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Cuando el frío me golpea en el rostro tiene un efecto tranquilizador. Por eso decidí dejar el auto en mi casa e irme a pie. La vereda estaba húmeda, pero no mojada, como después del rocío de la mañana. Caminaba por Diagonal Oriente, pero me faltaban unas veinte cuadras todavía. Desde la calle Villaseca en adelante la ruta me resultaba familiar porque la recorría casi a diario cuando pololeaba con Francisca. La hora y la temperatura mantenían a la gente en sus casas. Pocos peatones, algunos autos. Debajo del gorro de lana se escondían los audífonos. Si tenía bien cubiertas las orejas y el cuello, la del frío era una sensación agradable.

Escuchaba los comentarios del partido entre la U y la Católica que acababa de terminar. Roberto nos había invitado a mirarlo en su casa, donde seguramente tendría un asado apoteósico, pero preferí verlo solo, acostado en mi cama, repartiendo la mirada entre la pantalla y la máquina de escribir de mi padre. La puse en el escritorio, junto al mueble del televisor, pero antes la había limpiado porque estaba inmunda, cubierta de una capa gris y pegajosa que me demoré bastante en eliminar. Era como si hubiese resucitado a la vieja máquina de escribir. Desde mi cama alcanzaba a leer Underwood y las teclas blancas se veían brillantes, como esperando ser acariciadas de nuevo. Me pregunté cuánto tiempo llevarían sin ser usadas (los tres relatos de mi padre estaban escritos a mano).

Los dirigentes del fútbol chileno, en otra de sus geniales y frecuentes iluminaciones, habían decidido que el campeonato nacional se siguiera jugando en forma paralela al Mundial de Alemania. El partido con la Católica, por los cuartos de final, había terminado dos a dos. Perdíamos dos a uno hasta el minuto 72, cuando el colombiano Candelo puso el empate. Todo se definiría en el partido de vuelta, el domingo, en el Estadio Nacional. Me arrepentí de no haber llevado la carpeta en una mochila o incluso en mi maletín de abogado. Tenía que ir turnándomela entre la mano derecha y la izquierda, a medida que se iban enfriando.

Terminé de leer el relato y miré las hojas, pero sin volver a leerlas. Me puse de pie, buscando en el movimiento un poco de aire. Fui a la cocina, donde la ruma de platos se mantenía en un precario equilibrio que desafiaba las leyes de la física. En el refrigerador encontré un despoblado absoluto, salvo por dos latas de cerveza que dejé para una mejor ocasión. Enseguida abrí la puerta que conducía a la pieza de servicio. En una esquina se apilaban distintos objetos desechados de otras partes de la casa, pero bajo la ventana estaba el colchón desnudo en el que solían quedarse los borrachos que no estaban en condiciones de volver a sus casas y también algunas visitas. Me detuve frente al colchón y me acosté. Pensé en mi padre y en Patricio Reinoso. “Podría ser un tipo cualquiera, no tiene que ser él”. Era como si Reinoso de alguna forma le perteneciera. Un abismo de inquietantes posibilidades. Subí a mi habitación para revisar otra vez la cuenta telefónica con cifras anotadas y signos de exclamación e interrogación que había encontrado en la caja de mi padre. Ella había estado ahí, había sido la indirecta culpable de la reunión entre él y Reinoso. Tampoco tenía una respuesta; cualquier conclusión sería apresurada. Sentí ganas de entrar a la habitación de Tísico y robarle un poco de hierba del tarrito de vidrio hermético que guardaba en su clóset, pero desistí porque me había prometido no fumar solo, y además si no podía detener a los fantasmas en mis plenas facultades, menos aún lo conseguiría volado. No quería seguir pensando. Hice la junta de accionistas: una actividad mecánica, estupidizante; completar espacios en blanco, repartir dinero ajeno, sumar, restar, copiar, pegar.

Escuchaba en mis audífonos los comentarios del debut de Brasil, que había derrotado a Croacia por uno a cero con gol de Kaká. Para mí, tenía que ser el Mundial de Ronaldinho después de la tremenda campaña que había hecho en el Barcelona, con Liga de Campeones incluida.

