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Оглавление–Ya, huevón, tengo dos minutos para explicarte lo del aumento de capital y necesito que esté listo asap, así que concéntrate –mi jefe me hablaba sin mirarme, mientras revisaba los correos en su Blackberry, a pesar de tener el computador al frente. Yo lo miré con los ojos nublados de los últimos días y me dispuse a anotar en mi cuaderno–. ¿Te acuerdas de Inversiones Cóndor S.A., que constituimos el año pasado? –no me dio tiempo para responder–. Van a ingresar a la sociedad dos nuevos accionistas: un gringo y un brasileño, uno aporta plata y el otro capitaliza un préstamo. Necesito que hagas un pacto y la junta de accionistas –mi lápiz dibujaba unas letras ininteligibles en el cuaderno. Solo escuchaba el rumor desagradable de su voz y fingía comprender–. Te voy a mandar unos emails donde encontrarás más información, ¿understood?
Asentí, esbocé una sonrisa (una de las cosas que había aprendido en Errázuriz y Cía.: a forzar esa sonrisa cínica, inexpresiva, que solo los abogados son capaces de conseguir) y abandoné su oficina. Caminé hacia la mía sin levantar la cabeza. El contacto con cualquiera de los ojos de ese lugar me habría resultado intolerable. Desde Avenida Isidora Goyenechea, donde está Errázuriz y Cía., solo se podía ver un edificio moderno, forrado en espejos, reluciente e impenetrable, pero no era fácil imaginarse que ahí dentro había un cuchitril como el mío. Ese pequeño espacio sin ventanas al que llamaba oficina era una zona de catástrofe que solo yo entendía, o que solo yo alguna vez podría entender. Los archivadores, amenazantes, se inclinaban desde la repisa sobre mi cabeza, y el suelo era un campo minado de carpetas y papeles sueltos, apilados en pequeños montones.
Diez de la mañana; me sentía incapaz de sobrevivir a las siguientes diez horas. El abatimiento era absoluto. Muchas veces, en días anteriores, sentía ganas de salir al pasillo y gritarles a todos que se largaran, que salieran de ese enorme edificio a respirar un poco de aire, que dejaran de llevarse a los pulmones esa mierda viciada, densa, falsa, que flotaba en esa oficina. Pero ni siquiera el hastío conseguía despertarme.
Errázuriz y Cía. es un estudio grande, con más de cincuenta abogados cobrando muchos dólares por hora. La ambición y el dinero eran los valores fundamentales, el resto podía ir adecuándose a las circunstancias (últimamente se habían visto obligados a ser políticamente correctos, incluso habían contratado un abogado gay; lo mostraban en las reuniones como un trofeo, con sus sonrisas características, queriendo decir miren que somos tolerantes, aunque la estrategia no les dio mucho resultado porque el trofeo renunció a los pocos meses), pero sin esos dos excluyentes objetivos en la cabeza, era imposible pensar en hacer carrera. Yo llevaba un buen tiempo. Había comenzado como procurador cuando era estudiante (o sea, esclavo), no porque tuviera muchas ganas de trabajar, sino para poder pagarme la matrícula y evitar que mi deuda universitaria siguiera inflándose.
