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PREFACIO

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Al presumírsele a una canción de amor la facultad de ser fuente de encantamiento, tal vez quiérase, inadvertidamente, significar, bajo el velo de semejante embrujo, alguno de los presuntos atributos —cuando no varios de ellos— que a tal forma se le suponen y a continuación refiero:

a. Que su belleza tiene el poder de atemorizarnos.

b. Que la sangre altera —por cuanto alcanza uno a adivinar en sus versos—.

c. Que su empeño en no abandonarnos acrecienta su habilidad para hechizarnos.

d. Que muéstrase, para mayor gloria, atemporal.

e. Que su mera verbalización parece reparar la pérdida que consigna.

f. Que arrastra consigo una carga de dolor magnificada por quien la compone y canta.

g. Que siente su autor añoranza por lugares y parajes que jamás conoció.

h. Y, con no poca frecuencia, concita todos los anteriores y alguno más.

No escasean los apologetas de esta particular visión, alumbrados entre cuyas doctas huestes figuran expertos, gurús, poetas y cantautores —la exégesis de cuya obra trascendería el objeto de tan apresuradas e irrelevantes acotaciones—. Sea como fuere, para todo lector con acreditada adicción a la música que se precie, antójase de obligado cumplimiento rendir culto a una voz en particular; la de un escritor o cantautor cuya obra lírica otorgue una significación especial a todo cuanto guarda relación con esta forma de canción. En lo que a mí concierne, jamás hubo duda al respecto: Nick Cave se apropió del pedestal con todos los honores. No se me alcanza ningún otro letrista cuyos versos tengan la virtud de transportarte a lugares tan lejanos, ni recuerdo tampoco haber dado jamás con otro trovador que hurgue con semejante hondura en nuestras entrañas. Durante cuarenta años, su remembranza de lo sublime, la evocación de lo inalcanzable, el ardor, la locura, el azar y la fatalidad de lo imprevisible han hecho trizas todos los manidos clichés, habidos y por haber —en materia roquera—, cuando sobre ars amatoria versa el asunto. «Las aceras están llenas de los hijos solitarios del amor» cantaba en su más punkorra juventud. «Lamenta la acera que hayamos tenido que matarlos». Chúpense esa sus reverendísimas eminencias Cole Porter y Jacques Brel.

Escuchaba el otro día “Waiting for You” —de su último álbum Ghosteen—, cuando, de pronto, reparé en la constatación, me atrevería a afirmar que incontestable, de que Nick es, muy probablemente, el principal orfebre de la elegía roquera contemporánea. Echando mano de su feroz imaginario y sus no menos brillantes revelaciones, su obra siempre se antoja muy cercanamente humana, como el pálpito de un corazón audible. Nick entronca, y no oculta su deuda, con la tradición de William Blake y sus oscuros bosques, cual preclaro demiurgo de muy extrañas bestias. Espléndidamente dotado para la ficción, y dispuesto siempre a compartirnos los pormenores de sus vertiginosos descensos por las simas de sus vísceras, creo llegada, por fin, la hora de proclamar, sin el más leve atisbo de duda, que las letras de sus canciones —consagradas al martirio del amor, el culto a la memoria y a la búsqueda de lo eterno— son las mejores de su generación. Los grandes escritores no se limitan meramente a brindarte algo que contemplar, te enseñan a ver. Tampoco consiste únicamente la labor de un escritor en defender a ultranza lo que este cree, sino en dar vida a todo lo que apenas puede uno tolerar. Como dijera el poeta Robert Duncan: «la función de la poesía no es oponerse al mal, sino imaginarlo». Nick Cave es una de esas raras aves que pueden revolotear a través del éter que emana de sus versos. No es un coleccionista de esencias, sino una esencia en sí mismo. Sus letras se inscriben en una concepción de la épica que emana del blues y nos remite, sin remisión posible, al dolor del amor y la pérdida.

