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LA ECONOMÍA DE DIOS

En la Biblia, las personas deben trabajar para sobrevivir a consecuencia del pecado. Cuando estaban en el Edén, la vida era fácil para Adán y Eva. Bebían del río y comían los frutos de los árboles. Se sentaban todo el día y no tenían mucho más que hacer, pero un día desobedecieron a Dios y los expulsó de este jardín, así pasaron de una vida de plenitud a una de penurias. «Con el sudor de tu rostro comerás el pan», le dijo Dios a Adán. A partir de ese momento las personas debieron trabajar para sobrevivir. Sin embargo, Jesús advirtió que cuando trabajaban, estaban en peligro de cometer pecados que podrían dejarlas fuera del cielo. Podría solo importarles hacerse ricas. Podrían sentir celos de la riqueza de otras personas. Podrían terminar amando la ropa, las joyas y el dinero más que a Dios.

En cada uno de los extremos de la prolongada Edad Media hay dos pensadores cristianos, gigantes intelectuales de su época. Ellos reflexionaron con detenimiento acerca de lo que significaban las enseñanzas de Cristo. ¿Qué decía sobre la manera en que los cristianos debían participar en la economía? En la primera etapa encontramos a San Agustín de Hipona (354-430), un maestro joven e inquieto que maduró para convertirse en un hombre sagrado y sabio. Hacia el final llegó Santo Tomás de Aquino (1224/1225-1274), un monje italiano que vivió cuando surgía una nueva civilización comercial en Italia. Sus escritos fueron una guía para los cristianos en cuanto a la manera de vivir en una sociedad cambiante.

Agustín nació en el moribundo Imperio Romano y estaba a caballo entre el mundo antiguo y el naciente medieval. Después de extensas divagaciones y una prolongada búsqueda espiritual, se convirtió al cristianismo. Los griegos pensaron en la sociedad y la economía de ciudades de reyes, pequeños Estados con gobernantes sabios. Agustín transformó ese pensamiento en la Ciudad de Dios, en cuya cima está presidiendo Cristo, el salvador de la humanidad. La Ciudad de Dios la regían leyes tanto humanas como divinas. Esto se debía a que las personas debían participar en la actividad ordinaria y cotidiana de hacer dinero. La riqueza era un regalo de Dios para los pecadores que necesitaban sobrevivir. La mejor vida implicaba renunciar a las posesiones, algo que hacían algunos cristianos al vivir sin dinero como ermitaños o en comunidades de monjes. Sin embargo, en un mundo imperfecto, las personas debían tener propiedades y, por consiguiente, era importante no amar nuestras posesiones y entender que simplemente eran un medio para llevar una vida buena y devota.

Las ideas de Agustín ayudaron a dar forma a la sociedad medieval que reemplazó a la romana. Los romanos habían creado un imperio vasto; sus ciudades eran maravillas de la elegancia y la ingeniería, pues solo Roma contaba con mil baños públicos alimentados por los acueductos. Después de la muerte de Agustín, el imperio fue invadido y durante los siglos posteriores el comercio colapsó. Las comunidades se volcaron sobre sí, cultivaron comida para ellas mismas en vez de para comprarla y venderla. Los pueblos se encogieron y los puentes y las carreteras romanas se derrumbaron. A partir del tejido único del imperio se formó un revoltijo de retazos conformados por gobernantes locales. El hilo común fue la nueva fe cristiana y las enseñanzas de hombres como Agustín.

Otra cara de la sociedad medieval fue un sistema económico que llegó a conocerse como feudalismo. Los gobernantes necesitaban guerreros para detener a los ejércitos de invasores a caballo. Era caro mantener a los guerreros, por lo que los reyes les entregaban tierras a cambio de su lealtad. Los guerreros prometieron luchar por el rey cuando este lo necesitara. A partir de esto se desarrolló todo un sistema de producción que no se basaba en el dinero sino en las promesas que hacían los gobernantes y los gobernados. La economía de Dios en la tierra se dispuso como una «cadena del ser». Esta era la visión medieval del universo, algo dispuesto en un orden jerárquico estricto. En la cima estaban Dios y Cristo; sus representantes en la Tierra eran, primero, el papa, y luego los reyes que dieron tierra a los grandes señores feudales; y debajo estaban los campesinos, que trabajaban la tierra. Estos entregaban los cultivos al señor y guardaban algo para ellos. La economía estaba regida por la religión y no por las ganancias y los precios que la rigen en la actualidad. Sus autoridades eran hombres como San Agustín y aquellos que lo sucedieron, los instruidos monjes y predicadores eclesiásticos.

