Читать книгу Alamas muertas - Nikolai Gogol - Страница 10
ОглавлениеCAPÍTULO 2
Hacía ya más de una semana que el forastero vivía en la ciudad, andando de aquí para allá por reuniones y comidas y pasando de esta forma, como suele decirse, unos ratos muy agradables. Finalmente, decidió llevar sus visitas más allá de la ciudad e ir a ver a los terratenientes Manilov y Sobakievich, tal como les había prometido. Quizá le impulsara a esto otra razón más importante, un asunto más serio, más cercano al corazón... Ahora bien, el lector irá conociendo todo esto poco a poco y a su tiempo, tan sólo si tiene la paciencia de leer el relato que aquí se presenta: muy largo y que tendrá, después de ensancharse y ampliarse a medida que se acerque hacia el final, un asunto que lo corone.
Por la mañana temprano, se le dio a Sielifan, el cochero, la orden de enganchar los caballos a la brichka que ya conocemos. A Pietruska se le mandó que se quedara en casa y vigilara la habitación y la maleta. No estará de más, para el lector, conocer a los dos siervos de nuestro héroe. Aunque, ciertamente, ellos no son unos personajes tan importantes sino que más bien son de esos que se llaman de «segunda fila» o incluso «de tercera»; aunque los principales desarrollos y resortes del poema no se sostienen sobre ellos y sólo en algunos lugares se refieren a ellos y los tocan ligeramente..., el autor ama extraordinariamente ser detallado en todo y, partiendo de ahí, pese a ser ruso, quiere ser cuidadoso como un alemán. Esto, por otra parte, no ocupará ni mucho tiempo ni mucho espacio porque no hace falta añadir cosas que el lector ya sabe, es decir, que Pietruska iba con una levita un poco ancha, de color castaño, que había pertenecido al señor y tenía, según la costumbre de la gente de su condición, una nariz y unos labios gruesos. Su carácter era más taciturno que locuaz; tenía incluso un noble impulso hacia la cultura, es decir, hacia la lectura de libros cuyo contenido no fuera complicado: a él le daba completamente igual un héroe de aventuras que un héroe amoroso, o tan sólo un silabario o un libro de oraciones..., los leía todos con igual atención; si le dieran uno de química, tampoco renunciaría a él. A él, le gustaba no aquello sobre lo que leía sino más bien la lectura misma o, por decirlo mejor, el proceso mismo de la lectura, el que de las letras salga siempre alguna palabra que a veces el diablo sabrá lo que quiere decir. Esta lectura tenía lugar sobre todo en postura yacente, en el recibidor, sobre la cama y sobre el jergón que, por esta razón, se había quedado apisonado y delgado como una galleta. Al margen de la afición a la lectura, tenía dos aficiones más que conformaban otros tantos rasgos de su carácter: dormir sin quitarse la ropa, así exactamente, con la misma levita, y llevar siempre consigo cierta atmósfera peculiar, su propio olor, que sugería un tanto la sensación de un cuarto habitado, de tal suerte que le bastaba con colocar en cualquier lugar su cama, incluso en una habitación que hubiera estado vacía hasta entonces, y llevar allí su capote y sus bártulos y ya parecía que en esa habitación vivía gente desde hacía diez años. A Chichikov, que era un hombre muy escrupuloso e incluso en determinados casos estaba lleno de manías, como le diera aquella atmósfera en la nariz fresca, por la mañana, fruncía el ceño y sacudía la cabeza, sentenciando: «Tú, hermano, el diablo te lleve, ¿Estás sudando, o qué? Ya podías ir al baño». A lo que Pietruska no contestaba nada y se ponía allí mismo a ocuparse aplicadamente con cualquier cosa; o se acercaba con el cepillo al frac del señor que estaba colgado o sencillamente ponía algo en orden. ¿Qué pensaba cuando callaba? Quizá dijese para sí: «Y tú, sin embargo, eres muy bueno, ¿no te fastidia repetir cuarenta veces lo mismo?» –Dios sabe lo difícil que es saber lo que piensa un siervo doméstico cuando el señor le echa un sermón. Así que esto es lo que se puede decir en principio sobre Pietruska.
El cochero Sielifan era un hombre completamente distinto... ahora bien, el autor se avergüenza mucho de entretener tanto a los lectores con la gente de clase baja, sabiendo por experiencia de qué mala gana suelen trabar ellos relaciones con las capas bajas. Así es el ruso: siente una fuerte pasión por conocer a cualquiera que fuera de otra categoría más alta, superior a la suya, y la amistad superficial con un conde o con un príncipe para él es mejor que cualquier relación estrecha de amistad. El autor teme incluso por su héroe, que sólo es un consejero colegiado. Los funcionarios palatinos, quizá lo conozcan, pero los que se han formado ya para la categoría de general, ésos, sabrá Dios, puede que hasta exhiban una de esas miradas despectivas que un hombre lanza con soberbia a todos los que no se humillan a sus pies o, lo que es aún peor, quizá muestren una mortal indiferencia hacia el autor. Pero por tristes que sean tanto una cosa como la otra, habremos de volver, no obstante, a nuestro héroe.
De este modo, habiendo dado las órdenes necesarias la noche anterior; habiéndose despertado muy temprano por la mañana; habiéndose lavado, enjugándose de los pies a la cabeza con una esponja mojada, lo que hacía sólo los domingos –y aquel día resultaba ser domingo–; habiéndose afeitado de tal forma que las mejillas se le habían vuelto un auténtico raso en lo que se refiere a lisura y tersura; habiéndose puesto el frac de color vaccinieo con chispas y, después, el capote con grandes pieles de oso, bajó por la escalera, agarrado de la mano, ya por un lado ya por el otro, por el criado de la posada, y se sentó en la brichka. La brichka partió con gran estruendo cruzando el portón de la posada hacia la calle. Un pope que pasaba se quitó el sombrero; algunos muchachos con camisas sucias estiraron las manos, diciendo: «¡Señor, déle algo a un huérfano!» El cochero, dándose cuenta de que uno de ellos era muy aficionado a ponerse en la parte trasera del carruaje, le pegó con el látigo y la brichka siguió dando saltos por el empedrado. No sin alegría, percibió a lo lejos un mojón a rayas que indicaba que el pavimento, como cualquier otro suplicio, pronto se terminaría; y después de golpearse aún varias veces y, con bastante fuerza, en la cabeza con la carrocería, Chichikov avanzó finalmente por tierra blanda.
