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«Hagan todo con amor»

(1 Corintios 16:14)

Mimi (Elvia Rosa de Narváez), Nayo (Nayib Naváez Utria), abuelito José (José Alberto Isaza Lafaurie) y mi abuelita Bertha (Bertha de Isaza Zuluaga) son mis abuelos; ellos han marcado mi crianza. Qué difícil —ahora en mis recuerdos— debió ser para los demás que yo, desde muy niño, estuviera corriendo de aquí para allá, haciendo desorden por todos lados, gritando, molestando y siempre rompiendo las porcelanas de mi abuelita Mimi por estar pateando un balón de fútbol. De verdad que uno de niño, especialmente a esa edad de 7 u 8 años, era muy intenso o yo, tal vez, me excedía de intensidad.

Al inicio, cuando mis padres se casaron, mi papá se había retirado de la Policía Nacional siendo capitán, y mi mamá, por el embarazo, debió dejar la carrera de Derecho en la Universidad del Norte; aún no generaban altos ingresos para vivir en un apartamento propio o para pagar todas las cosas que eran necesarias, por ello, mi crianza fue donde mis abuelos maternos.

A decir verdad, no tengo muchos recuerdos de esos primeros años, pero sí sé que eran tiempos difíciles, porque mi papá quería salir adelante, no por el dinero de su familia ni por la familia de mi mamá —que tenía buenos ingresos y una posición social alta—, sino por su propia cuenta. Quizás por eso, después de retirado de la policía, empezó su carrera de Derecho. Él estudiaba por las noches, para poder, en el día, trabajar en lo que él quería, ganar su propio dinero mientras mi mamá se recuperaba de mi nacimiento y se dedicaba a mi crianza.

Pasar unos años donde mi abuelos maternos fue una época bien linda, me cuenta mi mamá: mis tías, mis abuelos paternos y maternos se juntaban siempre para atenderme; la felicidad era impresionante: era el primer hijo de mis padres y el tercer nieto de mis abuelos maternos y, por otro lado, el primer nieto de mis abuelos paternos; yo era, como decimos aquí, “el pechichón”. Mi abuelo Nayib, el papá de mi papá, nos dio un apartamento en el edificio de la familia llamado Tanurín —haciendo referencia al pueblo de El Líbano donde mi bisabuelo había nacido—. Ahí viví con mis padres un par de años hasta que, un tiempo después, mi papá comenzó un negocio importante que le generó altos ingresos; de ahí, pues, pasamos económicamente a otro nivel: mi papá quería comprarle a mi mamá un apartamento nuevo y todo lo que ella quisiera para decorar la casa: con muebles nuevos, cocina, electrodomésticos, todas las cosas.

Así fue. Nos mudamos a otro apartamento cuando tenía nueve años. En este nuevo apartamento empezamos con todo nuevo: era un edificio recién terminado y todo era fabuloso; ya tenía amiguitos de mi misma edad y me sentía muy feliz por poder compartir y jugar fútbol, a los superhéroes y todo lo que hacen los niños en un mundo sin problemas y sin preocupación. Luego, a esa misma edad, comencé a darme cuenta que mis amigos del colegio —en el Colegio Hebreo Unión estaban muy felices porque comenzaban a tener hermanitos, y ya no podían salir a jugar porque sus padres estaban siempre cuidando al nuevo integrante de la familia que había nacido; me daba mucha alegría pero al tiempo rabia, porque no tenía con quién jugar. Ahí fue cuando armé la cantaleta a mis padres que tenían que llamar a la cigüeña y pedirle un hermanito, porque yo lo quería para poder jugar (sin duda, era bien fácil decirlo). Cuando empecé con este tema, no hubo un solo día en el que no me detuve de decírselo a mis padres: que me dieran el número de la cigüeña porque necesitaba hablar con ella; entre llantos y pataletas, recuerdo la frase de mi querida madre: «Nayo, la cigüeña no puede; en estos momentos se encuentra ocupada». Yo, muy molesto, le dije: «No, no, no. Yo hablo con ella, mamá; le voy a pedir un hermanito, lo quiero, lo quiero, quiero jugar con mi hermanito porque no tengo con quién». Mi mamá me respondió, después de un suspiro: «Hijo, en estos momentos no se puede, algún día entenderás por qué». Y ciertamente yo no sabía qué sucedía.