Tomás de Aquino fue uno de ellos. Nació en una familia rica, pero cuando era joven se unió a los dominicos, una orden de monjes que vivía sin dinero ni posesiones. Sus padres odiaron tanto esto que lo secuestraron y lo encerraron en uno de sus castillos. Incluso pusieron a una prostituta en su cuarto para intentar que se olvidara de convertirse en monje, pero él no cayó en la tentación. En su lugar rezó y escribió libros sobre los métodos de la lógica. Con el tiempo, sus padres se rindieron y lo liberaron, y se mudó a París, donde continuó su búsqueda religiosa e intelectual.

Tomás de Aquino se imaginaba la cadena del ser como una colmena en la que Dios asignaba los papeles a las abejas: unas reúnen miel, otras construyen las paredes de la colmena y otras sirven como reinas. La economía humana era similar a esto. Algunos trabajaban la tierra, otros rezaban y otros luchaban por el rey. Lo importante era no ser codicioso y no envidiar el dinero de los demás.

Tal como Agustín de Hipona había comprendido, en un mundo pecaminoso, las personas necesitaban poseer cosas para que ellas y sus familias pudiesen vivir. Estaba bien vender algo por una ganancia mientras el dinero se usara de manera correcta, dijo Tomás de Aquino; si alguien tenía más dinero del necesario, entonces debían darles un poco a los pobres. Supongamos que alguien se gana la vida vendiendo carne. La pregunta que Santo Tomás intentó responder fue cuál era el «precio justo» por la carne. ¿Cuál era la cantidad justa y moralmente correcta que había que cobrar a los clientes? Tomás de Aquino dijo que no era el precio más elevado que el vendedor pudiera obtener, quizá mintiendo sobre la calidad de la carne. El engaño era una preocupación constante en la época medieval: un inglés se quejó una vez de que los carniceros de Londres solían poner sangre en los ojos de las ovejas en putrefacción para que se vieran frescas. Un precio acordado en estas condiciones sería injusto. En cambio, un precio justo sería el que se cobra normalmente en una comunidad, sin ningún engaño de vendedores poderosos que dominen el comercio.

Al igual que los pensadores anteriores a él, Tomás de Aquino creía que el mayor pecado económico era la usura: el préstamo de dinero a cambio de un precio (en otras palabras, con una tasa de interés). La Iglesia medieval condenaba la usura. Se podía expulsar de la Iglesia a los sacerdotes que enterraban a prestamistas en tierra consagrada, y los prestamistas se irían al infierno junto con los ladrones y los asesinos. Un predicador contaba la historia de un prestamista que pidió ser enterrado con su tesoro. Después de su muerte, su esposa excavó su tumba para recuperar el dinero y vio cómo unos demonios metían monedas —que se habían convertido en carbones candentes— en la garganta de su esposo.

Los clérigos medievales decían que prestar dinero a cambio de intereses era robar porque el dinero era «estéril», infértil, y por lo tanto no podía reproducirse. Si se amontona en una pila no se reproduce como lo hace un rebaño de ovejas. Si recibes 25 monedas de un hombre al que le prestaste 22, estás recibiendo tres monedas de más. Las tres monedas le pertenecían legítimamente a ese hombre. Santo Tomás, como muchos pensadores de la Antigua Grecia, dijo que el uso correcto del dinero era comprar y vender y que estaba mal intentar hacer que creciese mediante el cobro de intereses. Cuando el dinero se utiliza para comprar y vender cosas, la compraventa «agota» el dinero. Es igual que cuando se usa el pan con el propósito de comerlo: se agota el pan (no ocurre lo mismo con una casa porque se puede vivir en una casa sin agotarla). Está mal hacer que alguien pague por el pan y por su uso, eso es hacer que pague dos veces. De la misma manera está mal hacer que alguien pague el dinero que se le prestó y además hacerle devolverlo con intereses. Peor aún, la usura es un pecado que nunca se detiene. Al menos, los asesinos dejan de asesinar mientras duermen. El pecado de los prestamistas continúa cuando yacen en su cama porque el dinero que se les debe crece más todavía.

