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Sentí como si una grieta me estuviese abriendo la cabeza. Apareció junto con la luz del sol la grieta. Bajé a la cocina por un poco de jugo. La sala parecía un campo de batalla: vasos a medio llenar, botellas, latas, colillas, el parquet cubierto por una capa de suciedad pegajosa (mezcla compacta de ceniza, piscola y cerveza) y un olor nauseabundo a humo condensado con alcohol. Mi hogar.

Mi madre me había invitado a almorzar. Al llegar a su casa, me tomé una aspirina y un litro de jugo de naranja. Jaume, su nuevo marido, que vendría siendo mi padrastro, me preguntó si estaba enfermo. Hice un gesto con mi mano derecha, llevándomela a la boca con el pulgar y el meñique extendidos. Resaca, solo resaca, quise decirle, pero me limité a hacer el gesto. Faltaban quince días para que Jaume se llevara a mi madre a vivir con él a Barcelona. Si se hubiese ido un par de años antes, probablemente la habría acompañado, pero por primera vez mi vida gozaba de cierta estabilidad y no estaba dispuesto a arriesgarla con un nuevo exilio, aunque el precio fuese nuestra separación.

“Matías, te vengo diciendo hace semanas que tienes que llevarte tus cosas. Estoy como loca, embalando todo, y necesito que te las lleves. Si no, te juro que las voy a botar”. Una de las ocupaciones favoritas de mi madre: recordarme mis pendientes durante el almuerzo. Pero aprendí a tomarme sus retos con cariño; al menos se preocupaba por mí.

Almorzábamos los tres arroz con pescado, en un silencio interrumpido solo por Jaume, que trataba de convencerme para que viera con él el debut de Argentina en el Mundial, ante Costa de Marfil. Jaume era catalán, pero en el Mundial iba por Argentina. Mi madre se quedó en silencio, mordiéndose los labios para no decir “de nuevo la misma tontera del fútbol; parece que los hombres no son capaces de comunicarse en otro idioma que no sea el de la pelotita”, callándose solo para darle una oportunidad a su marido de acercarse a mí, aunque fuera a través de la pelota. Una parte de mí quería ver el partido con él. Esa parte le reconocía haber hecho feliz a mi madre (lo que mi padre nunca pudo conseguir del todo). Pero también se la llevaba lejos y me dejaba solo, con mis amigos como extravagante familia adoptiva.

Me mantuve unos instantes en silencio, demorándome un poco más de lo necesario en separar las espinas del pescado. Era una de las últimas posibilidades de establecer una comunicación, que se haría mucho más difícil cuando estuviesen en Barcelona. Pero una vez que instalaba una distancia, me resultaba difícil salvarla. “Tengo que trabajar”, mentí.

Lo que mi madre llamaba “mis cosas” eran unas cajas medio podridas que estaban guardadas en el ático. La casa tenía dos pisos y se entraba al ático por una pequeña puerta que se dibujaba en el techo del pasillo al que daban las habitaciones. Subí por la estrecha escalera de mano que se desplegaba cuando uno abría la puerta. Lo primero que hice ahí arriba fue golpearme la cabeza contra el techo. Creo que me salieron unas lágrimas (la grieta había disminuido, pero el golpe en la cabeza la hizo reaparecer). Encendí la luz, lo que debería haber hecho antes, y tuve ante mis ojos montones de cajas de distintos tamaños, sillas viejas, maletas, una impresora destartalada, la máquina de escribir de mi padre, bolsas de basura, una pequeña mesa de taca–taca tan desteñida que apenas se notaban los jugadores blancos y azules, una lámpara rota, además de otros objetos que se iban perdiendo en las sombras a medida que la iluminación cedía en su intensidad. Tenía mucho trabajo pendiente mi madre. Conociendo su preocupación por el orden y la limpieza, me extrañó que lo tuviese tan abandonado. Tal vez el polvo que se levantaba al husmear en los trastos viejos la disuadía de la idea de subir; el mismo polvo cuyas partículas me revelaba la tenue luz de la ampolleta. Estornudé y sentí en mi frente la suave y pegajosa textura de una telaraña.

