acuerdo y revivía con nitidez alguna caricia especial por la parte baja de su abdomen, pero trataba de ahuyentar las imágenes. La propuesta de Ka de quedarse en París le había venido muy bien, necesitaba reflexionar; había dejado a los niños con los padres de Ka y se había alquilado una de las cabañas del bosque; quería pensar sin influencias.

Apoyó la barbilla sobre las dos manos, los codos sobre la mesa. Todo le pesaba: la cabeza, las costillas y el ánimo.

Se acordó de Ka detrás del control de aduanas diciendo adiós con la mano y se le cayó el alma a los pies, se le volvió a formar un nudo en la garganta; en el aeropuerto había logrado retener las lágrimas con esfuerzo pero en ese momento no había nadie delante y dejó que salieran a rachas como la tormenta.

En el avión, cuando Ale chilló porque Max le había quitado el lápiz, Andi sujetó su brazo con tal fuerza que le había salido un moratón. La mirada de Ale también le había pesado. Estaba con los nervios erizados. Se quitó las gafas y acarició el tabique ligeramente abultado. Apoyó toda la cara sobre las manos.

¿Cómo sería el día a día sin Ka, sin sus palabras enredadas y su idealismo reconcentrado? Sonrió pensando en la forma en que le daba mil vueltas a todo. ¿Cómo sería despertarse al lado de otra historia? ¿De Clos? ¿De verdad se estaba planteando dejar a Ka?

Cuando se enredó con Clos, Andi no había podido ni dudar, toda su mente y todo su cuerpo se arrojaron con tal intensidad que no tuvo más remedio que dejarse ir, la vida parecía marcar el camino por su cuenta.

Había tenido la misma sensación catorce meses antes; el estómago le había dado un brinco cuando su jefe le propuso coordinar el Advanced Molecular Research o AMR, un proyecto de investigación sobre el ADN de las moscas en colaboración con los laboratorios de diecisiete universidades de todo el mundo; lo llevaría desde Francia. ¡Desde Francia! ¿Qué diría Ka?

Había buscado una buena primera frase para introducir el tema, pero no se le ocurrió nada. Trató de imaginarse respondiendo a una hipotética pregunta:

—Sí, a París.

No tenía ni idea de cómo reaccionaría…, en el periódico le acababan de dar un puesto en la redacción y los niños eran felices en su colegio. Buscó algún otro obstáculo, pero no lo encontró. En realidad, para los niños parecía bueno; aprenderían francés sin darse cuenta y les serviría para conocer otras formas de vivir.

Los goterones seguían cayendo en el bosque, pero la mente de Andi estaba lejos, recordaba que nada más proponerle su jefe el traslado, ya se imaginaba comprando una baguette y los periódicos la mañana de un domingo gris y misterioso, con Notre Dame quemada de fondo. Al principio le había dado un poco de vértigo: diecisiete universidades… Tendría que poner mucho orden en los procesos, nunca había coordinado a tanta gente. No había conseguido centrarse en todo el día. Seguro que muchas de esas universidades ya hacían desarrollos colaborativos, tenía que investigarlo. Le habían dicho que la misma tecnología de la Wikipedia se podía utilizar para grupos cerrados. En la presentación semanal de los Proyectos se había entretenido contando las persianas verticales, ya solo le importaba el AMR; se había dedicado a seguir las motas de polvo que viajaban por la luz, se imaginó mojando un pincel en el blanco dorado y trazando las líneas blancas sobre la realidad, las palabras de sus colegas (¿o debía decir ex colegas?) eran solo música de fondo, la reunión se había hecho eterna, comió un sándwich frente al ordenador y, en cuanto pudo, salió pitando a coger el tren. Golpeteó la barra en la que se sujetaba y se encajó las gafas una y otra vez. «Quizá podían alquilar un apartamento desde el que se viera Notre Dame. Por fin iba a conocer a la Dama, aunque fuera un poco chamuscada». Recordaba que había subido el volumen de la música en su teléfono para no escuchar sus pensamientos, pero la sonrisa seguía colgada de su boca.

En la cabaña del bosque, bajo la tormenta, también sonreía. Coloreó los goterones en su mente en un amarillo apagado, como viejo.

Había pasado el tiempo y las cosas no resultaban tan fáciles como había imaginado.

El código del garbanzo

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