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Al amanecer

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—Oíste Pacho, ¿y qué hay de Cruzana?

—¿Cruzana? Pues dándoselas de Madre Teresa de Calcuta.

Ahora Cruzana todo lo atribuye a milagros o revelaciones divinas. Es una mezcla de socióloga y monja. Antes le gustaba el baile y leer. Pero desde de aquella madrugada en que iba con su novio sintió una especie de culpa, algo de remordimiento y consideró reparador volver al lugar del susto. Y regresó de otra manera y con otras finalidades. Consagró las madrugadas de los lunes, miércoles y viernes para llevarles un desayuno a los indigentes de una esquina particular. Al principio tuvo miedo y asco, pero entró en confianza y se convirtió en una consoladora de llantos y de historias, una misericordiosa.

Así fue como conoció la historia de Albóndiga. La vida del desharrapado era perfecta. Tenía casa, recursos y amor familiar. Y también un problema especial. No podía retener lo que aprendía. Su capacidad de concentración estaba mermada. Por eso le iba mal en el colegio. Pero una tarde a orillas del río le llegó el día de la suerte. Acababa de cumplir dieciséis años y se sintió feliz. Por fin pudo concentrarse y aprender.

Cuando la conoció, cambiaron las cosas. Se encontró con ella y ella lo sedujo y cantaron bajo la lluvia. Entonces las rayitas blancas y negras se volvieron de colores. El gris que lo rodeaba se transformó en paisaje caribeño. Todo fue rápido y cuando se dio cuenta estaba hundido hasta las cachas, pero con ella. Y creció y trabajó para ella. Todo su mundo giraba alrededor de ella. No había instante en el que ella no estuviera a su lado. Y viajó por muchos lugares con ella. Y su olor le ofrecía sueños y le proponía retos. Y se aventuró en lo desconocido hasta que un día despertó tirado en el piso abrazado a ella, a su mariajuana del alma, a su maracachafa de ensueño, a su bareta de juerga, a su hierba del alma, a su chicharra esencial, a su mona reconfortante, a su marimba sonora, a su varilla de entusiasmo, a su verde serena, a su grifa de placidez, a su burbujita de ensueños... Siempre en femenino, nunca en masculino. Entonces con el paso del tiempo su piel y su abrigo adquirieron el color del asfalto. Y sus dedos se impregnaron del sándalo callejero. Lo único blanco y limpio que tenía era su dentadura. Siempre bien cuidada. Era su orgullo.

De vez en cuando Albóndiga robaba revistas o cosas sin importancia. No era ambicioso. Pero un día un recién llegado al combo puso en duda sus capacidades. Rápido le probó que conservaba intactas sus facultades: robó la batería y la sirena del carro de la policía. Muy contentos esa noche tuvieron luz y música. Y fue en esa esquina de la veintitrés donde Cruzana vivió la aventura que la puso a cargar ollas al amanecer.

Era de madrugada y Cruzana salía de un bar salsero con su novio. Seguirían la rumba en otro lado. Avanzaron una cuadra. Un grupo de menesterosos alardeaba de sus olores esquineros. Sus miradas eran espirales que resecaban la calle. Cruzana sintió miedo. Un pánico clasista la llenó de terror cuando el más feo, horrible, maloliente y sucio del grupo se les acercó. Su ojo hambriento habló: Una moneda o un billetico p’al caldo.

Estaba fuera de órbita pero sereno. El hambre se le escurría entre la barba pegachenta. Ya se llevaron las canecas. Cruzana apretó con fuerza la mano de su pareja y se estrechó más a su cuerpo. Sintió que las cervezas se le cuajaban. Ahora estaba horrorizada. El novio demostró coraje y no echó atrás.

—Acompáñeme al cajero. Si hay plata, le doy.

—¿Y si no hay?

—Tranquilo... Allá hay.

Subieron por la calle de los cines. Cruzana repetía cosas incomprensibles mientras la niebla mañanera le salía por la boca. Su novio marcaba el paso ajustándose las gafas cada tres metros. El indigente lamía su botella de gasolina, meciéndose por la acera. Más atrás, como guardaespaldas, los otros desechables los seguían sin perderlos de vista. A veces los entretenía patear una botella. La pareja imponía el ritmo. Cuando aumentaban la velocidad, los míseros hacían lo mismo. Si el par de rumberos perdían el ritmo, los andrajosos también se hacían lentos. Hasta los perros mantenían la distancia en medio de las mudas calles. Cruzana sentía que el pelo le crecía más rápido. El paso que marcaban de una cuadra a otra era un intento fracasado por correr entre arenas movedizas.

La obstinada persecución de los callejeros terminó cuando Cruzana, su novio y el indigente llegaron al cajero electrónico. Un perro levantó la pata y orinó contra el vidrio. La promesa estaba ahí. Pero no había nada. No funcionó el cajero. El novio olvidó la clave. No mentía y comenzó a sudar. Le creo, le creo. El indigente se frotó la barba con el antebrazo y se limpió los mocos; luego se abrigó el pecho. A Cruzana se le desordenó la respiración y al novio se le empañaron los lentes. El hombre sopló el cuenco de sus manos y algo sacó del bolsillo. Tome estos cinco mil y váyase aunque sea en bus con esa muchacha tan linda. Y su risotada ahuyentó a los gatos que merodeaban entre la basura. Cruzana dice que la brillante dentadura del indigente le iluminó el destino. Su risa se le pegó en el alma.

Cruzana llegó a repartir su merienda. Sus botas dejaban una carga de barro en los bordes de la acera. El piso estaba frío. Todavía caía agua. Los pliegues del andén resoplaban humedad y escalofrío. Un perro mordía media hamburguesa. No había más. Albóndiga comentó que estaba pensando en buscar un sitio donde no se mojara tanto. Un lugar sin tanto tráfico, donde pueda soñar. Desayunó y echó humo. Y casi meditando se concentró. Recostado en una caneca se quedó lelo, paralelo, atontado en su mundo. Cruzana siguió en su labor de esquina en esquina.

Iban a ser las seis de la mañana cuando Albóndiga se despertó con el ruido. No era el estruendo habitual de los carros sino el bullicio de la policía. Llegaron con la algarabía de la autoridad. Tumbaron cambuches y apagaron fogatas. Los carbones rodaron por el suelo. Albóndiga quería descansar. Hacía mucho frío. El día no estaba como para levantarse temprano. El rincón estaba acogedor y los cartones estaban calienticos. Además le dolía la espalda. ¡Muévase, marica!, gritó un policía dándole vueltas al bolillo. ¿O quiere que le dé su desayuno?

Albóndiga siguió en su mundo de ensoñación, calmado, sin afanes, en su mundo de preguntas. ¿Es que me va a dar consomé de pollo? Entonces el gigante de uniforme verde le estalló el bolillo en la boca.

Cuando Cruzana supo del bonche regresó al lugar. Encontró a Albóndiga con las manos en la boca y la mirada perdida. Su abrigo estaba chispeado de sangre. Tenía los ojos concentrados en el infinito. Temblaba. Ella le encendió su cigarrillo especial. La sintió como la humareda que lo acompañaba desde hacía muchos años. Bajo los puentes hay que compartir demasiado. Cruzana le aceptó una calada y se quedó mirando hacia el asfalto. Aspiró otra vez hasta quedar alelada. Todavía saltaban en la superficie pequeños destellos de luz, piedritas blancas, refulgentes joyas, albos guijarros luminiscentes. Era la risa del amanecer. Puro calcio esparcido.

La profesión de los labios

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