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Capítulo 1 Lenguaje, emociones y escritura desde la historia cultural Historia cultural del lenguaje

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En fray Juan de Dueñas, paradigmático prosista franciscano culto del siglo XVI, puede rastrearse el importante papel y poder de la palabra en la cultura latina occidental, base del escolasticismo medieval y renacentista. En su libro Espejo de consolación de tristes,11 obra didáctica muy leída en el siglo XVI, se refleja la función dicotómica que para él es connatural al lenguaje e íntimamente vinculada a la concepción del mundo cristiano. El bien y el mal aparecen asociados al lenguaje humano desde el principio de la creación. Dueñas asocia el lenguaje del cielo a Dios y el del mundo al demonio. En el primero está implícita la verdad; en el segundo, la mentira y la falsedad.12 La persona paciente y virtuosa pone la otra mejilla, la persona mala y perversa ofende con injurias. Pero también en el lenguaje del demonio se encuentran las palabras aduladoras. Cuando cita a Jesucristo a través de Marcos dice: “La muerte y la vida están en manos de la lengua […] de tus palabras serás justificado, o condenado […] porque tu sin duda alguna eres señor del hablar y del callar”.13 Según san Crisóstomo, “porque tu solo tienes y no otro alguno la llave de tu boca”.14 El escritor franciscano advierte desde su propia concepción del mundo la fuerza e influencia de la palabra en el devenir del hombre.

El lenguaje ha sido definido como el “vehículo por el que el hombre transmite el resultado de sus experiencias de instalación en la naturaleza y en la sociedad”15 o como “una forma más de percibir la realidad histórica”.16 Sin embargo, la historia cultural del lenguaje ha sido poco definida, aunque cultivada desde hace unas décadas por historiadores de renombre como Natalie Zemon Davis,17 Lynn Hunt,18 Carlo Ginzburg,19 Arlette Farge,20 Peter Burke,21 Roger Chartier22 o Robert Darnton,23 quienes a su vez han recibido una importante influencia de científicos sociales como Mijaíl Bajtín,24 Clifford Geertz,25 Pierre Bourdieu,26 Michel de Certeau27 o Michel Foucault.28

En este libro nos aproximaremos al lenguaje como una entidad mixta que puede fungir ya sea como espejo, ya como agente social. Es decir, no exclusivamente a la noción convencional del lenguaje como medio de comunicación (vocabulario o nomenclatura designativa de hechos, cosas e ideas) sino como generador activo de los significados con los que dichos hechos, cosas e ideas son dotados. Se trata de aproximarnos a formas del lenguaje que nos permitan comprender cómo opera el mundo y qué lugar ocupan los actores sociales en él.29

La historia cultural del lenguaje es una historia sensible a “los lenguajes de que se valen los actores sociales para definir sus identidades y para oponerse a quienes los desmienten”.30 Para los historiadores pioneros de la nueva historia cultural o sociocultural, “la instancia llamada cultura es el marco con el que operamos los individuos en el seno de la realidad, el repertorio de códigos que hacemos valer para actuar”.31 De donde se infiere que el historiador cultural es el que “rastrea esos códigos con el fin de interpretar adecuadamente las acciones de los antepasados”32 y, añadiríamos, las palabras específicas, símbolos y gestos con los que se expresaban esas acciones.

En este punto debemos advertir que tomamos distancia de las reflexiones extremas generadas por el llamado linguistic turn popularizado por Richard Rorty33 y las conclusiones expuestas por sus seguidores. Ciertos humanistas posmodernos llegaron a proponer que la realidad no puede existir si no se la nombra, es decir, que ella se encuentra sometida al lenguaje. 34 Para los historiadores, una consecuencia extrema de esta forma de pensamiento fue la formulación de la idea de que no podemos escapar al relativismo que nos imponen los textos con los que escribimos el relato histórico, convirtiéndose así la Historia en una construcción sujeta a las leyes del lenguaje, en un ejercicio retórico y hasta de ficción más que científico.35 Otra consecuencia del giro lingüístico sería la dependencia de los sujetos históricos a los lenguajes impuestos por las instancias de poder. Al contrario de esto, y siguiendo las reflexiones de Roger Chartier, creemos en la posibilidad de los actores sociales de darle sentido tanto a las prácticas como a las palabras y a la capacidad de reaccionar de manera inventiva en los espacios cotidianos, a las coacciones y a las convenciones que tratan de imponer las fuerzas dominantes de las distintas sociedades.36

Este trabajo se centra en el estudio del sentido de las palabras, así como de los gestos, imágenes y símbolos que mediaban los conflictos de la gente que vivió en Hispanoamérica en los siglos XVI y XVII. La reflexión sobre el lenguaje verbal y simbólico ubicado en su contexto nos permite “dar significado a las palabras [pero también símbolos, gestos e imágenes] oscuras de individuos” remotos, imaginando “lo que debieron de sentir, de pensar, aunque admitiendo a la vez la distancia infranqueable [que nos] separa de ellos y que hace imposible restituir el mundo pretérito”.37

