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Capítulo III

Vicente Pollastrelli, con cuarenta y dos años, volvía a su país natal luego de haber fracasado en su último emprendimiento en España. Allá, por el año 2001, había decidido viajar a Madrid, movido por la crisis argentina, como tantos otros compatriotas que se fueron en busca de la dignidad perdida en territorio propio. Algunos otros motivos contribuyeron a su ida repentina. El sitio elegido corría con la ventaja de tener a los familiares de su madre que lo alojaron sin dudar. Dejaba atrás a dos exesposas y a un hijo que, cuando él “desaparece”, tenía un año. Luego de su partida, jamás había vuelto a visitar Argentina. Nada lo movía a volver: ni su madre, fallecida hacía diez años; ni su hermano, con el único que mantuvo contacto telefónico; ni su hijo al que solo fue viendo crecer gracias a las fotos que Iván le enviaba por mail.

Cuando se fue a España, había dejado atrás mucho camino recorrido, éxitos y sinsabores, y su anhelo había sido comenzar una nueva vida. Contrajo matrimonio con una mujer demasiado buena para su gusto. La convivencia se extendió por seis años y tuvieron una niña llamada Penélope, a quien, también ahora, abandonaba y dejaba atrás. Desde hacía veintidós años todo lo que emprendía, al poco tiempo, lo abandonaba. Estaba como cerrado a disfrutar de las cosas bellas de la vida. Sin embargo, se mostraba superado, alegre, jovial y ostentoso. Lograba obtener trabajos que le otorgaban buen pasar, pero luego los abandonaba y buscaba uno nuevo. “Inestable”, opinaban todos. Y, más o menos, era así como venía sintiéndose desde aquel nefasto día, aunque él mismo no lo quisiera admitir.

Mientras terminaba de armar la maleta, llamó una vez más a su hermano para asegurarse de que llegara a tiempo a Buenos Aires a recogerlo. Su Mendoza natal no quedaba cerca, y no quería viajar en micro o en otro avión para llegar hasta allí. Prefería que su hermano lo esperara en Ezeiza y, desde allí, partieran lo antes posible hacia San Rafael. Llegaría alrededor de las 9:00 de la mañana del domingo 19 de agosto. Había programado todo a fin de que su hermano no tuviera excusas para ir a buscarlo por el largo viaje. Le había dicho:

—Salís el sábado temprano, dormís en un hotel, descansás y, el domingo, me vas a buscar, y nos vamos para llegar en el día a San Rafael. —Y así se haría.

Cerró la maleta, tomó su mochila, la misma con la que había viajado el día que se fue de su país, y partió hacia el aeropuerto de Barajas. Una nostalgia lo invadió y se abrió un hueco en su estómago ante la anticipación de volver a Argentina. Una mezcla de sensaciones: añoranzas, despedidas, encuentros, recuerdos y momentos para el olvido se hicieron presentes. Cuando fue la hora de marcharse, bajó a la conserjería y realizó el check out. La conserje que le extendía la factura lo miró a los ojos y le sonrió. Era inevitable no posar la mirada en un hombre musculoso de metro ochenta y seis, con dos esmeraldas en la mirada y la barba cortada en perfecto dibujo. La señorita, muy servicial, le ofreció llamar a un taxi, que Vicente aceptó de manera cortés. No escatimó en miradas cómplices y halagos hacia aquella empleada que se sonrojaba a cada comentario de él. Las sonrisas se sucedieron hasta que le anunciaron que el taxi había llegado.

Llegó a Barajas sobre la hora. Aún debía hacer algo de cola para realizar el embarque. En media hora, estuvo arriba del avión y respiró profundo ante lo que estaba por venir. No le gustaba volar. No le gustaba nada que le diera vértigo. Ingirió un somnífero, se abrochó el cinturón de seguridad, que no pensaba destrabar durante todo el vuelo, y se durmió de manera profunda. Se despertó cuando la pasajera que estaba a su lado, lo movió para despabilarlo y comentarle que ya habían aterrizado. Empalideció. La mujer se sobresaltó y comenzó a apantallarlo, mientras llamaba con desesperación a la azafata en busca de auxilio. Pronto se recuperó, pero su estómago seguía revuelto. Tenía que hacer frente a su país. Todavía quedaba tiempo antes de llegar a Mendoza. Aún, el peor padecimiento por los recuerdos, estaba por venir.