Iba a la altura de Conventry; me quedaba poco para llegar. Había bebido una sola cerveza durante el partido de la U porque necesitaba tener la mente despejada para hablar con mi madre. Me encontré con Jaume en la puerta de la casa. Tal como me había asegurado ella, él iba saliendo. Vi su cabeza calva entre las ligustrinas que daban paso al pequeño antejardín. Le di la mano y entré.

Mi madre me recibió con una sonrisa enorme que la hacía ver un poco más vieja que sus cincuenta y dos años, pero que también me recordaba que, desde hacía un tiempo, había vuelto a ser feliz. Presentí que había entendido otra cosa cuando le dije que tenía que hablar con ella. Es extraño sentirse nervioso cuando uno habla con su propia madre, pero lo estaba. Cuando iba a su casa, en la que viví por más de doce años, me sentía lejano, lo que no dejaba de sorprenderme. Tal vez algo tenía que ver el hecho de que Jaume se hubiera mudado pocos meses después de mi partida. Bueno, y tampoco me gustó mucho que mi habitación hubiera sido transformada rápidamente en una sala para ver televisión. De alguna forma, me sentí reemplazado. Dentro de la casa la temperatura era agradable, pero yo seguía moviendo las piernas, como si temblara. Estábamos en el living, el lugar que menos había cambiado desde mi partida: seguían los mismos sillones, el bergère y también la mesa de centro con mosaicos rojos que siempre me había parecido un poco fuera de tono. Le dije que tomáramos una copa de vino. Mientras ella buscaba la botella y la abría, yo me senté (al principio en el sillón de tres cuerpos, pero luego me arrepentí y fui al bergère: necesitaba distancia). Dejé la carpeta sobre la mesa de centro, justo al frente mío.

Ella se sentó en el sillón de tres cuerpos. Bebí un trago de vino y dejé la copa sobre la mesa. En su lugar, tomé la carpeta. Saqué los relatos, pero no se los pasé, sino que me quedé con la vista fija en ellos.

–Bueno, ¿qué es eso tan importante sobre lo que me querías hablar? –me preguntó, echándose hacia atrás, copa en su mano derecha, sonrisa un poco suavizada, pero sonrisa al fin y al cabo; como si esperara que le dijera que lo había pensado mejor y me iba con ella a Barcelona, que en el fondo seguía siendo el niño que idealizaba su ciudad natal y se la proponía como destino para escapar de un presente descorazonador.

–Revisando mis cosas en el ático me enteré, por casualidad, que el papá estuvo preso en el Estadio Nacional –me detuve a propósito.

Su rostro se desencajó como si lo hubiese atravesado una línea en diagonal, formando una cicatriz imaginaria que iba desde la sien derecha hacia la mejilla izquierda. Se puso pálida y sus manos torpes comenzaron a hurguetear en su cartera, hasta encontrar un cigarrillo. Demoró unos segundos más en encenderlo.

–Los escribió el papá, es su letra –le dije, entregándole los relatos. Me quedé parado frente a ella, impulsado por la paranoia. Para mí ya era evidente que mi madre lo sabía también y que por lo tanto había sido parte de la conspiración del silencio; tal vez quería leerlos a la rápida para ver hasta dónde había hablado mi padre y así seguir protegiendo su mentira–. Mamá, lo que necesito ahora son respuestas.

–Lo que dices sobre el estadio es verdad –dijo ella al fin.

–¿Y cómo nunca nadie fue capaz de contármelo?

–Es que Ramón me exigió que no se lo dijera a nadie, especialmente a ti. Creo que yo era la única que lo sabía.

–Pero el papá murió hace cinco años, mamá.

–Lo sé, Matías, lo sé. No es fácil hablar de estas cosas.

Sus ojos enrojecieron. No fui capaz de seguir con el hostigamiento. Me senté en el sillón, pero no a su lado (mantenía la distancia). Bajé un poco la cabeza y la escondí entre mis brazos. Ella hizo un ademán de acariciarme, pero la rechacé con suavidad.

