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CAPÍTULO 1

A la puerta de una posada de la capital de provincias NN, ha llegado una brichka de ballestas, pequeña y bastante bonita; una de esas en las que suelen ir los solteros: tenientes coroneles retirados, oficiales del zar y terratenientes de esos que cuentan con cerca de mil almas de campesinos... en una palabra, todos aquellos a los que se conoce como «señores de medio pelo». En la brichka, iba sentado un señor, no muy guapo pero sin mala pinta, ni demasiado gordo ni demasiado flaco. No podía decirse que fuese viejo, aunque tampoco que fuese demasiado joven. Su entrada no produjo en la ciudad ningún tipo de escándalo ni vino acompañada por nada en particular; tan sólo hicieron algunos comentarios un par de campesinos rusos que se hallaban a la puerta de la taberna que estaba frente a la posada; comentarios relacionados, por otro lado, más con el carruaje que con el que iba sentado en él. «¡Mira –le dijo el uno al otro–, fíjate qué rueda! ¿Tú qué crees? ¿Si se diera el caso, llegaría esa rueda a Moscú o no llegaría?» —«Sí que llegaría» –contestó el otro. «Pero a Kazán, yo creo que no llegaba, ¿no?» —«No, a Kazán no llegaba» –respondió el otro. Con esto, se acabó la conversación[1]. Entonces, cuando la brichka llegó a la posada, se encontró con un joven de pantalones blancos a rayas, muy estrechos y cortos, con un frac con el que pretendía ir a la moda, bajo el que se percibía con claridad una pechera prendida con un alfiler de Tula en forma de pistola de bronce. El joven se dio la vuelta hacia atrás, miró al carruaje, se sujetó con una mano la gorra, que casi se le vuela del viento, y siguió su camino.

Cuando el carruaje entró en el patio, salió al encuentro del señor un criado de la posada (o mejor un «mozo», que es como les llaman en las posadas rusas), hasta tal punto vivaz e inquieto que resultaba casi imposible distinguir cómo era su cara. Éste se lanzó al exterior a toda prisa, con una servilleta en la mano, larguirucho y con una levita larga de demikoton que le iba desde la espalda hasta casi la nuca; se sacudió los cabellos y condujo a toda prisa al señor hacia arriba, por toda la galería de madera, para mostrarle la habitación que Dios le había concedido. La habitación era como todas las de su estilo, pues la posada era también como todas las de su estilo, es decir, ni más ni menos como son las posadas en las ciudades de provincias donde, por dos rublos al día, las gentes de paso consiguen un cuarto tranquilo con cucarachas, que aparecen como ciruelas pasas por todos los rincones y con una puerta, siempre bloqueada por una cómoda, que da al aposento de al lado, en el que se halla instalado el vecino, un hombre silencioso y tranquilo pero extraordinariamente fisgón, al que le interesa saber todos los detalles del viajero. La fachada exterior de la posada respondía a su interior: era muy alargada y tenía dos pisos. El inferior no estaba dado de yeso y quedaba con ladrillitos de un color rojo oscuro que si bien se habían oscurecido aún más a causa de los penosos cambios de tiempo, de por sí estaban ya bastante sucios. El superior se había pintado en primavera del sempiterno color amarillo; abajo había unos puestos con colleras, cuerdas y gruesas limas. En la esquina de estos puestos, o mejor, en la ventana, se alojaba un vendedor de sbitien con su samovar de roja hidromiel y con una cara tan roja como el samovar, de forma que, desde lejos, se habría podido pensar que en la ventana había dos samovares, de no haber sido porque uno de los samovares tenía una barba negra como el azabache.

Mientras el señor que acababa de llegar inspeccionaba su habitación, le metieron sus efectos: ante todo, la maleta de piel blanca, un poco gastada, que mostraba que no era la primera vez que estaba en ruta. Metieron la maleta entre el cochero Sielifan, hombre bajito con una tulupa corta, y el lacayo Pietruska, un joven de treinta años, con una amplia levita usada que estaba claro que había pertenecido al señor; éste era un muchacho, en apariencia, un tanto rudo, de labios y nariz de grandes proporciones. Tras la maleta, trajeron un cofrecito no muy grande de caoba, forrado con piezas de abedul de Karelia, hormas para las botas y, envuelta en un papel azul, una gallina asada. Una vez metieron todo esto, Sielifan el cochero se dirigió a las caballerizas a remolonear junto a los caballos y el lacayo Pietruska empezó a instalarse en el pequeño vestíbulo, un tugurio oscurísimo, al que ya se había dado prisa en llevar a rastras su capote y, junto con él, algo de su propio olor, que ya se había transmitido a la bolsa en la que estaban los diferentes efectos del lacayo. En este tugurio, ajustó a la pared la estrecha cama de tres patas y la cubrió con algo pequeño parecido a un jergón, sin vida y vulgar, como una hojuela, y quizá también manchado de grasa como la hojuela que logró agenciarse en la casa del propietario de la posada.

