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2 Cuando el dolor se vuelve un hábito
ОглавлениеComprende que todo está conectado con todo lo demás. —Leonardo da Vinci
En el capítulo anterior vimos que el dolor es aquello que experimentamos cuando el cerebro decide que una lesión o cualquier otra fuente de dolor es suficientemente seria como para causarnos un problema. Pero, entonces, ¿por qué a veces el cerebro sigue registrando dolor incluso mucho tiempo después de que una lesión haya sanado? Mucha gente (actualmente cerca de 43 por ciento de la población adulta en el Reino Unido) experimenta dolor que persiste por más de tres meses y que puede continuar durante años aunque no exista ninguna lesión estructural u orgánica a la cual atribuirlo.¹ Éstos son pacientes cuyas radiografías, resonancias magnéticas y análisis de sangre muestran señales de normalidad, pero que aun así experimentan dolor debilitante. ¿Cómo puede ser?
Regresemos a la oficina central. Su labor es recopilar toda la información que se considera de importancia (tanto en la estación como en la oficina local) y responder a ella. En la primera etapa, esto involucra monitorear las repercusiones de un disturbio local (una lesión o herida en el dedo) y decidir si la situación se está arreglando o si representa una creciente tendencia política o un grupo activista que ocasionará problemas (quizás una infección en la herida).
La oficina central también se apoya en su experiencia de eventos pasados para entender el contexto alrededor del disturbio (lesión). Lo sucedido en el pasado puede predecir el nivel de alarma que se detonará, y la oficina central podría requerir la ayuda de otros departamentos para valorar el significado y el riesgo del disturbio. En términos físicos, esto comúnmente involucraría los centros emocionales y cognitivos, aquellos capaces de analizar el significado de fondo: es decir, ¿cuán importante podría ser la lesión? Por ejemplo, si eres guitarrista o cirujano, lastimarte un dedo implicaría un desastre mayor que si eres cantante u oculista.
Como hemos visto anteriormente, por lo general la alerta de la nocicepción cede a medida que la lesión sana y el estado de alarma de la oficina central desaparece. A lo mucho, un recuerdo de la lesión o de la acción que la produjo será almacenado o registrado para responder rápidamente en un futuro. Es decir, será etiquetado. Así también, los departamentos clave necesarios para enfrentar la lesión serán recordados para garantizar una movilización rápida. Todo el evento dejará una respuesta o “marca” que será única para cada evento. En la ciencia del dolor esto se conoce como “neurofirma” (recuerda esta palabra: regresaremos a ella en breve).
Casi todas las lesiones presentes en un cuerpo sano, incluyendo fracturas de huesos, sanarán en un periodo de entre cuatro y seis meses, por lo que no esperaríamos que la nocicepción asociada continúe mucho después de ese tiempo. En ocasiones, la inflamación y los nervios alrededor de la lesión pueden provocar dolor por algún tiempo, pero por lo general se acepta que cualquier recuperación habrá tenido lugar en un plazo de tres meses. Cuando el dolor persiste más allá de este punto, entonces se le define como “crónico” (en términos de duración mas no de severidad).