En 1987 Peter Burke llamó la atención a historiadores y lingüistas sobre la necesidad de construir una “historia social del lenguaje”. Casi dos décadas después, en el año 2005, él hacía constar la existencia de respuestas a ese llamado desde el campo de la lingüística y de la historia en el prefacio al libro editado por Rocío García Bourrellier y Jesús María Usunáriz, Aportaciones a la historia social del lenguaje.38 En fechas más recientes el impulso de este tipo de estudios se concretó en una obra centrada específicamente en el estudio del improperio en el Siglo de Oro español titulada Los poderes de la palabra39 y en un esfuerzo lexicográfico y documental llevado a cabo por Cristina Tabernero y Jesús María Usunáriz, quienes han dado a la luz un increíble Diccionario de injurias40 de los siglos xvi y xvii. Este diccionario se basa en mil quinientos procesos judiciales del Archivo General de Navarra, el cual contiene más de mil términos que con sus variantes de uso asciende a un total de ocho mil doscientos términos, los cuales dan a conocer los procesos de oralidad de los hablantes del pasado y la extensión del uso de las voces.

La que Peter Burke llama historia cultural del lenguaje, “o cualquiera que sea el nombre que quiera dársele”,41 parece estar creciendo a un ritmo constante. Con este nombre se refiere en particular a una subdisciplina que estudia en su contexto histórico social el uso de las diversas lenguas. Desde la perspectiva histórica no se trata de un ejercicio de lingüística pura sino de aprehender las formas que el lenguaje asumía entre nobles, mercaderes, cortesanos y bandidos o entre otros grupos como los de las mujeres, los moriscos y los judíos. En 1987 Burke expresaba con mucha razón que el estudio del lenguaje no debía ser un campo exclusivo de los lingüistas, destacando la necesidad de estudiarlo como una institución social y como una parte de la cultura. Desde esta misma perspectiva, al lenguaje verbal —escrito u oral— debemos sumar el lenguaje simbólico y el lenguaje visual.

En los años precedentes el debate acerca de la importancia del lenguaje y del discurso sobre la reconstrucción histórica y su posibilidad de ser en sí misma una ciencia ha tenido enormes repercusiones a nivel teórico, pero relativamente pocas a nivel práctico. José María Usunáriz nos recuerda cuáles han sido los diversos recorridos teóricos y los intensos debates que habrían contribuido a despertar entre los historiadores la conciencia de la necesidad de acercarnos al estudio del lenguaje. En ese ámbito, y siguiendo a Michel Foucault, se han desarrollado investigaciones centradas en torno a las relaciones entre el lenguaje y el poder, o siguiendo a Quentin Skinner han analizado las teorías y terminología de los politólogos del Siglo de Oro. La propuesta de Chartier, la de estudiar las formas culturales específicas del lenguaje de cada época, va avanzando en España y tiene todavía un gran terreno de cultivo en América Latina. Uno de los esfuerzos colectivos recientes más notables es la obra Palabras de injuria y expresiones de disenso coordinada por Claudia Carranza Vera y Rafael Castañeda García.42 Este libro es fruto de un proyecto dirigido a estudiar las diversas expresiones y manifestaciones del lenguaje licencioso o atrevido en el periodo colonial desde dos esquinas disciplinarias, la literatura y la historia. El libro está compuesto por dos decenas de ensayos que abordan el universo de la injuria en sus aspectos políticos,43 sociales, judiciales, religiosos y literarios. La injuria, el insulto o la infamia no son cuestiones que se reducen simplemente a denuestos lexicales, sino que podemos encontrarlas en las crónicas y cancioneros, en los tropos del lenguaje como la sátira,44 en las maldiciones, las fórmulas mágicas, los maleficios, las interjecciones, las canciones, la blasfemia,45 la herejía, la burla y los gestos.

Debemos mencionar los importantes esfuerzos que algunas profesoras chilenas han emprendido en la revista Historia y justicia en la que se han publicado investigaciones relacionadas con el tema de la injuria de palabra en el ámbito judicial. María Eugenia Albornoz Velásquez, una de las pioneras de este proyecto, ha publicado numerosos artículos relativos a esta materia desde la presentación de su tesis de maestría “Violencias, género y representaciones: la injuria de palabra en Santiago de Chile. (1672-1822)”.46 Parte de estos esfuerzos se pueden consultar en varios artículos publicados en la revista Nuevo Mundo, Mundos Nuevos, en la que la injuria de palabra se asume como un delito del lenguaje.47

Otro síntoma del interés que está despertando el estudio del lenguaje en una esfera especializada de estudiosos es el reciente coloquio realizado en México sobre los “lenguajes inquisitoriales”48 que fue abordado tanto desde el ámbito institucional como desde las apropiaciones de él por sectores ajenos al tribunal de la fe. Se exploraron diferentes vocabularios usados por el tribunal a ambos lados del Atlántico, así como símbolos y prácticas.