–Cuéntame. Necesito saberlo todo de una vez.

–Es que no tengo mucho más que contarte. Solo me dijo que había estado preso durante dos meses en el Estadio Nacional y que, como a la gran mayoría, lo habían torturado.

La palabra quedó suspendida entre nosotros, repitiéndose una y otra vez. Mi madre se detuvo, tal vez pensando que se había apresurado, que podría haber seguido mintiéndome. Yo estaba aturdido como un boxeador que recibe un golpe esperado, temido, vislumbrado, pero inevitable y demoledor. La grieta se abría y una luz oscura comenzaba a inundarlo todo hacia adentro. Seguía en el aire, la tortura y había tomado la forma de un muro de gruesos ladrillos que dividió al sillón en dos.

Traté de hablar, pero me lo impidió una imagen vívida de mi padre, desnudo, colgado desde el techo por una cuerda gruesa con la que le habían amarrado las muñecas. Sus brazos estirados hacia arriba parecían a punto de romperse. Tenía dos heridas abiertas, una sobre el pecho y la otra en el hombro. De ambas corrían pequeñas gotas de sangre formando delgados arroyuelos que terminaban en los dedos de sus pies, y ahí se detenían por unos segundos para enseguida caer al suelo. Estaba inconsciente. La cabeza fláccida le colgaba hacia delante, como si buscara separarse de sus hombros. Paredes de cemento, desnudas como él, que lo observaban enmudecidas. Una fetidez insoportable, mezcla de orina, mierda, horror y vómito. Había silencio, hasta que repentinamente se escuchó el sonido del agua fría golpeando su cuerpo. Le habían vaciado un balde, pero aun así no era capaz de despertar.

–Matías, ¿estás bien?

–No, mamá, no estoy bien –tomé la copa de vino y me la bebí de un trago–. Me horroriza imaginarme lo que le hicieron, lo que tiene que haber sufrido –tuve que detenerme. Me bebí su copa también–. ¿Cómo pudo vivir en ese infierno todo ese tiempo sin contarle a nadie? Se me vienen imágenes escalofriantes del papá y me dan ganas de ayudarlo, de encontrar una forma de darle alivio o por último de ofrecerle algún consuelo, pero ya es imposible, hace rato que es muy tarde.

–Le cagaron la vida, Matías. No lo conocí antes, pero sé que lo transformaron en otra persona.

–Necesito saber qué le pasó al papá. Viviste con él por casi veinte años, me cuesta creer que solo supiste eso.

–Matías, te juro que nunca me contó nada más. Tu papá era impenetrable, como hablar con el espejo; no sabes cuántas veces traté de conversarlo con él, pero nunca me quiso contar nada. ¿Crees que no quería saber cómo fue, qué le hicieron, si hubo alguna razón, cuánto tiempo o cómo se sintió? Seguramente ahora tú te haces las mismas preguntas. Esa noticia de la que te vienes enterando ahora marcó todo nuestro matrimonio y lo hizo naufragar. Nunca supe lo que pasaba dentro de su cabeza. A Ramón había que entenderlo, que aguantarlo, pero no era fácil vivir con alguien como él. Era como si hubiese tenido una amante contra la que no se podía competir, que era dominadora absoluta de sus emociones. Un triángulo: él, yo y la tortura.

–Y yo, mamá. Que no se te olvide que yo también estaba al medio.

–Tienes razón. Aunque no lo supieras, a ti también te debe haber afectado.

–Por supuesto que sí. ¿Acaso mi infancia fue normal? ¿Crees que no me ha costado ser hijo del papá? Tantos años después aparece como víctima, pero yo nunca lo vi así; para mí nunca fue la víctima. Y ahora que ya está muerto, que habría que conversar con un fantasma, tengo que volver a entenderlo. ¿Cuántas veces en vez de enojarme debí haberlo abrazado? Tampoco tuve la oportunidad de apoyarlo. Me aterra pensar en lo que tuvo que haber vivido. Es algo que está más allá de mi capacidad de comprensión. Cierro los ojos y me duele, porque lo veo, lo escucho, lo huelo. Pero también siento rabia, ganas de ir a revolver su tumba y traerlo de vuelta a este sillón, a que hablemos los tres con la verdad por una sola vez. Si me lo hubiera dicho, habría sido todo distinto; podría haberlo enterrado en paz.