Apenas ha acabado de dejar la ciudad, y ya podemos describir, según nuestra costumbre, lo que se abre a ambos lados del camino: promontorios, abetales, débiles tronquitos bajos de pinos jóvenes, viejos troncos quemados por el fuego, brezo salvaje y tonterías por el estilo. Fueron sorprendidos por aldeas alargadas tiradas a cordel, con edificaciones parecidas a leña vieja bien apilada, cubiertas por tejados grises, decoradas con adornos de madera labrados por debajo de ellos en forma de toallas colgadas con dibujos bordados. Algunos campesinos, por lo general, bostezaban, sentados en bancos frente a las curvas, embutidos en sus tulupas de piel de oveja. Las mujeres, de caras rellenas y pechos ceñidos miraban desde las ventanas superiores; desde las inferiores, miraba un becerro o asomaba el morro ciego de un cerdo. En una palabra, las vistas resultaban familiares. Habiendo recorrido quince verstas, recordó que aquí, según Manilov, debía de estar su aldea, pero también la decimosexta versta pasó de largo y la aldea seguía sin verse y de no haber sido por dos campesinos que salieron al encuentro es poco probable que hubiesen dado con ella. A la pregunta sobre si estaba lejos la aldea de Samanilov[1], los campesinos se quitaron los sombreros y uno de ellos, el que era más listo y que tenía la barba en punta, respondió:
—¿No será tal vez «la de Manilov» y no «la de Samanilov»?
—Pues sí, «la de Manilov».
—¡«La de Manilov»! Pues si vas para allá una versta más, allí la tienes, o sea, allí recto hacia la derecha.
—¿A la derecha? –respondió el cochero.
—A la derecha –dijo el campesino–. Ése es el camino que tendrás que coger para «la de Manilov»; pero de «la de Samanilov», nada. Ésa se llama así, es decir, su nombre es «la de Manilov», pero aquí no hay ninguna «de Samanilov». Allí de frente, sobre la montaña ves una casa, de piedra, de dos pisos, es la casa del señor, en la que está él, es decir, en la que vive propiamente el señor. Ahí es donde tienes «la de Manilov», pero «de Samanilov» aquí no hay ninguna ni la ha habido.
Marcharon a buscar «la de Manilov». Pasaron dos verstas, encontraron una curva a un camino vecinal, pero habían hecho ya dos, tres, cuatro verstas y la casa de piedra de dos pisos aún no aparecía a la vista. Entonces a Chichikov le vino a la memoria que si un amigo te invita a una aldea a quince verstas, eso quiere decir que a ella habrá treinta seguro.
La aldea de Manilov podía atraer a algunos por su emplazamiento. La casa señorial estaba sola en un lugar despejado y elevado, es decir, en un promontorio abierto a todos los vientos que quisieran ponerse a soplar; la falda de la montaña en la que se encontraba estaba cubierta de césped recortado. En ella, había dispersos dos o tres parterres de flores de gusto inglés, con arbustos de lilas y acacias amarillas; con pequeños bosquecillos de cinco o seis abedules en algunos sitios que elevaban sus copas ralas de hojas minúsculas. Debajo de dos de ellos, había una pérgola con una cúpula verde lisa, con columnas azules de madera y con un letrero: «Templo de la meditación en soledad»; más abajo, había un estanque, cubierto de verdín que, por cierto, no resulta insólito en los jardines ingleses de los terratenientes rusos. A los pies del promontorio, y en parte en la propia pendiente, negreaban a lo largo y a lo ancho unas isbas grises de madera cuyo número, no se sabe por qué razones, en ese preciso instante se puso a calcu-lar nuestro héroe, contando más de doscientas. En ningún lugar de entre ellas, había crecido un árbol ni nada verde. Por doquier se veían sólo troncos. Vivificaban la vista dos mujeres que se habían recogido los vestidos de un modo pintoresco, metiéndose todo alrededor la parte inferior del faldón entre el cinto y la ropa, y que andaban por un estanque con el agua hasta las rodillas llevando, tras dos rígidos palos, una red rastrera totalmente desgarrada, en la que se veían dos cangrejos enredados y brillaba un gobio que había caído en ella. Según parecía, las mujeres estaban en mitad de una disputa y había algo por lo que se enzarzaban. A cierta distancia, a un lado, se oscurecía el bosque de pinos con un color azul monótono. Hasta el propio tiempo se adecuaba al paisaje: el día no era ni claro ni oscuro sino de cierto color gris pálido que aparece sólo en las raídas guerreras de los viejos soldados de guarnición de este ejército, pacífico aunque un poco borracho los domingos. Para completar el cuadro no faltaba un gallo precursor del cambio de tiempo que, a pesar de tener la cabeza hundida hasta el propio tuétano por los picos de los otros gallos, por culpa de ciertos trabajos de galanteo, gritaba muy fuerte e incluso batía las alas raídas como linos viejos.
Al acercarse al patio, Chichikov observó en el porche al propio amo que estaba de pie con una levita verde de lana, con la mano pegada a la frente sobre los ojos a modo de visera, para mirar mejor al coche que llegaba. A medida que la brichka se acercaba al porche, sus ojos se ponían más contentos y la sonrisa se extendía más y más.
—¡Pavel Ivanovich! –gritó él finalmente cuando Chichikov salió de la brichka–. Por fin se acuerda usted de nosotros.
Ambos amigos se besaron con mucha fuerza y Manilov condujo a su invitado a la habitación. Aunque fue muy breve el tiempo que tardaron en pasar el zaguán, el recibidor y el comedor, trataremos de ver si nos da tiempo de alguna forma a aprovecharlo y decir algo sobre el señor de la casa. No obstante, aquí el autor debe reconocer que una empresa semejante es muy difícil. Resulta mucho más fácil representar los caracteres de grandes dimensiones; en ellos, basta con lanzar los colores al lienzo a dos manos: negros ojos ardientes, cejas pobladas, frente cortada y arrugada, el capote negro o rojo como el fuego, caído por encima del hombro... y el retrato está listo. Ahora bien, lo que pasa es que así son todos los señores, que son muchos en el mundo y se parecen mucho entre sí. Eso sí, si miras con cuidado verás multitud de las más imperceptibles particularidades... estos señores son terriblemente difíciles de retratar. Aquí tendrás que redoblar fuertemente la atención hasta que hagas aparecer ante ti todos sus rasgos sutiles y casi inapreciables y, en general, habrá que hacer más penetrante aún la mirada ya aguzada en la ciencia de la indagación.