La historia cultural del lenguaje que proponía Peter Burke era ambiciosa y esperaba él que tomara impulso en el siglo XXI. El lenguaje como “parte de la cultura y de la vida cotidiana”49 debe ser estudiado históricamente en todos sus aspectos. Esta forma de apreciación del lenguaje resulta ser “un componente más de la historia de la cultura”50 y es a la vez “un reflejo de la sociedad”.51 Los historiadores debemos enfrentar la necesidad todavía imperante de dar a conocer “la relación entre el lenguaje y la cultura o la sociedad en la que se habla”.52

¿Con qué tipo de fuentes podemos contar para esta empresa? Los procesos judiciales pueden ser una puerta de entrada. A pesar de que estas fuentes están impregnadas de un lenguaje institucional y mediatizado, es posible extraer de ellas, y a partir de las declaraciones de los testigos y reos, rastros del lenguaje oral no reelaborado.53

Las cartas que son parte de procesos judiciales pueden resultar también textos útiles para el conocimiento de los lenguajes profesionales, para aproximarnos a manifestaciones del lenguaje coloquial, para conocer las diferencias entre niveles sociales y políticos y para comprender mejor las relaciones sociales.54 Este libro parte de este tipo de fuentes con la finalidad de profundizar cada vez más en el lenguaje de denuncia55 y en el tipo de vínculos que establecían los vasallos con sus representantes terrenos y divinos o entre ellos mismos en la esfera cotidiana.

Al lenguaje hablado y escrito podemos sumar los lenguajes simbólicos y de representación.56 Félix Segura nos recuerda que en los últimos años los historiadores han analizado las representaciones mentales de la sociedad que se plasman en imágenes y en símbolos como una forma de ampliar la comprensión de determinadas facetas de su cultura. James Epstein ha hecho estudios pioneros en ese campo, preocupado por estudiar la importancia de los significados de los rituales políticos y simbólicos, menos que por entender las ideologías formalmente articuladas, llegando a hablar de la necesidad de comprender la complejidad de la “etimología visual” a la que haremos referencia en particular en los capítulos 7 y 8.57

Con respecto al insulto como parte del lenguaje verbal y simbólico, Peter Burke había advertido que este no pretendía tanto describir a una persona como “atacarla para destruirla socialmente con las repercusiones que ello tenía en la modificación de las conductas interpersonales”.58 Félix Segura añade que la “palabra deshonesta, escueta y volátil”59 es un arma de fácil manejo que golpea plenamente “la posición inalterable que ocupa el individuo con relación a su grupo”.60 La violencia verbal, pero también simbólica, afectaba los códigos del honor61 forjados y legados en el tiempo y en niveles que dependían de la posición en ese grupo social. De la misma manera, o aun con más fuerza, los insultos simbólicos tenían un fuerte efecto negativo en la concepción del honor de los lastimados en el proceso injurioso.

Este libro es una aproximación histórica a las diversas formas en las que el lenguaje de injuria y de denuncia se insertaba en la sociedad y cobraba significado. Partimos de la importante idea de que “el lenguaje es un reflejo de la sociedad, un indicador sensible de las relaciones sociales (deferencia, familiaridad, solidaridad), de los cambios y de las resistencias al cambio”.62

En los próximos capítulos recuperaremos las diversas formas del lenguaje injurioso y de reclamo presentes en cartas, pasquines, gestos, objetos e imágenes. Bien decían Serge Gruzinski y Carmen Bernard en su Historia del Nuevo Mundo que la sociedad colonial era “una arena pulverizada de facciones y clanes”,63 de “alta turbulencia”64 y recorrida por redes móviles que se desgarraban a fuerza de escándalos, de dagas, de libelos infamantes y de denuncias a la Inquisición. Ciertos delegados de la autoridad real llegaron a captar la esencia de estos elementos desgarradores, caracterizándolos como “un lenguaje tan nuevo”65 en el que se referían a “cartas sin firmas y otras firmadas”,66 las cuales solo podían ser de autoría de “un hombre o por mejor decir demonio salido del infierno”.67 Un irlandés llegado a tierras novohispanas escribió un libelo infamatorio contra los inquisidores, refiriéndose a este acto como “discurso”68 producto de un “agravio” que le llevó a responder de forma iracunda. Nuestra intención es sistematizar todas aquellas palabras y expresiones que parecen producto del caos, para concederles un significado en un tipo de organización social, política y económica que valorizaba, sobre cualquier otro principio o aspiración, el privilegio, el honor y el prestigio antes que la riqueza.69 En estas sociedades fundadas en numerosos tipos de privilegios, cada categoría de vasallo tenía derecho a la defensa del honor arrebatado por la injuria y que, en consecuencia, podía incidir en la pérdida del privilegio, cuestión de mucha monta en aquella época. Como nos lo recuerda Thomas Duve, “el privilegio más allá de ser un instituto del derecho común llegó a ser un modo de pensar, una práctica cultural más allá de la metodología o la teoría del privilegio”.70

