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El misterio de los chinitos

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Es martes, son las doce de la noche, mañana tenemos clases pero nadie piensa dormir, yo por lo menos no lo voy a hacer. Empezamos con el juego una noche que estábamos borrachos, la primera que a Carlitos le prestaron la camioneta del campo. Esteban lo había visto en una película y propuso que lo hiciéramos, por una única vez, como chiste, para hacer algo distinto. Igual, ya pasó un mes y es adictivo. No podemos parar, no es nuestra culpa, el pueblo lo pide, la gente nos espera. Nos están haciendo sentir por de más importantes. Somos los rompe chinitos, somos un peligro y estamos causando conmoción. Estamos en la primera plana del diario local, en los pensamientos de la gente. Les damos miedo y nos gusta. Lo mejor es que nadie sospecha de nosotros, o eso pensamos.

La soga está lista, la camioneta también. Ya derribamos tantos que no sabemos dónde vamos a encontrar nuevos. Hoy vamos al centro, ya hicimos todos los barrios donde no viven nuestras familias. Esta vez tenemos que arriesgarnos. Si mañana no hay chinitos derribados, de qué se van a quejar las abuelas y amas de casa en la radio municipal. Carlitos maneja con el mismo entusiasmo que el primer día, Esteban y yo vamos en la caja listos para la acción. Cuando llegamos, atamos la soga al chinito y le damos el okey a Carlitos que arranca con todo. Hacemos un par de metros arrastrando el chinito, llenando de chispas la calle, marcando el asfalto, y lo levantamos. La parte de atrás de la camioneta se convierte en un cementerio de cestos de basura. Los primeros días los guardábamos en el sótano de Esteban, pero claro, no eran tantos. Un mes después, ya no tenemos dónde meterlos, y esconder los chinitos cerca de nuestras casas es incriminarse. Por eso una vez que terminamos las actividades del día vamos y los tiramos al río, como si fuesen cadáveres.

Esteban se niega a atar el chinito de Rosario, su novia. No comprende que arrancar uno involucrado a nuestras familias nos ayuda a no ser declarados culpables. Esteban es un gobernado. Para poder venir todas las noches a jugar tiene que inventarle excusas a su novia, como cenas familiares o noches de estudio. Si ella se entera de que está involucrado con el tema de los chinitos lo mata, pero a nosotros nos sirve arrancar el de su familia. Se lo explicamos de varias maneras hasta que lo entiende. Atamos la soga, le damos el okey a Carlitos. Arranca con todo y el chinito sale haciendo chispas en el asfalto. Juntamos fuerzas. Lo levantamos, lo apilamos con los otros dos que ya arrancamos. Con tres esta noche estamos muy bien.

Ya no quedan tantos en las calles. Nos limitamos solamente a arrancar chinitos, no aceptamos otros formatos de tachos de basura. En eso somos fieles a nuestras reglas y la gente lo sabe, por eso nadie volvió a poner uno delante de sus casas. El final del juego va a ser cuando no quede ni un chinito en todo el pueblo.

Creo que se me están agrandando mucho los bíceps, por la soga, tirar y después levantarlos. Está bueno porque nunca fui un chico del gimnasio. Esteban y Carlitos tampoco, justo por eso nadie sospecha de nosotros. Tenemos las mejores notas, formamos parte de los scouts y vamos todos los domingos a misa. Nadie piensa en nosotros como los responsables, aunque los sospechosos se están acabando. Las casas de todo el equipo de rugby local ya fueron investigadas.

La última noche que “jugamos” fue un jueves. El último chinito que arrancamos fue el que estaba frente a la plaza principal. Carlitos ya estaba más nervioso, no manejaba como el primer día. Sabía que ya no quedaban muchos sospechosos hasta que llegaran a nosotros. Tenía miedo de lo que podían decirles sus padres si se enteraban. Carlitos cuando está nervioso se pone tartamudo. Atamos el chinito a la camioneta, Carlitos aceleró, costó pero lo arrancamos y el chinito pegó en el asfalto, juntamos fuerzas y lo levantamos. Cuando lo tiramos en la caja vimos que una camioneta nos perseguía. Carlitos aceleró pero igual la otra camioneta nos alcanzó y nos obligó a frenar. Eran los rugbiers.

Nos hicieron bajar de la camioneta. Nos cuestionaron por qué estábamos haciendo eso. Carlitos, más nervioso que nunca, solo decía pe-pe-pe-pe en lugar de Perdón y eso los enfurecía más. Le pegaron una piña. Estaban enojados porque los habían investigado a ellos sin pruebas y porque nadie imaginaba que podíamos ser nosotros. Rosario se había dado cuenta de todo y nos había denunciado. Nos dejaron ir pero antes tuvimos que poner el último chinito de nuevo en su lugar.

Cuando llegué a casa mamá me estaba esperando, quería saber dónde estaba, a dónde iba todas las noches. Le mentí, le dije que estábamos organizando un retiro espiritual con los chicos de scout, no me creyó. Mamá me conocía. Ella sabía que éramos los de los chinitos. Me pidió que por favor arrancáramos el de casa para que nadie sospechara de mí y que después de eso dejáramos de hacerlo. La advertencia de mamá llegó tarde.

La policía allanó la casa de Esteban y descubrió en el sótano más de veinte chinitos que fueron devueltos a sus dueños. No tuvimos opción y dijimos toda la verdad. Nuestras fotos terminaron en el diario. Y en el colegio nos convertimos en una leyenda. Nadie podía creer que nosotros tres habíamos hecho eso. Nos echaron de los scouts y a Carlitos no le prestaron más la camioneta. Se acabó salir de noche. Por supuesto, Rosario dejó a Esteban.

Al año siguiente los mismos veinte chinitos fueron arrancados. Nos quisieron culpar pero no tenían pruebas. Nosotros no fuimos, iniciamos una moda. Salimos en noticieros y nuestra técnica se filtró. Chicos de todo el mundo lo hacían, había videos y tutoriales en internet. Por supuesto, nosotros no creemos que inventamos este juego pero nos gusta pensar que sí.

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