Hasta entonces no tenía real conciencia de lo que significaba un apellido en un país provincia como Chile. Me dejaron entrar por una ventana que se les había quedado mal cerrada. Un universo ajeno, el de los dueños del país, donde todos se conocían y no dejaban de sonreír; y yo, un pendejo al que habían depositado ahí en medio casi por casualidad, que no sabía hablar, que no sabía comportarse, que apenas sabía comer. A veces me quedaba observando la pulcritud de sus movimientos cuando los veía almorzar, como si estuviesen siguiendo una música inaudible que guiaba sus silenciosos tenedores y cuchillos. ¿Siempre haces el mismo ruido al comer o es que ahora estás muy apurado?, me preguntó una vez, sonriendo, un simpático abogado de ojos verdes, dos años mayor. Estoy apurado, le contesté, volviendo la mirada a mi plato. Fui en auto a la comida de fin de año: mi Citroën ZX del año 96, de color rojo, sobresalía entre esa infinidad de todoterrenos último modelo. Algunos se acercaron a él como si contemplaran un clásico. Otros se limitaron a sonreír despectivamente. Me ofrecieron volver una vez que me titulara. Acepté esa oferta porque conllevaba la seductora idea de la independencia, y yo necesitaba esa independencia, aunque fuera a costa de una jornada excesiva y agotadora. No me gustaba el trabajo ni la gente; solo me gustaba mi sueldo. Tampoco tenía amigos ahí dentro, aunque la verdad es que nunca los busqué (es probable que hubiera muchos como yo, también camuflados en esa masa corporativa). Era una herramienta tediosa y aburrida que me permitía mantenerme, vivir con mis amigos, olvidarme un poco de quién fui. Pero ya habían pasado más de dos años y tal vez era hora de buscar nuevos horizontes; claro que para un tipo sin iniciativa como yo, eso no era muy fácil.
Desde el sábado vivía en un estado hipnótico permanente. Esas hojas cuadriculadas me hicieron ver cuán precaria era mi estabilidad. Cuando las terminé de leer me quedé en silencio como media hora, sentado en mi cama, aturdido. Las risas de mis amigos, que subían desde el primer piso, me perturbaban. Encendí el televisor para no escucharlas. En un sorteo, sacando el palito de fósforo más largo, había ganado el derecho a ocupar la pieza más grande: sobradamente, cabían mi cama de dos plazas, un escritorio, el televisor y un canasto de mimbre donde tiraba la ropa sucia, que por lo general estaba rebasado. Di vuelta sobre la cama la caja con las cosas de mi padre: la inscripción de la casa, un contrato de arriendo, otro con el banco y la tarjeta de crédito, cuentas de electricidad, gas y agua; una cuenta telefónica con cifras anotadas a mano y unos signos de interrogación y exclamación, facturas del hospital, recetas médicas, algunos exámenes, copia de su cédula de identidad y pasaporte, su contrato de trabajo con el colegio, y por último sus películas de Cantinflas. Revisé página por página todos los papeles, por ambos lados, en busca de una nota al margen, un garabato, cualquier huella que me ayudara a saber un poco más. No encontré nada.
El relato me obligaba a volver hacia atrás, a mirar a mi padre, a tratar de entenderlo, a buscar explicaciones y respuestas que antes no había logrado encontrar. Pero no era fácil volver ahí. Mi estabilidad, en gran parte, descansaba en la idea de no hacerlo. La página en blanco, a la espera de una junta de accionistas que me resultaba imposible empezar, había sido reemplazada por una sobre el Mundial de Alemania. A esa hora jugaban Australia y Japón: ni siquiera había un partido interesante para perder el tiempo.
Recibí un correo de Claudia. “Hola, mi amor, ¿estás con mucha pega? Tengo ganas de verte. ¿Qué te parece si nos juntamos a almorzar en el Akarana a las dos? Un beso enorme y apretado”. No entendía por qué Claudia insistía tanto en ese lugar si sabía que yo lo encontraba demasiado caro. Le respondí que no alcanzaba porque tenía mucho trabajo, pero la verdad era que no tenía ganas de ver a nadie.
Volví a abrir la página en blanco, pero no podía concentrarme. Incluso deseé tener la capacidad de redactar la junta y sacarme de una vez las imágenes de mi padre, que seguían presionando por entrar.