¿No haría falta un Dios para decir cuál era el carácter de Manilov? Hay un tipo de gente a la que se conoce como gente así así, ni fu ni fa, ni en la ciudad Bogdan ni en la aldea Sielifan, según el dicho. Quizás haya que sumar a éstos también a Manilov. En apariencia, era un hombre importante; los rasgos de su cara no estaban desprovistos de encanto, pero, a este encanto, parecía que se le había echado demasiado azúcar; en sus maneras y giros había algo de servicial, algo de simpatía y de cercanía. Se reía de manera seductora, era rubio y de ojos azules. En el primer momento de la conversación con él, no se puede dejar de decir: «¡Qué hombre tan agradable y tan bueno!» En el momento siguiente no dices nada, pero en un tercer momento dirás: «¡El diablo sabrá lo que es éste!» –Y te vas lejos de allí; si no te vas, empiezas a sentir un aburrimiento de muerte. De él, no esperas ninguna palabra vivaz o siquiera arrogante, de las que puedes escuchar casi a cualquiera si tocas un tema que lo contraría.
Todo el mundo tiene sus pasiones: para uno la pasión se enfoca a los galgos; otro cree ser un tremendo amante de la música y siente sobremanera todos los matices profundos que hay en ella; un tercero es un maestro en comer sin recato; un cuarto, en interpretar un papel siquiera cinco centímetros por encima de aquel que se le había concedido; un quinto, más limitado, duerme y sueña que da una vuelta por el paseo con un oficial del séquito del zar, para hacer ostentación con sus amigos, conocidos e incluso con los que no conoce; un sexto, ya dotado de tal mano que siente el deseo sobrenatural de doblar una punta a cualquier as o al dos de picas, mientras que la mano del séptimo se levanta para poner orden en algún sitio y se acerca toda seria al maestro de postas o a los cocheros; en una palabra, cualquiera tiene la suya propia, pero Manilov, ni una sola. En casa, hablaba muy poco y la mayor parte del tiempo reflexionaba y pensaba pero, de nuevo, sería tal vez Dios el único que conociese aquello a lo que daba vueltas.
Ni que decir tiene que él se dedicaba a su hacienda, aunque casi nunca iba al campo; la explotación funcionaba en cierto modo por sí sola. Cuando el capataz decía: «Estaría bien, señor, hacer esto y lo otro». —«Sí. No estaría mal», –respondía él normalmente, fumando en una pipa que se había acostumbrado a fumar cuando aún pertenecía al ejército, donde se le consideraba un oficial de lo más honesto, delicado y culto. «Sí, exactamente, no estaría mal», repetía él. Cuando llegaba a él un campesino y, rascándose la nuca con la mano, decía: «Señor, permítame ausentarme del trabajo, he de ganar dinero para los impuestos», —«Ve», –decía él fumando la pipa y ni siquiera se le pasaba por la cabeza que el campesino fuese a emborracharse–. A veces, mirando desde el porche al patio y al estanque, hablaba sobre lo bueno que sería si, de repente, se construyese un paso subterráneo y sobre el estanque se levantase un puente de piedra a cuyos lados hubiera tiendas en las que se pusieran mercaderes y vendieran todas las pequeñas cosas que necesitaban los campesinos. Con esto, sus ojos se volvían extraordinariamente apacibles y su rostro adquiría su expresión más satisfecha; por lo demás, todos estos proyectos acababan sólo en palabras. En su despacho, había siempre un libro con la cinta puesta en la página catorce, que él leía de continuo desde hacía ya dos años. En su casa, siempre faltaba algo: en el salón había unos muebles preciosos tapizados con un elegante material de seda que probablemente sería muy caro; pero no le llegó para tapizar dos butacas y las butacas quedaron forradas tan sólo con una arpillera; por cierto, el amo en los años sucesivos advertiría en cada ocasión a sus invitados con estas palabras: «No se sienten en estas butacas, aún no están preparadas». En una habitación, no había ni muebles, aunque en los primeros días tras el matrimonio había dicho: «Querida mía, mañana hay que hacer las gestiones para amueblar esta habitación, aunque sea de forma provisional». Al anochecer, se ponía en la mesa un candelabro muy elegante de bronce oscuro con las tres Gracias de la Antigüedad, con un elegante escudo nacarado y junto a él cierta palmatoria inválida de cobre, sencilla, coja y vencida hacia un lado, toda llena de sebo, aunque de ello no se percataban ni el señor ni la señora ni los criados.
Su mujer... por cierto, ellos estaban plenamente satisfechos el uno con el otro. Sin tener en cuenta que hubieran pasado más de ocho años desde que se casaron, cada uno seguía trayéndole al otro un pedacito de manzana o un caramelito o una nuez y le decía con una voz conmovedoramente tierna que expresaba un perfecto amor: «Abre, querida mía, tu boquita, que te voy a poner en ella este pedacito». Se entiende que la boquita se abría con ese fin, de forma muy graciosa. Para el día del cumpleaños se preparaban sorpresas: cualquier funda de cuentas de cristal para palillos de dientes. Y muy a menudo, sentándose en el diván, de repente, sin saber en absoluto por qué, uno dejando su pipa, y la otra, su labor, si resultaba que en aquel momento la tenía en las manos, se besaban el uno al otro con tanta languidez y durante tanto tiempo que, mientras, tranquilamente podría uno fumarse un puro pequeño. En una palabra, eran lo que se dice felices.