Lo que ahora sabemos es que si el dolor dura más tiempo del esperado, y otros miedos, contextos o recuerdos asociados se adhieren a él mediante un filtro de sensibilizadores como la edad, el género y algún trauma del pasado, así como experiencias previas o de la infancia, entonces puede establecerse como una especie de mal hábito. Los científicos se refieren a este tipo de experiencia periférica negativa del dolor como “relación señal-alerta”, la cual incrementa la activación de canales de calcio en el sistema nervioso, que a su vez impulsa el número de mensajes que viajan alrededor y entre las células nerviosas. Se cree que esto provoca la “sensibilización central”, un fenómeno descrito por primera vez en 1983 por un brillante anestesiólogo y neurobiólogo, el doctor Clifford Woolf del University College de Londres (ucl).² La sensibilización central se define como una “amplificación de las señales neurales en el sistema nervioso central que provoca hipersensibilidad al dolor”, y es el proceso mediante el cual el cerebro se ve implicado en una estimulación prolongada producto de la inflamación en los tejidos de la periferia. Básicamente, aumenta el volumen y la intensidad de todo. Un estudio realizado en Estados Unidos en 2009 mostró que las personas que padecían dolor de cuello a causa de una lesión muscular también experimentaban mayor sensibilidad al tacto en otras partes del cuerpo (piernas y brazos), y que cuando recibían inyecciones de analgésicos en los músculos del cuello, las otras partes también se hacían menos sensibles al tacto.³
Woolf argumentaba que la sensibilización central tiene tres efectos: disminuye el umbral de disparo de los nervios, hace perdurar los efectos secundarios del dolor y ocasiona que los impulsos provenientes de los tejidos circundantes se consideren nocivos incluso cuando no lo son. En efecto, es un tipo de “trastorno del aprendizaje” neurobiológico en que el cerebro malinterpreta y registra mensajes y no puede cambiar de rumbo. Algunos científicos lo asemejan a una forma de condicionamiento clásico. Así como los perros de Pavlov aprendieron a salivar en respuesta a una campana, el sistema nervioso se vuelve más sensible para responder a pequeños estímulos con dolor crónico.
Las neuronas en el cerebro pueden formar las sinapsis (uniones) para estos circuitos de hábitos con extrema rapidez. Diversas investigaciones han mostrado que una neurona puede recorrer hasta 30 por ciento de su longitud mediante una especie de acción ameboide que consiste en girar y retorcerse hacia otra neurona con la cual desea vincularse. La dirección hacia la cual tiene que apuntar es determinada por un mensajero químico, emitido por la otra neurona que la invita a unirse. Asimismo, cada neurona puede producir los brotes necesarios para vincularse con todas las neuronas que desee. Esto opera a nivel exponencial, extendiéndose en todas direcciones, facilitando múltiples posibilidades de conexión y permitiéndole al cerebro aprender, adaptarse y cambiar con gran rapidez. Como explicó el profesor V. Ramachandran, un neurobiólogo de ucl, en una reciente conferencia ted:⁴ “El cerebro posee 100 mil millones de neuronas, cada una de las cuales puede formar entre 1,000 y 10,000 conexiones. Esto supera el número de partículas elementales en el universo”. En efecto, los bebés pueden formar 3 millones de sinapsis nuevas por segundo, lo cual podría caber en la cabeza de un alfiler.
Estas millones de neuronas interconectadas reposan en un caldo de células inmunes y vasculares que se comunican entre sí a través de intrincados mecanismos electroquímicos y moleculares. Algunas células se encargan de conectar, otras de abastecer y apoyar, y algunas más de proteger. El cerebro constantemente elimina, reconstruye y mejora estas conexiones a través de un eterno proceso de remodificación, el cual resulta necesario para nuestra supervivencia a medida que nuestro medio ambiente cambia y nos enfrenta a nuevos retos. Las conexiones compiten entre ellas para sobrevivir. Algunas mueren a medida que se hacen obsoletas, lo que resulta en la formación de otras más nuevas y relevantes.
El problema es que mientras estas redes pueden formarse con bastante rapidez, no siempre se deshacen con la misma facilidad, y entre más tiempo experimenten dolor es más probable que produzcan cambios en la estructura cerebral, algunos tan graves como la atrofia (encogimiento) de la “materia gris”. Este descubrimiento fue realizado por el profesor Vania Apkarian en un estudio en la Escuela de Medicina Feinberg de la Universidad Northwestern sobre el origen del dolor y su efecto cognitivo.⁵ La materia gris, nombrada de esta manera debido a su tono grisáceo, comprende las regiones del cerebro involucradas en el control muscular y la percepción sensorial, como ver y oír, la memoria, las emociones, el habla, la toma de decisiones y el autocontrol. El encogimiento de la materia gris puede provocar que los pacientes con dolor crónico que también padecen estrés o depresión exhiban un patrón conductual de “retraimiento”, que se vuelvan vigilantes, se aíslen socialmente y que tengan problemas para conciliar el sueño. El retraimiento social también puede convertirse en un círculo vicioso, ya que entre más se desarrolla más dolor experimentan los pacientes, lo que resulta en un mayor aislamiento. La depresión y el dolor están íntimamente involucrados.
