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Prólogo

San Rafael, Mendoza, Argentina. Diciembre de 1996.

Dejó a sus amigas en la fiesta. Ella ya no quería estar allí. Pidió su campera de jean a la señora que atendía el guardarropa, entregando el papel arrugado con el número que identifica la percha en donde estaba colgada.

Salió a la oscura noche. Eran pasadas las 4:00. Una brisa cálida le acarició la piel y decidió no ponerse el abrigo. La camisa verde agua con flores rojas y amarillas era suficiente para el recorrido hasta su casa. La pollera de gasa blanca terminaba el conjunto, además de la carterita que llevaba en bandolera donde guardaba las llaves y los pañuelos.

Dejó atrás la música estruendosa y el olor a alcohol de sus amigas. Camila ya estaba pasada de tragos y se había quedado transando con un pelilargo que parecía comérsela. Denise, en cambio, bailaba solitaria en medio de la pista, esperando que le hiciera efecto la pastilla de éxtasis que le había entregado el dealer del lugar. El boliche se alquilaba para fiestas de egresados. Esta vez eran cinco colegios los que festejaban, que sumados a los que frecuentaban el boliche, habían superado la capacidad permitida. El humo de cigarrillos y otras sustancias dibujaban una nube que envolvía a los invitados y los dejaba sumidos en la penumbra, solo alterada por las luces de colores intermitentes de la bola giratoria.

Mientras caminaba, se olió el cabello y frunció la nariz en una mueca de disgusto por el olor que se le había impregnado. Imaginó el baño que iba a darse antes de acostarse. No toleraba que la suavidad de la funda de la almohada quedara salpicada por un olor tan nauseabundo, como el del cigarrillo.

En las afueras del boliche, se distinguían muchos grupos de adolescentes que bebían y reían en charlas amenas. En la otra esquina, una barra de chicos se enfrentaba en una contienda, donde se visualizaba a dos de ellos lanzar trompadas al aire. No se preocupó, ella iba en otra dirección.

Siguió el camino más corto hasta su casa, aunque debía atravesar la plaza y la oscuridad que la acechaba. Trató de avanzar por el sendero más conocido. El ruido del crujido de las hojas secas no le gustó. Hubiese preferido un caminar silencioso para poder estar alerta a otros sonidos.

Escuchó risas y volteó para saber si divisaba a las personas cercanas. Pero no vio nada. Supuso que estarían yendo hacia el boliche. Siguió presurosa, odiando el ruido de sus pasos, que le impedían distinguir si los sonidos se acercaban o se alejaban. Se internó entre los árboles del parque, sabiendo por dónde encontrar el camino más seguro. La visión se estaba dificultando sin la llegada de la luz de la calle. Trató de ir pegada a los arbustos, porque en ese punto estaba caminando a ciegas. Oyó risotadas más fuertes y luego, su nombre:

—Soledad.

—Soledad…

La llamaban dos voces distintas. Pensó que serían amigos que la vieron irse del boliche. Se frenó y miró hacia atrás. Divisó unas siluetas, pero no los reconoció. Al fin, los tuvo a tres metros y corroboró que conocía, al menos, a uno de ellos. Era el hermano de su amiga Camila. No le gustó cómo la miraba. En la oscuridad de la noche, pudo distinguir su iris verde mirándola fijamente. Un escalofrío la recorrió y supo, como una película mental, que había llegado el final.

Abre los ojos

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