–Sé que no fue fácil. Yo también estaba ahí. Ojalá pudiera contarte algo más, pero es todo lo que sé.

No dije nada. Me quedé mirando los cordones de mis zapatillas. Mi madre se levantó para rellenar nuestras copas. Quería que me abrazara y también quería que se fuera lejos y me dejara solo. Dejó mi copa en la mesa de centro.

–Matías –se interrumpió para beber un poco de vino, o para pensar una vez más lo que iba a decir–, yo sé que esto te afecta mucho. Es duro saber que te mentimos. Te entiendo. Fue una decisión de tu papá que respeté. Cuando uno revisa su vida hacia atrás, se arrepiente de muchas cosas. No sirve de nada decirte que ahora lo haría de otra manera. Tienes todo el derecho a estar mal, a exigir apoyo y explicaciones –bebió una vez más–, y por eso creo que lo mejor es que yo me quede en Chile. No puedo dejarte solo. No ahora.

–Ni hablar, mamá. Tú te vas a Barcelona, tal como lo tenías planeado. La verdad, no sé por qué no te fuiste antes, o por qué te viniste –su ofrecimiento me sonó falso, forzado, como si siguiera obligándose a hacer lo correcto, aun sabiendo que no se trataba de la mejor solución, como cuando siguió al lado de mi padre aguantando una vida que no se merecía. Ella siempre entendía y aguantaba, o más bien pretendía hacerlo. Al menos tuvo la oportunidad de entenderlo en vida (tal vez por eso siguió a su lado, aguantando una vida que no se merecía). Y pudo darme a mí esa chance de entenderlo, incluso de apoyarlo, de decirle “papá, puedes contar conmigo”, pero no lo hizo; incluso al final, cuando podría haber traicionado esa estúpida conspiración del silencio–. Si quieres podemos hablar todos los días por teléfono, yo en Chile y tú en Barcelona. Quedarte sería otro error.

Dos días lentos, opresivos, de incesantes elucubraciones. La tortura había estado dando vueltas como una presencia silente, observándome y escondiéndose. Estuvo en el ático y en mi casa, cuando leí los relatos y trataba de ahuyentarla como a un mal sueño. Pero resultó ser realidad; una realidad evidente, por lo demás. Y la tortura también había estado desde siempre conmigo, como un fantasma oculto y omnipresente que se había instalado a vivir entre mi padre y yo (sin olvidar a mi madre, forzada encubridora). La revelación de esa palabra era una luz oblicua que me permitía, y al mismo tiempo me obligaba, a iluminar hacia atrás, hacia mi oscuridad, e interpretar miradas, actitudes, comportamientos, una vida llena de ambigüedades encriptadas que solo muchos años después se me permitía observar gracias a un descubrimiento fortuito. Era la pieza que faltaba, la que otorgaba sentido a una vida que lo adolecía, conformada por un cúmulo de situaciones a las que no pude encontrar una explicación. La luz oscura mostraba rincones grises, alcantarillas que ilusamente creía haber clausurado; la luz oscura obligaba a verlo todo de nuevo.

También pensé en Patricio Reinoso. Mi padre reconoció a alguien, o más bien creyó reconocerlo. La primera duda era si es que Reinoso era esa persona que él creyó reconocer. Y en la eventualidad de que esa sospecha fuese cierta, la otra duda era quién había sido esa persona para que mi padre tuviese esa reacción. Podía tratarse de un traidor, como el encapuchado del Estadio Nacional: un antiguo militante socialista que se volvió soplón y usaba una bolsa de papel en la cabeza con dos agujeritos para esas armas mortales que resultaron ser sus ojos (esa bolsa de papel lo hacía ver como una versión criolla de los miembros del Ku Klux Klan). Llevaban a los prisioneros a las graderías y aparecía el encapuchado como si fuera un equipo saliendo a la cancha (o un árbitro drástico y muy temido, mejor dicho). Caminaba por la pista atlética rodeado de soldados, hasta que se detenía frente a un prisionero y lo apuntaba con el dedo. Y después otro, y otro, y el encapuchado descansaba un par de días y volvía a trabajar. Lo encontraron cuatro años después, en un sitio eriazo, al cadáver del encapuchado.