En sus investigaciones, Apkarian y su equipo mostraron que con la exposición prolongada al dolor crónico, en vez de sólo responder a un periodo de impulsos generados externamente y luego volver a un estado de mayor reposo, el cerebro comenzaba a asumir ese dolor. Además, si el dolor crónico duraba más de cinco años, el cerebro perdía entre 5 y 11 por ciento de la densidad de la materia gris. Esto era particularmente cierto para un área del cerebro llamada hipocampo, responsable de crear y asociar recuerdos. En aquellos individuos que experimentaron dolor durante años, el hipocampo era significativamente más pequeño. El dolor también parecía haber creado un nuevo e inusual vínculo entre otras dos áreas del cerebro: la corteza prefrontal (que procesa información sensorial sobre qué es lo que duele, cuánto duele y qué significa) y el núcleo accumbens (que procesa la motivación y el placer). El resultado de la comunicación entre estas dos partes del cerebro fue una disminución en la capacidad de las personas para tomar decisiones y funcionar de forma apropiada. Se requieren más investigaciones para demostrar si al bloquear el desarrollo o la transmisión de señales entre estas dos regiones se puede prevenir el desarrollo del dolor crónico.
Tal vez resulte útil pensar en el cerebro como una red vinculada de regiones —algo similar al mapa del metro. Las estaciones constituyen los múltiples centros del cerebro (conocidos como “nodos de ignición”) conectados por las líneas del metro, es decir, los circuitos neuronales. Imagina que utilizas plumas de distintos colores para marcar las diferentes rutas desde las casas de tus amigos a la tuya. Cada amigo posee una ruta única que cruza distintas estaciones y realiza distintas paradas. Utilizando el término acuñado por el profesor Patrick Wall, a cada una de estas rutas o circuitos la denominamos “neurofirma”. Cada neurofirma es el “recuerdo” grabado de un dolor, que puede ser nuevo o viejo, activo o latente, y está registrada en la sustancia o matriz del cerebro. Si la ruta se utiliza con regularidad, entonces permanecerá activa. De no ser así, comenzará a desaparecer —al igual que el recuerdo de una ruta del metro podría comenzar a borrarse de tu mente si no hicieras el viaje con tanta frecuencia.
Sin embargo, si en algún punto se estimula uno de los nodos a lo largo de una ruta, esto puede provocar que toda la ruta o neurofirma se active, precipitando así la experiencia de ese dolor único. Por ejemplo, digamos que hace algunos años te fracturaste la muñeca al caer al piso, luego de ser empujado por un ladrón. Éste huyó con tu mochila, la cual contenía tu cartera con dinero y una fotografía de un ser amado. También se llevó tu teléfono celular. Así que ahora te encuentras sentado sobre el pavimento frío y mojado, un poco en shock, acunando tu muñeca. Está oscuro y te encuentras lejos de casa. La calle está prácticamente desierta y temes que el asaltante regrese o que alguien más se aproveche de tu situación. Te ves en la penosa necesidad de llamar a la puerta de algún vecino para pedirle ayuda. Tu muñeca ha comenzado a palpitar y doler, y cada movimiento te resulta doloroso. La nocicepción se activa con fuerza, enviando mensajes negativos sobre la lesión a tu sistema nervioso y tu cerebro, y éste acepta que el dolor es apropiado.