Mientras los sirvientes iban acabando a trancas y barrancas, el señor se dirigió a la sala común. Cualquier viajero sabe perfectamente cómo son estas salas comunes: las mismas paredes pintadas con pintura al óleo, oscurecidas en la parte alta a causa del humo del tabaco y bruñidas por la parte de abajo por las espaldas de los viajeros y aún más por las de los hombres de negocios del lugar, pues los comerciantes en los días de mercado llegaban hasta aquí de seis en seis o de siete en siete a beber el famoso «par de tazas de té». Igual de ennegrecido estaba el techo; igual de tiznada, la araña, de la que colgaban gran cantidad de cristalitos, que entrechocaban y tintineaban cada vez que el criado corría por el raído linóleo, agitando con viveza la bandeja en la que había posadas la misma gran cantidad de tazas de té que pájaros a la orilla del mar. Los mismos cuadros por toda la pared, pintados al óleo... en una palabra, todo igual que en todas partes. Las únicas diferencias eran que en un cuadro había representada una ninfa con unos pechos tan enormes como el lector, probablemente, no haya visto nunca. Por otro lado, un portento semejante de la naturaleza se dará no obstante en algunos cuadros históricos, traídos hasta nosotros, a Rusia, no se sabe en qué época, de dónde, ni por quién; a veces, hasta por nuestros magnates, amantes del arte, que los compraron en Italia, aconsejados por los ordenanzas que los llevaban.

El señor se quitó la gorra y desenrolló de su cuello la bufanda de lana con los colores del arco iris, de esas que la mujer le hace a mano a su esposo para que le abrigue, mientras le da las instrucciones convenientes. Al soltero... probablemente no podré decir quién se las hace, ¡sabrá Dios!; yo nunca llevé una bufanda así. Una vez desenrollada la bufanda, el señor ordenó que le pusieran la comida. Entonces, le sirvieron algunos de los manjares habituales en las posadas, a saber: sopa de col con empanadillas hojaldradas, reservadas expresamente para los viajeros durante varias semanas, sesos con guisantes, salchichas con berza, pollo asado, pepino picante y la eterna empanadilla hojaldrada dulce, siempre lista para lo que le manden. Mientras le servían todo esto, bien recalentado, bien sencillamente frío, le obligaba al criado, o al sirviente, a contarle cualquier tontería... quién llevaba antes la posada y quién la lleva ahora, y si le renta mucho, o si su dueño es un miserable; a lo que el sirviente, por lo general, respondía: «Oh, señor, es un ratero tremendo». Igual que en la Europa culta, en la Rusia culta, hay ahora gran cantidad de gente respetable que no puede comer en una posada sin hablar con su criado y, a veces, incluso sin burlarse chuscamente de él. Por otro lado, el forastero no sólo hacía preguntas frívolas: con una extraordinaria exhaustividad, preguntaba quién era el gobernador de la ciudad; quién el presidente de la Cámara; quién el procurador... en una palabra, no dejaba pasar ni a un solo funcionario de importancia. Pero aún con mayor exhaustividad, si no ya con sumo interés, preguntaba por todos los terratenientes importantes: quién tiene almas de campesinos y cuántas son, a qué distancia vive de la ciudad, incluso qué carácter tiene y con qué frecuencia viene a la ciudad. Preguntaba con atención sobre el estado de la comarca: si había enfermedades en la provincia, y cuáles... epidemias, fiebres mortales del tipo que fuesen, viruelas y similares y todo con un detalle y una precisión tal que demostraba algo más que una simple curiosidad. En sus modales, el señor tenía algo grave y se sonaba haciendo un ruido terrible. No se sabe cómo lo hacía pero su nariz sonaba como una trompeta. Esta cualidad, en apariencia del todo inocente, le hizo adquirir no obstante una gran consideración de parte del criado de la posada, de forma que cada vez que escuchaba este sonido se sacudía los cabellos, se enderezaba en un ademán de mayor respeto e, inclinando su cabeza, pregun­taba: «¿Le hace falta algo?».