Y al parecer no era ese el único encapuchado en el Estadio Nacional; se decía que eran varios, que la tortura había transformado a algunos presos en delatores y que incluso metían infiltrados a los camarines como falsos detenidos, para ver si obtenían alguna información. Eran más de doce mil prisioneros y los cambiaban constantemente de lugar. El delator podía ser un rostro conocido de nombre desconocido. Tal vez mi padre compartió un cigarro con Reinoso y le contó algo comprometedor, que al final podía ser cualquier cosa, como su militancia en algún partido o un atisbo de información sobre un dirigente, y días después apareció Reinoso, encapuchado, y lo apuntó con el dedo. Y por alguna razón mi padre lo vio (“Me vio, huevón, me vio”, apuntando con el dedo). El rostro de mi padre cambió bastante desde la época en que estuvo en el estadio hasta el día de la reunión (había engordado al menos unos cuarenta kilos), lo que podría explicar el hecho de que él reconociera a Reinoso, pero Reinoso no lo reconociera a él.

Esa tarde me había puesto de acuerdo con Claudia para comer algo y ver una película en su departamento. Era de esos nuevos, de paredes delgadas, donde uno escucha cuando tiran los vecinos. Tenía un dormitorio, cocina americana y un pequeño living. Quedaba cerca del metro Escuela Militar. Llevábamos juntos cerca de cuatro meses. La había conocido en un bar, después de la oficina, en una de esas despedidas a las que uno se siente obligado a asistir como parte de un deber tácito pero real, aunque el abogado al que se está despidiendo te resulte desconocido, insignificante o incluso detestable. Una terraza donde abundaban las corbatas. Me sentí inmediatamente atraído por Claudia, aun antes de hablarle, cuando la miraba de reojo hacia la mesa vecina, porque ella nada tenía que ver con la despedida. Me pidió fuego. Yo no tenía, pero le seguí hablando. Una atracción física, por supuesto, pero que iba un poco más allá del mero gusto por su apariencia. También estaba su gesticulación, sus movimientos con ciertos rasgos felinos que me impedían dejar de mirarla. Claudia se había ido de la casa de sus padres hacía solo dos meses para vivir sola en ese departamento. Aunque tenía un trabajo bien pagado en una empresa de retail, de la que además su padre era uno de los ejecutivos principales, en su familia la noticia no cayó nada bien. Para su madre, Claudia solo debía irse de la casa cuando su padre la llevara del brazo al altar. Yo veía lo nuestro como algo relajado, sin mayores compromisos o exigencias asfixiantes. Simplemente dos personas que lo pasan bien estando juntas.

Claudia me dio las llaves y me dijo que la esperara en su departamento mientras ella terminaba de trabajar. Inventé una hora al dentista y salí temprano de la oficina; no podía seguir viendo esas sonrisas de abogado. La esperaba en el living bebiendo una cerveza. Llevaba media hora de retraso. Mientras tanto, me acompañaba Reinoso. Otra de las posibilidades era que fuese su torturador. La víctima suele tener los ojos vendados y esa venda podría haberse movido, permitiéndole ver su rostro. También estaba el recuerdo de su voz (una voz aguda, que podría haber sido de una mujer), que pudo ser la de su interrogador. Pero no había forma de saberlo, al menos no con la sola revisión del relato (el relato era, tal vez intencionadamente, bastante confuso).

