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PRÓLOGO

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Hará cosa de unos treinta años tuve una disputa con el crítico musical Barney Hoskyns acerca de las cualidades propias —y las presuntas (y relativas) virtudes— de los letristas de rock. Según Barney (y espero no tergiversar sus palabras), en la simplicidad está la clave. La estructura de las canciones pop —la mayoría de las cuales derivan del bendito mestizaje entre la forma de la balada inglesa y el blues de ocho compases—, así como la importancia de la melodía y la duración más bien breve —que parece imponer la tradición folclórica—, hacen que del recurso a las rimas fáciles, el relato sucinto y la franqueza sentimental broten las mejores letras.

A partir de esas premisas canónicas, Barney defendía las composiciones de Smokey Robinson hasta el punto de afirmar que era éste, indudablemente, el mejor letrista pop de posguerra. Puede que para llevarle la contraria –o quizá porque así lo creía, tan difícil es saberlo a veces—, disentí apasionadamente de sus tesis, arguyendo que un letrista como Bob Dylan conseguía ser experimental y profundamente poético por igual, sin dejar de poder propinar, por ello, certeros ganchos roqueros en las tripas del oyente.

Por cuanto se me alcanza, la discusión acabó centrándose en un pareado del tema dylaniano «Visions of Johanna»: «On the back of the fish truck that loads / While my conscience explodes» [En la trasera del camión que carga pescado / Mientras mi conciencia ya ha estallado]. Barney sostenía que se trataba de un ripio que no significaba nada en sí mismo y que, por tanto, debía contemplarse bien como un incontinente alarde de pirotecnia verbal, bien como puro relleno para marcar el tiempo al retomar el ritmo de la canción.

No me apetecía en demasía analizar la significación de aquel tropo ni, menos aún, empantanarme en la ciénaga psicobiográfica frecuentada por dylanólogos, dylanitas y dylanófilos, ni tampoco aspiraba a plantar pica en las áridas cumbres de esos académicos que se aferran a su cátedra sosteniendo, a capa y espada, que ciertos cantautores pueden considerarse tan «poetas» como sus homólogos sin acompañamiento musical. En lo que a mí respecta, este enfoque plantea inevitablemente la siguiente cuestión: si los letristas son poetas, ¿qué es, entonces, un poeta? ¿Acaso un hombre orquesta sin orquesta?

A lo largo de las dos últimas décadas, para mi satisfacción, me he topado con diversas interpretaciones plausibles del controvertido pasaje del camión del pescado. Sea como fuere, he acabado haciéndome una cierta idea de la naturaleza y propósito de las letras que me complace, en tanto que, de paso, me he ido explicando la defunción de la poesía como forma popular de arte. Actualmente, si nos da por imaginarnos a la musa de la poesía, se nos aparece cual cantante pop trasnochado sentado en el rincón de un café bohemio, llevándose la mano a la oreja y berreando cuatro mamarrachadas. Sea cual fuere la necesidad que sentimos por la síntesis armónica de sonido, sentido y ritmo que tradicionalmente aportaba el verso hablado, la hallamos ahora, en buena medida, en las letras cantadas.

Curiosamente, fue el mismo Hoskyns quien, un par de años antes, estuvo a punto de presentarme a una joven banda punk australiana a la que estaba promocionando. Yo estaba de pendoneo con un amigo común, extraviado en el berenjenal tóxico de aquellos tiempos retráctiles, cuando recibimos la invitación para dirigirnos a Clapham y encontrarnos con The Birthday Party. No lo conseguimos, ni tampoco dimos con nuestra papela de 10 libras.

Naturalmente, sabía de Nick Cave, sus interpretaciones incendiarias —prenderle fuego al catafalco gótico de la tumba del Papa y retorcerse al tiempo que ardía, ardía, ardía— constituían un rasgo definitorio de aquel atribulado periodo. Con todo, no entré en su música hasta más tarde. De hecho, le conocí personalmente mucho antes de sumergirme en su obra. Echando la vista atrás, hacia aquellos años de finales de los ochenta y primeros noventa, mi descubrimiento me parece asombrosamente tardío. Me viene a la cabeza la parodia de Woody Allen sobre las nefandas memorias de Albert Speer: «No sabía que Hitler fuera un nazi. La verdad es que, durante años, pensé que trabajaba en la compañía telefónica.»