Tras la comida, el señor tomó una tacita de café y se sentó en el diván, colocándose tras la espalda una almohada de las que, en las posadas rusas, en lugar de con muelle lana, se rellenan con algo que se parece extraordinariamente al ladrillo y al adoquín. En este punto, empezó a bostezar y ordenó que lo acompañasen a su habitación, donde se acostó y durmió un par de horas. Cuando hubo descansado, escribió en un trozo de papel a petición del criado de la posada su rango, nombre y apellido para darle a la policía el aviso de adónde iba. En el papelito, el sirviente, bajando de la escalera, leyó sílaba a sílaba lo siguiente: «Consejero colegiado[2] Pavel Ivanovich Chichikov[3], terrateniente, por asuntos propios».

Mientras el criado analizaba todavía por sílabas la nota, el propio Pavel Ivanovich Chichikov se fue a dar una vuelta por la ciudad, con la que, como parecía, estaba satisfecho, pues consideraba que de ningún modo era inferior a las otras ciudades de provincias: con fuerza, penetraba en los ojos el color amarillo de las casas de piedra y, con aire modesto, el gris se ofrecía oscuro en las de madera. Las casas eran de uno, de uno y medio y de dos pisos, con los sempiternos cuartos abuhardillados, muy bonitos en opinión de los arquitectos de la provincia. En algunos lugares, estas casas parecían perdidas en medio de calles, anchas como el campo, e interminables cercas de madera. En otros lugares, parecían amontonarse y era allí donde saltaba a la vista un mayor movimiento y animación de la gente. Aparecían letreros casi borrados por la lluvia, con bollos y botas o, a veces, con unos pantalones azules pintados y la firma de algún sastre arsavo; en otro lugar, había una tienda con gorras, con furaskas y con una firma: «Vasilii Fiodorov, Extranjero»; o veía pintado un billar con dos jugadores en fracs de esos que, entre nosotros, se ponen en los teatros los invitados que entran en escena en el último acto. Los jugadores estaban representados con los tacos algo inclinados, con los brazos un poco hacia atrás y las piernas torcidas como si acabaran de hacer un salto en el aire. Por debajo de todos éstos, aparecía escrito: «He aquí el establecimiento». En algunos sitios, simplemente en la calle, había mesas con nueces, jabón y melindres que se parecían al jabón; en otros, un bodegón con un grueso pescado pintado y clavado en él un tenedor. Más que ninguna otra cosa, se apreciaban las ennegrecidas águilas bicéfalas del Estado, que ahora ya estaban reemplazadas por un lacónico letrero: «Casa de bebidas». El pavimento era mediocre por todas partes.

También echó un vistazo al jardín municipal, con finos árboles que habían arraigado de mala manera, con soportes en forma de triángulo en la parte de abajo, bellamente pintados con óleo verde. Por otro lado, aunque estos árboles jóvenes no eran más altos que una caña, al describir la iluminación, se decía de ellos en los periódicos que «nuestra ciudad se había engalanado, gracias al cuidado puesto por las autoridades, con un jardín compuesto por frondosos árboles que dan gran sombra y frescor cuando el día está tórrido», y que con él «era muy enternecedor ver cómo los corazones de los ciudadanos palpitaban del enorme agradecimiento y cómo corrían arroyos de lágrimas en signo de reconocimiento hacia el señor alcalde».

Una vez se hubo informado con detalle por medio de un guardia de cuál era el camino más corto para ir a la catedral, a las oficinas del Estado o adonde el gobernador, dirigió la mirada hacia el río que fluía por el medio de la ciudad; por el camino, arrancó un anuncio clavado a un poste que podría leer como es debido una vez hubiera llegado a casa, miró fijamente a una dama de aspecto agradable que pasaba por la acera de madera, tras de la cual iba un niño vestido con una librea militar con un pequeño envoltorio en la mano y, de nuevo cuando hubo examinado de arriba abajo todo con sus ojos, como para, de ese modo, recordar bien la disposición del lugar, se dirigió a casa directamente, a su habitación, acompañado un poco en la escalera por el criado de la posada. Una vez que se atiborró de té, se sentó a la mesa, ordenó que le dieran una vela, sacó el anuncio del bolsillo, lo acercó a la vela y se puso a leer, entornando un poco el ojo derecho: se organizaba un drama del señor Kotzebue[4], en el que el papel de Rollas[5] lo interpretaba el ciudadano Popliovin; el de Kora[6], la señorita Siablova; los otros personajes eran menos famosos; sin embargo, los leyó todos, llegó incluso hasta el precio de la platea y se enteró de que el anuncio estaba impreso en la tipografía del gobierno de la provincia. Luego le dio la vuelta a ver si había algo pero, al no encontrar nada, se frotó los ojos, lo dobló cuidadosamente y lo puso en el cofrecito en el que solía guardar todo lo que caía en su mano. El día, al parecer, se terminaba con una ración de ternera fría, con medio litro de sopa de coles avinagrada y con un sueño profundo con todo su despliegue de bombas, como solía decirse en algunos lugares del vasto Estado ruso.

