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«Hagan todo con amor»

(1 Corintios 16:14, NVI)

Aprendí que el amor verdadero era realizar todo tal como mis abuelos lo hacían; sin importar en qué situación estuvieran, ellos todo lo hacían con amor. Dios es bueno. Siempre lo ha sido. Siempre me amó primero, antes que mis abuelos. De esto me fui dando cuenta poco a poco en medio de las circunstancias de la vida. Al ir creciendo, como a mis 13 años, de repente empezaron a venir unos miedos recurrentes a mi vida. Ahí pude ver que el amor de los abuelos ya no era suficiente. Empecé a sentir, por los problemas de mis padres, una soledad, un miedo. Sentía que me iba a morir. Cada noche me encontraba muy inseguro, a pesar de que mis abuelos estuvieran ahí. Cuando ellos dormían —muy temprano, por cierto—, y yo no alcanzaba a conciliar el sueño, era imposible acostarme a dormir plácidamente: era recurrente tener ganas de vomitar, tenía fiebres, temblaba, y estaba sugestionado con cualquier enfermedad de moda que podía ver en las noticias; a tal punto que pensaba que estaba contagiado de algo o empezaba a sentir síntomas por todos lados. ¿De dónde venía mi soledad y los repentinos achaques? ¿Por qué me estaban pasando todas estas cosas? En ese entonces era un muchacho feliz en la calle, pero al llegar a casa, y todo se ponía oscuro, no sentía la felicidad que sí vivía cuando el sol estaba en su punto máximo.

Mimi constantemente me preguntaba que si todo estaba bien, pero yo no era capaz de decirle nada; cargaba con ese peso solo, y se iba alimentando esa inseguridad en mí. Siempre pensé que podría ser algo pasajero. En las noches, cuando ese miedo y esa inseguridad se apoderaban de mí, corría a meterme en la mitad de la cama de mis abuelitos, para que, antes de que acostaran, ya me encontraran dormido. Si eso no ocurría, sabía que el temor y todas las cosas que me pasaban en la noche no las iba a poder controlar; sin embargo, tampoco les iba a decir lo que me sucedía en ese entonces.

En el momento del colegio todo me parecía felicidad porque me divertía jugando al fútbol, entrenando este hermoso deporte, corriendo de un lado para el otro con mis compañeros; sin duda, todo era felicidad. No obstante, cuando llegaba a la casa de mis abuelos y eran cerca de las 6:00 p.m, cuando oscurecía, nuevamente un miedo se apoderaba de mí; el amor de mis abuelos podía quitármelo mientras estuvieran despiertos, si no, cuando descansaban, los despertaba insistentemente hasta que me pudiera dormir otra vez; allí era cuando llegaba mi tranquilidad, y así supe que mis abuelos podían atenderme todo el tiempo mientras estuvieran despiertos. De esta forma, poco a poco, iba cargando con esto, y cada vez el antídoto tenía que ser más y más grande, porque el problema crecía y crecía en mi interior. Necesitaba algo más grande que el amor de mis abuelos para ese problema que estaba cargando en mi interior, que me resultaba, muchas veces, imposible de controlar; en realidad, entre vómitos para tranquilizarme, no entendía qué pasaba.

Luego empezaron las pesadillas. Estas hacían que despertara a mis abuelos porque reaccionaba preocupado. Ellos seguían sin saber qué ocurría porque no quería preocuparlos. De un momento a otro, en otro cuarto del apartamento de mis abuelos empecé a hacer mis tareas solo. Ya había crecido un poco más, aunque las pesadillas hacían que yo me levantara en la noche, y asustado me fuera corriendo a meterme en el medio de ellos, para poder dormir y al día siguiente ir al colegio.

En la mayoría de clases en el colegio no asistía porque estaba jugando al fútbol, o por estar en la cafetería comiendo o, tal vez, durmiendo porque en el día podía hacerlo tranquilo, pero en la noche era cuando se presentaba el verdadero problema. Las pesadillas empezaban a aumentar. Tenía sueños raros: soñaba que estaba en un bosque oscuro, lleno de árboles grandes donde se escuchaban muchos lobos aullando. Tenía un miedo impresionante como si algo viniera hacía a mí. Trataba de gritar y no podía; trataba de saber dónde estaba, pero lo desconocía; trataba de analizar todo el panorama, pero no encontraba una salida. Cuando miraba atrás, una sombra, una apariencia grande venía por mí, y yo trataba de correr y de correr pero no podía. Cuando esa presencia ya estaba a punto de agarrarme, me levantaba asustado, entre sudor y agitación y corría, sin hacer mucho ruido, a meterme cuidadosamente donde mis abuelos para estar tranquilo. Indudablemente, Mimi se daba cuenta. Entre ojo cerrado y ojo abierto me preguntaba: «¿Qué pasó, mijito?». Y yo le respondía: «Nada, abuelita, una pesadilla. ¿Puedo dormir contigo?». «Duérmete tranquilito, mijito». Ahí la abrazaba y descansaba en sus brazos. Sin embargo, mis sueños, en general, ya no eran tranquilos. Ellos se levantaban muchas veces de la cama, y eso me daba angustia. Deseaba que no lo hicieran tanto para poder dormir un poco más confiado. Otro sueño que tuve tenía que ver con encontrarme durmiendo en un cuarto muy oscuro. De repente, había llamas y fuego que aparecían por todos lados. Yo no me quemaba, pero el humo sí hacía que me sintiera sin respiración. Intentando respirar, podía despertar lleno de sudor; nuevamente corría al cuarto de mis abuelos para descansar.