Se podría observar no obstante que en casa hay muchas otras ocupaciones aparte de los besos continuados y las sorpresas y son muchas las preguntas que podrían hacerse. Por ejemplo, ¿por qué se cocinaba de un modo tan sin sentido e inútil en la cocina? ¿Por qué estaba tan vacía la despensa? ¿Por qué era tan ladrona el ama de llaves? ¿Por qué eran tan cochinos y tan borrachos los sirvientes? ¿Por qué toda la servidumbre dormía de forma implacable y el resto del tiempo se lo pasaba de juerga? Claro que todos estos temas eran bajos y la Manilova era de buena educación. Ahora bien, una buena educación, como se sabe, se obtiene en los pensionados. Y en los pensionados, como se sabe, son tres los temas principales que componen la base de las virtudes humanas: la lengua francesa, imprescindible para la dicha de la vida familiar; el piano, para ofrecer momentos agradables al esposo; y, finalmente, la parte de economía doméstica: tejer capazos y otras sorpresas. Por otro lado, hay diversos perfeccionamientos y variaciones en los métodos, sobre todo en la actualidad. Ello depende en buena medida del buen juicio y de las capacidades de las propias dueñas del pensionado. En otros pensionados, de esta forma, ocurre que hay primero piano, después francés y luego ya la parte de economía doméstica. Pero, a veces, ocurre también que, en primer lugar, está la economía doméstica, es decir, el tejer sorpresas, después la lengua francesa y luego ya, el piano. Los métodos son, por tanto, diversos. No estaría de más hacer si cabe la observación de que la Manilova... pero, lo confieso, hablar sobre damas me da mucho miedo, y aparte es hora ya de que vuelva a nuestros héroes, que estaban ya hace unos minutos ante las puertas del salón, rogándose mutuamente pasar adelante.
—Hágame el favor, no se tome tantas molestias conmigo, yo pasaré después –decía Chichikov.
—No, Pavel Ivanovich, no, usted es el invitado –decía Manilov, señalándole la puerta con la mano.
—No se moleste, por favor, no se moleste. Por favor, pase –decía Chichikov.
—No, perdone, no consentiré que pase detrás un invitado tan agradable y tan cultivado.
—¿Por qué cultivado...? Por favor, pase.
—Pues sí, pase usted.
—Pero, ¿por qué?
—¡Pues por eso! –dijo con una agradable sonrisa Manilov.
Finalmente, ambos amigos entraron en la puerta de lado y se apretaron un poco el uno al otro.
—Permítame que le presente a mi mujer –dijo Manilov–. ¡Querida! ¡Pavel Ivanovich!
Chichikov se encontró con una dama a la que no recordaba en absoluto de cuando se había saludado en las puertas con los Manilov. Estaba de buen ver y bien vestida. Le sentaba bien la bata de seda de color pálido; su mano pequeña y delgada echó algo a la mesa apresuradamente y estrujo un pañuelo de batista con los ángulos bordados. Ella se levantó del diván en el que estaba sentada; Chichikov, no sin placer, se acercó a su manita; la Manilova dijo, incluso tartamudeando un poco, que les hacía muy felices con su venida y que no pasaba un día sin que su marido se acordase de él.
—Sí –añadió Manilov–, en efecto, lo que pasaba es que ella me preguntaba siempre: «¿Es que no va a venir tu amigo?» —«Espera, querida, ya vendrá». Y aquí está usted finalmente, honrándonos con su visita. De verdad, nos ha provocado tanto gozo... un día de mayo... cumpleaños del corazón...
Chichikov, sintiendo que la cosa había llegado hasta el cumpleaños del corazón, hasta se turbó un poco y respondió modestamente que ni tenía un nombre célebre ni siquiera un rango importante.
—Usted lo tiene todo –le interrumpió Manilov con la misma sonrisa agradable–, lo tiene todo e incluso más.
—¿Qué le ha parecido nuestra ciudad? –añadió la Manilova–. ¿Ha pasado usted allí una temporada agradable?
—Es una ciudad muy buena, una ciudad maravillosa –respondió Chichikov–, y el tiempo ha transcurrido de forma muy agradable: la gente allí es muy afable.
—¿Y cómo ha encontrado usted a nuestro gobernador? –preguntó la Manilova.
—¿No es verdad que es un hombre respetabilísimo y amabilísimo? –añadió Manilov.
—Completamente cierto –dijo Chichikov–, es un hombre respetabilísimo. ¡Y cómo lleva su cargo! ¡Cómo lo entiende! ¡Qué bueno sería que hubiera un poco más de gente como él!
—¡Y cómo recibe a cualquiera! ¿Verdad? ¡Y qué pulcritud en sus actos! –añadió Manilov con una sonrisa y casi cerró los ojos de delectación, como un gato al que le hacen cosquillas ligeramente con el dedo detrás de las orejas.
—Es un hombre muy cortés y agradable –prosiguió Chichikov–, ¡y menuda habilidad! Ni siquiera podía suponerlo. ¡Qué bien borda dibujitos caseros! Me enseñó la bolsa de sus labores: hay pocas damas que borden con tanta maestría.
—Y el vicegobernador, ¡qué hombre más atento! ¿No es cierto? –dijo Manilov, entornando de nuevo un poco los ojos
—Un hombre muy pero que muy digno –respondió Chichikov.
—Pero, un momento, ¿qué le ha parecido el jefe de policía? ¿No es cierto que es un hombre de lo más agradable?
—¡Extraordinariamente agradable! ¡Y qué hombre tan inteligente y tan erudito! Estuvimos en su casa jugando al whist junto con el procurador y el presidente de la Cámara hasta que ya habían cantado los últimos gallos; es un hombre muy pero que muy digno.
—Pero, ¿cuál es su opinión sobre la mujer del jefe de policía? –añadió la Manilova–. ¿No es acaso una mujer amabilísima?
—¡Oh! Es una de las mujeres más agradables que conozco –respondió Chichikov. Luego, no se olvidaron del presidente de la Cámara, del jefe de correos y, de este modo, pasaron revista a casi todos los funcionarios de la ciudad, que resultaban ser gente de lo más agradable.
—¿Pasan ustedes todo el tiempo en la aldea? –inquirió finalmente Chichikov cuando le tocó el turno.
—Sí, pasamos la mayor parte del tiempo en la aldea –respondió Manilov–. Por lo demás, a veces, vamos a la ciudad pero tan sólo para encontrarnos con gente cultivada. Ya sabe usted que uno se embrutece si vive todo el tiempo incomunicado.
—Cierto, cierto –dijo Chichikov.
—Por supuesto –siguió Manilov–, otra cosa sería si la vecindad fuera mejor; si, por ejemplo, hubiera una persona con la que de algún modo pudiera hablarse sobre la cortesía, sobre las buenas maneras, o bien poner la atención en cualquier ciencia de ésas, para que de esta manera se despertara el alma; si hubiera, por así decirlo, alguien así... –en este punto, él aún quería expresar algo, pero dándose cuenta de que estaba divagando un tanto, tan sólo hizo un gesto en el aire con la mano y prosiguió–: Entonces, definitivamente, la aldea y la soledad tendrían mucho más encanto. Pero no hay nadie en absoluto... Sólo de vez en cuando lees el Syn Otiechiestva[2].
