Читать книгу Estás muerta, nada puede dañarte - Nicola Maye Goldberg - Страница 8

KATHERINE

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Había partes de Florida que realmente parecían el cielo. Katherine las había visto en el camino desde el aeropuerto. El Paradise Lake Recovery Center se parecía más al edén, después de que Dios, el hombre y los animales más sensibles lo hubieran abandonado. Toda la propiedad estaba cubierta de banianos, también conocidos como higueras estranguladoras, según su compañera de cabaña Rachelle. Katherine lo encontró apropiado y perturbador. Aunque el personal del lugar trataba de mantener el césped de estilo urbano que había alrededor de cada una de las cabañas y los edificios principales, la hierba siempre tenía un aspecto irregular y fangoso, con extrañas malezas que crecían de un modo desafiante alrededor de los bordes.

La página web del Paradise Lake prometía un ambiente «de campamento» que a Katherine no le pareció muy atractivo. Siempre había odiado los campamentos de verano. Había seis cabañas femeninas y cinco masculinas, cada una con cuatro residentes. Katherine nunca había estado dentro de las cabañas masculinas, conforme a las estrictas pautas del lugar, pero no creía que tuvieran un aspecto muy diferente. Tenían una decoración vagamente rústica, pero gracias a Dios con todo limpio, con paredes blancas y muebles de Ikea. Su cabaña incluía cuadros enmarcados del océano y cojines decorativos bordados con la oración de la Serenidad. ¡VIVE, RÍE, AMA!, ordenaba una placa de pared de hierro forjado. Katherine no era una persona violenta, pero estaba un poco sorprendida de que nadie más hubiera intentado golpear a otra persona con aquello si se tenía en cuenta que estaba colgada de la pared simplemente con una alcayata. Permaneció allí durante toda su estancia de cuatro meses. Incluso con las luces apagadas, todavía era capaz de distinguir su vago perfil burlándose de ella.

Cuando llegó, Katherine tenía veintiocho años, o sea que era bastante joven para ser una alcohólica. «Prácticamente soy una chica prodigio», les dijo a sus padres por teléfono. No se rieron. Katherine odiaba descender de gente tan carente de humor. Cuando le repitió la misma frase a Blake, él la llamó la Mozart del abuso de sustancias.

Si hubiera conocido a Blake en una fiesta o en un bar, a Katherine le habría gustado mucho. Ayudó que fuera apuesto como una estrella de cine, el tipo de hombre apuesto que hacía que el aire se estremeciese en la habitación cuando entraba. Como lo conoció en rehabilitación, donde no estaba permitido intimar con nadie, lo amó de inmediato.

Era extraño la gente que podía acabar gustándole a alguien en un lugar como aquel. Una de las personas favoritas de Katherine era un antiguo chico de fraternidad, gordo y pelirrojo llamado Jimmy, que estaba en rehabilitación en lugar de en la cárcel después de emborracharse y matar a una mujer con su coche. Procedía de una familia acomodada, y la sentencia había causado una gran indignación en la ciudad de Georgia donde sucedió. Incluso hubo una petición para expulsar al juez del caso. En diferentes circunstancias, Katherine probablemente la habría firmado. Por supuesto, Jimmy merecía ir a la cárcel. Pero era amable y hacía bromas muy divertidas a costa de los terapeutas, por lo que Katherine se alegró de que no hubiera ido.

—No eres una buena persona. —Esa fue una de las primeras cosas que el terapeuta principal de Katherine, Arthur, le había dicho—. Una vez que superes eso, podrás descubrir cómo ser funcional.

Arthur tenía sesenta años, pero parecía mayor. Daba la impresión de que había muerto de viejo y había resucitado con el único propósito de gritar a los que sufrían algún tipo de adicción. De todos los terapeutas que había en Paradise Lake, era al que Katherine odiaba más, a pesar de la gran competencia que había al respecto. Era un capullo, y la hacía llorar durante casi todas las sesiones. Le hablaba como si fuera la peor persona del mundo, como si hubiera ahogado a bebés en una bañera o incendiado una residencia de ancianos.