Supongamos que recibes ayuda, que llegas a la sala de urgencias y te enyesan la muñeca y que, seis semanas después, aunque tu mano ha sanado, el dolor ha hecho todo menos desaparecer. Ha sido algo sumamente inconveniente para el trabajo y tener que reemplazar tus llaves, tu cartera y tus tarjetas de crédito ha sido un viacrucis. Pero tú te encuentras bien. Excepto que, pese a que la lesión ha sanado, tu cerebro ha grabado y registrado una neurofirma alrededor de todo el evento, vinculando varios nodos de ignición clave. Ahora la ruta o firma entre estos centros ha sido activada sin que tengas conciencia de ello. Dos años después, prácticamente no tienes dolor en la muñeca. Sin embargo, notas que cuando llega el invierno y está oscuro, y el ambiente está frío y húmedo, sientes un dolor profundo en esa parte de tu cuerpo. El olor a hojas húmedas te recuerda esa noche. El camino que tomas a casa no ha cambiado, por lo que siempre experimentas ese recuerdo repentino de la fecha y el lugar donde te asaltaron y aún miras por encima de tu hombro. Cargar tu mochila al parecer hace que el dolor regrese. Aquí podemos ver que los nodos de ignición clave son los centros de memoria olfativa, ocular y auditiva: el hipocampo, que vincula la memoria con el lugar y el momento, y los centros de la amígdala y el límbico, que vuelven a invocar la punzada del miedo (“qué tal si”) y la indignación (“¿por qué a mí?”). Mientras tanto, la corteza prefrontal se ocupa de tomar decisiones sobre qué hacer si otro asaltante aparece de la nada y el sistema nervioso simpático aún parece elevar tu frecuencia cardiaca y respiratoria, preparándote para huir o pelear. Todas estas reacciones son parte de un mismo evento, pero cada nodo, de ser estimulado, puede activar la experiencia entera y el resultado es que experimentes dolor en la muñeca, pese a que la lesión sanó y la nocicepción terminó hace mucho tiempo.
Entonces, tal y como sucede con el tabaquismo, el dolor puede llegar a convertirse en un hábito que el cerebro adquiere y es incapaz de romper. Se convierte en un “bucle cerrado” o “modo predeterminado” de circuitos repetitivos que es difícil reorientar.
En su excelente libro El poder de los hábitos, Charles Duhigg cita investigaciones en las cuales el hábito de fumar puede visualizarse en los cerebros de los pacientes mediante la toma de imágenes por resonancia magnética.⁶ El circuito de los centros cerebrales del “tabaquismo” literalmente se ilumina. Si a dichos pacientes se les somete al mismo estudio tras dejar de fumar, entonces aparece un circuito nuevo y alternativo “libre de cigarro” que también se ilumina, pero la “huella del hábito” permanece. El hecho de que el circuito de un antiguo hábito perdure explica por qué resulta tan fácil retomar ese hábito si, por alguna razón, vuelve a activarse —por ejemplo, si lo detona una situación de estrés.
El dolor se comporta de la misma manera. Incluso después de que el paciente ha superado su dolor, su vieja huella aún está presente y lista para ser activada si se detona un nodo específico en esa red. Se cree que la neurofirma es un mecanismo de protección proporcionado por la naturaleza para conservar el recuerdo de una experiencia en caso de ser expuestos a cualquier elemento de ésta en un futuro. Es decir, existe para reconocer el peligro.
Ahora sabemos que casi todas las respuestas en el cerebro dependen de múltiples áreas vinculadas que se procesan en conjunto y no sólo de regiones especializadas aisladas. En neurociencias, esta red infinita se conoce como “conectoma”. Las conexiones son la clave, al igual que lo son entre los humanos: cuando nos aislamos, dejamos de funcionar. Como alguna vez dijera Stevie Wonder: “Para lograr tu aspiración necesitas una agrupación”.
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Para recapitular, la nocicepción es un proceso que sucede constantemente en nuestro interior y que evalúa nuestro ambiente; sin embargo, no lo experimentamos como dolor a menos que uno de nuestros sentidos esté estimulado a tal grado y alcance un umbral tan alto que requiera la acción del cerebro para protegerse —por ejemplo, retirar un dedo del fuego. Estos umbrales son diferentes en cada uno de nosotros, así como el lapso de tiempo que podemos tolerarlos.
A fin de perfeccionar nuestra definición del concepto de neurofirma volvamos a la oficina central una vez más.
