Читать книгу Fronteras de humo - Ángel Galeano Higua - Страница 10
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ОглавлениеUna mirada taladraba tu nuca, tu cuerpo hecho un ovillo. En aquella desolación podías detectar esa brizna de vida y te quedaste quieto, asombrado de aquella novedad, experimentando la vibración. Cuando tuviste la certeza de que quien te miraba estaba tan indefenso como tú, levantaste la cabeza. La anciana, encogida en el lecho como un feto, te observaba sin parpadear. Se miraron desde sus propios miedos. Quietos ambos. Ella, con la cabeza encanecida apoyada sobre la mano izquierda que reposaba en la almohada. Tú, sentado en el suelo y encorvado, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Su voz sonó neutra, pausada, sin esperanzas: Ya se llevaron todo, te dijo, asumiendo que tú también eras un saqueador. Vinieron primero unos y se llevaron al mayorcito y todo lo que pudieron coger. Luego vinieron otros y me quitaron a la niña y lo que quedaba. Entre todos arrastraron hasta con el nido de la perra. Malditos chulos, y ahora usted, ¿qué quiere?, ya no me queda nada.
Soy periodista y lo único que quiero es salir de aquí. Te asustaste de tu propia voz, seca, como si hubiera salido de otra garganta. Después de que encuentre a la compañera que toma las fotografías, me iré de este matadero, le dijiste. La anciana no dejaba de mirarte. O al menos esa era la impresión que tenías, pues sus ojos se veían pequeños, quizás por lo abotagados. ¿Y dónde dejó las armas?, te soltó de pronto. ¿Armas?, mi única arma es esta, y le enseñaste tu bolígrafo. Te miró incrédula y desconfiada, como si le estuvieses tendiendo una trampa. ¿Y eso aquí para qué sirve? Le respondiste que esa sí era un arma de verdad, pero que no mataba. Más bien daba vida con las palabras, que eran proyectiles mil veces más efectivos. Ignorabas si ella aceptaba tu perorata, pero te sentías reconfortado. El arma suya es su lengua, te dijo con una tranquilidad inquietante. Si no la cuida lo puede traicionar. No supiste qué replicar. Debo salir de aquí, dijiste en voz alta, más para ti que para ella, y te pusiste de pie, cortando un diálogo que en otras circunstancias sostendrías gustoso. Agradecías la calma lograda en aquella habitación, pero te daba coraje la situación de la anciana sin poder ayudarla.
Dígame qué dirección debo tomar allá afuera. Depende. ¿Depende de qué? De lo que quiera hacer con su vida: si quiere ser mortecina entre la mortecina, al salir tome a la izquierda, por la subida que va a Los Pozos… Pero si quiere intentar salvarse, tire a la derecha, baje, y en la primera esquina voltee a la izquierda… Sólo movía sus labios. Luego añadió que no te arrimaras a la cañada porque estaba plagada de chulos. Le preguntaste su nombre, pero no te lo quiso decir. ¿Siempre ha vivido aquí? Viví aquí, ahora estoy muerta. No diga eso. No estoy muerta porque lo diga, sino porque se me han llevado la vida…, sálvese usted, su amiga fotógrafa se salvará sola. ¡Márchese!
¿Quién es usted?, te atreviste. Demoró un momento en responder, como si necesitara acopiar más aire para resumirse a sí misma: Soy una maestra jubilada a quien le mataron casi todos sus alumnos. Luego cerró los ojos.