Katherine prefería a Lucy, que dirigía su grupo matutino y que comenzaba y terminaba cada reunión con una plegaria, a pesar de que Paradise Lake era técnicamente un centro de tratamiento laico. Lucy tenía el pelo muy rizado y unos ojos enormes que hacían que pareciera que la habían electrocutado un poco antes. Raramente daba consejos, solo escuchaba con atención y de vez en cuando hacía callar a una persona que estaba interrumpiendo el relato de otra. Katherine siempre salía del grupo de la mañana un poco más tranquila que antes, lista para hacer un collage o salir a caminar por la naturaleza o cualquier otra actividad de nivel preescolar que se le requeriría ese día.

Arthur, sin embargo, era conocido por obtener resultados. Al menos dos antiguos residentes les habían puesto su nombre a sus hijos. Katherine se imaginó a los pequeños Arthur corriendo por todo el país, con los cordones de los zapatos desatados y gritando frases motivadoras en los parques infantiles.

Algunas de las personas en Paradise Lake eran glamurosas en cierto modo. Incluso había una famosa cantante de country, pero se fue un par de días después de la llegada de Katherine. Una de las chicas de más o menos la misma edad que Katherine era una heredera que de niña vio a su padre matar a su madre. Él le golpeó la cabeza con la punta de un martillo. «Papá la pintó de rojo», le dijo a la policía. Se llamaba Carmen, y estaba exactamente tan jodida como Katherine habría esperado, pero también era una especie de cabrona, ya que siempre murmuraba cosas malas en voz baja durante la reunión del grupo y se negaba a compartir sus cigarrillos.

Blake era, relativamente hablando, bastante similar a Katherine. También había crecido en un barrio residencial de una ciudad: ella en Oregón, él en Maine. Le gustaba leer, y a veces intercambiaban libros. Le prestó sus libros de Dostoievski y de Céline y los de muchos otros autores que Katherine había fingido leer en la universidad. A cambio, ella le prestó una biografía de María Antonieta, que disfrutó a pesar de que le hizo tener sueños extraños sobre que le cortaran la cabeza.

Él la llamaba Katie, algo que a ella le parecía encantador. Incluso cuando era niña, siempre había sido Katherine, o a veces Kat. Blake debió de pensar que era un nombre que le pegaba.

Una vez, cuando la encontró llorando después de una sesión agotadora con Arthur, le dijo: «Si me pareciera a ti, nunca estaría triste».

Fue el mejor cumplido que jamás hubiera recibido, y el más extraño. Katherine sabía que no era hermosa, aunque sospechaba que lo había sido una vez. Ahora tenía la cara hinchada y llena de cicatrices por el acné, y el sol de Florida le había decolorado el cabello de una manera que le daba la sensación de parecer una calabaza. Por un segundo se preguntó si Blake se estaría burlando de ella. Pero la forma en que mantuvo su pálida mirada fija en ella le indicó lo contrario.

Los ojos de Blake eran de un azul intenso. «Enloquecidos», los llamó Rachelle, pero a Katherine le gustaron. Nunca había visto a un chico con unos ojos tan bonitos.

Todo el mundo chismorreaba en Paradise Lake, porque a pesar de la piscina, la pista de tenis y la infinita oferta de talleres y actividades similares, realmente no había nada mejor que hacer. Así fue como Katherine descubrió que Blake había asesinado a alguien.

Carmen se lo contó una semana antes de que Katherine se fuera. De alguna manera, Katherine reveló que le gustaba Blake, ya fuera mirándolo demasiado o riéndose de uno de sus chistes, y Carmen se dio cuenta.

—¿No sabes lo que hizo? —le preguntó a Katherine mientras esperaban en la cola para el postre, que eran porciones de brownie, innecesariamente dispuestas en forma de corazón.

—No —respondió Katherine sin mirar a Carmen, sin querer darle esa satisfacción.

—¿Quieres saberlo? Quizá no quieras saberlo. Es bastante desagradable.

—O me lo dices o no me lo dices.

—Mató a su novia con un cuchillo. La llevó al bosque y le cortó el cuello —le explicó Carmen, imitando el acto, por si Katherine no lo entendía. Carmen todavía tenía el cabello de una niña rica, que le caía en suaves ondas doradas sobre los hombros, pero tenía los dientes podridos—. Simplemente la dejó allí para que se muriera. Tardaron dos días en encontrarla.