Supongamos que en vez de un altercado entre habitantes locales, o la explosión de una bomba en una carretera lejana, ocurre el gran atentado. Durante varios meses, las oficinas locales han enviado reportes con mucha información sobre un ataque inminente. Han escuchado que será algo grande; el único problema es que desconocen dónde sucederá. Y luego —¡bum!— alguien planta un dispositivo en el corazón de Langley. La oficina central, que solía ser segura y altamente fortificada, se derrumba. Desaparece la mitad del edificio y mueren docenas de personas. Los sistemas fallan. Se pierde toda comunicación. Reina el pánico, la incredulidad. Todos los sistemas y departamentos se ponen en marcha para contener el daño y evaluar cualquier amenaza futura.
Con el tiempo, por supuesto, se reconstruyen los muros, se reemplaza el vidrio, se vuelven a ocupar los puestos de trabajo y se restablecen todos los sistemas. Pero ¿acaso la oficina central volverá a ser la misma? Todos recuerdan lo ocurrido y están de luto. Se determinan nuevos regímenes —no más tolerancia— y la atmósfera cambia. Las oficinas locales se inquietan más por el posible resurgimiento de espías y movimientos regionales, y entregan reportes con mayor frecuencia. Al mismo tiempo, la oficina central exige más información y sobrerreacciona ante eventos pequeños. El peligro está en todas partes.
Esta situación de seguridad intensificada equivale, en términos corporales, a una lesión grave —una lesión cerebral o espinal o múltiples lesiones sufridas en un accidente automovilístico serio. Cuando las lesiones iniciales sanan, las cicatrices se desvanecen, pero la víctima nunca vuelve a ser la misma. La vieja herida duele, sobre todo cuando el clima es húmedo, el cansancio es constante y cualquier movimiento resulta doloroso. Hay perturbaciones en el sueño, un estado anímico bajo y una disminución de la líbido. Pasar frente a la escena del accidente aumenta la frecuencia cardiaca y provoca un sudor frío. La víctima evita las multitudes y quedarse en casa parece ser la opción más fácil. Le da una patada al perro, se pelea con su pareja. Le han tenido paciencia en el trabajo, pero todo parece demasiado difícil. El dolor se convierte en una razón para aislarse. La neurofirma ha sido establecida.
Pese a que han sanado, los nervios periféricos (abajo-arriba) continuarán enviando mensajes de preocupación porque han sido sensibilizados para estar en constante alerta, no sólo a causa de la nocicepción sino también de la neurofirma: ahora, cualquier ligero movimiento o información sensorial (calor, tacto) podría desencadenar niveles inapropiados de dolor. Y entre más disparan los nervios, más dolor se siente, lo que a su vez los sensibiliza aún más.
Durante mucho tiempo se creyó que los nervios eran sistemas unidireccionales similares a los cables eléctricos, pero ahora sabemos que pueden ser bidireccionales. Los receptores disparan información a la médula espinal, la cual reacciona al enviar más mensajes de regreso por los tejidos. Hay un diálogo bidireccional entre ellos. De esta manera, el dolor puede convertirse en un círculo vicioso o un hábito a nivel local. Además, los nervios se conectan mediante sinapsis con otros nervios que alimentan con información al bucle. Como resultado de esto, el diálogo se difunde a lo largo del sistema, haciéndolo todavía más sensible. Por ejemplo, además de la inflamación localizada en los tejidos dañados, que se manifiesta como hinchazón y enrojecimiento, los nervios pueden enviar una respuesta alrededor del cuerpo. Ésta es la razón por la cual las personas que tienen un nervio atrapado en la espalda baja pueden presentar inflamación en el pie, así como un dolor debilitante en la pierna. A esto se le llama sensibilización periférica. El nervio en la espalda baja es comprimido por un disco sobresaliente que interfiere con su conducción. Como resultado, el diálogo bidireccional a la médula espinal es interrumpido y se induce un estado de alarma para promover la acción del cerebro. Sin embargo, el cerebro desconoce la ubicación exacta de la irritación del nervio, lo único que sabe es que la región que abastece este nervio es el pie y el pie le está enviando señales de alarma. Al mismo tiempo, el propio nervio se irrita a causa de una función celular deficiente y provoca una respuesta inflamatoria en la zona del cuerpo a la cual abastece (en este caso, el pie). En consecuencia, el pie puede hincharse y enrojecerse incluso aunque no se requiera una respuesta de sanación.