De muy joven, contaba apenas dieciséis años y vivía a unos cuarenta quilómetros de Glasgow, empecé a darme lentamente cuenta de que el Antiguo Testamento podía leerse perfectamente como una suerte de dietario impregnado de realismo cotidiano. Con todo, ello no era óbice para que, desde mi diminuto dormitorio, pudiera saludar a la raza y, al arrancar el programa de radio de John Peel a las 10 en punto de la noche, familiarizarme con los entresijos de una forma completamente desconocida de encantamiento. El 9 de abril de 1984, Peel nos regaló una inolvidable sesión con Nick Cave & The Bad Seeds, y lo escuché, bueno, digo escuché cuando en realidad debería confesar que, desde los primeros compases, sentí que habitaba las canciones y que estas regurgitaban en mí, con una precisión quirúrgica, antojándose intuitivamente inapelables. Lo cierto es que no puedo dejar de rememorar aquel primer impacto. Para un pimpollo tan poco ducho en los misterios del amor y que albergaba la esperanza de convertirse en novelista, aquellos textos eran ciertamente deslumbrantes. Nunca olvidaré cómo empezó a asomar la línea de bajo en el arranque del programa, arropada por el mortecino tañido que parecía provenir de un piano desvencijado; pero fue, sobre todo, el eco de sus palabras, «Saint Huck», de una plasticidad tan conmovedoramente precisa, aventando una tristeza angustiante, lo que más poderosamente llamó mi atención. La oscuridad que divisaba al otro lado de la ventana de mi habitación nunca se mostró tan tentadora y atractiva. ¿Era su voz la que elevaba el significado de lo cantado o acaso la letra la que estaba magnificando el poderío de su entrega? Diríase que ambas cosas, muy probablemente. Sabía que Iggy Pop, Lou Reed, Kurt Weill, The Pop Group, Leonard Cohen, Allen Ginsberg, Edith Piaf, Jim Morrison, el Captain Beefheart, Johnny Cash y los chicos de Wire sucumbirían al oscuro encanto de este lirismo mágico, a sus hallazgos espirituales, las historias plagadas de infortunios, tumultos y trifulcas; a esa nueva expresión literaria, esa suerte de delirio que arremete contra la soledad y ensombrece todas las variantes conocidas del ardor y el desconsuelo. La canción que cerraba la sesión fue “From Her to Eternity” y con ella pareció, de veras, derrumbarse nuestra humilde morada. «Mas sé que poseerla», profirió, «es, por tanto, no desearla». Mis amigos lo veneraban, y otro tanto me sucedía a mí. La prosodia de los salmos, la experiencia litúrgica convertida en ordinaria amenaza humana, refulge desde las entrañas de la imaginación del autor y anida en sus veinticuatro álbumes.

Una persona en busca del amor verdadero que atisba lo divino. Eso no suele señalar el final de un problema, sino más bien el arranque de uno de inconmensurable magnitud, cometido, por otra parte, tan aterrador como regocijante. Su conferencia, «La vida secreta de la Canción de Amor», que precede al propio cancionero en esta edición bilingüe, versa sobre la extraña forma de tristeza que se manifiesta en la composición de canciones de amor. «La escritura fue el salvoconducto para acceder a mi imaginación, a la inspiración y, en última instancia, a Dios». Como tal vez no alcancé a transmitir antes con meridiana claridad, Nick ansía verbalizar y acercarnos a lo inimaginable, y esa misión es la que aguarda al artista prendado de amor, porque el amor es no solo esa brizna de suerte que a veces nos sonríe y parece iluminar nuestras vidas, sino que, a menudo, tórnase en una insufrible catástrofe que nosotros mismos propiciamos. Cuando pienso en el primer encontronazo con la escritura de Nick Cave, recuerdo aquella experiencia como una suerte de inesperado salvoconducto para comportarme, por fin, como un adulto: su modo de dignificar la tristeza, de teñir la melancolía con los colores de la existencia, liberándonos; mas no del dolor, sino concediéndonos la libertad de sentirlo y seguir viviendo. A no cejar en nuestro empeño por persistir en lo que él dio en llamar «el clamor del amor», esa es nuestra gran oportunidad y nuestra maldición a un tiempo.

Nada es más profundo que la tinta negra. Solo cuando se sumerge uno en la lectura de las letras del cancionero —y aquí ofrécesenos todo: la lucha por la tórrida ascensión, sin solución de continuidad, rumbo a la iluminación— alcanza uno a poseer una visión cabal de la singladura de esta mente apasionada con corazón ardiente. Nick Cave ha albergado siempre el alma de un baladista irlandés: “Lucy”, “Black Hair”, la litúrgica repetición sin pausa de las palabras, la llamada a la comunión con el oyente, la invitación a compartir la pérdida. Piensa en “Nobody’s Baby Now”—She lives in my blood and skin— y en el alma edificante de los despojados, experiencia en la que todos nos podemos reconocer, la lucha por doblegar al espíritu. En “Into My Arms”, oración moderna, canción de cuna para todos los amantes perdidos, todos los niños, acaso todos ustedes. Un gran letrista surca nuevas cartografías del alma y explora sus afluentes para dar cobijo a todos nuestros sueños, y cual ángel andante, toma tu mano, dándote la sensación, la ilusión, aunque solo sea durante la efímera duración de una canción, de que no estás solo.

Próximo al ocaso de sus días, di con John Peel en Nueva Zelanda. Ambos fuimos distinguidos con el dudoso honor de ser investidos, por poco tiempo, como representantes de la cultura británica. Nada más lejos de nuestras intenciones que objetar algo al respecto, los hoteles eran agradables y teníamos mucho de que hablar. Camino de la isla Waiheke, hablamos sobre nuestros discos favoritos, y yo le pedí que nombrara la mejor canción de amor. «Hay demasiadas», repuso, e imaginé que se refería a demasiadas bandas, demasiados damnificados letraheridos con mal de amores, incontables genios desconsolados evocando pataletas tardoadolescentes, sobredosis de Elmore James, White Stripes para dar y vender, un puñado de los Ramones, Joy Division y The Smiths. «No», sentenció, «demasiadas de Nick Cave».

Andrew O’Hagan

Londres, 2020

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