Katherine tenía un millón de preguntas. El acceso a internet estaba estrictamente prohibido en Paradise Lake, lo que significaba que tendría que fiarse de Carmen para conseguir respuestas.

—¿Dos días? —dijo estúpidamente, como si esa fuera la parte más interesante de la información.

—Sip.

Carmen frunció el ceño. Probablemente se había esperado una reacción más extrema.

—Qué jodido —comentó Katherine con voz tranquila.

—Sip. Sí que lo es. ¿Tienes un pitillo?

El lema oficial de Paradise Lake era «Un lugar para la curación». Sin embargo, su verdadero lema era «La gente herida hiere a la gente». Katherine se preguntó de dónde procedía esa primera herida. Se imaginó que se acumulaba en el centro de la Tierra, como el petróleo.

Durante la sesión de yoga, Katherine decidió averiguar si Jimmy, que compartía una cabaña con Blake, sabía algo sobre él.

—¿Sabes por qué está aquí? —le preguntó mientras hacían la postura del perro boca abajo.

—Depresión, dijo —respondió Jimmy. Giró la cara, roja del esfuerzo, hacia ella—. ¿Por qué lo preguntas?

—Solo por curiosidad. Carmen me dijo que mató a alguien.

—¿De verdad? Joder —dijo Jimmy, que parecía un poco impresionado.

—Igual se lo ha inventado.

—A Carmen le encanta mentir —reconoció Jimmy—. Pero tendría sentido. Tal vez lo hizo, luego se sintió superculpable, trató de quitarse la vida y ahora está aquí.

Katherine tuvo la tentación de decirle: «Tú sí que sabrías lo que es sentirse superculpable», pero, en cambio, exhaló y se puso en la postura del gato.

La peor parte de la rehabilitación, además de todas las reglas, era que la gente decía estupideces de mierda todo el tiempo y no se permitía que nadie se burlase de ellas. A Katherine le preocupaba que ella misma empezara a decir estupideces y que no se diera cuenta, porque nadie se lo diría. Fue algo estresante. En el grupo nocturno, un antiguo adicto al crack de mediana edad llamado Billy dijo, con total seriedad: «Estoy interesado en cosas interesantes. Como la neurociencia, o cómo la luna parece una cara».

Todos asintieron y murmuraron su conformidad, y Katherine tuvo ganas de gritar. Llevaba allí cinco meses y le quedaban tres días.

Después de la sesión de grupo, rechazó la invitación de Lucy de ir al taller de manualidades, y en vez de eso se dirigió a la piscina. Nadie nadaba en ella porque nadie la limpiaba, y no había necesidad de hacerlo porque nadie nadaba en ella. Era una representación de tres metros por seis de la locura humana, cubierta de algas.

Katherine se subió la falda y metió los pies en el agua. Era asqueroso, pero, aun así, se sentía bien. Se quedó allí sentada un rato, fumando cigarrillo tras cigarrillo, mirando las estrellas y tratando de no desesperarse.

—Hola —dijo Blake a su espalda.

—Hola.

Katherine miró a su alrededor. Era raro que los residentes masculinos y femeninos se quedaran juntos a solas, incluso en un entorno tan profundamente poco atractivo como aquel. Por lo general, un miembro del personal solía intervenir. Quizá todos estaban ocupados. O tal vez, debido a que Katherine se iría tan pronto, simplemente se habían rendido con ella. Tenían que priorizar, después de todo. Blake se sentó a su lado, con las piernas cruzadas.

—Tuve un sueño contigo, Katie. Tenías alas. Pero eran del tamaño de un pájaro. Ya sabes, pequeñas. En medio de la espalda. No podías volar, pero vacilabas de ellas igualmente.

Katherine sintió un escalofrío de placer en la espalda, justo en el punto donde estarían las alas del sueño. Movió los pies en el agua, y se quedó mirando las ondas.

—¿De qué color eran?

—Verdes.

—¿Como las de un loro?

—Supongo.

