Читать книгу Abre los ojos - Natalia S. Samburgo - Страница 8

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Capítulo II

Algo lo despertó, una especie de lamento que, al abrir los ojos, lo devolvió a la cruel realidad de todos los días. Estaba colgado de unas cadenas y sabía que si miraba hacia la izquierda, su brazo maltrecho le provocaría náuseas. Volvió a escuchar el lloriqueo de alguien, ahora estaba más definido, parecía un hombre. Al final escuchó una voz agonizante:

—Ayuda… a - yu - da… —era la súplica que retumbaba en sus oídos.

Tomó aire y fuerzas para intentar esbozar alguna palabra. Le dolieron los labios al tratar de separarlos, los tenía secos y pegados. Trató de mojarlos con la lengua que poco tenía de humedad y cuando los hubo separado, intentó hablar, pero solo él mismo se escuchó ante ese hilo fino de voz que le salió. Carraspeó…

—¿Quién sos? ¿Quién está ahí? —pero no obtuvo respuesta. Su voz no sonaba, solo él conseguía escucharla. El último grito ante el dolor, si es que salió como grito, le había robado las cuerdas vocales.

El cansancio lo invadió ante el esfuerzo realizado al intentar hablar. Un acto tan simple, el del habla, ahora le provocaba más cansancio que el de una maratón cuesta arriba. Oyó la puerta abrirse y se tensó. El hombre que estaba lamentándose cerca de él, pero que no podía ver, comenzó a pedir auxilio con más fuerza.

—¿Quién sos, hijo de puta? ¡Da la cara!

Se vio reflejado en esas palabras, las había pronunciado tantas veces y nada había logrado. Jamás recibió una miserable respuesta, jamás vio la cara de su captor, de ese Satanás que lo tenía encerrado y resumido a una vida que no se parecía en nada a una normal, jamás sintió que entrara más de una persona en ese espacio. Estaba seguro de que siempre era la misma y la única que sabía que ellos estaban allí. Pensó en su gato y se angustió más que por el lamento e insultos del hombre que no cesaban. Rezó por su alma, para que fuera perdonada por sus pecados y para que su gato estuviera a salvo. No tenía a nadie más por quien rezar. Aunque en el fondo le dio por orar, también, por el hombre que, suponía, correría la misma suerte que él, en breve.

Y así fue. Se oyó el grito desgarrador de quien es lastimado de manera salvaje.

—¡Hijo de puta! ¡Nooo! ¡Me duele, mierdaaa…! ¡Quemaaaa…! ¡Mi brazo!

Y todo era igual. No solo tendría que padecer el dolor y la agonía propia, sino que, ahora, sufriría por escuchar cómo le hacían lo mismo a otro hombre. Sintió los pasos de siempre a su espalda. Sabía que era la hora de la inyección. No tenía idea de qué hora de la tarde era, pero seguramente, le tiraría agua en la cabeza desde donde tendría que estirar la lengua para recoger gotas que saciaran su sed y, luego, recibiría la inyección de vaya a saber qué líquido que, al cabo de unos segundos, correría por sus venas. No podía girar la cabeza para tratar de ver quién era su raptor. Las cadenas estaban colocadas de tal manera que era imposible voltear la cabeza, solo podía estirar, de vez en cuando, el cuello hacia uno u otro costado, pero siempre, se encontraba con las cadenas al lado de sus orejas. Muchas veces dio gracias por tenerlas allí, ya que dormía relajando un poco los músculos del cuello mientras se apoyaba en ellas. Llegó la inyección en el brazo derecho, el sano, aunque lleno de pinchazos; eran dos por día. Supuso que uno era un antibiótico y otro un somnífero, pero todo eran suposiciones.