Quería salir de ahí cuanto antes, pero sabía que mi madre estaría abajo, esperando a que terminara de una vez. ¿Cómo iba a reconocer mis cosas en ese desorden? Estuve un rato buscando hasta que encontré una caja azul de plástico donde estaba mi colección de revistas Triunfo (tenía casi todos los números desde el año 91 al 97). Tuve la tentación de ojearlas, pero sabía que si empezaba me quedaría toda la tarde ahí y acabaría asfixiándome con el polvo. También encontré dos cajas con los materiales que había ocupado para estudiar mi examen de grado; su destino estaba decidido de antemano: la hoguera. Y había otra que decía “Matías” con un plumón negro. Adentro estaba mi traje del Hombre Araña, una pelota desinflada, el Halcón Milenario, un ejemplar de Viaje al centro de la Tierra, varios casetes (me fijé en el de los Rolling Stones, que tenía que escuchar con audífonos), algunos posters: de Patricio Reyes con la camiseta de la selección, del Superman Vargas y del Matador Salas, y también un palafito en miniatura que me traje de Chiloé y un gorro de alpaca que había comprado con Francisca en el Valle del Elqui. La cerré.

Cuando llegué a la segunda parte de lo que mi madre llamaba “mis cosas”, me detuve. La tarea encomendada por ella había rebasado el verbo ordenar y comenzaba a transformarse en algo mucho más peligroso: recordar. Volví a sentir ganas de abrir la caja azul y refugiarme en las revistas Triunfo. Esa segunda parte eran cinco cajas con las cosas de mi padre: lo poco que había quedado en su departamento semivacío cuando murió. Su herencia. A su muerte, mandé a mi madre al departamento a recogerlas porque yo no tenía el ánimo para hacerlo. Ella había traído las cajas, dejándolas en esa esquina del ático, donde, cinco años después, mis ojos las volvían a encontrar. Antes no había tenido el valor para abrirlas. O tal vez, inconscientemente, quise olvidarlas y dejarlas selladas para siempre. Me quedé contemplándolas por un instante. En cada una de ellas estaba escrito su nombre (Ramón) en color azul. No me las podía llevar todas, estaba obligado a revisarlas. Me dije que probablemente encontraría solo basura y papeles viejos. Pero era una forma de revivirlo, de poner a prueba esa precaria estabilidad que creía haber logrado. El sonido de la tela adhesiva desprendiéndose del cartón hizo que aumentara mi ansiedad.

La primera caja contenía materiales de sus clases de castellano; la segunda, también. Decidí botarlas. En la tercera caja encontré unos ejemplares de la novela que había escrito mi padre, pero que no alcanzó a publicar. Se llamaba Desmalezando. La había leído siete años atrás, cuando tenía diecinueve. Su recuerdo se había vuelto borroso. Era sobre un jardinero que llegaba desde Rengo a trabajar en las casas de los ricos; lo trataban de usted y lo miraban en menos. Ya llevaba dos o tres años trabajando cuando se acostó con la hija de uno de sus patrones (era bien caliente la hija). No me acordaba bien si fue solo una vez o si estuvieron acostándose durante un tiempo, pero la cosa es que el patrón los descubrió. Del resto no recordaba mucho, al parecer venía la furia del patrón y sus amigos contra el jardinero (me acordaba de su imagen, amarrado a una silla, con el rostro ensangrentado). Y tal vez una venganza posterior del jardinero, pero la parte final la tenía muy confusa; de hecho, casi la había olvidado; incluso cabía la posibilidad de que su venganza hubiese terminado en un completo fracaso. En esa época no la había encontrado muy buena; quizás la leí muy rápido. Me prometí leerla de nuevo cuando tuviera tiempo.