—Eso es bueno. Podrían haber sido pequeñas alas gruesas de paloma gris.

Gracias al nuevo cóctel de medicamentos de los psiquiatras de Paradise Lake, Katherine ya no recordaba sus sueños, de lo cual se alegraba, porque si los recordara tendría que contarle a Arthur lo que había soñado sobre él. Sabían muy bien lo que estaban haciendo, los doctores, aunque uno se preguntara cómo habían terminado en medio de Florida y atendiendo a drogadictos.

Observó cómo Blake se quitaba los zapatos y se enrollaba los dobladillos de sus vaqueros, y sintió otro escalofrío. Excepto las veces que había estrechado la mano a Arthur al comienzo de cada sesión, ya habían pasado tres meses desde que alguien la había tocado. No era natural, pensó. Aquello era suficiente para volver loca a cualquier persona, incluso en las mejores circunstancias. Cuando saliera de allí, escribiría una carta a Paradise Lake diciéndoles precisamente eso.

—¿Alguna vez lo has intentado? —le preguntó, señalando a la multitud de personas a caballo que se veían a lo lejos.

—¿La terapia equina?

—No, escapar a caballo.

Katherine se echó a reír.

—No. No me gustan los caballos. Son enormes y huelen igual que su propia mierda.

—Cierto. Menos mal que son vegetarianos, ¿verdad?

—¿Qué?

—O sea, ¿y si comieran carne? Eso sería realmente aterrador.

—Oh, mierda. ¡Nunca se me había ocurrido algo así! Mierda. Es una idea muy jodida.

Ambos se rieron.

—¿De verdad mataste a tu novia? —le preguntó, tratando de poner un tono de voz despreocupado y coqueto, aunque hacía mucho que no lo practicaba. Le salió una voz tonta, aguda, y se encogió sobre sí misma al oírla.

—Sí.

—¿En serio?

—En serio. Me había tomado un ácido. Sufrí alguna clase de episodio psicótico. Fue como si fuera otra persona, como si estuviera viendo a alguien hacer aquello tan terrible. Cerré los ojos para no tener que verlo. Y luego, cuando los abrí de nuevo, estaba en una celda de la cárcel.

No parecía enojado, ni siquiera ofendido, por la pregunta, que es lo que Katherine se había esperado. Tampoco sonaba especialmente arrepentido.

—¿Cómo era ella?

—Encantadora. Muy inteligente, muy dulce. Era una magnífica pintora. Te hubiera caído bien. Le caía bien a todo el mundo.

Dijo todo aquello sin ninguna emoción perceptible, sin devolverle la mirada a Katherine. Ella se removió, tratando de mantener la cara sin hacer ningún gesto. Después de todo, ¿cómo se suponía que se debía hablar de una chica a la que habían apuñalado hasta matarla?

—¿La echas de menos?

—Cada segundo de cada día.

Eso, al menos, sonó sincero.

—¿Por eso te hicieron venir aquí? ¿Porque mataste a alguien?

—No. Nadie me obligó a venir aquí. Fue idea mía. He estado deprimido, terriblemente deprimido, durante mucho tiempo. Pensé que aquí podrían ayudarme.

Así que Jimmy estaba en lo cierto, en parte al menos.

—¿Por qué no fuiste a la cárcel?

—Me declararon no culpable debido a una locura transitoria. —Soltó una risa corta y hueca—. No es que quiera presumir ni nada de eso, pero es un veredicto muy poco habitual. Como el de..., creo que somos yo y esa señora que le cortó la polla a su marido.

Katherine hizo una mueca.

—¿Cómo lo conseguiste, entonces?

—Verás, tenía un abogado bastante bueno, y no tenía antecedentes penales. Creo que el juez se dio cuenta, ya sabes, de que realmente la quería. De que nunca le habría hecho algo así si hubiera estado en mi sano juicio. Y bueno, ya sabes, probablemente ayudó mucho que yo sea blanco.

«Vaya, genial. Un asesino racialmente concienciado», pensó Katherine.