Chichikov estaba completamente de acuerdo con esto y agregó que no hay cosa más agradable que vivir en soledad, gozando de la contemplación de la naturaleza y leer de vez en cuando algún libro...
—Pero ya sabe usted –añadió Manilov– que si no hay un amigo con el que se puedan compartir las cosas...
—¡Oh, eso es cierto; totalmente cierto! –le interrumpió Chichikov–. ¡Qué son entonces todos los tesoros que hay en el mundo! «No tengas dinero, ten buena gente con la que tratar», dijo un sabio.
—¡Usted sí que sabe, Pavel Ivanovich! –dijo Manilov, mostrando en su cara una expresión no sólo dulce sino incluso empalagosa, parecida a aquella mixtura con la que un astuto doctor de la alta sociedad endulzaba sin piedad, imaginando que con ella causaría la alegría del paciente–. Entonces, sientes algo de, en cierto modo, gozo espiritual... Como, por ejemplo, ahora, cuando una casualidad me ha dado la dicha, se puede decir ejemplar, de hablar con usted y de deleitarme con su agradable conversación...
—¡Por favor! ¿Qué agradable conversación?... Un hombre insignificante y nada más –respondió Chichikov.
—¡Oh! Pavel Ivanovich, permítame ser sincero: ¡con gusto daría la mitad de toda mi fortuna por tener una parte de las cualidades que usted tiene!...
—Al contrario, soy yo por mi parte quien apreciaría como la mayor...
No se sabe hasta dónde habría llegado la efusión mutua de sentimientos de ambos amigos si el criado que entraba no hubiera añadido que la comida estaba lista.
—Le ruego del modo más humilde –dijo Manilov–. Perdone usted si no tenemos una comida como en las grandes mansiones y en las capitales; nosotros tan sólo tenemos, según la costumbre rusa, sopa de coles, pero se la ofrecemos de todo corazón. Le ruego del modo más humilde...
Aún tuvieron una discusión durante un rato sobre quién había de entrar primero y finalmente fue Chichikov quien entró de lado en el comedor.
En el comedor había ya dos muchachos, los hijos de Manilov, que estaban en esos años en los que los niños ya se sientan a la mesa pero aún en sillas altas. Junto a ellos, se hallaba el preceptor, que saludó cortésmente y con una sonrisa. La señora se sentó detrás de su taza de sopa; al invitado lo sentaron entre el señor y la señora; el criado anudó una servilleta en el cuello de los niños.
—¡Qué niños tan lindos! –dijo Chichikov, mirándolos–. ¿Qué años tienen?
—El mayor, ocho y el pequeño ayer mismo cumplió seis –dijo la Manilova.
—¡Temístoclius! –dijo Manilov, volviéndose hacia el mayor, que se esforzaba por liberar su papada, atada por el lacayo con la servilleta.
Chichikov enarcó un poco la ceja al oír un nombre que, en parte, era griego pero al que, no se sabe por qué, Manilov había dado la terminación en «ius»; ahora bien, se esforzó de inmediato por volver a poner en su cara una expresión de normalidad.
—Temístoclius, dime, ¿cuál es la mejor ciudad que hay en Francia?
Aquí el preceptor prestó toda su atención a Temístoclius y parecía como si quisiera saltarle a los ojos; finalmente se tranquilizó y asintió con la cabeza cuando Temístoclius dijo: «París».
—Y aquí, ¿cuál es la ciudad principal? –preguntó de nuevo Manilov.
El preceptor prestó otra vez atención:
—San Petersburgo –respondió Temístoclius.
—¿Y cuál más?
—Moscú –respondió Temístoclius.
—¡Es un niño listo, querido mío! –dijo Chichikov ante esto–. Dígame, sin embargo... –siguió él, volviéndose aquí con cierta expresión de admiración hacia Manilov–. ¡A esos años y ya tales conocimientos! Debo decirle que este niño tendrá grandes virtudes.
—Oh, usted todavía no lo conoce –respondió Manilov–, tiene un ingenio extraordinario. El pequeño, Alcides, no es tan despierto, pero si se encuentra con algo, un bichejo o un escarabajo, de repente, se le salen los ojillos de sus órbitas. Corre tras él y en seguida le presta atención. Yo lo tengo destinado para la carrera diplomática. Temístoclius –prosiguió, dirigiéndose otra vez hacia él–, ¿quieres ser embajador?
—Sí que quiero –respondió Temístoclius, masticando pan y meneando la cabeza a derecha e izquierda[3].
En aquel momento, el lacayo que estaba detrás, le secó la nariz al embajador y fue muy oportuno pues, de otro modo, se habría disuelto en la sopa una virtuosa gota que no pertenecía a la misma. En la mesa, empezó un diálogo sobre los placeres de la vida tranquila, interrumpido por las observaciones de la señora sobre el teatro de la ciudad y sobre los actores. El preceptor miraba con mucha atención a los que hablaban y cuando se daba cuenta de que iban a sonreír, en ese preciso instante, abría la boca y se reía con aplicación. Probablemente era un hombre agradecido y quería pagar con esto al señor por su buen trato. Por otra parte, en cierta ocasión, su cara adquirió un aspecto duro y comenzó a golpear en la mesa con severidad, dirigiendo los ojos a los niños, que se sentaban frente a él. Esto ocurrió muy a tiempo porque Temístoclius había mordido a Alcides en la oreja, y Alcides, cerrando los ojos y abriendo la boca, estaba listo para romper en sollozos del modo más lastimero, pero al sentir que por esto podía quedarse sin un plato, puso la boca de otra forma y comenzó a roer, entre lágrimas, un hueso de carnero; así, sus dos carrillos empezaron a brillar con la grasa. La señora se dirigía a menudo a Chichikov diciéndole: «No come usted nada. Ha picado usted bien poco». A esto, Chichikov respondía cada vez: «Se lo agradezco humildemente, estoy muy lleno, la conversación agradable es mejor que ningún plato».
Se levantaron de la mesa. Manilov estaba extraordinariamente satisfecho y poniendo la mano en la espalda de su invitado, se preparaba de este modo para conducirle al salón, cuando, de repente, el invitado anunció de forma muy grave que quería hablar sobre un asunto de suma importancia.
—En tal caso, permítame proponerle entrar en mi despacho –dijo Manilov y se lo llevó a una pequeña habitación cuya ventana daba a un bosque que se había tornado azul–. Éste es mi rincón –dijo Manilov.