La cuarta caja estaba llena de libros viejos. Hice una rápida selección: me quedé con Hemingway, González Vera, Marín, Arlt, Droguett, Céline y Onetti, y también Estrella distante y Conversación en la catedral (se la había regalado yo). El resto (novelas desconocidas, amarillentas, en su mayor parte militantes, que seguramente no pudo vender antes de su muerte) decidí botarlas. La quinta caja tenía un poco de todo: un contrato de arriendo, copias de los títulos de la casa de mi madre, facturas del hospital, algunos exámenes y sus videos de Cantinflas. Era, en su mayor parte, basura. Pero me llamaron la atención unas hojas sueltas, de cuaderno (cuadriculadas), escritas a mano (una letra pequeña y alargada: la letra de mi padre). No tenía título, solo la fecha anotada en la parte superior: 4 de diciembre de 1994. El orden de los cachureos del ático, al que me había obligado mi madre, comenzaba a escapárseme de las manos. Tuve la tentación de apoyar mi espalda en la pared, justo debajo de la tenue luz de la ampolleta, y detenerme a leer las hojas cuadriculadas, pero me contuve. Su aparición era inesperada y la letra de mi padre, como él, no era fácil de entender. Preferí leerlas con calma en un lugar donde no me terminaran doliendo los ojos.

Mi madre me preguntó si había encontrado algo interesante. “Algunos recuerdos de cuando era chico, como mi traje de Hombre Araña”, le contesté. “Te veías precioso”. Traté de sonreír y metí las cajas al auto. Me demoré cinco minutos desde Hamburgo con Simón Bolívar (la casa de mi madre) hasta Antonio Varas con Eliodoro Yáñez (mi casa).

Bajé solo la caja con las cosas de mi padre. Abrí la puerta y recordé el partido de Argentina con Costa de Marfil. Dejé la caja junto a la escalera. Un olor a marihuana encerrada me golpeó las narices. Mis amigos sonrieron. Carlos y Tísico, con quienes compartía la casa, estaban sentados en un sillón que alguna vez fue blanco y que nos había regalado una tía de Tísico. Echado sobre el bergère negro estaba Roberto, que se pasaba en nuestra casa varios días a la semana. Yo era el nexo entre los tres: a Carlos y Roberto los conocía desde la época del colegio, mientras que Tísico fue compañero mío en la Facultad de Derecho y se había terminado haciendo amigo de los otros dos de tanto que se juntaban conmigo. Todos miraban hacia la pared, donde se veía la imagen del partido gracias a un proyector que habíamos comprado en mil cuotas mensuales, especialmente para ver el Mundial. Un saco de dormir abierto, colgado a lo largo de la ventana, a modo de cortina impenetrable, se encargaba de tapar la luz para proyectar en la pared una imagen más nítida. Junto al living estaba el comedor, compuesto por una mesa redonda y cuatro sillas con ruedas, todas negras, que antes habían pertenecido a una sala de reuniones de la oficina donde trabajaba el padre de Carlos. Argentina ganaba uno a cero, según me dijeron, con el típico gol de Crespo: agarrando un rebote en el área chica. Me invitaron a verlo con ellos. Yo quería subir la caja a mi habitación para leer las hojas cuadriculadas con calma, pero la idea de olvidarme de todo por un rato viendo el partido con mis amigos terminó por convencerme, y me senté junto a Carlos y Tísico en el sillón que alguna vez fue blanco. Roberto me preguntó si quería fumar. Le dije que no. Poco después vino el segundo gol de Argentina, de Saviola, tras gran pase de Riquelme, pero a medida que pasaban los minutos, no dejaba de pensar en las hojas cuadriculadas con la letra de mi padre. El segundo tiempo lo vi completamente desconcentrado.

Apenas terminó el partido, tomé la caja y subí casi corriendo las escaleras. Me encerré en mi habitación, encendí la luz y comencé a leer.

* * *

Estoy en la fila y no me siento capaz de entrar. Lo veo a lo lejos, esa mole maldita. Hay más de treinta grados y muchos andan con el torso desnudo. Tengo frío. Siento ganas de volver a mi casa, a encerrarme y encender el televisor, pero estoy con Matías. Es el partido más importante de su vida. No le puedo hacer esto; no me puedo hacer esto. Subo las escaleras lentamente, hacia el interior, conteniendo la respiración, y solo abro los ojos para no tropezarme con los escalones. Estamos en la escotilla. Escucho un grito, cualquier grito, y mis piernas se doblan y siento que voy a caer. Tengo que detenerme; me apoyo en una baranda de metal. Matías me pregunta si estoy bien. Que sí, que un poco cansado por lo de la fila y todo, pero que sigamos, que salgamos a las gradas de una vez. Hago lo posible para que la angustia no se note en el tono de mi voz.