En la historiografía contemporánea, la fuerza de la palabra comienza a ser protagónica. Jorge Cañizares-Esguerra ha demostrado recientemente que los procesos de conquista de Hispanoamérica también se libraron en el papel y que a la par con la apertura de fronteras territoriales se libró una importante batalla de contratos. A los acuerdos originales con la corona los rivales interpusieron litigios que ponían en entredicho dichos contratos, se enviaban visitas, se generaban probanzas y miles de páginas de testimonios que llegaron a configurar cartapacios jurídicos de una importante entidad. Incluso, muchas de las llamadas crónicas de Indias no son otra cosa que las narrativas del “mundo del litigio”, el cual “sirvió como dinamo de conquista” y como “origen permanente de conflicto”.71

La agresión verbal, simbólica o visual, en cuanto acto injurioso, tenía circunstancias agravantes dependiendo del lugar y del momento en que se realizaba, de la publicidad o número de quienes escuchaban, percibían o veían el insulto, de la repetición de la injuria y/o de la existencia de violencia asociada. Esas variables pueden modificar el significado de la injuria y la situación social, política y de género de las partes implicadas.72 Por encima de estas variables, la fama pública del injuriado era la principal garantía que tenía un individuo sobre la honestidad de su comportamiento. Esa fama beneficiaba a quien perteneciera a sectores notables como los de los nobles, clérigos, jueces, notarios y oficiales regios, y al contrario, perjudicaba a quien no pudiera demostrar su pertenencia a estamentos privilegiados, tanto si era un ofendido como un ofensor.

Asimismo, el acto de infamar podía ser parte de acciones verbales, acciones simbólicas, así como de actos físicos en sí mismos.73 Un estudio sistemático sobre este tema es el del antropólogo Xavier Theros, quien en su libro Burla, escarnio y otras diversiones74 continúa con la labor iniciada por Mijaíl Bajtín o Julio Caro Baroja, siguiéndole la pista de manera muy seria al mundo de lo cómico, marginado en el mundo occidental a una posición subsidiaria y sin importancia. Theros hace un recorrido cronológico partiendo de la antigüedad romana para mostrar el tránsito de la sociedad medieval del jolgorio a la moderna de la represión de las emociones. Él explica los significados de los gestos obscenos, de los chistes, del travestismo, del carnaval, del charivari, la burla de los minusválidos físicos o mentales, la relación humana con los seres de la naturaleza o las procesiones infamantes, entre muchos otros asuntos, y apunta a una explicación profunda del proceso por el cual todo lo ligado a las necesidades corporales y emocionales se fue identificando con los restos de un pasado incivilizado. Los capítulos 6, 7 y 8 abordan muchas de las temáticas relacionadas con el universo de la burla, el carnaval y el escarnio público.

Entre los signos de humillación que podían acompañar o no a los textos injuriosos, historiadores como Edoardo Grendi, Carlo Ginzburg, Fernando Bouza y Antonio Castillo han recuperado prácticas como el redomazo (acto de manchar con tinta u otras sustancias al infamado), arrojar excrementos de animales a la propiedad de los infamados, colocar figurones ridículos que lo representasen, realizar pinturas alusivas a sus supuestos vicios, marcar casas y propiedades con cuernos o con ajos y adicionar sambenitos75 para acusar de nueva cristiandad al injuriado.76

Otro aspecto muy importante, destaca Félix Segura, es que “cualquier acto de agresión es una variante alterada de comunicación”77 y puede llegar a ser más poderoso que la misma violencia física. Más que hacer catálogos de denuestos, Segura propone entender por qué ciertas injurias causaban tanta preocupación, por cuanto eran capaces de “golpear a la comunidad en lo más profundo de sus convicciones morales y desestabilizar el equilibrio imperante en todo un colectivo”.78 Resulta de gran importancia reflexionar, más que en las consecuencias penales de la injuria (penas pecuniarias, prisión, azotes, galeras), en “el estudio del contenido del mensaje infamante, su vinculación respecto al espectro social”79 y la forma en que se configuraban, para nuestro caso, en los siglos XVI y XVII americanos.

Pasquines, cartas y enemigos

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