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EN BUSCA DEL ORO
En la primavera de 1581, el mercader y explorador inglés Francis Drake celebró un banquete a bordo de su barco, el Golden Hind, que acababa de llevar a Drake y a su tripulación alrededor del mundo y había sobrevivido a un peligroso viaje de tres años. El barco, que ahora estaba atracado en el río Támesis, se había limpiado y decorado con estandartes para recibir a la invitada de honor y mecenas de Drake, la reina Isabel I de Inglaterra. Inmediatamente después de subir a bordo, la reina le ordenó que se arrodillara frente a ella. Un cortesano le tocó ambos hombros con una espada dorada, convirtiendo así a Francis Drake —que había nacido pobre y había sido educado por piratas— en sir Francis, lo que aseguró su posición como un símbolo del gran poder militar de Inglaterra en el mar.
Isabel le había ordenado a Drake llevar a cabo una expedición con el fin de vengarse de su enemigo, el rey Felipe de España. El astuto Drake había hecho lo mejor que pudo atacando barcos españoles por todo el mundo y regresó a casa con un gran botín que incluía oro, plata y perlas, los mismos que ahora se encuentran custodiados en la Torre de Londres.
En esa época, los monarcas de Europa estaban creando naciones modernas a partir de las tierras medievales bajo el control de diversos príncipes y duques. Estas naciones competían entre sí por ser las más fuertes. España había sido la potencia más destacada de Europa y ahora los holandeses y los ingleses le estaban pisando los talones. También en esa época mercaderes como Drake adquirían un poder y una influencia que nunca habían tenido. Los mercaderes ayudaban a sus monarcas a enriquecerse, y estos pagaban por sus viajes. El nombramiento de Francis Drake como caballero a bordo del barco de la reina Isabel simboliza la alianza entre los gobernantes y los mercaderes.
Esta alianza recibiría el nombre de mercantilismo (a partir de la palabra latina para mercader) y surgió cuando los pensadores comenzaron a alejarse de la religión medieval hacia la razón y la ciencia. Anteriormente, los escritores de temas económicos habían sido monjes que estaban más bien alejados del bullicio del comercio, pero ahora aparecían nuevos pensadores económicos que tenían menos interés en la religión. Eran personas prácticas, por lo general mercaderes y funcionarios reales, que escribían sobre la manera en la que los reyes y las reinas podían cuidar mejor la riqueza de sus naciones. Uno de ellos fue Gerard de Malynes (ca. 1586-1641), mercader a quien Drake alguna vez vendió perlas que había robado durante una batalla con los españoles. El más famoso fue el inglés Thomas Mun (1571-1641), quien comerció en el Mediterráneo cuando era joven. En una ocasión, cerca de Corfú, fue capturado por los españoles y sus colegas temieron que lo quemaran en la hoguera. Afortunadamente, lograron liberarlo y Mun se convirtió en un hombre rico e influyente.
Los mercantilistas tenían un revoltijo de creencias en lugar de una teoría económica completamente desarrollada. En la actualidad los economistas suelen burlarse de ellos por no entender las verdades económicas más básicas. Por ejemplo, ¿qué se quiere decir en realidad cuando se habla de que un país es rico? Una versión básica del mercantilismo afirma que la riqueza es oro y plata, por lo que un país rico es uno que los tiene en gran cantidad. La crítica aquí consiste en que los mercantilistas incurren en la «falacia de Midas». En la leyenda griega, el dios Dioniso le concedió un deseo al rey Midas. Midas pidió que todo lo que tocara se convirtiera en oro; pero cuando intentó comer, a su comida le ocurría precisamente eso y lo acechaba el hambre. Esta historia nos cuenta que es tonto ver la riqueza en el brillo del oro en vez de en las hogazas y la carne. Puedes terminar muriendo de hambre o, como Smaug, el dragón en El hobbit de J. R. R. Tolkien, obsesionado con sentarte en una pila de oro, sin hacer en todo el día otra cosa más que contar monedas y exhalar fuego a los buscadores de tesoros.