Unos años después me encontraba viviendo donde mis abuelos maternos. Era un ambiente demasiado familiar; por ejemplo, cuando era la hora de la comida, todos estábamos en la mesa, nadie podía comer en el cuarto, todos estábamos juntos, veíamos el noticiero unidos. ¡Qué linda rutina! A pesar de lo inquieto y travieso que era, el amor de mis abuelos era impresionante: siempre los vi felices por estar con sus nietos (conmigo y con mis primos), estaban al tanto de nuestras comidas o si, por otro lado, estábamos molestando, o si nos encontrábamos bien. Muchas veces trato de ponerme a pensar qué sentían ellos hacia nosotros.

Hablar de mis abuelos (a pesar de que a veces nos regañaban porque saltábamos de las sillas o en las mesas de vidrio, pegarle a los panales de abejas y muchas más cosas locas) es reencontrarme con el amor que siento por ellos y no tener palabras para describirlo. Algunos momentos no podría imaginar la felicidad de ellos al vernos crecer. Constantemente se me pasaba por la cabeza de niño: «¿Qué sería de nosotros sin nuestros abuelitos?». Era común escuchar que debíamos aprovechar a los abuelos, quienes ya estaban viejitos (imaginar la muerte, sin saber en realidad lo fuerte que es una partida de un familiar), y esto era complicado pero, de igual manera, pensábamos en qué sería de nosotros sin ellos. En un sinnúmero de veces, lágrimas salían o eran gritos de espantos por que ellos nos dejaran: «No, no, no, abuelito, abuelita, nunca nos dejen, ¡los amamos!». Pero ellos, hermosos y sinceros, como siempre, nos decían: «No, mijos, tranquilos; nunca los dejaremos, siempre estaremos con ustedes».

Con el pasar de los años, me di cuenta de que el amor de los abuelos hacia nosotros era muy grande. Nos vieron nacer, crecer, vieron sus sueños no cumplirse, pero con la esperanza de que nosotros pudiéramos realizarlos. En cambio, nosotros —y especialmente yo— veíamos en ellos seguridad, tranquilidad, un amor sincero, sabiduría, muchas cosas que hoy en día, de adulto joven, las puedo identificar; antes simplemente sentía una felicidad y una paz sólo por estar con ellos, por estar a su lado. Si mis abuelos me amaban tanto y me lo demostraban a diario y a todo el resto de la familia, ¿qué tanto me amaba Dios?, me preguntaba varias veces. Si mis abuelos maternos me amaban, y era imposible negarlo, definitivamente el amor de Dios superaba todo eso, ¿no? A esa edad me lo preguntaba; lo más seguro era que no tenía respuestas para eso en ese instante, pero después pude saber cuál era.

Definitivamente ese amor de parte de ellos es muy sincero, cuánto los quiero, cuánto los amo. Frecuentemente no les decimos estas cosas a nuestros seres queridos porque pensamos que siempre van a estar con nosotros, y se nos olvida manifestar el amor que les tenemos, lo mucho que nos han enseñado, lo mucho que nos ayudaron; en mi caso, sentirme seguro en sus brazos y encontrar la tranquilidad que no hallé en mis padres, por el momento complicado en el que estábamos, pero que no entendía aún. Y no lo entendía del todo porque el amor de mis abuelos era tan grande que hacía que se me olvidara todo al estar con ellos.


En el caso de mi familia materna, no puedo dejar por fuera a una persona muy importante que marcó mi infancia y mi vida. Hasta el día de hoy todavía lo hace y a veces, siendo muy sincero, por haber crecido y estar pensando en mis cosas, no le he dicho todo lo que he querido, como agradecerle por todo lo que hizo y ha hecho siempre en mi vida: mi tía Patry.