***

Sebastián D´Angelo era un hombre corpulento, calvo, muy alto, y con mucha fuerza. Aún no entendía cómo alguien lo había podido apresar de manera tal vil. No recordaba nada. Salió de su casa dispuesto a comprarle un regalo a su mujer. Había recibido un panfleto con una promoción y la quería aprovechar. Pero ¿hasta dónde había llegado? ¿Llegó a entrar al negocio? Solo estaba seguro de que alguien lo había sorprendido y de que no tuvo tiempo de ver de quién se trataba. No quedaban casi recuerdos de ese momento, pero suponía que así debería haber sido.

Y, ahora, se encontraba allí, sujeto por cadenas, a merced de una mente perversa que le infligía dolor. ¿De qué se trataba todo esto? ¿En qué momento la vida se convirtió en una pesadilla? Estaba apesadumbrado por su esposa y sus hijos, que no sabrían dónde se hallaba. Pensarían que los había abandonado y no era así. Comenzaron a caerle lágrimas, solo por pensar en el dolor de su familia y el empezar a vislumbrar que quizás no los volvería a ver. ¿Qué sería de él? ¿Y quién era ese otro hombre que estaba padeciendo lo mismo que él? Aún no sabía quién era. Solo lo oía gritar cuando llegaba el momento de la tortura y, cuando él trataba de hablarle y preguntarle quién era, solo escuchaba quejidos, susurros que no alcanzaba a escuchar, lamentos y llanto. Era hombre, de eso estaba seguro. Estaban en la misma línea y separados por una ancha columna por lo que no podían verse. Se encontraban, por lo menos, a cinco metros. No era tanto el espacio, pero aún así no lo escuchaba cuando intentaba hablar. Sebastián calculaba que hacía una semana que estaba allí y aún le salían con claridad las palabras. Se dirigía al otro de manera, a veces, amable, otras veces, quejosa y, algunas veces, lo insultaba, porque no lograba oírlo. Pasaba por varios estados de ánimo a lo largo del día. Tenía hambre, sed, sueño. Cuando por fin se dormía con el somnífero que le inyectaba su captor o cuando se desmayaba, luego de una tortura insoportable, el sueño era ligero y tenía pesadillas que terminaban por despertarlo. La posición en la que estaba atado por las cadenas hacía imposible el descanso, le dolían los músculos de los brazos y las axilas. Tenía miedo de volverse loco y necesitaba estar alerta y tener coherencia en sus pensamientos para tratar de armar un plan para escapar. Era lo único que lo mantenía con ganas de vivir. Pero ¿cómo salir de esa trampa y cómo desatarse de esas cadenas? Si con las piernas lograra golpearlo en los genitales sabía que lo reduciría, pero ¿qué haría luego? No había manera de soltarse. Ya había intentando todo y solo lograba que le sangraran las muñecas.

Le habló al otro hombre una vez más, contándole de su familia, de su trabajo, de sus amigos. Los de ahora. Porque a los amigos de la juventud ya no los veía. Había existido un acuerdo tácito entre ellos de no volver a verse y de no hablar jamás de lo que habían hecho. Por eso mismo, no se refirió a esa etapa de su vida. Se limitó a contarle a un desconocido sobre lo que le gustaba y algunas anécdotas. Eso lo mantenía despierto, aunque no sabía si la otra víctima lo escuchaba o no: porque del otro lado del muro no había respuesta.

Entró en pánico cuando oyó la puerta abrirse a su espalda. Se sintió el apoyo de jarros y baldes sobre el piso de cemento. Comenzó a rebullirse tratando de soltarse de las cadenas, sin resultados. Sintió la fría tela sobre sus ojos y, luego, todo fue oscuridad. Por un rato, no sintió la presencia cerca, supuso que se ocupaba del otro hombre. Algunos minutos después, escuchó el paso arrastrado acercándose. Lo sintió delante y se preparó para patearlo. El pie se chocó contra una superficie dura, supuso de madera por el ruido. El malnacido le había puesto una silla delante adivinando sus intenciones. Pronto sintió contra su boca el trozo de pan duro. Cerró fuerte la boca, para que no se lo pudiera meter entre los dientes. Una mano le apretó de manera intensa la nariz y no tuvo otra opción que abrir la boca para respirar y, en ese momento, el pan le dejó la mandíbula trabada. Era la primera vez que sentía el contacto de su raptor sobre su piel. Llevaba guantes de látex, por lo que no pudo distinguir el grosor ni la textura de la mano.