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Como puedes ver, una vez que se ha establecido la neurofirma y que ésta ha sido influida por nuestras experiencias de vida, incluso desde nuestra infancia, así como nuestras concepciones (reales o percibidas) del mundo, el dolor puede arraigarse y volverse cíclico, además de trasladarse por todo el cuerpo. Un buen ejemplo de este tipo de sensibilización del sistema nervioso central es el síndrome del intestino irritable. La gente que padece esta condición no sólo sufre síntomas desagradables como cambios en sus hábitos intestinales, dolor e hinchazón, sino que también es más propensa a experimentar dolor en otras partes del cuerpo, como fibromialgia (caracterizada por dolor muscular global), fatiga crónica o migrañas (ver el capítulo 7 para mayor información sobre estas condiciones).
Resulta evidente que, a lo largo de nuestra vida, muchos otros factores en nuestro entorno nos sensibilizan y disminuyen el umbral de dolor. Además, las investigaciones han mostrado que estos factores potencian el dolor mucho más que cualquier factor estructural o genético. Como veremos en el capítulo 4 —Cómo nos lastima el estrés—, la naturaleza no proporciona ningún plano para definir nuestro ser, sino un “supersistema” intrincado que utilizamos para responder al estrés del ambiente en el que vivimos. Éste comprende la psique, así como los sistemas endócrino (glandular), neurológico e inmunológico, y es mediado principalmente a través de mensajes químicos transmitidos entre las células. Cuando nuestro supersistema deja de funcionar apropiadamente, esto se traduce en dolor, malestar y enfermedades.
De cierta manera, el dolor es un modo de percepción que utiliza nuestro cuerpo para decirnos que algo anda mal. Como afirma el doctor Gabor Maté:⁷
A nivel fisiológico, los circuitos de dolor transmiten información que nosotros mismos hemos bloqueado, impidiendo recibirla por rutas más directas. El dolor es un poderoso modo de percepción secundario que nos alerta cuando nuestros modos primarios han dejado de funcionar. Nos proporciona información que ignoramos bajo nuestro propio riesgo.
Llegar a la raíz de lo que realmente significa esta “información” del dolor y entender los mensajes que intenta transmitirnos es de lo que tratan los siguientes capítulos. Espero que el viaje te resulte interesante y esclarecedor.
HISTORIA CLÍNICA: MAGGIE
A lo largo de este libro, ilustraré los puntos que estoy explicando con las historias de pacientes reales. Te platicaré un poco sobre sus antecedentes y por qué acudieron a mi clínica, y trataré de mostrarte cómo casi todos mejoraron al entender y superar su dolor. Naturalmente, he cambiado nombres y detalles personales para preservar la confidencialidad de los pacientes, pero los ejemplos que presento son reales.
Comencemos con Maggie, una paciente que tenía 65 años la primera vez que visitó mi clínica. Maggie era una mujer inteligente que ocupaba un puesto administrativo de alto nivel en un gran hospital antes de retirarse. Vivía sola desde que enviudó.
Vino a verme seis meses después de haberse fracturado la rodilla izquierda al resbalarse en la nieve invernal. La fractura atravesó la articulación, donde el hueso de la parte inferior de la pierna soporta toda la carga de la rodilla. La fractura no estaba desplazada, por lo que en el hospital permitieron que sanara sin recurrir a una cirugía. Sin embargo, debido a una falta de comunicación entre los médicos que la trataban, Maggie permaneció mucho tiempo con la pierna inmovilizada. Ahora experimentaba mucho dolor y requería usar una muleta. Sentía que el dolor se extendía hacia arriba desde su costado izquierdo en dirección a la espalda y el cuello. Antes de su alta, tampoco recibió suficiente fisioterapia.
Para cuando fue a verme, tenía miedo de salir e imaginaba un futuro sombrío lleno de dolor y soledad. Sentía cómo el “perro negro de la depresión” comenzaba a apoderarse de ella. Hasta antes de su accidente, ella amaba viajar —acababa de visitar Nueva Zelanda— y había enfrentado todo lo que el mundo le presentaba sin miedo. Pero ahora eso le había sido arrebatado y, para colmo de males, cada vez veía menos a sus compañeros de viaje mientras ellos continuaban disfrutando la vida.