—Es una habitación muy agradable –dijo Chichikov dirigiendo sus ojos a la ventana.
La habitación no dejaba de tener su encanto: paredes pintadas de un azul celeste como tirando a grisáceo, cuatro sillas, un sillón, una mesa en la que estaba el librito con la cinta en su sitio, al que ya tuvimos ocasión de mencionar, algunos papeles escritos pero, por encima de todo, tabaco. El tabaco lo había en formas diversas: en bolsas de papel, en tabaquera y, por fin, sencillamente amontonado sobre la mesa. En ambas ventanas, también había montones de ceniza de pipa acumulada, puestos no sin esfuerzo en bellas filitas. Saltaba a la vista que esto, a veces, le llevaba mucho tiempo al señor de la casa.
—Permítame proponerle que se siente en estos sillones –dijo Manilov–. Aquí estará un poco más cómodo.
—Permítame que me siente en la silla.
—Permítame que no se lo permita –dijo Manilov con una sonrisa–. Este sillón lo tengo asignado a los invitados: les parezca bien o no, han de sentarse en él.
Chichikov se sentó.
—Permítame que le invite a una pipa.
—No, no fumo –respondió Chichikov dulcemente y como con pena.
—¿Por qué? –preguntó Manilov también dulcemente y como con pena.
—No he cogido el vicio, me temo; dicen que la pipa mata lentamente.
—Permítame señalarle que se trata de un prejuicio. Hasta pienso que fumar en pipa es mucho más sano que esnifar tabaco. En nuestro regimiento, había un teniente, un tipo de lo más extraordinario e instruido, que no se sacaba jamás la pipa de la boca, no sólo en la mesa sino ni siquiera, permítaseme decir, en ninguna otra parte. Ahora tiene más de cuarenta años, pero, gracias a Dios, hasta el momento está tan sano que no lo puede estar más.
Chichikov señaló que a veces ocurre tal cual y que, en la naturaleza, se encuentran muchas cosas inexplicables, incluso para una gran mente.
—Pero permítame antes que le haga un ruego... –siguió diciendo él con una voz en la que resonó una expresión extraña o casi extraña, a continuación de la cual, no se sabe por qué volvió la vista hacia atrás. Manilov, tampoco se sabe por qué, miró hacia atrás–. ¿Cuánto hace que pasó la revisión del censo?
—Pues hace ya mucho; o mejor dicho, ni me acuerdo.
—¿Cuántos campesinos se le han muerto desde entonces?
—No puedo saberlo; eso habría que preguntárselo al administrador. ¡Eh, hombre! Llama al administrador, hoy ha de estar por aquí.
Apareció el administrador. Era un hombre de menos de cuarenta años con la barba afeitada, que iba con levita y que en apariencia llevaba una vida muy sosegada pues su cara era gorda y rolliza; la piel de color amarillo y los ojos pequeños mostraban que conocía bastante bien los edredones y los colchones de pluma. Al instante, se podía ver que ejecutaba su actividad tal como lo hacían todos los administradores de un señor: primero había estado en casa sencillamente como un aprendiz que sabe leer y escribir, luego se había casado con alguna Agaska, ama de llaves, favorita de la señora y se había hecho él mismo amo de llaves, y luego administrador. Pero una vez que llegó a administrador, actuó, se entiende, como todos los administradores: tenía tratos y compadreos con los más ricos de la aldea, aumentaba las cargas de los más pobres, se despertaba a las nueve de la mañana, aguardaba al samovar y bebía té.
—¡Escucha, querido! ¿Cuántos campesinos se nos han muerto desde la última inspección?
—¿Que cuántos? Desde entonces, han muerto muchos –dijo el administrador y, con ello, hipó, cubriéndose la boca un tanto con la mano, como si fuera un escudo.
—Sí, lo reconozco, yo también lo pensaba –acompañó Manilov– justamente. ¡Son muchísimos los que han muerto! –aquí se volvió hacia Chichikov y aún añadió–: Exactamente, muchísimos.
—¿Y qué cifra, por ejemplo? –preguntó Chichikov.
—¿Sí, qué cifra? –acompañó Manilov.
—Pues, ¿cómo decir una cifra? No se sabe cuántos han muerto, nadie lo ha calculado.
—Sí, precisamente –dijo Manilov volviéndose hacia Chichikov–, yo también suponía que la mortandad había sido grande; completamente desconocido, cuántos han muerto.
—Por favor, recuéntelos bien de nuevo –dijo Chichikov– y haga un registro detallado de todos por nombres.
—Sí, de todos por nombres –dijo Manilov.
El administrador dijo: «¡A sus órdenes!» –y se fue.
—¿Y por qué razón le hace falta a usted eso? –le preguntó Manilov cuando el administrador se había ido.
Al parecer, esta pregunta le puso al invitado en un aprieto, en su cara asomó cierta expresión forzada, de la que hasta llegó a ruborizarse... la tensión de expresar algo que no obedecía del todo a las palabras. En efecto, finalmente, Manilov escuchó unas cosas tan extrañas y tan poco comunes como jamás hubieran escuchado oídos humanos.
—Usted ha preguntado ¿por qué razones? Las razones son éstas: yo querría comprar campesinos... –dijo Chichikov, dejó la frase a la mitad y no la acabó.
—Pero permítame preguntarle –dijo Manilov–, ¿cómo quiere usted comprar los campesinos: con la tierra o simplemente llevárselos con usted, es decir, sin tierra?
—No, yo no me refiero en absoluto a los campesinos –dijo Chichikov–, yo lo que deseo es tener los muertos...
—¿Cómo? Perdone... es que estoy un poco sordo, creo haber oído una palabra muy extraña...
—Tengo pensado comprar los muertos que figuren como vivos en la inspección –dijo Chichikov.