El pedazo de pan era grande, y casi no podía mover la boca para masticarlo. Se le caían las lágrimas por esa vejación a la que lo estaban sometiendo. Mientras trataba de que el pan no cayera de su boca, sintió el tirón y sus pantalones cayeron. Temía que le hiciera algo perverso, pero a esa hora simplemente solía higienizarlo. Sintió el agua fría en su trasero, un baldazo sin previo aviso. Comenzó a tiritar, más por la impotencia que por el frío. Luego, se dio cuenta de que le colocaban otros pantalones. Se sentían gruesos y ásperos. La tela absorbió el agua que caía por sus piernas. Ni siquiera el malnacido se tomaba la molestia de secarlo. Aún con el pan en la boca, ahora más húmedo, intentó tragar, y la garganta le ardió. Las lágrimas no cesaban de caer. Se le hizo un nudo en el estómago, y ya no quiso comer ese pan espantoso. Lo escupió y, al instante, se lamentó, porque sabía que más tarde tendría hambre y que, hasta el día siguiente, no habría más pan.

Advirtió el sonido, otro baldazo de agua, y supo que estaba haciendo lo mismo con su compañero de desgracia. Le pareció tan silencioso que dudó que estuviera vivo. ¿Hasta dónde llegaría todo esto? ¿Hasta cuándo tendría que soportar las torturas sin saber que más le depararía? Deseaba enterarse por qué estaba allí. ¿Qué mal había hecho? Un sudor frío le corrió por todo el cuerpo al evocar el peor recuerdo de su vida. Pero desestimó que se relacionara en algo con esto que ahora estaba viviendo. Se suponía que no había quedado con vida. Nunca más se supo nada de su paradero. Se le alojó una piedra en el pecho, comenzó a transpirar y a tiritar. ¿Qué había hecho? ¡¿Qué habían hecho?! ¿Cómo habían podido seguir con sus vidas, luego de semejante atrocidad? Se sacudió de manera frenética colgado de las cadenas ante la inminente convulsión. Los espasmos de llanto amenazaban con volverlo loco y fuera de sí. Sintió un golpe en la espalda que lo obligó a arquearse de dolor y a reaccionar. Su captor lo había golpeado con la silla que antes había pateado. Continuó llorando quedamente. ¡Cómo se arrepentía de lo que había hecho! Esto era un castigo divino por no haber pagado culpas en su momento. Haber ido a la cárcel hubiera sido mejor que esta incertidumbre y padecimiento. Pero no se dejaría vencer. Iba a luchar hasta las últimas consecuencias para averiguar por qué estaba allí y para tramar cómo escaparía de ese antro de castigo.

Sintió que la puerta se cerraba. Quedaban otra vez solos. No le había inyectado nada en esta ocasión. Dudó. No le gustó nada ese cambio de rutina. Había percibido que su captor era muy riguroso en cuanto a cumplir con cada paso que realizaba y con los horarios en que los visitaba. ¿Por qué no lo habría adormilado?

Se quedó dormido. La extenuación lo hizo declinar en su intento por mantenerse despierto y alerta. Tuvo pesadillas que lo despertaban a cada momento, pero volvía a quedarse dormido. Horas más tarde, antes de despertar, sintió la misma voz que escuchaba todos los días. No lograba dilucidar si era un sueño o era real, pero siempre lograba despertarlo con un escalofrío. Oyó en su mente la misma frase susurrada: “abrí los ojos, maldito”.