Mi tía me limpiaba cuando me ensuciaba, me ayudaba en los desastres de comida; Patry siempre estuvo ahí. Ella ha sido esa tía que ha estado conmigo en todo, a pesar de que yo, ciertas veces y con pena al aceptar, no he estado. El amor de Patry, mi tía, ha sido muy grande: se ha dedicado a cuidar a sus padres, a darle lo mejor de ella como hija a mis abuelos. Siempre ha estado pendiente, mi tía le encanta enseñar, compartir con niños, ha trabajado siempre en esto; la vida de Patry gira en torno a dar amor, un amor tan sincero, un amor pensando en los demás, un amor amando al prójimo así como ella se ama. Patry es una mujer que no le desea el mal a nadie; mi tía me ha demostrado qué tan grande puede ser el amor, y hoy me doy cuenta de eso con todo lo que me ha amado y con todo lo que me ama. Tía Patry, definitivamente tu amor ha sido tan importante que estar a tu lado era dormir tranquilo. Te amo, Patry. Gracias por todo lo que has hecho siempre en mi vida, tu amor es una enseñanza a un amor tan sincero y lo importante que es la familia.


Al vivir con mis abuelos, me encontraba estudiando en otra institución: Colegio Elena Duque. Quien le daba el nombre al colegio era una gran mujer; ha sido indispensable y muy querida, desde muchos años atrás para la familia materna; y para mi tía Patry, como una segunda madre. Elenita como le decimos cariñosamente considera a mi tía como una hija.

Estando en esta nueva institución, pude disfrutar convivir con mis abuelos en su etapa de pensión laboral; con mi abuelo Nayo y mi abuela Mimi podía tener siestas luego del almuerzo (fundamental para ellos el descanso a esta hora), o ver novelas o hacer las tareas del colegio que estaban pendientes en ese día. Mimi se dedicó, igualmente, a los oficios caseros: cuidaba y velaba por todo; no se le escapaba nada; incluso con Maritza nuestra querida empleada del servicio, que llevaba 20 años trabajando con ellos se convertían en un dúo impresionante. De hecho, era normal ver que discutían por cosas tan extrañas como qué cuchara usar o no. Es complicado entenderlas pero, bueno, era muy chistoso ver todos los días ese conflicto, esas risas y todo lo que pasaba en la cocinacreo que era el lugar preferido de mi abuela, donde surgían miles de historias de lo que es el amor de los abuelos. En cuanto a mi abuelo Nayib, él se la pasaba en el cuarto descansando, leyendo, escuchando radio todo el día, desde las 5 am. Que ese radio sonara tanto, me hace ahora preguntarme cuál era la emisora que tanto ponía mi abuelo; era un fastidio. Mi abuelo estaba tranquilo en su cuarto siempre esperando su comida, pendiente de leer, de sus amistades médicas; y mi abuela, feliz en la cocina con Maritza, llamando a sus amigas gran parte del día en el teléfono y atenta a mi abuelo. Este amor en pareja me resulta impresionante: un amor de hasta que la muerte los separe, porque más allá de ser pareja, eran amigos, eran uno en realidad, se conocían perfectamente, sabían todo del otro. Era hermoso ver, compartir y disfrutar eso. No obstante, empezaba a darme cuenta de que algo estaba fallando: el amor de los abuelos no era igual en mi padre y mi madre.

Mi abuelo me amaba tanto que pensaba que cuando se muriera, o antes, quería verme realizado en todas las cosas de mi vida, en lo que yo soñara o, de pronto, en lo que él soñaba para mí. Mimi se preocupaba del día a día, ella daba todo su amor para que no me faltara qué comer. Para mí era una crack en eso de cocinar.

¡Qué comidas preparaba! Le encantaba lucirse cocinando para que toda la familia estuviera feliz a la hora del almuerzo y hubiera un unánime agradecimiento.

Esa era su felicidad: que nosotros nos sintiéramos y estuviéramos bien, y que ella, con esto, pudiera estar tranquila y realizada.

Amor es el propósito

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