Puede que yo no pensara que Nick Cave trabajaba para la compañía telefónica, pero desconocía hasta qué punto su vis creativa estaba tan impregnada de armonía como de semántica. Se trataba de un tipo afable, aunque adusto, al que veía con sus hijos en algunas barbacoas.

Entonces leí su novela Y el asno vio al ángel, y me vi expuesto, de lleno, al prodigioso parteaguas maniqueísta que desgarra la cosmovisión de Cave. Así mismo, me vi expuesto a su dimensión más personal y mitopoyética: un paisaje, tan presente en sus canciones como en su prosa, en el que el sexo es sinónimo de alboroto, donde los asesinatos tienen lugar al calor (del momento) y en que los pecados de los padres llaman siempre a la puerta. Para los que no estén familiarizados con las peculiaridades tanto físicas como culturales de la Australia profunda, escenario de muchas de las baladas de Cave, con su profusión de armas, navajas, caballos y novias, este puede antojarse como cortado por un patrón similar al de letristas tales como Johnny Cash, Bob Dylan y los intérpretes de blues y country a los que estos veneraban.

Pero no. La mise en scéne de Cave resulta tan propia de su patrimonio australiano como lo son las espiras de sus yemas digitales, o el léxico de su idiolecto. Aquí, en la Victoria rural, la luz es más cruda, las patas de las moscas más pegajosas y la sangre tarda más en coagular. Una atmósfera de fábula impregna el mundo evocado por el cantante, y mientras nos sumimos en una de sus letras resulta fácil creer no solo en la plena simultaneidad temporal —los indígenas son asesinados a machetazos al tiempo que, en el estadio, la bola sale disparada de un patadón—, sino también que esta tierra en tonos sepia va de la mano con el antiguo Israel: los fariseos junto a la cuadrilla del bandolero Ned Kelly, con sus miembros sujetos por el pescuezo para asegurar el retrato del grupo.

Resultaría, por tanto, inapropiado colar alguna cita de entre las letras de este volumen; y, a tenor de lo afirmado arriba, también inútil brindar un análisis atento del texto. Baste decir que Cave, como artesano del verso, procura todos los encabalgamientos, elipsis y onomatopeyas que pudiera uno desear. Con todo, sospecho que la mayoría de los que vayan a comprar y leer este libro no lo harán por tales motivos; se trata más bien de un álbum de retratística lírica, en que todas las estampas revelan un aire de familia, aunque los fenotipos sean bien distintivos. El placer está en relacionar una con la otra, en establecer conexiones. Y, naturalmente, en escuchar las melodías en la memoria de nuestro oído.

Brevemente, sobre el erotismo y la atroz aflicción que comporta saber no solo que toda pasión se apaga, sino también que eres ya tierra quemada, sería un craso error tipificar a Cave como un letrista de desazón, sangre y vísceras. Cave se yergue como uno de los grandes escritores de amor de nuestra era. Cada una de sus canciones está perfumada de anhelo y apesta ya a putrefacción de pérdida inminente. Para Cave, la consumación es siempre exactamente eso.

No querría concluir sin apuntar la vena irónica —satírica incluso— que recorre las letras de Nick Cave. Una de mis favoritas, «God Is in the House», demuestra su capacidad para ironizar, reironizar y redoblar luego la ironía, engendrando un remolino vertiginoso que escurre las ideas preconcebidas por el desagüe del sarcasmo. Puede que ese toque ambivalente contradiga el apego de Cave a las verdades del Antiguo Testamento, pero no me parece a mí que sea así, prefiero entenderlo como un todo: Ecce homo.

Al cabo, pues, diríase que la vieja riña acerca de los letristas estaba tan desprovista de sentido como el camión que descarga pescado, toda vez que, justo por aquel viejo entonces, en el corazón existencial de ciudades como Londres, Berlín, Nueva York y París, se paseaba un cantautor que constituía mucho más que la suma de estas partes: el doliente corazón de Smokey implantado en el pecho atribulado de Zimmerman.

WWS, Londres, 2007

Nick Cave: Letras

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