Aun así, durante siglos, los exploradores buscaron oro y los monarcas intentaron incrementar sus reservas. Los exploradores europeos originales, un siglo antes de Drake, fueron los portugueses y los españoles. Uno de ellos, Hernán Cortés, sabía algo sobre la atracción que provocaba el oro cuando dijo: «Los españoles conocemos una enfermedad del corazón que solamente el oro puede curar». Abrieron las puertas de Europa a una inundación dorada desde finales del siglo XV, cuando sus exploradores se lanzaron por el Atlántico para descubrir el Nuevo Mundo de las Américas. Allí encontraron civilizaciones antiguas repletas de oro y plata. Los exploradores atacaron las ciudades, asesinaron a sus habitantes y se llevaron el tesoro de regreso a España. Gobernaron las nuevas tierras para mantener el flujo de oro. España levantó una montaña de tesoros y se convirtió en la nación más poderosa de Europa. Para los ingleses, España se había transformado en algo así como Smaug: un feroz acaparador de riquezas, con una piel en apariencia invencible, pero con puntos débiles que podían atacarse. Hombres como Francis Drake se ganaban la vida intentando perforar el pellejo español. Con el tiempo esto se convirtió en una guerra sin cuartel.
Los economistas modernos critican a los mercantilistas por su obsesión con el oro en vez de con los bienes que necesitamos para vivir. En la actualidad medimos la riqueza de una nación a partir de la cantidad de comida, de ropa y de otros bienes que producen sus negocios, porque ya no pagamos las cosas con oro. En su lugar usamos «papel moneda»: billetes de libras y dólares que en sí mismos no valen nada. También nuestras monedas están hechas de metales baratos que valen mucho menos que el valor real de las monedas. Los billetes y las monedas solo tienen valor porque estamos de acuerdo en que lo tienen, pero en los días de los mercantilistas el oro era la única forma de comprar cosas y, conforme el comercio se expandió, cada vez más cosas útiles que necesitaban las personas, ya fuera comida, tierras o trabajo, debían comprarse con él. Hoy en día, los gobiernos pueden crear dinero imprimiendo más, pero en esa época los reyes y las reinas tenían que encontrarlo para pagar los ejércitos y los castillos que necesitaban para defender sus fronteras. Por lo que, en su amor por el oro, los mercantilistas no estaban tan equivocados como a veces nos hacen creer. Las ideas económicas se vinculan con las circunstancias en las que se encuentran las sociedades, y hace mucho tiempo esas circunstancias eran diferentes de las nuestras, algo fácil de olvidar cuando volvemos la mirada hacia el pasado.
Malynes escribió un libro titulado Tratado sobre los males del bien común en Inglaterra (A Treatise of the Canker of England´s Common Wealth) basado en la idea mercantilista de que la nación necesitaba un suministro saludable de oro. Para Malynes, la enfermedad económica de Inglaterra (su «desequilibrio») era una cantidad excesiva de compras de bienes extranjeros y muy pocas ventas de bienes ingleses a los extranjeros. Los ingleses compraban vino de los enólogos franceses usando oro y ganan oro cuando vendían su lana a los franceses. Cuando Inglaterra compraba muchos bienes extranjeros y no vendía muchos de los suyos a los extranjeros, disminuía la reserva de oro del país. La solución de Malynes era establecer restricciones en el flujo de oro con el fin de preservar las existencias de la nación. Estas eran políticas comunes en esa época y algunos gobiernos, como el español, castigaban con la muerte a quien sacaba oro y plata del país.
No obstante, en su libro más famoso, La riqueza de Inglaterra por el comercio exterior (England´s Treasure by Forraing Trade), Mun proclamó que la mejor manera de obtener oro no era restringiendo el flujo del tesoro ni, claro está, con el método de Drake de robarlo de barcos extranjeros, sino vendiéndoles a los extranjeros tantos bienes como fuera posible. A los países les va bien así cuando llegan a ser buenos produciendo cosas. La meta era lograr una «balanza comercial» en la que el valor de las exportaciones (los bienes que salen) excediera al de las importaciones (los bienes que entran). A partir del siglo XVI, gracias a la presencia de barcos más fuertes y rápidos, los españoles, portugueses, ingleses, holandeses y franceses compitieron por el dominio del comercio exterior con el objetivo de mejorar su balanza comercial. Sus embarcaciones viajaban de ida y vuelta por nuevas rutas, transportaban azúcar, telas y oro a lo largo del océano Atlántico, y capturaban millones de africanos a los que vendían como esclavos a los dueños de plantaciones en el continente americano.
Respaldados por los mercantilistas, los gobiernos tomaron medidas para favorecer las exportaciones y desalentar las importaciones. Los bienes importados estaban sujetos a impuestos, lo que los hacía más caros e impulsaba la compra de bienes de producción local. También había leyes «suntuarias», que prohibían los productos caros (suntuosos). En Inglaterra se podía poner a los presumidos en el cepo por usar sedas y satines; una buena parte de los lujos ilegales eran importaciones del extranjero.
