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Ahora saldré por esa ventana, me dije. No sólo para abandonar la ratonera en que había sido convertida esa casa, ese barrio, sino también para buscar a Camila, de quien esperaba siguiera con vida, aunque en ese lugar podíamos caer tiroteados en cualquier instante. Y salté al otro lado, añorando tener el poder de hacerme invisible.

Salí de aquella parte del infierno, para ingresar en otra peor. Saber de Camila se me hizo la ilusión más necesaria, la meta más urgente, no sólo porque me habían encomendado la tarea de seguirla y escribir sobre lo que ella hiciera, sino porque en aquel campo desnaturalizado Camila era la única persona conocida y la única con quien podía sentirme humano, sin horrorizarme. A veces creemos que la humanidad ha tocado fondo, que ya nada puede ser más brutal, pero viene otro suceso a abofetearnos con mayor sevicia, de tal suerte que no sabemos cómo caminar entre los muertos sin sentirnos difuntos también.

Allí no había nada de qué enorgullecerse. Para ser reportero en nuestro país se necesita saber de procesos de involución y de locura, de perversión y negocios sucios. La lealtad, el valor, los ideales, son piezas raras sepultadas entre los escombros de la violencia estéril. Aquí, más que la idea de patria, estaba en peligro el ser humano.

¿Qué dirección tomar? Cualquier norte podría conducirme a la muerte. O cualquier sur. Quizás Camila ya había tomado fotografías de aquella vergüenza. ¡Camila! ¿Dónde estás?, me pregunté con angustia. Se me encomendó seguirla, pero había perdido su rastro. ¿Qué reporte enviaría al periódico? ¿Que desapareció entre el humo de aquel conflicto fratricida? Los apuntes que tomé de su labor darían para un buen reportaje, pero para escribirlo necesitaba un mínimo de seguridad, un rincón donde pudiera enlazar las palabras. Esto pensaba mientras me deslizaba por un callejón más parecido a una garganta que me succionaba, y donde, calculaba, no cabríamos dos personas.

Caminé como un sonámbulo, con un pito que me perseguía pegado a los oídos. De pronto vi que un hombre venía por el callejón y que sobre su hombro asomaba la silueta de un arma. Quise devolverme, pero calculé que me descubriría, así que retrocedí con la espalda pegada a la pared hasta que de pronto di con una puerta entreabierta por la que me deslicé. Tenía una falleba poco confiable. Me quedé quieto, aguantando la respiración. Los pasos se acercaban, lentos, sigilosos, pero me mantuve pegado a aquella puerta de madera desteñida y endeble. Los pasos estaban ahí, muy cerca, y se me antojaron alevosos y de alguna manera, ingenuos. Si fuera un combatiente armado me habría quedado fácil emboscarlo, pero era un reportero. Cuando el director del periódico me propuso esta misión no pensé que viviría semejante infierno. Aquí la pluma, la palabra, el arte de escribir, eran un riesgo peor que ser enemigo de cualquiera de los bandos. ¿Cómo narrar ese instante? ¿Qué título ponerle al reportaje en aquel callejón? Y Camila, ¿dónde estaría? La imaginé afuera, en mitad del callejón, sosteniendo un duelo con el hombre armado, él apuntando con su fusil y ella con la cámara. El más veloz sobreviviría y por supuesto sería Camila, quien dispararía primero, no una, sino varias veces. Al recibir el primer lamparazo el hombre quedaría aturdido esforzándose por mantenerse en pie, pero Camila hundiría el obturador de nuevo, sin darle respiro, hasta que él empezara a doblar las rodillas y no pudiera sostener el arma en la mira. Rápida y ágil, como un felino, Camila lo remataría con otra acción del obturador, lo alcanzaría y lo congelaría para siempre en su gesto de niño viejo, en blanco y negro, en sepia, a todo color, con flash y sin flash, con la digital y luego con la análoga, con imagen fija y en movimiento. Las dos cámaras en plena acción, una en cada mano, como los valientes de antaño. El hombre caería vencido, pero no muerto, porque lo que hacía Camila era eternizar la vida a pesar de estar cubriendo la muerte.

Ya no se oía el pito. No supe a qué horas pasó el hombre. Ya no escuché sus pasos al otro lado de la puerta. No supe si se devolvió. Cuando volví en mí, otro era el silencio y otro era el trote de mi respiración. De repente, me descubrí en una habitación donde se hallaba una anciana acostada en un lecho humilde. Quieta, dormida, o quizás muerta. La pude ver gracias a la luz que entraba por una claraboya en el techo. Y esa paz hizo que me quedara unos instantes sentado en el suelo, hundida la cabeza entre los brazos.

Fronteras de humo

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