El estadio está casi lleno. Matías hizo una fila de ocho horas, durante la semana, para comprar dos entradas en Tribuna Andes. Todavía falta subir las escaleras de cemento, con el sol a nuestras espaldas, para llegar a lo más alto. Mis pies pesan como si llevaran cadenas. No me atrevo a girar mi cuerpo y mirar hacia las galerías, hacia la cancha, hacia el estadio en su conjunto. Me concentro en las escaleras, en llegar al final de las gradas, a esos pequeños claros donde todavía queda un poco de espacio. Nos sentamos en la penúltima fila.

Me veo obligado a observar: el espectáculo es abrumador. Hay sesenta mil hinchas de la U y unos veinte mil de la Católica. Todos gritan y despiertan los gritos dentro de mi cabeza. Las graderías están repletas, incluso hay muchos sentados en las escaleras, pero enseguida las veo con menos gente, tal vez unas cinco mil personas, pero no son espectadores, al menos no como estos; somos nosotros, espectadores recíprocos de nuestra propia tragedia. Trato de sacudirme. “Ya terminó, ya terminó”, me repito una y otra vez. Miles de gargantas entonan las canciones de la U, pero no consiguen silenciar los gritos de esos que ocupaban sus lugares hace veinte años. El rostro del Leo Zucchi. ¡Cállense! ¡Déjenme tranquilo! ¡Dejen de gritar! Ya no sé si pienso en voz alta o callo, como he callado en todos estos años.

Matías lee la revista Triunfo; está concentrado en las estadísticas, solo espero que no se dé cuenta. Comimos en la casa, justo antes de partir, pero siento hambre, un hambre monstruosa, incontrolable, y veo ese asqueroso tazón de porotos duros con el que hay que saciarla durante todo el día. Vuelvo a sentirme débil, sediento, exhausto, el sueño no me deja pensar, nubla mis percepciones; el miedo, ahora solo queda el miedo. Veo soldados, algunos cabizbajos, avergonzados, y otros riendo, orgullosos. Y veo también sus fusiles. Y sus culatas. Y sus bototos. Creí haber recobrado mis sentidos, pero me equivoqué. Todavía los veo: los he despertado. Quiero volver a comer naranjas. Me cuesta respirar, el aire se me escapa, como un pez que ha mordido el anzuelo y se encuentra de golpe en la superficie… tal vez si como algo, o si se callan de una puta vez.

“Matías, por favor, baja y tráeme dos sándwiches de mechada”. “Qué rico, buena idea”. “Si quieres uno para ti, entonces trae tres, pero anda rápido”. Me mira extrañado, pero parte hacia abajo pidiendo permiso entre la gente que llegó un poco más tarde y tuvo que sentarse en las escaleras. Lo pierdo de vista y me siento un poco más tranquilo. Decido ponerme los anteojos oscuros para ocultar mis ojos. Pero no me atrevo a cerrarlos. Quiero que todo esto termine luego, pero es como si hubieran detenido el tiempo. Necesito comer. Ellos se alimentan de mi hambre. No sé cuánto tiempo pasa hasta que lo veo subir. Me como los dos sándwiches sin respirar, siento que me podría comer otros cinco. Matías deja de leer y se pone a hablar; su voz me despierta, me calma. “El que gane hoy tiene el campeonato asegurado. Creo que no podré soportarlo si perdemos. No podría volver al colegio”. “Es que ya son veinticinco años, Matías. Es mucho tiempo, imagínate que ya habían pasado diez cuando tú naciste. Es una carga muy pesada, que cuesta sacarse de encima”. “Al menos tú ya viste a la U campeona. Yo apenas puedo imaginármelo”.