—Estuve en un hospital psiquiátrico durante dos meses. Dios, si crees que aquí te has encontrado con algunos bichos raros…

Sonrió, y lo hizo con el tipo de sonrisa por la que Katherine siempre había sentido debilidad: ancha y con aspecto de disculpa a la vez, y que reveló un solo hoyuelo en el lado izquierdo de su rostro.

—Vaya —dijo, y movió los pies en círculos alrededor del agua sucia, sin mirarlo—. ¿Por qué llevabas un cuchillo? —le preguntó al cabo de unos momentos—. ¿Dónde lo conseguiste?

—¿El cuchillo? —Pareció confundido durante un momento—. Ah. Era de mi amigo Sam. Le gustaban mucho las actividades al aire libre, el senderismo, todo eso. Era un cuchillo de supervivencia.

—Eso es un poco irónico —comentó Katherine.

Su rostro se ensombreció. Parecía más triste que enojado, y Katherine se sintió tan avergonzada que en su prisa por cambiar de tema no se dio cuenta de que realmente no había respondido a su pregunta.

Blake siguió hablando.

—Cuando salí del hospital, regresé a mi casa. Ninguno de mis viejos amigos quería tener nada que ver conmigo. Y lo entiendo. Incluso mi familia se sentía nerviosa conmigo cerca. Soñaba con Sara todo el tiempo. Pesadillas, de verdad. Llegué a un punto en el que apenas era capaz de distinguir cuándo estaba durmiendo y cuándo estaba despierto, porque estaba cansado de cojones. Y no podía hablar con nadie sobre eso.

Katherine asintió con la cabeza. Por extraña e incomprensible que fuera el resto de su historia, ella sabía muy bien lo que era estar tan solo.

—Soy alcohólica —dijo, aunque probablemente él ya lo sabía—. Yo era muy fiestera en la universidad. Tenía muchos amigos. Nos divertíamos mucho. Pero luego todos los demás maduraron y siguieron adelante, y yo no.

Se sintió estúpida después de decirlo —¿por qué estaba tratando de convencerlo de que tenían algo en común?—. Pero asintió y dijo amablemente:

—Es muy duro lo de sentirse solo.

—¿Estar aquí es bueno para ti? ¿Te ayuda?

—Sí. Me gusta la rutina. Me gusta hablar con la gente. Me gusta hablar contigo.

—Antes de venir aquí, me emborraché tanto que casi me muero. En el hospital, dejé de respirar dos veces. —Hizo una pausa—. Estuve legalmente muerta. —En realidad, no estaba segura de los parámetros legales precisos de la muerte, pero estaba bastante segura de que estaba diciendo la verdad—. Pero no es por eso por lo que vine aquí. Vine aquí porque mis padres me dijeron que dejarían de enviarme dinero si no lo hacía. Tenía más miedo de no tener dinero que de estar muerta.

Él asintió lentamente.

—Eso tiene sentido, en realidad. A menudo, la muerte es demasiado abstracta para que las personas la procesen por completo. Especialmente la gente joven. El dinero es más real.

Blake tenía razón, por supuesto. Ella sintió un pequeño desahogo en el pecho, como si se hubiera abierto una ventana y entrara una corriente de aire fresco.

Años atrás, mientras se tomaba un descanso de la universidad, Katherine trabajó en una librería en su ciudad natal. Un día, una mujer entró con la intención de comprar libros para enviárselos a alguien que estaba en la cárcel. Todo el proceso fue complicado, pero siendo las buenas liberales que eran, Katherine y su compañera de trabajo la ayudaron a escoger. Los libros que eligió fueron La memoria de las piedras y Ámsterdam. Más tarde, la compañera de trabajo de Katherine buscó el nombre del destinatario y descubrió que estaba cumpliendo diez años de condena por la violación de una niña de trece años.

—Bueno, al menos no le envió Lolita —comentó Katherine con un tono de voz quizás un poco demasiado despreocupado. «Hacer algo malo no lo convierte a uno en una mala persona», había dicho Lucy más de una vez. Era algo tranquilizador, pero, en algún momento, debía de dejar de ser verdad. Debía de haber un cierto umbral de cosas malas que, de hecho, se reflejara en la personalidad de la gente. En realidad, lo que ocurría era que nadie estaba verdaderamente cualificado para tomar esa decisión.