Todo el día siguiente lo empleó en hacer visitas; el forastero se dedicó a pasar por donde todos los altos funcionarios de la ciudad. Presentó sus respetos al gobernador, quien según parece, de forma semejante a Chichikov, no era de por sí ni gordo ni delgado, llevaba al cuello la condecoración de Santa Ana y contaban incluso que estaba propuesto para una estrella; por lo demás, era bastante bonachón e incluso él mismo, a veces, hacía bordados en tul. Más tarde, se dirigió a donde el vicegobernador; después, donde el procurador, donde el presidente de la Cámara, donde el jefe de policía, donde el otkupsik, donde el jefe de las fábricas del Estado... lástima que resulte un poco difícil recordar a todos los poderosos de este mundo; pero baste con decir que el forastero mostró una ocupación poco usual en lo que a visitas se refiere: apareció incluso a presentar sus respetos al inspector del consejo médico y al arquitecto municipal. Y después se sentó aún largo rato en la brichka, pensando en quién faltaba todavía por visitar, pero lo cierto es que en la ciudad no había ya más altos funcionarios.

En las conversaciones con aquellos señores, había sabido lisonjearlos a todos muy hábilmente. Al gobernador, le insinuó como de pasada que entrar en su provincia era como entrar en el paraíso, con caminos de terciopelo por todas partes, y que aquellos gobiernos que designan sabios dignatarios merecen una gran alabanza. Al jefe de policía le había dicho algo muy halagador sobre los guardias urbanos y en las conversaciones con el vicegobernador y con el presidente de la Cámara, que eran aún sólo consejeros de Estado[7], hasta dijo por error dos veces: «Su Excelencia», lo que a ellos les gustó mucho. Como consecuencia de esto, ocurrió que el gobernador le invitó a que le visitara aquel mismo día en una velada doméstica; también otros funcionarios, por sus respectivos lados, alguno a comer, alguno a jugar a las cartas, alguno a tomar una taza de té.

El forastero, según parecía, evitaba hablar demasiado; si hablaba, lo hacía sobre ciertos lugares comunes, con visible modestia y, en tales casos, su conversación tomaba giros librescos: que él era un gusano insignificante en este mundo y no era digno de que se preocupase mucho de él; que había sufrido mucho en la vida; que había sufrido por servir a la verdad; que tenía muchos enemigos que hasta habían atentado contra su vida, y que ahora, deseando sosegarse buscaba escoger por fin un lugar para su residencia y que, habiendo llegado a esta ciudad, había considerado un deber insoslayable testimoniar su homenaje al primero de sus dignatarios.