En este punto, a Manilov se le cayó al suelo el chibuquí con la pipa y se quedó con la boca abierta los instantes que siguieron. Los dos amigos que habían estado razonando sobre los placeres de la vida en amistad se quedaron inmóviles con la mirada fija el uno en el otro, como en aquellos cuadros que en la antigüedad se colgaban uno frente a otro a ambos lados de un espejo. Finalmente, Manilov levantó la pipa con el chibuquí y miró desde abajo a la cara del otro, intentando descubrir no está claro si una risa burlona en sus labios o si acaso estaba bromeando; pero nada estaba claro, al contrario, la cara parecía incluso más seria de lo habitual; después pensó si el invitado no habría perdido el juicio de algún modo, de forma inopinada, y lo miró fijamente y con temor; pero los ojos del invitado estaban del todo despejados, no había en ellos el fuego salvaje y desasosegado que corre en los ojos del hombre demente; todo estaba como es debido y en orden. No imaginaba Manilov cómo ser con él ni qué hacer con él, ni podía imaginar ninguna otra cosa, cuando le salió de la boca, en un fino chorro de aire, el humo que le había quedado dentro.
—Desearía, pues, saber si puede usted entregarme, cederme (o como usted lo crea más conveniente) a aquellos que no están vivos para la actividad sino, en cierto modo, vivos de forma legal.
Pero Manilov se ofuscó y se desconcertó de tal modo que tan sólo le miraba.
—Me da la sensación de que usted está un poco turbado... –observó Chichikov.
—¿Yo...? No, qué va –dijo Manilov–, pero no puedo entender... perdone... definitivamente no he podido recibir una formación tan brillante como la que, por así decirlo, se ve en todos sus movimientos... me falta el elevado arte de expresarme... Quizás aquí... en ésta, en la explicación dada por usted ahora... haya otra oculta... ¿Tal vez deseara usted expresarse así para embellecer el estilo?
—No –señaló Chichikov–, no, yo entiendo la cosa tal cual es; es decir, se trata de aquellas almas que efectivamente han muerto.
—Manilov se desconcertó del todo. Sentía que necesitaba hacer algo, plantear una pregunta, pero el diablo sabría qué pregunta. Concluyó por fin dejando salir de nuevo el humo, sólo que ya no por la boca sino por los agujeros de la nariz.
—Pues, si no hay obstáculos, entonces con ayuda de Dios se podrá proceder a la redacción del acta notarial de compra –dijo Chichikov.
—¿Cómo? ¿A la compra de almas muertas?
—¡Ah, no! –dijo Chichikov–. Nosotros pondremos que están vivas, tal como aparece en efecto en el informe de la inspección. Tengo por costumbre no transgredir ninguna de las leyes civiles, aunque a causa de ello haya tenido mucho que aguantar en mi cargo, pues, perdóneme: el deber es para mí algo sagrado, y la ley... yo enmudezco ante la ley.
Las últimas palabras le gustaron a Manilov, pero de ningún modo penetró no obstante en el sentido del propio asunto y, en lugar de una respuesta, se puso a aspirar su chibuquí con tanta fuerza que empezó a hacer un ruido ronco, como un fagot. Parecía como si quisiera extraer de él un juicio sobre aquella circunstancia inaudita; pero el chibuquí se limitó a hacer el ruido ronco, nada más.
—¿Tiene usted quizás alguna duda?
—¡Por favor, de ningún modo! No digo que tenga ninguna, es decir, ninguna puntualización crítica sobre usted. Pero permítame decirle si no será esto una empresa o para expresarlo... o por así decirlo aún mejor, un negocio... ¿no será acaso un negocio incompatible con los decretos civiles y con las perspectivas futuras de Rusia?
Aquí Manilov, moviendo la cabeza, miró muy expresivamente a la cara de Chichikov, mostrando en todos los rasgos de su rostro y en sus apretados labios una expresión tan profunda como quizá no se hubiera visto en un rostro humano, a no ser en algún ministro de gran inteligencia y en el momento de tratar un asunto de suma complicación.
Pero Chichikov dijo tan sólo que semejante empresa, o negocio, no dejaba de corresponder de ningún modo a los decretos civiles ni a las perspectivas de Rusia; y, no obstante, al momento, añadió que el fisco hasta sacaría provecho, pues recibiría la tasa legal.
—¿Así lo cree usted...?
—Yo creo que será bueno.
—¡Hombre! Si es bueno, es otro asunto: yo no tengo nada en contra –dijo Manilov y se tranquilizó por completo.
—Ahora hay que acordar el precio.
—¿Cómo el precio? –dijo de nuevo Manilov y se detuvo–. ¿Es posible que crea usted que cogeré dinero por unas almas que, en cierto sentido, han acabado su existencia? Si usted tiene semejante, por decirlo de algún modo, deseo fantástico, por mi parte se los cedo a usted desinteresadamente y el acta notarial de compra correrá por cuenta mía.
Sería un gran reproche a hacerle al historiador de los acontecimientos presentados si no aprovechara para decir que el deleite dominó al invitado después de estas palabras pronunciadas por Manilov. Por muy serio y juicioso que fuera, poco le faltó para dar hasta un pequeño salto de esos que suele dar el macho cabrío, que, como se sabe, sólo se dan en algunos arrebatos de alegría. Tanta fue la fuerza con la que se revolvió en el sillón que reventó la cubierta de lana que forraba el cojín; el propio Manilov lo miró con cierta confusión. Impulsado por la gratitud, refirió de inmediato tantos agradecimientos que aquél se desconcertó y se ruborizó por completo, hizo con la cabeza un gesto de negación y al final ya expresó que aquello, en esencia, no era nada, que él, precisamente, querría demostrar de algún modo la pasión del corazón, el magnetismo del alma, pero que lo de las almas muertas, de algún modo, era una completa tontería.
—No es ninguna tontería –dijo Chichikov, estrechándole la mano. Aquí dejó escapar un suspiro muy profundo. Parecía como si hubiera sido afinado para las efusiones del corazón; no sin sentimiento y expresividad, dijo finalmente–: ¡Si usted supiera qué servicio ha prestado, con esta aparente tontería, a un hombre sin parientes ni familia! Y es que –la verdad–, ¿qué no habré sufrido yo? Como una barca en medio de violentas olas[4]... ¿Qué persecuciones, qué acosos no habré sufrido? ¿Qué pena no habré experimentado? y, ¿por qué? ¡Por haber defendido la verdad, por haber tenido la conciencia limpia, por dar la mano a la viuda desvalida y al desdichado huérfano!... –aquí hasta se secó con un pañuelo una lágrima que le caía.
Manilov estaba totalmente enternecido. Ambos amigos se apretaron la mano largo rato y largo rato se miraron a los ojos en silencio; en ellos, eran evidentes las lágrimas que les asomaban a los ojos. Manilov no quería de ningún modo soltar la mano de nuestro héroe y siguió apretándola con tanta vehemencia que aquél ya no sabía cómo liberarla. Finalmente, habiéndola retirado poco a poco, dijo que no estaría mal ejecutar el acta notarial de compra cuanto antes, y que estaría bien si él mismo se pasase por la ciudad. Después cogió el sombrero y le dio las gracias con una inclinación.