¿Y qué había del perdón? Ciertas cosas tenían que ser imperdonables, de lo contrario todo el concepto no tenía sentido.

Katherine nunca le había cortado el cuello a nadie, ni había atropellado a alguien con un coche. Seguía siendo egoísta, impulsiva, destructiva, una vergüenza para su familia, una niña pequeña dentro del cuerpo de una mujer adulta. «Hay tiempo más que suficiente para la redención. Por eso tienes tanta suerte de haber llegado aquí cuando todavía eres joven», le dijo Arthur en más de una ocasión.

Entonces, ¿qué? ¿Es que debía pasar el resto de su vida como voluntaria en unos putos comedores populares?

—Bueno, estaba pensando más en la línea de conseguir un puñetero trabajo —le respondió Arthur.

Un trabajo. Algo tranquilo, tal vez en una biblioteca. O en la consulta de un veterinario. Siempre le habían encantado los animales, y tal vez podría acostumbrarse al olor. Un trabajo, las reuniones de Alcohólicos Anónimos, un pequeño apartamento de mierda con plantas en el alféizar de la ventana, nuevos amigos, un gato tal vez, cena con sus padres todas las semanas, compras, lavandería, y quedarse dormida frente al televisor.

Día a día, así era como se suponía que debían vivir los adictos, y Katherine tuvo que admitir que había cierto atractivo en eso. ¿Quién no podía sobrevivir a un día? Pero los días se convertirían en semanas, en años, en vidas, y un día uno estaría muerto, sin nada que mostrar a su favor excepto que tal vez no había matado a nadie, joder.

Perdonó a Blake, pero aquello fue irrelevante. No lo perdonó porque se lo mereciera, sino porque lo quería, y probablemente solo lo quería porque era guapo y amable con ella y también porque estaban atrapados juntos en aquel infierno lleno de santurronería. Por mucha alegría que le hubiera proporcionado, no podría igualar la tristeza que le produjo a los demás. Arthur diría que no se trataba de una ecuación tan precisa. Pero, aun así, era una que valía la pena considerar.

Katherine dejó Paradise Lake y regresó a Oregón, a la casa de sus padres. Entre ella y su padre pusieron un camastro y un pequeño escritorio en el ático para que pudiera tener un poco de privacidad mientras vivía con ellos. También pintaron las paredes de blanco, con un borde azul. Le recordó, y no de un modo desagradable, a la habitación de un bebé.

Consiguió trabajo en una zapatería. Para su sorpresa, descubrió que le gustaba trabajar allí. Le gustaba charlar con los clientes, sonreírles y elogiarlos. Lo cierto es que esa constante fachada de felicidad hizo que se sintiera un poco más feliz. Probablemente, Arthur tendría algo que decir al respecto. Iba a las reuniones de Alcohólicos Anónimos dos días a la semana. A veces tomaba el autobús, y otras veces su padre o su madre la llevaban.

El primer día que sus padres la dejaron sola en la casa, se conectó a internet para buscar información sobre la chica que Blake había matado. No había casi nada al respecto. ¿Es que acaso los universitarios asesinaban a sus novias con tanta frecuencia que algo así ya no merecía la pena ser noticia? Tardó veinte minutos en encontrar un artículo del Dutchess County Weekly. «Declaran loco al acuchillador universitario», decía el titular. El artículo entero se encontraba en una página web de pago. Katherine intentó registrarse para un período de prueba gratuito, pero el sitio pedía una tarjeta de crédito para ello. Ella no tenía ninguna tarjeta de crédito. Sus padres se la habían confiscado dos años antes, y guardaban sus tarjetas de crédito en una caja fuerte o las llevaban encima en todo momento.

Tuvo que esperar hasta que su hermana, Eleanor, viniera a visitarla. Eleanor, su esposo y su hijo de cinco años, Jackson, durmieron en la habitación de Katherine, y ella instaló una cama hinchable en el despacho. Durante el día, ella jugaba con Jackson, quien estaba interesado principalmente en los muchos números del National Geographic Kids que se había traído. Katherine se lo sentó en su regazo en la sala de estar y leyó página tras página los datos de muchos animales del zoológico.