Eso es todo lo que supieron en la ciudad sobre este nuevo personaje que no se olvidó de exhibirse muy rápidamente en la velada del gobernador. Los preparativos para esta velada le llevaron más de dos horas y aquí el forastero puso una atención por el traje como nunca se había visto en ningún sitio. Tras una corta siesta, ordenó que le prepararan un baño y durante un tiempo extraordinariamente largo se frotó ambas mejillas con jabón, ahuecándolas desde dentro con la lengua. Luego, cogiendo la toalla del hombro del criado de la posada secó todas las partes de su cara, empezando por las orejas, resoplando antes dos veces en la cara misma del criado. A continuación, se puso la pechera ante el espejo, se arrancó de un pellizco dos pelillos que le habían salido en la nariz y, al instante, se encontró en un frac de un color vaccinieo con chispitas. Vestido de esta forma, comenzó a rodar en su propio coche por calles infinitamente anchas, alumbradas por la débil luz de pequeñas ventanas que había aquí y allá. Por lo demás, la casa del gobernador estaba tan iluminada como si se fuera a dar un baile en ella. La calesa con faros; ante el portal, dos gendarmes; a lo lejos, las voces de unos postillones... en una palabra, todo como debe ser. Cuando entró en la sala, Chichikov hubo de cerrar un poco los ojos porque el brillo de las bujías, las lámparas y los vestidos de las damas era terrible. Todo estaba inundado de luz. Los fracs negros centelleaban y revoloteaban, por separado y en grupos, por todas partes, como revolotean las moscas en torno al resplandeciente y blanco bloque de azúcar refinado en la época de calor del verano, en julio, cuando la vieja ama de llaves lo desmenuza y lo divide en pedazos centelleantes frente a la ventana abierta; los niños lo miran todo, reunidos en torno, acechando con curiosidad los movimientos de las ásperas manos de ella que elevan el martillo, y los aéreos escuadrones de las moscas, que se elevan con el ligero viento, vuelan con audacia, como los dueños absolutos y, valiéndose de lo cegata que es la vieja y de lo que el sol molesta sus ojos, cubren los exquisitos pedazos; en unos lugares, por separado; en otros, en grupos compactos. Saturadas por el rico verano que, aun sin ese viento, a cada paso les colocaba exquisitos platos, entraban volando no tanto por lo que había sino tan sólo para exhibirse, para ir y venir por el pedazo de azúcar, frotar una sobre otra las patitas de atrás o de delante o rascarse con ellas bajo las alitas o, estirando las dos patitas delanteras, frotarse con ellas la cabeza, darse la vuelta y, de pronto, salir volando para, al momento, volver a entrar volando con nuevos escuadrones machacones. No había tenido tiempo Chichikov de echar un vistazo cuando ya fue cogido por el brazo por el gobernador, que le presentó directamente a la gobernadora. El invitado forastero estuvo aquí a la altura de las circunstancias: dijo cierto cumplido muy conveniente para un hombre de mediana edad que no tiene un rango ni demasiado alto ni demasiado bajo. Cuando las parejas formadas de los que bailaban apretaron a todos contra la pared, él, poniéndose las manos atrás, las miró un par de minutos con mucha atención. Muchas damas iban bien vestidas y a la moda; otras, se habían vestido con lo que Dios había enviado a una ciudad provinciana como aquélla. Los hombres aquí, igual que en todas partes, eran de dos clases: unos, delgados, que se dedicaban a mariposear siempre cerca de las damas; algunos de éstos eran de un tipo que a duras penas podía diferenciarse de los petersburgueses y tenían también en mucha consideración las patillas y las llevaban peinadas con gusto o sencillamente arregladas; o bien llevaban el óvalo del rostro afeitado muy al ras; también se sentaban de cualquier modo junto a las damas, les hablaban en francés y les hacían reír, también como en San Petersburgo. Otro tipo de hombres lo formaban los gordos y aquellos que eran como Chichikov, es decir, que no es que estuvieran demasiado gordos pero que, sin embargo, no estaban delgados. Éstos, por el contrario, miraban de reojo y reculaban de las damas y miraban sólo a los lados a ver si el criado del gobernador preparaba la mesa verde para jugar al whist. Los rostros de éstos eran rellenos y redondos, en algunos hasta había verrugas, alguno tenía también las marcas de la viruela, en la cabeza no tenían ni pelo ni tupé ni bucles, ni a la manera «que el diablo me lleve», como dicen los franceses..., tenían el pelo o muy cortado o liso, pero los rasgos de la cara eran más redondeados y duros. Éstos eran los funcionarios honoríficos de la ciudad. ¡Ay! En este mundo, los gordos saben llevar sus asuntos mejor que los flacos. Los flacos sirven mejor para misiones especiales o tan sólo están y se mueven de acá para allá; su existencia resulta en cierto modo sencilla, ligera y del todo frágil. Los gordos, sin embargo, nunca se interesan por los asientos torcidos sino por los completamente rectos y de sentarse en un lugar, lo hacen firmemente y con fuerza, de suerte que aunque el lugar comience a crujir y se combe por debajo de ellos, no se caen. Éstos no aman el brillo exterior; sus fracs no están tan bien cortados como los de los flacos; en cambio, en los cofres tienen la felicidad divina. Al delgado, en tres años no le queda ni un alma sin meter en la casa de empeños; el gordo, pacientemente, mira... y ya ha aparecido en cualquier sitio al final de la ciudad una casa comprada a nombre de su mujer; después, en la otra punta, otra casa; más tarde, una aldeíta cerca de la ciudad; luego, también un pueblo con todos sus terrenos. Finalmente, el gordo, que servía a Dios y al soberano, habiéndose ganado el respeto general, abandonará el servicio, se trasladará y se convertirá en propietario, en glorioso barón ruso, hospitalario, y vivirá; y vivirá bien. Y después de él, de repente, los delgados herederos malgastarán, según la costumbre rusa, todos los bienes del padre a toda velocidad.