Mimi comenzó a notar que esto era muy frecuente. Ella empezó, antes de dormir, a dialogar conmigo hasta que yo pudiera hacerlo. Al principio, se quedaba conmigo; luego, empezó a confiar en que, cuando yo me durmiera, ella pudiera irse al lado de mi abuelo. Sin embargo, esta situación me dejaba inseguro, y no podía dormir como las noches anteriores lo hacía o como en realidad yo quería descansar. Un día me atreví a hablar con mi abuelo y decirle lo que sucedía. Él, por ética profesional era médico psiquiatra, dijo que no podía atenderme, pero sí veía que necesitaba un psicólogo; me llevaría donde un amigo de él. Ir a la cita fue casi un escándalo porque mi mamá, que se encontraba en Bogotá, me llamaba a preguntar que si estaba bien. Ella notaba que yo la estaba pasando mal. A la cita me llevó mi papá. Paradójicamente, fue muy enriquecedor hablar con esa persona, me sentí muy seguro hablando con él. Aun así, aunque todo fue excelente, las pesadillas no cesaban: soñaba que me iba a morir, soñaba que algo grave tenía, y los pensamientos recurrentes no paraban de llegar a mi cabeza. El miedo continuaba creciendo y creciendo. Era habitual tener luchas de pensamientos como: ¿Por qué no empezar una vida nueva? ¿No es mejor morirme si tengo muchos problemas? ¿Estoy solo en esta vida? ¡Nadie me quiere! ¡Tienes miedo porque no sirves para nada!

¡Eres un mal estudiante! ¿Cuál será mi futuro si me va mal en el colegio? ¡Te irá muy mal porque sólo teniendo buenas notas tendrás trabajo! ¿Estoy enfermo? ¡Sí, sí, sí lo estás! ¿Estos síntomas son porque tengo una enfermedad? ¡Definitivamente sí la tienes! ¿Por qué me pasa todo esto? ¡Porque lo mereces! ¿Y por qué? ¡Porque eres malo! ¿Yo, malo? ¡Sí, tú! Pero, ¿por qué? Si lo único que he hecho es ser un buen niño y amar a mis abuelitos. ¡Ellos no te aman! ¡¡¡CLARO QUE SÍ ME AMAN!!!, gritaba. ¿Seguro? ¿Por qué te dejan solo?

¿Por qué se duermen primero que tú? Date cuenta de que no te quieren o ¿sí? Los días empezaban a tornarse más tensos. Esas conversaciones en mi cabeza no paraban, no entendía de verdad nada, no sabía qué hacer solo era buscar a Mimi y a mi abuelito Nayo para que me tranquilizaran.

Amigo, amiga, ¿alguna vez te has sentido así? ¿Has luchado con pensamientos en tu mente? O ¿alguna vez has tenido estas conversaciones en la mañana o durante el transcurso del día? Todo esto, de verdad, intentaba que me alejara del propósito que en realidad quería: ser un muchacho feliz, disfrutando con mi familia, con mis amigos, sin preocuparme de nada. Dios quiere eso para nosotros. Él quiere que estamos tranquilos en su presencia, así como yo me encontraba con mis abuelos mientras ellos estaban despiertos. Dios no duerme. Acordarme de mis abuelos es encontrar seguridad siempre en ellos; es encontrar ese amor transparente. Gracias, abuelos, porque ustedes demostraron hacía mí un amor sincero, un amor precioso, me demostraron lo que es una pareja, me demostraron lo que es la amistad entre ustedes. Mis abuelos son un ejemplo a seguir para los miembros de la familia. Me siento muy privilegiado de haber compartido tanto con mis abuelos, porque aprendí mucho de ellos y, de verdad, no me cabe la menor duda de que el día que tenga nietos, tengo que contarles las historias de los grandes abuelos que tuve, y todo lo que pasaba durante la cocina con Mimi y Maritza; son únicas, en serio.

¡Gracias, amor de los abuelos!

Amor es el propósito

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