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El asombro de Ramsés

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Me habían dicho que sus calles ya no asustaban

tenía mis dudas pero atravesé la cordillera

y desde los bosques fríos donde se coronan los hongos

vi las luces que se desvanecían en tentación y soñé una dirección.

Llegué solo, con un pueblo plano y otro puntiagudo a mis espaldas,

para entonces sólo habían transcurrido tres bostezos y un ladrido blanco,

pero todas las esquinas eran leales al cansancio

y la modorra maquillada de ciudad me dio el abrazo del saltamontes.

Admiré los biombos, los quicios, e imaginé retretes

y encontré la amistad en los carteles amables de la memoria

y los chocolates envueltos entre lechugas para servirse al mediodía.

Nada quedó reposando en el inútil rumbo de tanta meta…

Después de pensar en los tulipanes y las agujas de los costureros,

avancé desde las cuatro jorobas de la ciudad

al encuentro de universidades y lámparas novedosas,

porque todo es perfección y hospitalidad

en los ojos de oro que se tornan brasas.

No fui al zoológico, preferí rondar por el manicomio,

y allí donde se justifica la ecología alguien preguntó

si éramos muchos los que estábamos afuera.

No retorné afligido pues mis acompañantes eran bellas

y hablaron de estadística e inventaron un prisma

que reflejó mi ignorancia como enfermero del amor;

algo vibró en mi inquietud, el chirrido de un columpio

pero no imaginé juegos, sí una sutil señal de íntimo eco,

siendo así, me abracé a las melodías de antaño

y los tangos derritieron sombras en los parches de la mascarada

y me incorporé para besar la luna y unos ojos de lince,

mas en la galería de amores que sólo fueron capullo

las pulsaciones me amotinaron y repudiaron la trashumancia

y me alejé para no hacer daño con mi pasado.

No arrullé las tristezas como lo proclaman el silencio y las puestas del sol

y me quedé largos momentos al pie de la puerta obediente a las bisagras,

escuchando los desagües de los tejados en noches sin noticias;

supe al instante que el mundo es pequeño y no hay esperanza

que las chicas de cabello rubio y sedoso tampoco serán mi salvación

porque todo se trasfigura en un mínimo espacio y los olores dan para

murmurar.

Animado, dejé contra la pared una mirada rasgada en su herida

con la salvedad del oriental que comprende las cuatro nobles verdades,

y hui para conjurar el rocío ahogado en el espejismo de la belleza,

fue cuando dejé entrever mi plebeya ocupación de ciclista

y regué arvejas en los aseados pisos de las casas que me alojaron

ofreciendo la abundancia para las alacenas amigas

mientras la metáfora se ampliaba en una tienda.

Escapando al ruido de los televisores y los escapularios

trepé hacia los pesebres que dibujaban patrullajes y vejámenes nocturnos

y en sus crestones vi bailarinas sesgadas ante bombillas de ceniza.

En honor a las citas descendí desbordando La Playa

nerviosa, repleta de pies que giran sobre letras de molde

y percibí tras un vidrio afligido como un computador

de qué manera los contrabandistas se organizan alrededor del gran tren

sin más aliento que la imaginación en espera de la navidad;

temí a los mendigos y me conformé respirando de los barrios

el polen de sus rollizas flores aunque se hayan quebrado sus vidrieras;

reparé en las cabezas grises de la cultura cierta noche de homenaje

y no supe si eran jubilados o Bouvard y Pecuchet ya cansados de tanta

bicicleta.

Con frecuencia divagué a la orilla de las glorietas postradas a los autos,

mas todo fue en vano porque el rostro florecido jamás apareció;

del centro confirmé que es un pantano y un puñal de dificultades

cuya funda se abre al paso de las vírgenes y los incautos;

silbé debajo de los nuevos edificios que esponjados

se ocupan de derribar los bastones de las abuelas

y a la deriva vagué de norte a sur escogiendo las cinturas diminutas

por encima de los eclipses de la luna y los cometas japoneses

y todo fue la felicidad de la burbuja coloquial

el total reposo en las antiguas camas de comino.

Transcribo ahora mis olvidos y mi terror a los bazares de obsequios:

al peso de mi equipaje nada agregué como regalo, tampoco algo que

contar,

tal vez hubiera traído caballos, pero mi misión no era equina y menos

de acero,

así que robé la diminuta silla de montar del caballito de mar

que gira como humo y brilla entre lunas, mareas y tarros de espera,

pero hice mis promesas de fauno que quedan recogidas en pocos folios:

he prometido convertirme en fabricante de velas hidrogenadas,

de seguro engordar como un burócrata que colecciona puntillas,

probablemente leer un diccionario completo de filosofía,

de vez en cuando fotocopiar pájaros, en especial colibríes,

también reencarnar como gramático estudioso del dálmata,

quizá proteger a los cocodrilos y hacerles el horóscopo,

acaso inclinar el viento y ejercitarme en el arte del bonsái,

a lo mejor creer que existen el Ecuador y la pedagogía,

alguna vez escuchar a Mozart para desarrollar mi cerebro,

he asegurado culminar mi novela titulada “Victoria de perfumes”,

y desde ya un agudo pálpito me dice que incumpliré

pero vale el esfuerzo que circula por los hilos

y el celo inocente de mi hijo putativo;

quizá las orugas me den un buen consejo

conforme a los dogmas de la agricultura.

Entre arequipe y leche asada presentí una certeza:

cuando haya extendido las fronteras de mi agujero azul,

las ciudades y los valles ya tendrán posesiones hereditarias,

incluidos el amor y el perfume para lavar los codos.

Para entonces, el lino adornará los riñones

en la angustia que riega su gloria sobre los huesos

de aquellas cuyos labios rugen alabanzas.

Mas no hay porqué pisotear la miel,

es mejor insistir en otorgar al universo un cielo de arcos

donde las nubes salten de sus ámbitos fríos

a la húmeda ropa que escampa bajo las hojas del laurel

y todo será tierra postrada ante las casas colgadas

vida de maderos que bajan por los ríos libres de azúcar

de manera que los cantores del campo y la familia

rectos ante los libros y la inteligencia

pasearán por los jardines de las bellas

y ante ellos harán deliciosas piruetas

para complacer a su heredad, en tanto

los ancianos, para preservar su ancianidad,

temerán la historia original del amor que se repite en cada mujer

y enseñarán a sus nietos lo que aprendieron de los filósofos andinos

que los viajes y el amor son la sustancia del literato

y les contarán acerca de las bibliotecas personales

cuyas paredes fueron levantadas con ladrillos y sangre de toro.

Finalmente, para enlazar una moraleja subrayada en mi vida actual,

se dice de Ramsés que su mujer apenas se movía de casa

y pasaba los días en la cocina y entretenía sus manos tejiendo;

así lo cifran las pinturas en la escala de los mortales ordinarios.

En todo caso esta forma hogareña era también parte de la civilización

y en homenaje a la mujer de ojos fabricados por la duda

los contingentes de guerreros dibujaban su perfil con arcos y flechas.

En medio de esta sencillez y de la furia de Dios se fundaron las dinastías

y mientras el faraón se bañaba en el delta, florecía la habilidad del brazo

sobre la gloria del arte y la vibración de las planchas metálicas.

Hoy evoco un retrato que es el asombre de Ramsés y el mío

y en el interminable Nilo y en las caras de las pirámides

se robustecen los destellos de mi entrañable Medellín y sus corazones,

con la firmeza de que nada es criptograma, sólo la amistad misma,

memoria cercana, pálida torta de pescado y café.

Bicicleta de lluvia

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