No hay que ocultar que eran casi estas mismas reflexiones las que ocupaban a Chichikov mientras examinaba aquella reunión y, a consecuencia de ello, resultó que él finalmente se sumó a los gordos, donde encontró casi todo caras conocidas: el procurador con cejas muy negras y espesas y con un pequeño tic en el ojo izquierdo como si dijera: «Vayamos, hermano, a otra habitación y allí te diré algo»..., un hombre, por otro lado, serio y taciturno; el jefe de correos, un hombre bajito, pero ingenioso y filosófico; el presidente de la Cámara, un hombre muy sensato y amable. Todos ellos le saludaron como si fuera un viejo conocido, a lo que Chichikov saludó un poco de través, por lo demás no sin encanto. Aquí conoció al muy cortés y cumplido propietario Manilov[8] y al, en apariencia, un tanto torpe Sobakievich[9], quien lo primero que hizo fue darle un pisotón, diciendo: «le ruego me perdone».

Al instante, le pusieron en la mano las cartas para jugar al whist, lo que él aceptó con un saludo igual de cortés. Se sentaron ante la mesa verde y ya no se levantaron hasta la cena. De inmediato, se interrumpieron por completo todas las conversaciones como suele pasar siempre que uno se entrega con ardor a una ocupación sensata. Aunque el jefe de correos era muy locuaz, también él, tomando las cartas en la mano, en seguida dio expresión en su cara a una fisonomía reflexiva, cubrió su labio inferior con el superior y mantuvo este gesto mientras duró la partida. Al sacar un triunfo, golpeaba la mesa con fuerza, con la mano, diciendo si era una reina: «¡Se fue, la vieja mujer del pope!», y si era un rey: «¡Se fue, el campesino de Tambov!» Y el presidente decía: «¡Y yo, a él, por los bigotes! ¡Y yo, a ella, por los bigotes!» A veces, con el golpe de las cartas en la mesa vomitaban expresiones: «¡Ah! ¡No hay de nada, así que de picas!» O sencillamente la expresión: «¡Corazones[10]! ¡Carcoma! ¡Pikienchiya!» o «¡Pikiendras! ¡Pichurusuj! ¡Pichura!» e incluso «¡Pichuk[11]!»... denominaciones con las que ellos rebautizaban a los palos de la baraja en sus reuniones. Cuando acababa el juego, discutían como se suele, en voz bastante alta. Nuestro invitado forastero también discutía pero, en cierto modo, con extraordinaria habilidad, de tal suerte que todos vieron que intervenía y además lo hacía de forma agradable. Nunca decía: «Váyase», sino: «Usted desearía marcharse», «Tuve el honor de cubrir su dos» y otras cosas parecidas. Para poner aún más de acuerdo en algo a sus adversarios, siempre les acercaba a todos su tabaquera de plata con esmalte, en el fondo de la cual se observaban dos violetas puestas allí para dar olor.

La atención del forastero la ocupaban sobre todo los terratenientes Manilov y Sobakievich, de los que ya hemos hablado antes. Se informó sobre ellos de inmediato, llamando un tanto aparte, al momento, al presidente y al jefe de correos. Algunas de las preguntas hechas por él dieron prueba no sólo de la curiosidad sino también de la precisión del invitado; pues, antes de nada, se informó de cuántas almas de campesinos tenía cada uno y en qué situación se encontraban sus propiedades y después ya se enteró de cuál era el nombre y el patronímico. En no mucho tiempo, se las arregló para cautivarles. El terrateniente Manilov, hombre aún no demasiado mayor que tenía unos ojos dulces como el azúcar que entrecerraba cada vez que se reía, estaba encantado con él. Le estrechó la mano durante mucho tiempo y le pidió de modo convincente que le hiciera el honor de venir a su aldea hasta la que, según sus palabras, había tan sólo quince verstas desde la ciudad. A esto, Chichikov, con una inclinación muy cortés de la cabeza y un sincero apretón de manos le respondió que no sólo estaba dispuesto a hacerlo con mucho gusto sino que lo consideraba un deber santísimo. Sobakievich dijo también algo lacónicamente: «Le pido que también a la mía»..., golpeando fuertemente con un pie en el que llevaba una bota de un número gigantesco para la que es poco probable que se pudiera encontrar en sitio alguno el pie correspondiente, sobre todo en el tiempo presente cuando en Rusia empiezan a caer en desuso los bogatyres.