De casualidad, descubrí que había estado preso durante dos meses en el Estadio Nacional. La historia familiar, o más bien las mentiras que me contaron, decía que a mi padre lo habían detenido solo un día y que luego partió al exilio, primero a Argentina y poco después a Barcelona. Ahí conoció a mi madre y nació su único hijo, o sea yo. Y luego decía que volvimos todos juntos a Chile a principios del año 85, que es donde comienzan mis recuerdos de manera un poco más organizada; lo anterior es un cúmulo de imágenes y emociones sin mucha lógica, que de todas formas tuvieron una poderosa influencia durante mis primeros años en Chile. Mi padre se encerró tras los muros de concreto del Estadio Nacional. Como me forzaba a no recordar, en lugar de hacerlo mi cabeza se empeñaba en mostrarme imágenes de él en el estadio. Veía un soldado, moreno y un poco regordete, que le daba un culatazo en las costillas y él, que en esa época era muy flaco, como un quiltro, caía al suelo sobre un charco de agua. Con esfuerzo conseguía levantarse y el soldado lo empujaba hacia la puerta de un camarín (¿Qué camarín? ¿En el lado norte o en el sur? ¿Sería el que ocupaban los jugadores de la U? ¿El de la selección? ¿Cuánta gente había ahí adentro?). La imagen se iba y era reemplazada por un grito ahogado (el grito, supongo, era suyo, aunque no pude reconocerlo).
Yo tenía claro que habían usado el Estadio Nacional como campo de concentración durante los primeros meses de la dictadura y recordaba en especial algunos rumores de conciencia colectiva, como el velódromo, al que habían transformado en centro de interrogatorios o los presos en las graderías sonriendo durante el reportaje del periodista Claudio Sánchez. Pero necesitaba saber más, ver nuevamente los documentales desde otra perspectiva, leer libros, reportajes, investigaciones, ver películas. Sin embargo, antes de cualquier cosa, necesitaba saber de él, obtener de alguna parte lo que nunca me quiso contar.
¿Por qué me había ocultado una cosa así? Incluso se me pasó por la cabeza que todo fuese una mentira, que tal vez era solo un relato ficticio, un cuento, una manipulación de la realidad. Al fin y al cabo mi padre era un escritor, o alguna vez lo fue, o intentó serlo, y eso es lo que hacen los escritores: mentir, manipular la realidad, ordenar los hechos a su gusto, inventarse historias, mitos, vidas paralelas. Aunque tal vez llamarlo escritor puede ser una exageración. En los años de la Unidad Popular trabajaba en la editorial Quimantú y escribió Desmalezando, la que incluso se imprimió, pero llegó la tormenta y no alcanzó a distribuirse. Los ejemplares que había encontrado en el ático todavía estaban guardados en la maleta de mi auto, insistiendo una vez más en quedarse cuidando la retaguardia, como lo habían hecho con mi padre cuando partió a Argentina. Después del Golpe nunca volvió a escribir. Era como un escritor castrado. Aunque, en realidad, ese relato lo desmentía. Esas pocas páginas significaban, además de la perturbadora revelación que llevaban consigo, que a mi padre no lo habían castrado del todo. Y significaban, además, que si había escrito un relato, también podría haber escrito otros. Pero en el fondo sabía que ese relato era cierto, que no lo había inventado. Mi padre vio ese partido con el Leo Zucchi (¿quién era el Leo Zucchi?) y no conmigo. Él no vio el mismo partido que yo: jugaba consigo mismo. Y si para él la zurda de Salas significó poder ahuyentar a sus fantasmas, aunque fuera solo por un rato, para mí fue algo totalmente distinto, fue el primer triunfo real de mi vida, el primer atisbo de que las cosas podían tomar otro rumbo. Ese gol fue un triunfo personal; al igual que Salas, yo también la amortigüé con el pecho y la dejé dar un bote manso para definir de zurda, con un latigazo bajo, a la izquierda del portero.
Se acercaba la hora de almorzar y mi incapacidad para trabajar era absoluta. Me declaré enfermo y le mandé un correo a mi jefe diciéndole que terminaría el aumento de capital en mi casa.