El agua que caía por su rostro era arrastrada por la lengua hacia la boca. Logró apagar un poco la sed, aunque nada era suficiente. Sintió el rugir de su estómago y comenzaron a caerle las lágrimas. No veía la hora de morir. Sintió que la cinta le tapaba los ojos como era costumbre a esa hora. Luego, llegaría el trozo de pan seco, el que sería obligado a meter en su boca. Ya se había inventado una forma de ir humedeciéndolo para que se deshaga, pero era muy difícil tragar sin que el resto del pan se cayera de entre sus labios. Le había pasado muchas veces y ya no quería perder bocado. Luego, mientras él trataba de comer, y aún con los ojos vendados, vendría el momento de la limpieza. Su raptor le sacaría los pantalones, le tiraría un baldazo de agua fría para terminar poniéndole unos nuevos pantalones sin olor que pronto se mojarían con su orina y sus heces.

***

Iván y Jacinto volvieron al barrio alrededor de las 18:30. El panorama no había cambiado mucho, aunque algunas personas entraban y otras salían de la iglesia, tal como ellos habían supuesto. Unas horas antes, en la oficina, tomaron nota de los nombres de los testigos y de los familiares de D´Angelo. Más tarde, irían a entrevistarlos. Por el momento, estacionaron el automóvil en la vereda de enfrente a la parroquia, porque era donde había mayor movimiento. Bastante gente mayor se acercaba, se persignaba e ingresaba luego de mojarse la frente con agua bendita. El párroco, un hombre alto y serio, de ojos grandes y cara de disgusto, saludaba a los fieles solo tocándolos en el hombro. Parecía que la distancia para él era muy importante. En varias cuadras adelante y atrás, no había cambiado el aspecto solitario del barrio. Algunas personas se asomaban a la vidriera de la santería contigua a la iglesia, pero muy pocas ingresaban a comprar. Solo vieron salir a dos con paquetes de papel medianos, como si llevaran la estatuilla de un santo o algún adorno. Poco a poco, todos ingresaron, y los colegas asumieron que ya sería el horario de misa, por lo que decidieron seguir revisando la zona, que se veía sumida en un halo fantasmal ahora que el sol había caído. Muy pocas casas tenían iluminación en las veredas y, desde algunas otras, se filtraba la luz de la ventana. ¿Vivía gente en ese barrio? ¿Por dónde se habría esfumado D´Angelo?

Sonó el teléfono de Pollastrelli, y resopló al darse cuenta de quién lo llamaba. Era su exnovia, decidió no contestar. Ese asedio continuo ya lo estaba preocupando. Andrea no estaba bien de la cabeza. Él había roto la relación hacía ya once meses, y ella seguía tras sus pasos y se refería a ellos como si aún fueran pareja. El celular volvió a sonar e Iván, una vez más, no contestó. Jacinto lo miraba de reojo, ya no se atrevía a dar opinión. Muchos y variados consejos le había dado a su amigo para que cortara esa relación bastante tiempo atrás. Ya no era momentos de entrometerse.

Regresaron a la esquina de la iglesia y esperaron que terminara la misa, para ver hacia adónde se dirigían los asistentes al regresar a sus hogares. Alguien tenía que vivir por allí. Antes de las 20:00, vieron salir a la vendedora de la santería a barrer la vereda. En opinión de Jacinto, no era horario para dicha tarea, pero Iván desestimó el comentario. La mujer movía la escoba de manera pausada. Se evidenciaba que nada la apuraba, ninguna obligación la estaba llamando para cumplir con una y seguir con otra. Vestía ropas largas, de colores no muy llamativos, aunque en la oscuridad de la noche, no se distinguía bien si eran grises, marrones o azules. La vieron observar hacia uno y otro lado de la vereda. Se mantuvo, por lo menos, diez minutos barriendo. Luego, caminó hacia la puerta, se detuvo antes de entrar, se volteó y se quedó mirando el automóvil donde estaban ellos. El Senda tenía vidrios polarizados, así que nada evidenciaba que había gente dentro, sin embargo, la mujer no quitaba los ojos, y ellos quedaron hipnotizados con esa mirada. De pronto, giró sobre sí misma y entró al negocio, dio vuelta el cartel para que indique “Cerrado”, y se apagó la luz del recinto.

—Qué mujer más rara —afirmó Jacinto sin quitar la vista de la puerta del negocio.

—¿Por qué? —consultó Iván, para tantear si su amigo había sentido la misma extraña sensación que él.

—No sé, sentí un escalofrío mientras la miraba barrer y ni hablar cuando se giró y miró hacia nosotros.