Al día siguiente, Chichikov fue a comer y a pasar la tarde a casa del jefe de policía, donde desde las tres, tras la comida, se sentaron a jugar al whist y estuvieron hasta las dos de la madrugada. Allí, por cierto, se encontró con el terrateniente Nosdriov[12], un hombre de treinta años, muy vivaz, que después de tres palabras empezó a tutearle. Nosdriov también tuteaba al jefe de policía y al procurador y los trataba como a unos amigotes; pero cuando se sentaron a echar una partida de verdad, el jefe de policía y el procurador examinaban con extraordinaria atención sus bazas y estaban atentos a casi cada carta que él jugaba.

Otro día, Chichikov pasó la tarde donde el presidente de la Cámara, que recibía a sus invitados –y aquel día a dos damas– en bata, un poco manchada de grasa. Después estuvo una tarde en casa del vicegobernador; en una gran comida, en casa del otkupsik; en una pequeña comida, en casa del procurador, que por cierto valía por una grande; o en los entremeses, ofrecidos por el alcalde tras la misa, que también valieron por una comida. En una palabra, no se veía obligado a quedarse en casa ni una sola hora y a la posada llegaba sólo para caer dormido.

El forastero sabía, en buena medida, estar en su lugar y se mostraba a sí mismo como un hombre de experiencia y mundano. Girase la conversación sobre lo que girase, él siempre sabía mantenerla: si iba de la cría de caballos, él hablaba de la cría de caballos; si hablaban de buenos perros, aquí él ofrecía observaciones muy pertinentes; si se examinaba la investigación hecha por la oficina del fisco, él mostraba que tampoco le resultaban desconocidos los chanchullos judiciales; si era un razonamiento sobre el billar... tampoco en el billar fallaba un tiro; si hablaban sobre las virtudes, también sobre las virtudes reflexionaba él muy bien, hasta con lágrimas en los ojos; si sobre la elaboración del ponche, también conocía los beneficios del ponche; si sobre los guardias y funcionarios de aduanas, también opinaba como si él mismo fuera un guardia o un funcionario de aquéllos. Ahora bien, es de notar que sabía revestir a todo esto de mucha seriedad; sabía comportarse bien. No hablaba ni muy fuerte ni muy bajito sino justo como se debe. En una palabra, se lo mirase como se lo mirase, era un hombre extraordinario. Todos los funcionarios estaban muy satisfechos con la venida del nuevo personaje. El gobernador decía de él que era un hombre de buenas intenciones; el procurador, que era un hombre muy capaz; el coronel de la gendarmería decía que era un hombre sabio; el presidente de la Cámara, que era un hombre instruido y honorable; el jefe de policía, que era un hombre honorable y cortés; la mujer del jefe de policía... que era el más cortés y el más amable de los hombres. Hasta el mismo Sobakievich, que rara vez daba una opinión favorable sobre nadie, habiendo llegado bastante tarde de la ciudad y, al acabar de desvestirse, se tumbó en la cama junto a su escuálida esposa y le dijo a ésta: «Dusienka, he estado donde el gobernador pasando la tarde. He comido donde el jefe de policía y he conocido al consejero colegiado Pavel Ivanovich Chichikov[13]: «¡Un hombre muy agradable!» A lo que la esposa respondió: «¡Hmmm!» y le golpeó ligeramente con la pierna.

Ésa fue la opinión, tan halagadora para el visitante, que se formó en la ciudad sobre él y que se mantuvo hasta que una extraña cualidad suya y de la empresa o, como dicen en las provincias, de la «aventura», de la que el lector se enterará en breve, sumiese a casi toda la ciudad en una completa perplejidad.