***

Iván se preguntaba qué estaba haciendo, manejando solo por esa ruta desierta. Aún le quedaban quinientos kilómetros para llegar a Buenos Aires. Una vez allí, se hospedaría en un hotel y, al día siguiente, partiría de regreso a San Rafael, pero junto a su hermano. Hacía tanto que no lo veía que sintió nostalgia. Nunca entendió por qué se fue, dejando a su hijo y a su familia. Pero así era Vicente. Aunque en realidad no, un día cambió y nunca supo el porqué. Siempre fue un muchacho honesto, seguro de sí, se llevaba el mundo por delante. Excelentes calificaciones en el colegio y muchas, muchas chicas a sus pies. Él lo adoraba, era su ídolo. Les decía a sus amigos y a su familia que, cuando fuera mayor, quería ser como su hermano, y lo hacía henchido de orgullo y admiración. Vicente le llevaba cinco años, pero eso no era impedimento para llevarse bien. Hasta que un día, cuando Iván tenía quince años, sintió que su hermano ya no era el de antes. Solía encontrarlo llorando y, cuando se percataba de su presencia, lo echaba y cerraba la puerta de su habitación para aislarse. En su casa todo cambió. Las caras de sus padres, fueron, por un tiempo, las mismas que él recordaba de cuando estaban tristes por la muerte de la abuela Esther. Pero esta vez, nadie había muerto y, sin embargo, la desolación cubría esa casa y esa familia. Preguntó, en sucesivas oportunidades, qué pasaba, no era ni tan chico ni tan tonto como para no darse cuenta de que algo estaba ocurriendo. No obstante, sus padres siempre desestimaban la situación y le decían que tenían problemas laborales. Ante la insistencia de por qué Vicente también estaba mal, le respondían que le había ido mal en los estudios y que no quería seguir ninguna carrera. Vicente… ¿irle mal en los estudios? Nunca les creyó. Imposible.

Y así pasaron los años, Vicente se casó y dejó la casa paterna a los veintiún años. Se separó a los diez meses de casado y, al poco tiempo, ya tenía una nueva mujer con quien se casó no bien tuvo los papeles de divorcio del matrimonio anterior. De estas segundas nupcias, años después, nació Lautaro, un bebé hermoso al que Iván adoraba como alguna vez había adorado a su hermano. Cuando Vicente se fue a España, él se hizo cargo de su sobrino y se enamoró de Andrea, la ex de su hermano y madre del niño. Al enterarse, Vicente, dejó de hablar con Iván, pero dos años más tarde, llamó para perdonarlo y contarle que estaba casado y feliz.

Hacía casi un año que Iván había decidido separarse de Andrea. Ya no toleraba sus ataques de celos y, viendo que Lautaro comprendía perfectamente lo que estaba ocurriendo y que tenía su aprobación, decidió irse de la casa y liberarse de esa atadura. Su sobrino estaba grande y entendía que su tío la pasaba mal, y se culpaba por creer que Iván hacía el esfuerzo para no perderlo a él. Un día que salieron juntos hacia la cancha para ver a su equipo de fútbol favorito, Independiente de Rivadavia, Lautaro le explicó y argumentó que él jamás dejaría de quererlo y que sabía que su tío jamás lo abandonaría, como sí había hecho su padre.

Y allí se encontraba, atado a sus pensamientos. Pensando en el reencuentro con su hermano y ansioso porque conociera a Lautaro, su orgullo. El muchacho ya estaba al tanto del regreso de su padre y estaba dispuesto a hablar con él y armar una relación, pero jamás le diría “papá”. Llegó a Buenos Aires pasadas las seis de la tarde. Se hospedó en un hotel céntrico y, como estaba famélico, llamó a un amigo periodista con el que había acordado encontrarse para ir a cenar. Una hora después, se encontraban en la esquina de El Museo del Jamón, para charlar y enterarse de las novedades de la Capital.

***

Una jeringa, dos y una tercera por las dudas. Las colocó en la caja, una al lado de la otra, con el nombre de lo que cada una contenía. Tomó los cigarrillos y los fósforos. Era hora de terminar con las patadas del imbécil que se creía fuerte. El otro estúpido ya no era peligroso, lo dejaría en paz unos días para que se recupere y poder volver a arremeter sin piedad. Violencia, piedad. Violencia, piedad. ¿Para qué la piedad? Bueno, solo para que recobraran algo de vigor y poder volver a quitárselo. Así era más emocionante. No era entretenido doblegar a alguien ya doblegado, necesitaba que se retobaran, que lucharan y que se dieran cuenta de que nada podían hacer. Colocó las vendas para los ojos de ambos, cinta para tapar la boca de uno de ellos y un líquido antiséptico de color rojizo para ocultar las heridas y ver las marcas rojas identificadas para, al día siguiente, insistir en el mismo lugar.

