Читать книгу La guardia - Nikos Kavadias - Страница 4

Оглавление

PRIMERA PARTE

—¿Quién?

Una mano levantó la trinca de la puerta por fuera, la entreabrió y permaneció a la espera.

—Soy yo, oficial Yerásimos, el agregado, quiero hablar con usted. ¿Se ha acostado?

—¿Qué diablos quieres, hombre? Hemos estado cuatro horas arriba y te acuerdas ahora. Entra y ponle la trinca a la puerta.

El primer oficial del Pytheas1 estaba sentado en un sillón giratorio atornillado al piso. No llevaba más que los calzoncillos. Las piernas cruzadas. Se frotaba el tobillo con la palma de la mano. El cuerpo le brillaba por el sudor. Cuarentón, moreno, de ojos grandes.

—Bueno, dime, ¿pasa algo arriba?

Diamandís, el agregado de puente, se quedó parado ante él como un tonto. Buena planta, grande y rubio. Se limpió la frente con el revés de la mano. No sabía por dónde empezar. Balbuceó:

—Mire…, oficial Yerásimos… No sé, pero… me ha salido algo.

—¿Dónde, pedazo de bestia?

—Abajo…, como un grano… pequeño… No me duele, pero… qué sé yo…

—Maldito seas, hijo de perra.

Tabaleó los dedos en el extremo de la mesa y se quedó callado.

—Anda a buscar al radiotelegrafista. Y si está durmiendo, lo despiertas.

—Y con esto, ¿qué va a pasar?

—Haz lo que te digo, mentecato.

El primer oficial se quedó solo. Se secó el cuello con un pañuelo de color caqui. El camarote medía dos por tres. Portillas encima de la litera. Una mesa de despacho, un canapé y un estante con algunos libros. En el tabique, atornillada a una consola, colgaba una lámpara de petróleo. El ventilador giraba caldeando el ambiente.

Se levantó y apagó la parpadeante lámpara. Por las portillas entró la dudosa claridad de un alba de longitudes orientales.

Arrancó una hoja del viejo calendario de Brown y vació las colillas del cenicero. Las envolvió y las tiró por la portilla. No calculó bien, el paquete golpeó en la chapa, y se desparramaron todas por el suelo.

—Me cago en la puta —gruñó.

Se agachó a recogerlas. Antes de que hubiera acabado, la trinca volvió a levantarse.

El radiotelegrafista entró en primer lugar. Más bajo de lo normal y con poco pelo. Llevaba un pantalón caqui sujeto a la cintura por un solo botón. Los demás se le habían caído. Una de las orejas, más grande que la otra, le colgaba un poco.

—Buenos días, ¿qué pasa?

—Ojalá pasara algo. Pues nada, que este pájaro se ha pescado vaya usted a saber qué. Échale un vistazo tú, que entiendes de estas cosas.

Diamandís se mantenía algo apartado, con la cabeza gacha; parecía un Donatello.

El radiotelegrafista se sentó en un taburete de lona.

—Bájatelos.

—¿Yo? —Parecía estar perdido.

—Venga, hombre, que no hay chicas delante. Así, acércate más. Oficial Yerásimos, enchufa la lamparilla portátil y tráela aquí, que le enfoque las piernas. Enciende todas las luces. Estupendo. ¿Cuándo estuviste por última vez con una mujer?

—En Argel, cuando cargamos el carbón. Hace un mes y…

—¿Cuándo te diste cuenta?

—Hace dos noches, nada más zarpar de Sabang.

—¿Qué es lo que te has puesto?

—Yodo.

—Quítatelo todo: la camiseta, el pantalón y los calzoncillos.

—¿Todo?

—Como te parió tu madre.

Bajo la vacilante luz de la miserable lámpara eléctrica, el cuerpo del muchacho apareció blanco como la nieve, de cintura para abajo.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó mientras le observaba la espalda, el pecho, la cintura y las piernas.

—Diecisiete… cumplo ahora.

—Felicidades… Dime una cosa, Diamandís, ¿era negra?

—Sí.

—¿Guapa?

—Mucho.

—¿En una casa?

—No. Yo subía por las calles de la casba. Allí, en la calle del Mar Rojo, iba a comprar un brazalete para mi hermana, y ella me gritó: «Esma… Taále». Entré. Lo hicimos en un abrir y cerrar de ojos, ni siquiera nos echamos en la cama. ¿Crees que será algo malo?

—Bueno, ahora vete a dormir. No se te ocurra tocarte. Simplemente, ponte agua con sal y un algodón, y déjatelo puesto. Por la noche, manzanilla caliente. Y lávate las manos. Yerásimos, ¿cuándo llegaremos a Shantung?

—Como pronto, dentro de seis días.

—Y dime una cosa, ¿te duele?

—No, solo algún pinchazo de vez en cuando.

—¿Dolor de cabeza?

—No. Bueno, sí. Ayer al mediodía, después de comer. Algo así como un peso en las sienes. ¿Qué puede ser?

—Tranquilo, vete a dormir. Y lo dicho, en cuanto toquemos puerto, directamente al médico. Son cosas normales.

Diamandís se marchó sin despedirse. El crujido de sus sandalias sobre la chapa se fue debilitando hasta desaparecer del todo. El primer oficial y el radiotelegrafista permanecieron un instante en silencio. Después, aquel tomó la lámpara portátil, la depositó sobre la mesa y la apagó.