[1] Éste es, sin duda, uno de los fragmentos que más ha dado que pensar a la crítica de Almas muertas. «La fantasía sólo es fértil cuando es fútil. La especulación de los dos campesinos no se basa en nada tangible ni conduce a ningún resultado material; pero así es como nacen la filosofía y la poesía; los críticos entrometidos que buscan moralejas podrían conjeturar que la rotundidad de Chichikov está condenada a acabar mal, porque tiene su símbolo en la redondez de esa rueda dudosa. Andriei Bielyi, que fue un entrometido genial, vio, en efecto, todo el primer volumen de Almas muertas como un círculo cerrado que giraba sobre su eje y tornaba borrosos los radios, con el tema de la rueda volviendo a saltar a cada nueva revolución del redondo Chichikov» (Nabokov, 1997, pp. 65-66) [N. del T.].

[2] Según la clasificación propuesta por Gibian (pp. 437-438), «consejero colegiado» es el sexto rango en la administración civil zarista. Sólo los 8 primeros podían considerarse nobles y tener siervos [N. del T.].

[3] El apellido Chichikov, a diferencia de otros, no parece referirse a ninguna palabra concreta rusa. La asociación del apellido a un pájaro, que hace Guerney (p. 651), tampoco me parece demasiado clara. Más interesante me resulta la asociación Чичиков (Chichikov) – чёрт (chiort = diablo)... Otro autor, esta vez reciente, como es Salman Rushdie, recurre a la «Ch» para aludir al diablo en su personaje Saladin Chamcha (véase Satanic Verses, The Consortium Inc., Dover, 1992 [ed. cast.: Los versos satánicos, trad. de J. A. Miranda Vidal, Barcelona, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2004]) [N. del T.].

[4] August Friedrich von Kotzebue (1761-1819), dramaturgo alemán de gran éxito en su época, que pasó largas temporadas en Rusia como embajador de Prusia y llegó a ser secretario del gobernador general de San Petersburgo e incluso fue enviado a Siberia a causa de uno de sus dramas. [N. del T.]

[5] El drama al que se alude aquí es a Die Spanier in Peru oder Rollas Tod (Los Españoles en Perú o La Muerte de Rollas), que habla de las luchas de los peruanos para zafarse del dominio español. Rollas sería un personaje movido por nobles sentimientos, enfrentado a Pizarro [N. del T.].

[6] Kora, personaje del mismo drama de Kotzebue, casada con Alonso y deseada por Rollas [N. del T.].

[7] Siempre según la clasificación de Gibian (pp. 437-438), éste sería el rango quinto en la administración civil zarista [N. del T.].

[8] El apellido Manilov parece tener que ver con el verbo манить (manit), que significa «atraer», «tentar», «seducir», «encantar» [N. del T.].

[9] El apellido Sobakievich alude claramente al sustantivo собака (sobaka), que quiere decir «perro». [N. del T.]

[10] El autor juega aquí, para plantear las asociaciones posteriores, con la palabra черви (chiervi, cartas de «corazones» de la baraja francesa), que resulta igual que el plural de червь (chierv = gusano → черви) «[...] y –dice Nabokov– «con esa inclinación lingüística de los rusos a alargar las palabras hasta su máxima extensión, se convierte en (chiervotochina = agujero producido por la carcoma), que significa literalmente “corazón comido de gusanos”» (1997, p. 74). [N. del T.]

[11] Pikienchiya (Pikentia) serían las «picas» adoptando una desinencia jocosa en latín macarrónico; Pikiendras sería una terminación falsamente griega; Pichura, tendría un toque a pájaros «que a veces se amplía hasta pichurusuj (convirtiéndose el ave, como si dijéramos, en un lagarto antediluviano, e invirtiendo así el orden de la evolución natural). La absoluta vulgaridad y el automatismo de estos apodos grotescos, en su mayoría inventados por el propio Gogol, le atraían como un recurso notable para revelar la mentalidad de sus usuarios» (Nabokov, 1997, p. 75). [N. del T.].

[12] El apellido Nosdriov podría estar relacionado con la palabra ноздря (nosdria = fosa nasal u ollar de los caballos), suscitando –¿quién sabe?– el carácter salvaje del personaje, que recuerda un animal bufando [N. del T.].

[13] Gogol parece cargar de pesantez y hasta de una cierta incoherencia el lenguaje de Sobakievich, algo que queda disimulado en numersoas traducciones que incluso sustituyen «he comido» por «he cenado» para ofrecer una secuencia temporal lógica [N. del T.].

Alamas muertas

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