Conforme los exploradores y los ejércitos conquistaban nuevas tierras, los gobernantes dieron a los mercaderes el derecho de comerciar con estos territorios. Los viajes marítimos eran arriesgados, por lo que nadie quería financiarlos por cuenta propia. Los gobernantes permitieron que los mercaderes establecieran compañías especiales en las que los inversores podían contribuir con una cantidad de dinero a cambio de un dividendo de las ganancias. Estas compañías lideraron el avance hacia nuevas tierras, con lo que ganaron riqueza y fama para ellos y sus gobernantes. La Compañía Británica de las Indias Orientales, fundada en 1600, en la que Mun era un funcionario, fue una de ellas. Esta compañía se convirtió en una organización poderosa y ayudó a Inglaterra a establecer un imperio en la India.
El hecho de que los gobiernos protegiesen los bienes exportados ante los importados, ayudó a que los mercaderes se enriquecieran. Los escritores mercantilistas argumentaban que lo que era bueno para los mercaderes también lo era para la nación. Esto demuestra cómo en ocasiones las ideas económicas acaban por favorecer a ciertos grupos sociales. Al restringir las importaciones, el mercantilismo favoreció a los comerciantes por encima de los trabajadores. Cuando se establecen impuestos sobre las importaciones, los negocios del país ganan más dinero, pero la población termina por pagar más por la comida y la ropa que necesita. Esta es otra razón por la que pensadores posteriores consideran que los mercantilistas estaban equivocados. Unos cuantos capítulos más adelante hablaremos de Adam Smith, a quien suele considerarse el padre de la Economía moderna. Él creía que la tarea de los economistas era descubrir leyes objetivas en torno a la manera en la que funciona la Economía, afirmando que los mercantilistas fueron incapaces de hacerlo porque principalmente defendían sus propios intereses. Lo que era bueno para los mercaderes no siempre lo era para la nación, según Smith.
Los mercantilistas pensaban que las importaciones eran malas, aunque los economistas de nuestros tiempos lo consideran un sinsentido. En esa época se creía que si Inglaterra vendía clavos a los holandeses, entonces la ganancia de Inglaterra (el pago por los clavos) era una pérdida para Holanda. Sin embargo, las importaciones no son malas si lo que los holandeses quieren son clavos ingleses (o caviar ruso y queso francés). Las importaciones suelen ser esenciales para el progreso económico, por ejemplo, si se utilizan resistentes clavos extranjeros para construir los carruajes necesarios para transportar comida del campo a las ciudades. Así, si Inglaterra vende clavos a los holandeses, tanto los ingleses como los holandeses ganan: Inglaterra hace dinero y Holanda obtiene buenos clavos a bajo precio.
Smith atacó el mercantilismo a finales del siglo XVIII. Movimiento que recibió otro golpe cuando las colonias británicas en América se independizaron. El control de Gran Bretaña sobre sus colonias garantizaba a sus mercaderes un mercado en el cual vender sus bienes, a pesar de que esto se acabase cuando las colonias se rebelaron contra el gobierno británico y se declararon independientes.
Pensadores como Mun vivieron a caballo entre dos épocas. En un extremo estaba la época medieval en la que la vida económica era local y más informada por la religión y los vínculos personales que por el dinero; en el otro extremo estaba la llegada de una era industrial en la que el dinero mandaba y la vida económica se expandió a través de las regiones y el mundo. Los mercantilistas vincularon estas dos épocas. Fueron algunos de los primeros en anteponer las preocupaciones relacionadas con los recursos y el dinero a las morales, el distintivo de una buena parte del pensamiento económico que los siguió. No les preocupó si la búsqueda de riqueza era algo que las enseñanzas bíblicas permitían. Para ellos, el dinero era el nuevo dios. Cuando los comerciantes se volvieron más poderosos, otros lamentaron la muerte de las formas antiguas de vida en las que lo que se valoraba no era el comercio y hacer dinero, sino la caballerosidad, el honor y la valentía de los caballeros y los reyes. «La era de la caballería se ha ido —dijo el estadista irlandés y escritor Edmund Burke en 1790—. Ha triunfado […] la de los economistas y los calculadores, y la gloria de Europa se ha extinguido para siempre».