El chirrido del timbre me sobresaltó. Le abrí la puerta a Claudia. “Perdona, pero me di una vuelta por el Parque Arauco y me atrasé un poco. Mira, me compré esta cartera. ¿Te gusta?”. Dije que sí, aunque siempre he encontrado todas las carteras iguales. Ella me abrazó y me dijo te eché de menos. Yo le dije lo mismo. Me preguntó si me pasaba algo, que tenía una mirada rara, como triste. Nada más que un poco de sueño. Se sentó junto a mí, en el único sillón que había en el living. Me alejé algunos centímetros porque ella había encendido un cigarro. El olor me producía una sensación de rechazo. Ella quería hablar; yo la dejé mientras me tomaba otra cerveza. Se sentía bien oír sin escuchar. De vez en cuando observaba su rostro de rasgos delicados; me gustaban sus pestañas largas, que contrastaban con unos ojos celestes que se verían huérfanos sin ellas. Creo que hablaba sobre una compañera de oficina que se había enrollado con su jefe. Pero mi cabeza estaba en otra parte. Hacía cinco años, Reinoso era jefe del departamento de atención al cliente de la sucursal de Megatel en Ahumada con Agustinas, una de esas empresas en las que se puede hacer carrera. Tal vez todavía trabajaba ahí. Sentí algo húmedo en mi cuello. Claudia se acercaba. Yo no podía. Seguía pensando en Reinoso. “No me pasa nada, solo estoy un poco cansado”, le dije. Ella se enojó. No me sentía capaz de hablar de mi padre con Claudia. Su familia venía del otro lado, por lo que preferíamos no hablar de política. Y lo que le había pasado a él, sin duda caía dentro de ese tema. Aunque, en realidad, a Claudia la política no le importaba mucho, más bien le era indiferente; ella estaba bien y con eso se daba por satisfecha. De todas formas, yo no quería hablarlo ni con ella ni con nadie. Terminé mi cerveza en silencio y me fui.

Pude haber tomado el metro, pero preferí irme en micro por Apoquindo hacia el poniente. En los asientos de atrás había un grupo de adolescentes ruidosos, seguramente borrachos. Busqué un asiento adelante y traté de no escucharlos. Me acordé de la vez que Claudia me presentó a su familia en un almuerzo de día domingo. Al principio, pensé en inventar una excusa, porque iba a ser en el Club de Polo, pero después algo pasó y lo cambiaron por la casa de sus padres en La Dehesa.

Fui en mi Citroën ZX. Di varias vueltas por los alrededores, un poco perdido, arrinconado por las señoras que me tiraban encima sus enormes todoterrenos, hasta que por fin encontré la casa. Quedé impresionado con el jardín; era, sin exagerar, unas diez veces más grande que el de la casa de mi madre. El padre era un tipo de pelo gris y mirada severa. Trabajaba en la misma empresa que Claudia. Sentí que estudiaba en silencio cada uno de mis movimientos y comentarios. Solo habló para informarnos sobre la calidad de la botella de vino que se disponía a descorchar. El vino estaba bueno, me ayudó a sobrevivir. El almuerzo fue servido por la nana, vestida de uniforme negro con ribetes blancos y una toca cubriendo su cabeza. Claudia se esforzó para que todo fluyera, pero su madre se empeñaba en escudriñar en mi pasado. “¿A qué colegio fuiste? Ah, no lo ubico. ¿Y la universidad? ¿Y en qué trabajan estos niños con los que compartes la casa? ¿Dónde vive tu mamá? Ah, dicen que Ñuñoa ha mejorado mucho desde que llegó Sabat. ¿Conoces a la Sarita Gutiérrez, que es tan dije?”. Y yo respondía, esforzándome por hacerlo bien, mientras me concentraba en no hacer ruido al comer.