—¿Vos decís que miró hacia aquí, porque sabía que había gente dentro del auto? —preguntó Iván expectante.

—¡Qué sé yo! La vieja esa es tenebrosa, che… Y para colmo atiende una santería. ¡Jaja!

—¿Vieja? Para mí era una mujer joven.

Los amigos se miraron incrédulos. Cada uno estaba seguro de que había visto a un tipo de mujer, pero que no coincidía con la percepción del otro. Supusieron que era la noche, que embargaba la buena visión y la distinción de detalles. Decidieron dar por terminado el día. Dejarían las entrevistas para el día siguiente.

***

Victoria bufó para sus adentros, pero no lo demostró. Escuchaba del otro lado del teléfono los improperios de su padre, que se había dignado a comunicarse con ella. Tenía cincuenta años, ya estaba bastante mayorcita para que le dieran sermones, pero la voz gruesa y firme de su padre siempre la acobardaba. No era difícil temerle.

Desde chica, supo que no debía enfrentarse a él y transitó una niñez bastante relajada. Su hermano era más desobediente y obtenía mayor cantidad de reprimendas. La mansión en la que vivían tenía un gran jardín que posibilitaba invitar amigos a jugar cuando niños. Pablo hacía uso de su derecho e invitaba a cuanto compañero se le ocurría. Sin embargo, algo siempre pasaba que opacaba los juegos y la diversión: algún vidrio roto por la pelota, música demasiado fuerte, barbaridades dichas al personal de servicio… Y su padre lo hacía escarmentar. Lo encerraba en la “habitación de golpes” y le daba la supuesta lección, que su hermano jamás aprendía. En cierta ocasión, Victoria y su madre debieron llamar a un médico en el más absoluto secreto para curar las heridas de la espalda de Pablo, que su mismo padre le propinó. Se le pagó una buena suma de dinero al profesional para que mantuviera la boca cerrada. Nadie podía enterarse de que un juez de Mendoza maltrataba a sus hijos. Aún recordaba los reproches que le hacía a su madre por no interponerse para detenerlo. Ella nada hacía, excusándose en que no quería que la golpeara a ella. Recordaba la vez en la que, cuando ella tenía veinte años y su hermano doce, se interpuso para que no volviera a pegarle. Esa vez la golpeada fue ella. No pudo salir ni asistir a la facultad durante dos semanas. El pómulo derecho transitó todos los colores posibles, y el derrame en el ojo fue mermando a medida que pasaban los días. Cuando por fin se decidió a volver a su rutina, usaba anteojos oscuros y mucho maquillaje. Pablo no entraba en razones y cada vez se rebelaba más. A los quince años, se escapó de la casa y, a las dos horas, lo encontraron unos agentes de policía, tratando de tomar un ómnibus a Buenos Aires. Dos horas eternas, en las que Victoria sufrió más pensando en que lo iban a encontrar, que en no hallarlo y no verlo nunca más. Tuvieron que internarlo por los traumatismos que le causaron los golpes de su padre cuando los policías lo devolvieron a su familia. En aquel momento, Victoria deseaba irse de la casa, pero el solo hecho de pensar en dejar a su hermano solo a merced de esa bestia, la hizo desestimar el anhelo.

Ernesto del Campo cortó la comunicación teniendo la última palabra. Victoria temblaba como cuando se encerraba en su habitación para no escuchar los golpes que le daba a su hermano. El exjuez la había llamado para recordarle lo ineficiente que era y la atosigaba exigiéndole respuestas a las desapariciones ocurridas recientemente. Ernesto tenía especial interés en saber sobre el paradero de los dos hombres y no cesaba de llamar a su hija para obtener novedades.

Victoria corrió al tocador a acicalarse y a refrescarse la cara y el cuello. Se sentía afiebrada. Hablar con su padre la acercaba bastante a un estado de indefensión que le hacía bajar las defensas de su propio organismo y, de manera automática, comenzaba a sentirse como engripada. Se cambió la camisa que estaba sudada por las axilas y por la espalda. Realmente, debería tener fiebre en ese momento. El calor de su cuerpo era agobiante, a pesar de los tres grados centígrados que hacía afuera. Debía hacer algo para manejar la situación. Los hombres debían aparecer, muertos o vivos, pero algo tenían que encontrar.