Mi madre no había tocado el ático en esos dos días. Seguía sorprendiéndome su dejadez. El caos era exactamente el mismo. Separé la máquina de escribir de mi padre, que significaba demasiado para botarla, y me lancé sobre los cachureos. Las telarañas seguían ahí, empeñadas en pegarse a mis manos, pero había decidido revisar cada centímetro del ático. Escondidas en las sombras, encontré unas cajas que pertenecían a mi madre. No estaba para consideraciones acerca de su intimidad. Pantalones, un cinturón, blusas, varios uniformes blancos, aros, perfumes seguramente añejos, documentos sin referencia alguna a mi padre, viejas fotos de Barcelona, la mayoría de mis abuelos, aunque también había una en que salía ella con mi padre, los dos abrazados en una angosta callejuela oscura con pequeños balcones de los que colgaban unos maceteros (en algunos de ellos parecía haber flores, pero como la foto era en blanco y negro, costaba distinguirlas), ella rodeándole la cintura con su brazo derecho y él los hombros con el izquierdo; me quedé observándola un rato porque parecían felices; claro, las fotos suelen engañar, incluso podría decirse que están hechas para engañar; pero había algo auténtico en esas sonrisas que no recordaba haber visto en otras fotos de ellos dos. Me pasé cerca de dos horas revisando el contenido de esas cajas, sin resultado, hasta que la falta de aire y el frío me obligaron a bajar.
Puse la cafetera sobre el gas. No quería perder mucho tiempo. Todavía me quedaba un rincón allá en el ático, junto a un enorme televisor en blanco y negro, frente al que perdí innumerables horas de mi vida aburriéndome con Sábado Gigante (a un hijo único sin relación alguna con sus primas no le quedaba otra opción que verlo de principio a fin) y disfrutando con Pipiripao. Abrí la tapa: el agua se calentaba y el café comenzaba a subir a la parte superior. El olor del café siempre me ha parecido tranquilizador, es tan poderoso y absorbente que uno puede cerrar los ojos para abrir la nariz, dejando la mente en blanco, concentrada solo en esos segundos en que la ebullición hace que ese aroma se vaya adueñando de todo a su alrededor. Traté de poner mis sentidos en dejarme llevar por él, pero mi cabeza estaba empeñada en darle vueltas a la posibilidad de revisar el escritorio de mi madre, que en ese momento ocupaba Jaume y que alguna vez estuvo inundado con los libros de mi padre. El gorgoteo me indicaba que estaba listo. Tomé la cafetera y busqué una taza.
–¿Hiciste para mí también? –la voz de mi madre rompió el ritual.
–¡Mamá! –derramé un poco de café sobre la cubierta de la cocina–. Me asustaste.
–¿Acaso no puedo entrar a mi propia cocina?
–Por supuesto que puedes, es que no sabía que habías llegado.
–Anda, sírveme un poco y siéntate un minuto conmigo –serví dos tazas pequeñas en lugar de una grande– ¿Estabas en el ático?
–Sí, revisando mis cosas. Hay mucha basura allá arriba. Me sorprende que nunca lo hayas ordenado.
–Creo que voy a botar todo, salvo lo que te lleves tú. No tengo ganas de perder el tiempo revisando cachureos. No hay nada que rescatar.
–Entonces voy a fijarme bien, para que no botes algo importante –resolví no decirle nada. Tenía la fuerte sospecha de que ella también me lo había ocultado. Quería confrontarla con más información, si es que la había, y obligarla a contarme toda la verdad.
–Ah, se me había olvidado contarte que la semana pasada me encontré con Francisca en el centro –hizo una pequeña pausa, como para ver mi reacción, pero me mantuve impasible–. Parece que está creando una de esas revistas que se ven solo en Internet, dedicada a la literatura. Todavía vive con sus papás, por aquí cerca, en Diagonal Oriente con Villaseca, ¿te acuerdas?
–Por supuesto que sí, mamá –respondí, con un dejo de fastidio–. Me alegro que esté bien, pero acuérdate que terminamos hace casi dos años. Ahora estoy con Claudia.