La micro se demoró solo diez minutos en llegar a Antonio Varas. Como era habitual, el familiar rumor de los gritos se escuchaba desde la calle. El portón eléctrico del pasaje estaba malo, bastaba con empujarlo. Mi casa era la segunda a la izquierda. Podía distinguirse fácilmente porque el pasto del pequeño antejardín tenía unos cincuenta centímetros de alto. El olor a carne asada consiguió animarme, era una buena forma de evasión. Estaban en el patio: minúsculo callejón donde apenas llegaba el sol, pero bastaba para poner una parrilla, una pequeña mesa y algunas sillas. El rostro de Roberto se veía anaranjado por el reflejo del fuego. Había estudiado arquitectura y llevaba poco más de un año trabajando en el Ministerio de la Vivienda, además de otros trabajos que hacía por su cuenta, pero en el fondo su profesión era la de parrillero. El asado lo hacía él y nadie más que él (quien se atreviera a cortar un pedazo de carne sin su autorización arriesgaba su integridad física). Los demás podían opinar, ayudar, acompañar, pero nunca decidir. Butifarras, costillar, prietas y lomo vetado, que seguramente había sido un aporte suyo. En ese orden; sin arroz, ensalada o nada que se le pareciera. Carne cortada en pedacitos junto a las brasas.

Con una piscola en la mano, me senté en una silla de plástico, entre Tísico y Carlos. Mi sensación era la de quien, después de un mal día, se sienta a comer junto a su familia y se sumerge en una conversación banal para dejarlo atrás. Me saqué el gorro de lana porque ya no sentía frío. Hablaban del Mundial. Argentina le había ganado por seis a cero a Serbia. Tísico creía que tenían equipo para ser campeones: arriba estaban Riquelme, Crespo y Tévez (no Saviola, que al final no era desequilibrante), además de Messi, que era un niño, pero si llegaba a explotar los dejaría a todos asombrados. Carlos decía que Argentina siempre tenía equipo para ganar el Mundial, pero nunca lo ganaba (salvo robando, o con Maradona). Yo escuchaba y seguía bebiendo piscolas cada vez más fuertes. A Roberto le gustaba Holanda y tenía una especial fascinación por Van Nistelrooy.

Roberto repartía el lomo cortado en pedacitos sobre una tabla de madera que tenía unos pequeños surcos donde se acumulaba el jugo de la carne. En la parrilla, Roberto era imbatible, y por eso tenía derecho a hacer lo que quisiera. Tísico también comió, a pesar de tenerlo prohibido: a los veintisiete años ya se las había arreglado para tener un ataque de gota (no habían factores congénitos, solo mérito individual). Creía que cuidarse significaba cambiar la piscola por cerveza, pero seguía comiendo carne y le echaba la culpa a Roberto en caso de que le diera un nuevo ataque. Me tomé cuatro piscolas más y después nos fumamos un pito. Más que la descarga efímera de la eyaculación, necesitaba una anestesia cerebral.

Cerca de las cuatro de la mañana, Roberto se fue a su casa y Tísico se fue a la cama (cuando le daba mucho sueño era capaz de quedarse dormido sentado, en medio de una conversación, así que a la primera pestañeada partía a acostarse). Quedábamos solo Carlos y yo desparramados en las sillas. Sobre la mesa, también de plástico, estaba la tabla con algunos restos de carne ya fría. Seguíamos comiendo por inercia. Carlos no fumaba marihuana, pero después de haberse tomado sus diez piscolas de costumbre, estaba borracho. El día siguiente era sábado y tenía que trabajar. Pero su trabajo era redactar un reportaje y podía hacerlo desde su cama. Además, necesitaba solo cinco horas de sueño, cosa que siempre le envidié.

Nos servimos otra piscola.

–¿Estabas donde la Claudia?

–Sí, estuve con ella un rato.

–Ah, va bien encaminada la cosa, entonces.

–Igual me gusta, lo paso bien con ella. Quiero que sea algo relajado, pero creo que ella se está empezando a enganchar –comencé a sentirme mal. No tenía que ver con la borrachera; era la anestesia, que no estaba funcionando.

–Eso es típico, pasa cuando las minas se acercan a los treinta. Se enganchan en muy poco tiempo. Acuérdate del reloj biológico.

–Tiene veintiséis, huevón.

–Bueno, pero eso no quita que la mina igual te gusta. Y creo que eso de que ella está más enganchada que tú se debe a tu aversión al compromiso más que a otra cosa.

–La verdad, no tengo idea a qué se debe, pero la consecuencia es la misma.