***

Ampollas. Amaba las ampollas. Le gustaba reventarlas, soplar y tirarles agua hirviendo. Luego, pasaba una esponja de metal y volcaba aceite encima. ¡Cuánto placer! ¡Qué éxtasis! Le gustaba esa sensación que los gritos de otro le provocaban, pero más le gustaba cumplir con esa secuencia. A cada acto que realizaba, la víctima respondía con un sonido distinto, un grito, un jadeo, un ahogo, un carraspeo… ¡Música para sus oídos!

Ahora mismo, lo estaba aplicando con el hombre que hacía pocos días había secuestrado. Mientras el otro dormía como consecuencia del somnífero inyectado, disfrutaba con su nuevo juguete. Le había vendado los ojos para poder pasearse y observar cómo se retorcía desde adelante y desde atrás. En el último tiempo, le daban ganas de agregar alcohol antes del aceite, pero no le gustaba salirse de la rutina. Como todo virginiano, prefería las cosas en su lugar y que se hicieran en el orden premeditado. Pronto cumpliría treinta y siete años de edad y veintidós de sed de venganza. Todo estaba saliendo según lo premeditado. Los estúpidos caían como ratas en sus trampas. Era tan fácil manipularlos que se vanagloriaba de ser tan inteligente. Imbéciles. Por fin, los tenía en su poder y podía hacer con ellos lo que quisiera. Y que no quepa duda de que los haría padecer. Y mucho.

Repitió la secuencia por segunda vez. Explotó otra ampolla del brazo izquierdo, sopló, tiró agua hirviendo, esperó. Disfrutó viendo cómo la voz de su víctima se deshacía en gritos y llanto. Cuando lo notó más calmado, pasó la esponja de metal, refregó muy fuerte y profundo, y tiró el aceite. El hombre se sacudió de manera violenta y tuvo que moverse hacia atrás para no recibir un golpe con las piernas de la víctima. “Debo ajustar un poco las cadenas”, pensó como tarea para más tarde.

El “pobre hombre” repetía hasta el cansancio que quería saber quién era y por qué hacía esto. Solo lograba que la sonrisa de su captor se extendiera cada vez más de lado a lado. A veces, aguzaba el oído para escuchar mejor la súplica de que cesara en la tortura, porque le provocaba mucho placer. El primer hombre era más sensato, y eso no le estaba gustando. Había aprendido a ahogar los gritos, a pedir por favor y a no insultar. Este nuevo engendro de hombre se retobaba más, iba a ser difícil domarlo, pero esa idea era más atrayente, porque acrecentaba sus ganas de impartir mayor dolor, presión e incertidumbre.

Se detuvo a la espalda de la dolorida y sufriente víctima, y le quitó la venda de los ojos. Él intentó girar para ver quién era su captor, pero no pudo hacerlo, debido a que las cadenas se le clavaron en las orejas. Gritó y gritó, pidiendo ayuda hasta que la voz se le apagó por el agotamiento. Trataba de mantener los ojos abiertos, porque temía no despertar y no quería rendirse sin pelear. La pared gris que lo enfrentaba estaba a pocos metros, pero sus largas piernas no llegaban a tocarla. Se quiso hamacar para alcanzarla balanceándose, pero solo logró que las cadenas se le incrustaran en las caderas. Rodeaban todo su cuerpo. Cadena en la cabeza y el cuello, otras cruzadas por debajo de las axilas y sujetas al techo que lo sostenían en posición de cruz, más cadenas en las muñecas, y otras fajando la cintura y sujetas a columnas que se encontraban a los costados.

Sintió un pinchazo en el brazo que no había sido objeto del malnacido que lo torturaba y, poco a poco, sintió alivio y fue quedándose dormido sin poder evitarlo. A partir de ese instante, nunca más desearía despertar. Sin embargo, los dos lo harían una y mil veces. A ambos hombres, los despertaría una voz que les susurraría con la mente: “abrí los ojos, maldito”.

Abre los ojos

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