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RECUERDOS

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Los recuerdos no me permiten estar en mi casa, aunque no sirve de nada mentirme a mí mismo, no puedo evitarlos acá tampoco.

Llevo dos días en casa de la Lela. La mayoría de las personas recuerdan la casa de sus abuelos por el aroma de las comidas caseras, la mía no cocina ni aunque le paguen. Acá solo hay milanesas, si fuera por ella viviría a delivery. Eso era lo que más nos gustaba con Mateo, siempre que la visitábamos nos mimaba con pizzas, empanadas o hamburguesas con papas.

Aunque lo intento, no paro de recordarlo, Pienso en su sonrisa, en sus abrazos, en las noches tirados en mi cuarto jugando videojuegos y en las tardes en la plaza tomando mates.

Lo único que me queda de él, de nosotros, son los recuerdos. Y junto a ellos llegan la nostalgia, el arrepentimiento y el dolor.

Estos días recibí palabras de aliento y abrazos forzados. Por momentos ya no creo que me interese seguir. Cuando me siento así, me ayuda recordar su forma apasionada de vivir. Siempre admiré eso de él. Yo sé, tal vez más que nadie, que la vida que le había tocado no era color de rosas y aun así no dejaba que ni un minuto de su vida se desperdicie.

Ayer recibí un mensaje de la mamá de Mateo, dijo que le gustaría que vaya a su casa, que hablemos un poco y que puedo ver si quedó algo mío en su casa. Aclaró que no hay apuro, que me tome el tiempo necesario.

Él amaba a su mamá con locura, era su mayor admiración, y ella lo amaba con igual fuerza a él. Recuerdo como apoyaba la cabeza en su hombro cuando la saludaba y luego le besaba la frente. Hice eso mismo la última vez que la vi, al despedirnos en el cementerio. Quería que ella supiera que me tiene de la misma forma que lo tenía él, que no está sola. Me sonrió y me agradeció, cuando en realidad soy yo quien debería agradecerle, su hijo había sido tan especial... Aun así, preferí callar.

Dicen que el tiempo lo cura todo. ¿Cuánto hace falta?, ¿unas semanas?, ¿unos meses?, ¿unos años? No creo que haya tiempo que ayude realmente. Nada me hará olvidarlo y tampoco estoy dispuesto a hacerlo. Mi mente también se resiste, hasta lo más simple es suficiente para hacerme recordarlo.

La publicidad del colchón en la radio: Él tenía obsesión con la canción de esa publicidad. La cantaba a cada rato, en cualquier momento y lugar. Me acuerdo esa vez que había hecho su versión hardcore. Creo que nos reímos por una semana. Su voz nunca fue muy grave, así que me daba mucha gracia oírlo haciendo esa voz profunda y rasposa. Mientras cantaba su propia versión de la canción movía su cabeza como todo un rockstar y simulaba tocar una guitarra eléctrica. Después de esa primera vez se transformó en algo habitual, cada vez que escuchábamos esa canción poníamos la voz hardcore.

Tronar mis dedos: Siempre me reprochaba cuando lo hacía delante suyo. No porque le molestara, sino porque a él no le salía hacerlo con todos los dedos juntos como a mí. Lo intentaba siempre, pero solo podía hacerlos sonar de a uno. También le daba mucha impresión que me tronara el cuello. Me encantaba hacerlo delante de él y ver su expresión, era algo único. Se veía tan lindo poniendo esa cara.

Siempre fue muy expresivo, muy transparente. No era de los que disimulan lo que sienten. Si algo le desagradaba era fácil darse cuenta. Así era con cada emoción. Se mostraba tal cual era, y eso era encantador.

El envoltorio de alguna golosina: Nunca fue un chico muy comprometido con el medio ambiente. De todas formas, no olvido como se enfurecía cuando veía a alguien arrojando un papel al suelo. Cada vez que comprábamos golosinas, él estaba atento a lo que yo hiciera con el papel. Si tenía su mochila encima, lo guardaba allí; si no, lo metía en el bolsillo del pantalón hasta encontrar un tacho de basura. Era nuestra costumbre, cada vez que comía algo le daba el papel y él lo guardaba para luego tirarlo.

Hoy mi abuela me invitó uno de esos caramelos de ancianos, de los que tienen fama de durar treinta minutos y a él le encantaban. Cuando lo desenvolví, extendió su mano pidiéndome el papel y lo guardó en su bolsillo. No pude evitar pensar en él. Por un momento pude verlo, estaba ahí pidiéndome el envoltorio con una sonrisa en su rostro. El estómago se me estremeció y sentí felicidad por un instante.

El labial de cacao: Ambos siempre teníamos los labios secos y lastimados, yo más que él, pero yo nunca tenía labial de cacao. Una vez me dijo: «Lean, tenés que usar labial de cacao, siempre hay que estar listo para poder besar». Nunca me importó besar a alguien con los labios secos y tampoco nunca nadie se quejó. Mis labios humectados serían de una sola persona: él. Ayer, cuando acompañé a mi abuela a comprar sus medicamentos, me compré uno, y no por mis labios, más bien para recordarlo.

La visera de la gorra hacia atrás: Él decía que no le gustaba usarla para adelante porque le hacía las orejas grandes y tampoco quería meter las orejas dentro de la gorra.

Hoy vi a un chico de espaldas y llevaba la visera hacia atrás. Si bien no se parecía en nada a él, no tenía labios secos, ni un hoyuelo del lado izquierdo, tampoco tenía su altura y mucho menos su piel pálida, ver cómo llevaba la gorra hizo que lo recordara.

Él era de la clase de personas a las que les gusta coleccionar recuerdos, siempre decía «¡Fua!, ¡alto recuerdo va a ser este!». Teníamos tantos recuerdos juntos que podríamos llenar una habitación y aun así nos sobrarían. Al pensar en esto encuentro un poco de consuelo, al menos puedo tenerlo en mis recuerdos, aquí está seguro, feliz.

Aquí sigue vivo.

Y el mundo gira

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