–Tómatelo con calma, entonces, pero igual tu relación con la Claudia es lo más serio que has tenido desde la Francisca –Carlos se detuvo un instante para encender un cigarrillo, cosa que solo hacía cuando estaba muy borracho–. Igual estoy nervioso por el partido del domingo con la Católica –dijo al fin, aprovechando la pausa para cambiar de tema.

–El recuerdo de la final que nos ganaron por penales el año pasado no me tiene muy tranquilo que digamos.

–Tenemos que llegar temprano al estadio, porque va a ir harta gente.

–No creo que vaya –le dije, bajando la voz.

–Pero, huevón, hemos ido a casi todos los partidos de este campeonato de mierda y se te ocurre faltar a los más importantes –la voz de Carlos comenzó a escucharse un poco más lejos. Volví a tener frío.

–No me siento capaz de volver al estadio.

Yo no soy de esos borrachos a los que el alcohol les suelta la lengua, sino más bien al contrario, si algo me pasa cuando bebo es que me pongo más ensimismado. Pero las piscolas no tuvieron nada que ver, sino que simplemente me di cuenta de que necesitaba contárselo a alguien y que ese alguien tenía que ser Carlos. Ya me había ayudado una vez a empezar de nuevo y podría volver a hacerlo. Le conté todo: el descubrimiento en el ático, los relatos, la conversación con mi madre, su revelación y forzado ofrecimiento, mis divagaciones y preliminares suposiciones. Solo decía “qué fuerte, es que no puede ser”, con la lengua igual de traposa que la mía. Se me habían acabado las palabras y Carlos contemplaba los hielos en su vaso vacío.

–Has estado rarísimo toda la semana, con cara de enfermo, pero sin estarlo. Pensé que había pasado algo con la Claudia, pero veo que no tiene nada que ver –Carlos hablaba de una manera particular, con un tono de constante sube y baja. Pero cuando conversaba de algo íntimo, su voz se volvía más plana, casi monótona.

–No dejo de pensar en mi viejo, de mirar hacia atrás y encontrarme con momentos como el partido del 94, del que habla en su relato. Nunca lo sentí tan cerca, abrazados gritando el gol de Salas, pero ahora me doy cuenta de que en ese minuto había un abismo entre los dos.

–Puta, debe ser súper difícil tener que reinterpretar todos esos momentos.

–Es verdad, esto también me ha hecho ver mi vida como una permanente contradicción –le dije, echándome el último hielo a la boca–. Ese día mi viejo estaba viendo fantasmas por todos lados, y yo saltaba, cantaba y reía, incluso lo hueveaba porque se quedaba ahí sentado, mirando el suelo.

–Pero creo que hay algo que se te está olvidando –dijo Carlos, echando un poco de pisco en su vaso–. Tu viejo vibraba con la U, quizás nunca vibró con otra cosa tanto como lo hizo con la U. El grito de ese gol de Salas tuvo que haber sido una catarsis tremenda para él, tal vez más grande que para cualquier otro hincha de los que estaban en el estadio. Y tú estabas ahí con él, abrazándolo, compartiendo ese momento, dándole todavía más sentido. Eso es lo importante, huevón.

–Puede ser. Pero lo que más me angustia, además de darme cuenta del infierno que vivió, es que siento que no conocí a mi viejo. Pensé que mi vieja me iba a ayudar, pero no sabía nada. Y mi cabeza no me deja en paz, fantaseando con horrendas imágenes suyas. No voy a estar tranquilo hasta que sepa qué le pasó.

–Y que no se te olvide lo del otro tipo, Reinoso.

–Claro, también Reinoso. No puedo seguir así.

–Estoy seguro de que encontrarás tus respuestas. Vas a ver que no es tan difícil como crees –Carlos volvía a subir el tono–. En este país uno hurguetea un poco y la mierda sale a flote con facilidad. Solo hay que apretar las teclas adecuadas.

–Muchas gracias, huevón. Necesitaba hablar con alguien, te juro que lo necesitaba –le dije, mientras me paraba de la silla y le daba un abrazo largo y apretado (en el abrazo, hay que reconocerlo, sí tuvieron que ver las piscolas).

La luz oscura

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