—¿Cómo? ¿Ya quiere usted marcharse? –dijo Manilov, despertándose de repente y casi asustándose.
En ese instante, entró en el despacho la Manilova.
—Lisanka –dijo Manilov con el semblante un poco triste–, ¡Pavel Ivanovich nos deja!
—Eso es porque lo hemos aburrido a Pavel Ivanovich –respondió la Manilova.
—¡Señora! ¡Aquí! –dijo Chichikov– ¡Éste es el lugar! –en eso, puso la mano en el corazón– ¡Sí, aquí está el agrado del rato pasado con ustedes! Y créanme que no habría para mí una dicha mayor que vivir con ustedes, si no en la misma casa, sí, al menos, en la vecindad más próxima.
—¡Ah, sabe, Pavel Ivanovich –dijo Manilov, al que le había gustado mucho esa idea–, qué bueno sería en efecto vivir tan cerca, bajo un mismo techo, filosofar sobre algo, enfrascarnos, bajo la sombra de un olmo...!
—¡Oh, ésa sería una vida paradisíaca! –dijo Chichikov suspirando–. ¡Adiós, señora! –siguió él, acercándose a la manita de la Manilova–. ¡Adiós, mi más honorable amigo! ¡No se olvide de mi petición!
—¡Oh, téngalo por seguro! –respondió Manilov–. No estaré lejos de usted más de dos días.
Todos pasaron al comedor.
—¡Adiós, lindos angelitos! –dijo Chichikov al ver a Alcides y a Temístoclius, que se entretenían con un húsar de madera, que ya no tenía ni brazos ni nariz–. Adiós, niños míos. Perdónenme que no les traje un regalo, porque reconozco que ni siquiera sabía que ustedes estuvieran en este mundo, pero ahora cuando vuelva se lo traeré sin falta. A ti, te traeré un sable; ¿quieres un sable?
—Sí que quiero –respondió Temístoclius.
—Y a ti un tambor; ¿no es cierto que a ti un tambor? –siguió él, agachándose hacia Alcides.
—Un pampor –respondió Alcides cuchicheando y bajando la cabeza.
—Bien, te traeré un tambor. Un tambor tan excelente que no parará de hacer: turrr... ru... tra-ta-ta, ta-ta-ta...
—¡Adiós, querido! ¡Adiós! –en este punto, lo besó en la cabeza y se volvió hacia Manilov y su esposa con una risita como la que se suele usar con los padres, dándoles a entender la inocencia de los deseos de sus hijos.
—¡De verdad, quédese, Pavel Ivanovich! –dijo Manilov cuando ya todos habían salido al porche–. ¡Fíjese, qué nubarrones!
—No son más que unas nubecillas –respondió Chichikov.
—¿Conoce usted el camino a la casa de Sobakievich?
—Sobre eso quiero preguntarle.
—Permítame, hablaré ahora mismo con su cochero –en esto, Manilov, con la misma cortesía, habló del tema con el cochero y hasta le trató una vez de «usted».
El cochero, tras oír que había que pasar dos curvas y desviarse en la tercera, dijo: «Lo haremos sin problemas, Su Excelencia» –y Chichikov se marchó acompañado largo rato por los saludos y el agitar de pañuelos de los señores, puestos de puntillas.
Manilov estuvo largo rato en el porche, acompañando con los ojos a la brichka que se alejaba, y aún se quedó, fumando en pipa, cuando ésta ya había desaparecido por completo de la vista. Finalmente, entró en la habitación, se sentó en una silla y se puso a pensar, alegrándose de corazón de haberle ofrecido a su invitado su pequeño placer particular. Después, sus pensamientos saltaron sin darse cuenta a otros temas y, por último, se fueron sabrá Dios adónde. Reflexionó sobre la suerte de la vida en amistad, sobre qué bello sería vivir con el otro a la orilla de un río; luego, atravesando el río, empezaría a construirse un puente, luego una enorme casa con un mirador tan alto que desde él podría verse hasta Moscú, y allí beberían té por la tarde al aire libre y razonarían sobre los temas más agradables; después, que, junto con Chichikov, llegaban en buenos coches a cierta reunión social, en la que encandilaban a todos con su agradable trato y que el emperador, que conocía la amistad de ellos, les visitaba con sus generales; luego, para terminar, sabrá Dios sobre qué... pero aún había algo que no podía entender en modo alguno. El extraño ruego de Chichikov interrumpió de repente todas sus ensoñaciones. Este pensamiento, de algún modo, no acababa de hervir del todo en su cabeza: por más vueltas que le daba, no podía explicárselo de ningún modo, y estuvo sentado todo el tiempo, fumando en pipa todo el rato que siguió hasta la misma cena.
[1] Juego que le sirve al autor para acentuar la relación de Manilov con el verbo манить (manit = atraer, tentar, seducir, encantar), pues Chichikov construye el apellido a partir del derivado заманить (samanit), que resulta semejante en cuanto a significado [N. del T.].
[2] Syn Otiechiestva (El hijo de la patria) revista rusa de la primera mitad del siglo XIX, de contenido literario y político y de sesgo conservador [N. del T.].
[3] Al parecer, los primeros borradores de la obra denominaban a los hijos de Manilov como Alcibíades y Menelaus. En todo caso, tanto ésos, como los definitivos y descacharrantes Alcides y Temístoclius, al no pertenecer al santoral ortodoxo, difícilmente habrían sido aceptados por la Iglesia rusa (véase Karlinsky, 1976, p. 231) [N. del T.].
[4] Según Susanne Fusso (véase 1993, p. 75), con esta explicación que Chichikov repetirá con frecuencia al hablar de sí mismo, parece que el personaje está rindiendo un homenaje (no exento de ironía) a la retórica del poeta, amigo de Gogol, V. A. Sukovskii, quien en su himno a la Providencia «El nadador» («Пловец», 1811) dice:
Вихрем бедствия гонимый
Без кормила и весла,
В океан неисходимый
Буря челн мой занесла.
Acosada por un torbellino de catástrofes,
Sin timón ni remos,
A un océano sin salida
Ha llevado mi barca una tormenta.
[N. del T.]