A partir de la fractura inicial, disminuyó su actividad física y perdió masa y tono muscular, así como su capacidad para mantener el equilibrio, algo de particular importancia para las personas mayores de 65 años. En su estado altamente debilitado, la evolución más probable sería una nueva caída que le provocaría una fractura de cadera o peor. De guardar cama, sería más propensa a contraer una infección pulmonar o renal que podría ser fatal. Mucho me temía que el dolor de Maggie acabaría por matarla, a menos que lográramos mejorar su situación a nivel físico y psicológico.
La respuesta se hallaba en trabajar con todos los elementos del dolor de Maggie —biológicos, sociales y psicológicos. Mi primera tarea fue convencerla de que estábamos a sus órdenes y que debía contactarnos en caso de tener alguna crisis. Constantemente le preocupaba caerse cuando salía a la tienda. Extrañaba a su esposo terriblemente. Hablamos sobre cómo él con seguridad querría que ella saliera adelante. También acordamos que cumpliría la meta —bastante realista, por cierto— de salir de vacaciones dentro de un año, puesto que era su pasión. El simple hecho de comprometerse con esto mejoró ligeramente su estado de ánimo. Le expliqué que, a pesar de lo que sentía —la expansión y el agravamiento del dolor—, la lesión inicial, sin considerar cuán dolorosa era y lo mal que había sido tratada, había sanado en los seis meses previos. Eso es lo que hacen los huesos y tejidos sin ninguna ayuda. Esta promesa tranquilizadora, junto con la movilización suave de su pierna, le dio la confianza de poner más peso sobre la misma casi al instante.
Pero a lo que se enfrentaba era al procesamiento arriba-abajo de la neurofirma formada en su cerebro alrededor de la lesión y el dolor continuo resultante. Los “nodos” de la experiencia del dolor eran múltiples. Primero, de tipo psicológico, manifestados en forma de enojo por haber recibido un tratamiento deficiente y ser abandonada a su suerte; miedo a lo que traería el futuro y a ser incapaz de moverse sin experimentar dolor; pérdida de sus amistades, a quienes su condición parecía no importarles, y de su esposo, quien habría cuidado de ella, asumido el control y sabido qué hacer. Estaba resentida con su rodilla inflamada y la veía como una deformación de su cuerpo. Se rehusaba a moverla, porque a sus ojos estaba rota y torcida. Segundo, de tipo social: estaba distanciada de su hermano, era demasiado orgullosa como para pedirle ayuda y sus amigos habían dejado de llamarla. Vivía en un conjunto de departamentos de gran altura donde el elevador no siempre funcionaba. Su casero había sido poco solidario. Y tercero, de tipo biológico: aún tenía algo de inflamación en la rodilla debido a la inactividad y mala circulación. Los tejidos estaban tensos y doloridos y los músculos desgastados. Si pensaba en ellos, cualquiera de esos factores reavivaba su dolor.
Hubo un cambio en Maggie y su dolor de rodilla a partir de la primera consulta. La examinación y movilización manual permitieron la realización de nuevos movimientos libres de dolor. También le curaron su dolor de espalda, el cual se había desarrollado para compensar su doloroso andar. Requeriría de unas cuantas sesiones más para incrementar su movilidad. Pero ahora Maggie sabía cuáles eran sus objetivos y la estrategia que debía emplear para conseguirlos. Estaba armada con una variedad de ejercicios, graduados y regulados, y el alivio adecuado para su dolor que le permitiría seguir adelante y dejar de temerle al movimiento. Debía inscribirse en un gimnasio porque eventualmente requeriría hacer pesas para fortalecer sus músculos. Lo que es aún más importante: tenía una visión más clara de lo que sucedía, tras haberle explicado cuál era el origen de su dolor y que esto no implicaba ningún “daño”.
Me complace reportar que Maggie contactó a sus amigos, quienes se entristecieron al saber que ella había sufrido tanto tiempo en silencio, y juntos reservaron un viaje a Chile.