Sentía un hormigueo en las manos y una ansiedad abrumadora. La necesidad de torturar se había hecho carne y era como una droga. Se tuvo que pegar sobre sus propias manos y en los muslos, palma, dorso, palma, dorso. Se sentiría con fiebre hasta que no llevara a cabo su plan, pero debía aguantar, aún no era la hora. Sobre la silla, con la pierna derecha temblando y raspándose los dedos contra la mesa de madera, esperó mirando el reloj minuto a minuto. Cuando se hicieron las ocho de la noche, tomó la caja y bajó con una calma que no había hallado minutos antes. Una vez que el momento llegaba, todo se ponía en orden. Bajó los escalones despacio, sin apuro y abrió la puerta. Uno de ellos estaba despierto, tal como esperaba. Se aproximó al que se hallaba dormido, le tapó los ojos con una de las vendas y le inyectó antibiótico en el brazo sano. El hombre ni se inmutó. Comprobó sus signos vitales y todo parecía normal. Solo estaba durmiendo.

Se acercó a Sebastián que mantenía los ojos cerrados de manera consciente y se los vendó. Acto seguido, le bajó los pantalones y él se sobresaltó, dado que no era la hora de la limpieza.

—¿Qué sucede? ¿Quién sos? ¿Qué me vas a hacer? —decía con voz atemorizada—. ¡Hablá, bastardo! Ni siquiera das la cara para luchar frente a frente. Sos un cobar... —No pudo terminar la frase, porque se retorció de dolor ante la quemadura en el muslo.

Sacudió la pierna como intentando quitarse el dolor, pero no menguaba. Sintió un nuevo dolor en la otra pierna y pataleó hacia todos lados, pero su captor sabía bien dónde ubicarse para no ser golpeado. Ahora estaba a su espalda. Lo supo cuando sintió un nuevo calor abriéndose paso en la cara posterior del muslo derecho. Lo estaba quemando con algo, pero no sabía qué era. Lo supo cuando una bocanada de humo le penetró en la nariz. El muy hijo de puta lo estaba quemando con un cigarrillo que aprovechaba a fumar.

Continuó quemando las piernas de su víctima, haciendo un dibujo simétrico en una y otra. Se alejó para apreciar el símbolo que había dibujado y se enorgulleció de su obra. En cada pierna, en ambos lados, dibujó una flecha hacia abajo que tenía una cruz en la parte de arriba. El símbolo era la cruz contra el mal. Era la combinación de una cruz latina con una flecha como símbolo de lucha. Su lucha. La representación de la flecha podía ser una espada: la empuñadura eran los brazos de la cruz, y el filo punzante de la espada estaba caracterizado por la punta de la fecha. Sebastián gritaba y se contorsionaba con cada quemadura. Una vez terminada su perversa obra, tomó el líquido rojo antiséptico y pintó uno por uno los agujeros que mordían la piel. Él pataleaba y gritaba ante el ardor que sufría su cuerpo y lloraba como un niño y pedía a Dios que lo salvara.

El torturador debía correrse ante cada aplicación de Merthiolate, para no recibir un golpe de parte del sufriente hombre. Se hizo insoportable la tarea y decidió golpearlo con la silla como había hecho horas antes. El hombre quedó inmovilizado de dolor al recibir el impacto en la zona de los riñones. Se mantuvo lo más quieto que pudo ante las siguientes aplicaciones de ese líquido frío. Había entendido la señal. Debía estarse quieto.

El captor culminó su trabajo, quitó la venda de los ojos de Sebastián, tomó sus herramientas y se retiró a paso lento. Antes de cerrar la puerta, se volvió y lo miró. El hombre, colgado y moviendo la espalda en espasmos de llanto, le generó un pensamiento: “Pobrecillo, no sabe lo que le espera mañana cuando raspe cada una de las quemaduras con la esponja de metal y vuelva a quemarlo en el mismo lugar. Hasta que no me diga por qué lo hicieron, no voy a parar”.

Abre los ojos

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