–Tienes razón, solo te lo comentaba porque me la encontré de casualidad. Me cae bien esa niña, Claudia. Lástima que solo la hayas traído una vez. Sería bueno verla de nuevo antes de irme.
–Voy a tratar.
–¿Estás seguro que no te quieres ir conmigo a Barcelona? –solía hacerme preguntas intempestivas para ver si me pillaba desprevenido.
–Mamá, yo entiendo que tú quieras volver, ahora que estás con Jaume y todo, pero mi vida está aquí, en Chile. Es demasiado tarde. Ya no estoy dispuesto a vivir otro exilio. Muchas veces te propuse que nos fuéramos juntos a Barcelona, sabes que si me hubieras respondido que sí, probablemente ahora estaríamos viviendo allá. Pero ese tiempo ya pasó y tú no te quisiste ir, así como yo no me quiero ir ahora –hice una pausa y le di el último sorbo a mi café–. Siento que por fin conseguí alguna estabilidad, soy independiente, disfruto viviendo con mis amigos, tengo un buen sueldo, y además a mi polola. Por primera vez puedo mirar hacia delante. Creo que irme a Barcelona contigo sería como retroceder cinco años.
–Tal vez podrías ir a hacer un master por un año y ver si te acostumbras. Creo que todavía estás a tiempo para matricularte. Yo te lo puedo pagar con la plata que recibiré por la venta de la casa.
–Mamá, te dije que no. Te puedo ir a ver en el verano, cuando tenga vacaciones, pero me voy a quedar en Chile. No me siento capaz de afrontar un nuevo comienzo.
–Está bien, pero si algún día cambias de opinión, sabes que puedes ir cuando quieras –se levantó, me besó en la frente y dejó la taza vacía sobre la mesa.
Volví al ático. Me quedé un rato frente al televisor en blanco y negro. Se me había olvidado cuánto pesaba. Abajo a la izquierda aparecía escrito Hitachi y a la derecha estaban las dos perillas para cambiar los canales, una para la señal VHF y otra para la UHF. Di vuelta la de más arriba, desde el canal 2 hasta el 13, y seguía igual de dura que antes. Sentí un impulso de encenderlo, para ver si todavía funcionaba; incluso pensé en llevármelo, como una reliquia, pero no veía un enchufe cerca y la sola idea de bajarlo por la escalerita que comunicaba el ático con el resto de la casa me hizo desistir. Detrás del televisor había tres cajas de zapatos que mi madre debió haber traído del departamento de mi padre. Las dos primeras tenían zapatos; la tercera, también, pero debajo de unos mocasines negros encontré unos papeles. Mis manos comenzaron a temblar. Eran hojas sueltas (cuadriculadas) escritas con la letra pequeña y alargada que estaba buscando. Eran dos relatos. Uno tenía solo la fecha (14 de septiembre del 2000, casi un año antes de su muerte), y el otro se titulaba “Ruinas”, pero no tenía fecha. Guardé las hojas en el maletín de abogado que me había regalado mi madre y seguí buscando por el resto del ático con desesperación, hasta que estuve seguro de que no había nada más.
Ni Tísico ni Carlos estaban en nuestra casa. El nombre de Tísico era Javier. También era abogado, pero de una naturaleza muy distinta: era un litigante. Trabajaba en el centro, en una pequeña oficina de cinco abogados, donde seguramente debía estar en ese momento, con la corbata un poco desanudada y las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo, compartiendo su espacio, cargado de humo y olor a comida china, con un abogado especialista en divorcios. Se pasaba buena parte del día frente al computador redactando escritos, pero siempre se reservaba un par de horas para pasearse por tribunales y conversar con sus amigos, los actuarios. Llevaba varios años trabajando y ya los conocía a casi todos; parte fundamental de su trabajo era conversar con ellos y sobarles el lomo, ganándose su confianza de cualquier manera. Era de esos abogados que hablaban un idioma que ni yo entendía, plagado de referencias procesales, plazos, prórrogas, recursos, dúplicas, réplicas, reconvenciones, escritos, nombres y apodos de jueces, y sobre todo bromas aburridísimas que mezclaban un poco de cada una.