Conversamos algunos minutos más, pero nos cuesta seguir hablando. Sigo sentado, con un cigarro en la mano, mirando el suelo, reviviendo la penumbra. Me he fumado más de una cajetilla. Matías canta “Volveremos otra vez a ser campeones como el Ballet”, pero su voz se pierde en el eco ininteligible, borroso, de las miles de voces que vuelven a ser apagadas por los gritos, por mis gritos. “Estoy cansado”, le digo a Matías, cuando me invita a pararme y cantar con él. “Que eres fome, papá”. Y de repente, un estruendo, una bomba, balazos. “¿¡Qué pasa!?”, grito, agachándome, aturdido por una ráfaga aterradora. Es la U que sale a la cancha: fuegos artificiales, petardos, una nube compacta de papel picado y extintores con humo azul y rojo que lo inundan todo. La amargura de su sabor contamina mi respiración.

Empieza el partido y trato de concentrarme. Pasan pocos minutos y veo la pelota en el aire, el arco vacío, el presagio de una tragedia a la que nos hemos terminado por acostumbrar como una fiera domesticada; y súbitamente aparece una pierna milagrosa para sacarla de la línea. Matías dice que fue Cristián Castañeda. Pero yo veo al Leo Zucchi, que me saluda desde la galería norte. Está muy flaco. Está débil. Todavía tiene veintisiete años. Parece que mañana me toca de nuevo, me dice con su voz grave, de animador de televisión. ¿Adónde te llevaron, Leo? Siento un codazo. “Nos salvamos”, dice Matías. Su sonrisa me conforta y me permite volver al partido. Al final del primer tiempo expulsan a Gorosito por doble amarilla. Matías me abraza. “Calma, que falta mucho todavía, ni siquiera hemos hecho un gol. Acuérdate que nos ganaron con nueve en la primera rueda”, le digo.

Lo mando a comprar otros sándwiches. Sigo con hambre. Intento al menos sacar a los recuerdos de aquí y llevarlos hacia el día en que me liberaron de este estadio maldito. Fue gracias a otro partido, el de Chile con los fantasmas de la Unión Soviética. Dos meses interminables. Había que desocupar el estadio, dar otra imagen al mundo. Cuánto desearía ser inocente, poder sentarme a mirar el partido como un hincha más, sin esos gritos, sin la voz del Leo Zucchi, que me sigue saludando desde la galería norte. Tengo que forzar una sonrisa porque veo a Matías, con los sándwiches en las manos, abriéndose paso entre la gente que ocupa la escalera. Me como los dos antes que comience el segundo tiempo.

El partido me importa, son veinticinco años. Tengo que silenciarlos. El presente, hay que vivir el presente. Pero los soldados siguen ahí. Matías me habla, me ayuda a callarlos. Tira la cuerda para subirme desde el fondo del pozo; hacia el partido, hacia la cancha. Son veinticinco años. Treinta minutos de búsqueda frenética del gol. Me involucro. El cero a cero me sabe amargo y frustrante, pero como hincha de la U, ya estoy acostumbrado. “Huevón, mira”, escucho la voz del Leo Zucchi. La pelota cae en el área, sobre el corazón de Salas. Los soldados desaparecen y también el Leo Zucchi. Me estremezco, como si mi cuerpo muerto recién hubiese cobrado vida. Y Salas lo hace, los ahuyenta con su zurda mágica. Espero un instante para ver si es otro sueño traicionero, pero no, es de verdad. El grito nace de mis entrañas, el más fuerte que he dado en mi vida. Matías salta sobre mí. Caemos los dos al suelo de cemento, abrazados, y otros hinchas desconocidos se lanzan sobre nosotros, y el pecho se me desgarra de tanto gritar, pero lo sigo haciendo, y veo sus ojos húmedos (como los míos, creo que lloro).

El resto del partido transcurre lentamente. Soy el que tiene el reloj: otra razón para mantenerme concentrado. Matías y los hinchas vecinos me preguntan la hora cada treinta segundos. Todos cantan, algunos lloran, y yo no sé si canto.

La luz oscura

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