Tomás de Aquino escribía en una época en la cual Europa estaba redescubriendo el comercio. Pocos siglos antes de que naciera, la población comenzó a crecer y las ciudades volvieron a la vida. Inventos como arados pesados y nuevos tipos de arneses para caballos ayudaron a los agricultores a obtener más de la tierra. Las comunidades pusieron fin a su aislamiento y comenzaron a comerciar entre sí. Y el dinero, una vez más, ayudó a estimular la compraventa de bienes.

En las grandes ciudades de Venecia y Florencia, la cadena del ser medieval se extendió con nuevas figuras: los mercaderes que compraban y vendían bienes para obtener beneficios y los banqueros que comerciaban el dinero. La sociedad ya no comprendía únicamente a aquellos que rezaban, trabajaban la tierra o luchaban. Los habitantes de estas ciudades alimentaron las brasas del comercio y ahora ellos se prendían en llamas. Los barcos llevaron vidrio y lana a Asia y trajeron seda, especias y piedras preciosas. Venecia creó el primer imperio comercial desde la Antigüedad.

Conforme floreció el comercio, también lo hicieron las finanzas. En Venecia y Génova, los mercaderes guardaban sus monedas en las bóvedas de seguridad de las casas de cambio. Los mercaderes luego podían pagar sus deudas haciendo que los cambistas transfirieran dinero entre sus cuentas. También obtenían préstamos de ellos. De esta manera, los cambistas se habían convertido en los primeros banqueros, así como en pecaminosos prestamistas. Otro avance fue la ayuda a paliar los riesgos que involucraba enviar costosos cargamentos por los peligrosos mares. Los mercaderes inventaron los seguros: pagar a alguien cierta cantidad de dinero a cambio de que prometiera compensar las pérdidas ocasionadas por la mala suerte, como el hecho de que su barco se hundiera en una tormenta.

Las frenéticas ciudades debilitaron el feudalismo porque los campesinos dejaron la tierra y se mudaron a las urbes para trabajar a cambio de dinero. Su ruido también comenzó a ahogar las enseñanzas tradicionales de la Iglesia. El santo patrón de Milán era Ambrosio, quien ordenó la muerte de los prestamistas, lo cual no disuadió a los habitantes de Milán de enriquecerse prestando dinero. La vida económica se vio regida, cada vez más, por el dinero y las ganancias y menos por la tradición. Incluso los monjes comenzaron a ver que los préstamos eran esenciales para la economía y que no tenían lugar a menos que se le pagara a los prestamistas. Tomás de Aquino dijo que en realidad el interés sobre los préstamos en ocasiones era aceptable. Era correcto que los prestamistas lo cobraran para compensar las ganancias a las que renunciaron cuando prestaron su dinero. Gradualmente, los clérigos se percataron de que había una diferencia entre la usura —altos intereses que arruinan al prestatario— y tasas razonables necesarias para que los bancos funcionaran.

A comienzos del siglo XI, el Papa dijo que los mercaderes nunca podrían entrar en el cielo. A finales del siguiente siglo, el Papa convirtió a un mercader de nombre Homobono en santo. Así, la idea de que para estar cerca de Dios era necesario ser pobre comenzó a extinguirse. Jesús les había dicho a sus discípulos que no podían servir a Dios y al dinero, pero en la época de Tomás de Aquino los mercaderes creían que si era posible. En 1253, una empresa italiana encabezó sus cuentas escritas a mano con las palabras: «En nombre de Dios y de las ganancias». La economía de Dios se estaba mezclando con el nuevo mundo del comercio.

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