Carlos era periodista y podría estar en cualquier parte. A veces se quedaba en la casa, pues su habitación era también su oficina: había cientos de papeles amontonados sobre el pequeño escritorio que cabía milimétricamente al lado de su cama, y junto a ellos algunos recortes de diarios que se iban poniendo cada día un poco más amarillos. Trabajaba haciendo crónicas y reportajes para un diario electrónico que se llamaba El Informante, además de encargos esporádicos que recibía de una agencia de comunicación estratégica. En el diario, al principio lo tenían de cabeza investigando la historia amorosa de los participantes del reality show de turno, pero de a poco le fueron entregando temas más interesantes. El último había sido un listado de los personajes que fueron a Londres a apoyar a Pinochet y quienes financiaron sus viajes y estadías. A diferencia de Tísico, que tenía algunas zonas grises que dejaba deliberadamente fuera de la visión del resto, Carlos era un tipo abierto y extrovertido, que me tenía al tanto de todos los detalles de su vida.
Me sentía a gusto en mi desastroso hogar. Tísico sentía un profundo y libertino desprecio por el orden y la limpieza. Y me lo contagió. Carlos al principio era más ordenado, incluso intentó contrarrestar la tendencia a la anarquía, pero al poco tiempo se rindió y se dejó llevar. Era como si el caos que usualmente había fuese un reflejo de mi reciente derecho a ser libre, en un entendido un poco absurdo que relacionaba la libertad con el poder desordenar y ensuciar sin que nadie te diga nada. El saco de dormir abierto seguía cubriendo la ventana y probablemente se quedaría en el mismo lugar hasta que terminara el Mundial. Necesitábamos un poco de penumbra para ver mejor. Tomé una cerveza de la cocina. La sala estaba plagada de sombras. Encendí la ampolleta desnuda que colgaba desde el techo. No tenía mucha potencia. La luz iluminaba la mayor parte de la sala, pero aún quedaban zonas oscuras. De todas formas, alcanzaba para leer. Me senté y puse mi maletín de abogado sobre el sillón que alguna vez fue blanco.
* * *
La única manera es escribirlo; como un cuento, como si le hubiera pasado a otro.
Todo comenzó por un reclamo que hice a Megatel por una cuenta de teléfono estratosférica. Estoy solo y casi no hablo por teléfono; no tengo a quien llamar. Me querían cobrar como si hablara todo el día. Traté de solucionarlo por teléfono, pero me tuvieron esperando con una musiquita enervante que no conducía a ninguna parte; y solo porque no tenía nada mejor que hacer, me pasé una hora escuchándola, hasta que me aburrí y decidí ir a reclamar en persona a una de las sucursales de Megatel, en Ahumada con Agustinas.
La estrategia de esos abusadores siempre ha sido la rendición por aburrimiento. Yo no estaba dispuesto a rendirme, porque simplemente no tenía la plata para pagar esa cuenta. Sabía que me harían esperar un buen rato antes de atenderme. Decidí aprovecharlo para releer Corazón tan blanco. Me atendió un empleado con pelo corto y barba de tres días. Los entrenaban para ser como una pared, inmunes a todo. Metió la cabeza en la pantalla e introdujo unas cifras en el teclado, para luego dejarme esperando unos veinte minutos al frente suyo, sin mirarme. “Lo siento mucho, señor, pero estos llamados figuran como realizados y la tarifa está correcta. Quizás las hizo algún amigo o un pariente”. Tal vez si hubiera ido a Megatel unos años antes, cuando no me sentía tan cansado, habría terminado gritándole al tipo o incluso golpeando su rostro de pusilánime indiferente. Traté de explicarle con buenas palabras que me había quedado prácticamente solo y que casi no ocupaba el teléfono, pero no hubo caso. Siguió repitiendo la frase como un robot.