Por la noche, cuando todos dormían, Katherine entró de puntillas en su habitación, en cuya puerta del armario colgaba el bolso de su hermana. Sacó la billetera sin hacer ruido. Una vez segura en el despacho, dejó el efectivo donde estaba y usó la tarjeta de crédito de su hermana para suscribirse al periódico.

A pesar de su título de película de terror, el artículo fue decepcionante. Confirmó lo que Carmen le había dicho: que Blake mató a su novia en el bosque con un cuchillo. «Esto no tiene un final feliz —dijo uno de los fiscales—. En este caso, la culpa con la que vivirá el señor Campbell durante el resto de su vida es un castigo más que suficiente». También citaban al abogado de Blake, que llamaba al asesinato «una tragedia». El artículo decía que durante el juicio había llorado y que se había disculpado con la familia de su novia muerta. Katherine se preguntó cómo habrían reaccionado ante eso, cómo se sintieron. Por supuesto, era imposible de imaginar. Debieron de ponerse furiosos al ver que quedaba en libertad. A menos que creyeran que realmente no había tenido la intención de hacerlo, que se trataba de una tragedia y no de un crimen. ¿Con cuál de las dos posibilidades era más fácil convivir?

Mientras estaba tumbada en su cama hinchable, Katherine pensó en Blake. Lo echaba de menos. Tenía ganas de contarle todos los detalles aburridos de su vida, y que él dijera cosas extrañas sobre ellos. Le resultó muy sorprendente lo mucho que lo echaba de menos. Le recordó al campamento de verano que había odiado de niña, a las ganas que tenía de volver a casa. Se sentía tan horrible y tan sola como en aquel entonces, sentada en la litera superior, escribiendo cartas a sus padres, suplicándoles que la llevaran de vuelta a casa.

Recordó un artículo de una revista que había leído sobre las mujeres que habían escrito cartas a Charles Manson cuando estaba en prisión y le proponían matrimonio. Era tan patético que resultaba repulsivo. Pero Blake no era como Manson. Solo había matado a una persona, y ni siquiera había sido a propósito, en realidad, no. Se le ocurrió que tal vez la diferencia entre un asesino y un homicida era si uno puede perdonarlos o no.

No era aquella una conversación que quisiera tener consigo misma. Simplemente quería ver los ojos de Blake, y si no podía hacer eso, decirle que estaba volviendo a tener sueños, cosas alegres que no significaban nada más que un alivio, una señal de que su cerebro volvería a pertenecerle en muy poco tiempo.

Katherine cogió el móvil de su madre, conectado en su cargador de la cocina, y se lo llevó al patio trasero. Encontró el número de Paradise Lake guardado en los contactos. Le respondió una voz que no reconoció.

—Hola, esto es Paradise Lake, un lugar para sanar. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Ah, hola. Soy yo, Katherine. ¿Podría hablar con Blake, si todavía está despierto?

—Lo siento. No puedo confirmar ni negar que esa persona esté aquí. Pero puedo darle un mensaje.

—No, tranquila —dijo ella estúpidamente—. Soy una antigua residente. Es mi amigo.

—No puedo confirmar ni negar que esa persona esté aquí —repitió la voz—. Pero puedo darle un mensaje.

—¿Por qué iba a darle un mensaje a una persona que ni siquiera está ahí? —le preguntó Katherine irritada.

—Esa nuestra política, señorita. Lo siento.

La voz no parecía sentirlo en absoluto. Katherine suspiró ruidosamente.

—Vale. Bueno, dígale que llamó Katherine. Y que feliz día de Acción de Gracias.

—¿Le gustaría dejarle su número?

—Ah, claro.

Katherine colgó el teléfono, exhausta. No era de extrañar que ninguno de sus amigos la hubiera llamado. Toda esa estupidez probablemente los había asustado.

«En el mismo momento en el que dices que un dolor es insoportable, ya lo estás soportando». Pero aquello no era dolor. Era algo más sedoso y extraño que eso. Se sentó en la hierba, se rodeó las rodillas con los brazos y se hizo muy pequeña.

Estás muerta, nada puede dañarte

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