“¡Llévame con tu jefe!”, tuve que exigirle, levantándole la voz, y el tipo se sobresaltó y me quedó mirando con cara de profunda extrañeza. Se lo repetí, bajando un poco el tono. Tuve que insistir un par de veces antes que apareciera una mujer de baja estatura y me dijera que el jefe hablaría conmigo. Me hizo pasar a una pequeña sala de reuniones, lejos de los demás clientes. Yo no quería estar ahí, prefería quedarme leyendo en mi departamento. Incluso, si no me hubiese faltado el dinero, podría haber pagado la maldita cuenta de una vez para que me dejaran tranquilo, pero me obligaban a sentarme ahí a suplicar, a perder el tiempo, a refregarme en el rostro una derrota perpetua y absoluta y, lo peor, a lo que vino después. Estuve esperando durante media hora, releyendo Corazón tan blanco, en la que ni siquiera me trajeron un vaso de agua. Estaba muy enojado, pero ya me había cansado de pelear. Solo esperaba encontrarme con un tipo razonable y poder zanjar el tema lo antes posible para volver a mi departamento.
Pero se abrió la puerta y lo vi. Ahí todo cambió; ya no se trataba de una cuenta telefónica. “Patricio Reinoso, jefe del departamento de atención al cliente de esta sucursal, a sus órdenes”, me saludó, estirando la mano derecha. Ojos pequeños, tabique pronunciado, orejas llamativamente grandes. Una voz levemente nasal; una voz aguda, que podría haber sido de mujer. Me apretó la mano y apenas contuve las ganas de orinar; era una mano pequeña, que me tocó por escasos instantes, rehuyendo el contacto prolongado. Se sentó al frente mío y habló de Megatel, de cómo para ellos un cliente contento era lo más importante, pero yo no lo escuchaba y tampoco lo veía, porque todo se había vuelto oscuro. “Me vio, huevón, me vio”, apuntando con el dedo. Esa voz, que podría haber sido de una mujer. Había pasado casi una vida, no podía saberlo; pero ya habían comenzado y era imposible detenerlos, sonidos e imágenes que poblaban la sala de reuniones, rostros que se aparecían y me hablaban, siempre apuntándome con el dedo, y decían no te hemos olvidado, Ramón; todavía nos acordamos de ti, Ramón; espero que te acuerdes de nosotros, Ramón; no nos abandones, Ramón. “Efectivamente, el registro del tráfico indica que esas llamadas se hicieron desde su casa. ¿Tiene niños? ¿Nietos tal vez? Hay muchas veces en que los niños se ponen a hacer bromas y marcan cualquier número, y al final los padres tienen que pagar las consecuencias”. Ojos pequeños, tabique pronunciado, orejas llamativamente grandes. Lo miraba sin poder hablar; los dientes mantenían a mi lengua prisionera, inmovilizada. Mi pie derecho comenzó a moverse, descontrolado, y no conseguía detenerlo. Solo quería salir de ahí. “Megatel está dispuesto a hacer una excepción en su caso y rebajarle un veinte por ciento del total de la cuenta”. Sonrisa que mostraba una dentadura mal cuidada. “Y además, como entendemos que las cosas no están fáciles, le vamos a dar la posibilidad de pagar la deuda en tres cuotas mensuales, sin interés”.
Ni siquiera respondí. O tal vez hice un gesto con la cabeza, o un balbuceo infantil. El resto es borroso, confuso. Desperté en mi departamento, botella vacía junto a la cama. “Patricio Reinoso, jefe del departamento de atención al cliente de esta sucursal, a sus órdenes”. No paró de sonreír. Podría ser un tipo cualquiera, puede que no sea él. Mi rostro ha cambiado mucho en veintisiete años, también podría haberlo hecho el suyo ¿Cómo saberlo? ¿Qué debo hacer para saberlo?