—¡El muy bastardo! ¡El muy hijo de perra! ¿Te das cuenta…? Se fue a comprar un brazalete por los callejones. ¿Cómo se me pudo escapar el mariconazo? No puedo entenderlo. Habíamos estado trabajando como negros aquel día, y no se me ocurrió preocuparme por él.

—¿Tienes alcohol? —preguntó el radiotelegrafista.

—Sí.

—Échame en las manos. Gracias.

Se dirigió hacia la puerta.

—No te vayas, hombre. ¿Quieres tomar algo? ¿Un kirsch?

—No, no bebo.

—¿Un whisky? ¿Un brandy?

—Nada.

—¿Así que lo has dejado del todo? Difícil me parece.

—Hace ya tres años.

La mirada del radiotelegrafista se posó en una botella que había en el cristal encima del lavabo. Tomó un vaso y lo llenó hasta la mitad.

—Pásame el yodo —dijo en voz baja.

El otro se lo alargó sin decir palabra.

Diez…, veinte gotas. El agua se tiñó de color. Se lo bebió de un trago. Tosió un poco. Después murmuró:

—¿Te acuerdas, Yerásimos?

—Sí…

—Te lo recordaré, por si lo has olvidado. De esto hace dieciocho años. Ni uno menos. En aquella isla del Golfo. Nos escapamos ante las narices del capitán, a plena luz del día, igual que Diamandís, al que antes insultabas. Borrachos como cubas. Llegamos al poblado de las negras. Leíste entre risas una inscripción: «SUPPLYING OF INTOXICANTS TO NATIVES IS STRICTLY FORBIDDEN». Cada uno llevábamos escondidas dos botellas de whisky peleón. Después yo leí otra: «BEWARE OF NATIVE WOMEN. ALL ROTTEN HERE». En aquel mismo momento, nos pararon las inglesas del Ejército de Salvación. La vieja flaca de los dientes mellados y la chica de ojos verdes.

»Muy enfadada nos preguntó: “¿Adónde vais?”. “De mujeres”, respondimos. “Vergüenza debería daros. Volved a vuestro barco”, nos replicó. Y uno de nosotros dos, no recuerdo bien quién, le replicó: “Nos volvemos…, nos volvemos si os venís con nosotros”. Y les hiciste un gesto con el dedo corazón.

»Entonces la vieja nos escupió por entre sus dientes mellados: “Hell damn you both, dirty dogs!”. Me pareció que la joven se sonreía.

»Y nos fuimos con las negras. Allí, los dos, en la choza de bambú. Estaban desnudas, con unos andrajos de colores en el pelo. ¡Y aquel olor! Nuestras manos recorrían sus cuerpos. Unos pequeños senos que bizqueaban, como de goma. A la segunda vuelta, nos las cambiamos. Yo tomé a la tuya. A los veinte días, en Vizcaya, se presentó el mal. Después nos separamos.

El primer oficial lo interrumpió con un movimiento de la mano, cogió una cajetilla de cigarrillos ingleses y le ofreció. El radiotelegrafista hizo ademán de encender una cerilla, pero se detuvo bruscamente. El oficial se le había acercado.

—Dame la mano, la derecha. Ábrela.

El otro la abrió, mirándolo sin comprender:

—¡Ah! Mira lo que ha venido a recordar. Cosas de críos.

Una fina línea blanca comenzaba en el dedo gordo y llegaba hasta la muñeca.

—Preferiría que no hubiera sucedido.

—Pero ¿qué mosca te ha picado tan de mañana? Ya ni siquiera me acordaba.

—Yo sí que me acuerdo. Me ha atormentado a menudo por las noches, durante la guardia. Fue en Huelva… Aquella gitana inmunda, con los pies descalzos y llenos de polvo; el sudor le apestaba a mosto. Te prefirió a ti. Todavía no puedo comprender por qué saqué la navaja que tú mismo me habías afilado tres horas antes en la piedra de la máquina. Ni por qué tú agarraste la hoja. Y, mira por dónde, nos volvemos a encontrar esta noche. Desde que embarcaste en Port Said nos habremos saludado una o dos veces. Cuando de pronto te vi en la escala, me dio un vuelco el corazón. Hace tiempo que quería hablar contigo. ¿Me la sigues guardando?"

—Venga, Yerásimos, pareces un niño. Oye, dime, ¿cómo es que se fue el otro radiotelegrafista?

—Se le había aflojado un tornillo al pobre. Tenía pánico a los tiburones. «¡No tiréis los restos de comida al mar!», les gritaba a los marineros. «Los atraéis, a los muy cabrones, los reunís a nuestro alrededor.» Después parece ser que sufrió un calambre en el brazo y no podía transmitir. No hacía más que desmontar el manipulador y frotar los contactos. En plena Navidad desmontó toda la cabina de radio y colocó todas las piezas sobre la bodega. Bajó al mar la antena grande y se puso a sacarle brillo. Acabáis todos tarumba… No me interrumpas, déjame terminar. Aquella tarde en que te herí, me escapé y me enrolé de marinero en un barco español. Me enviaste mi cartilla con la licencia en toda regla y no dijiste ni pío. ¿Y eso?

EI radiotelegrafista sonrió y respondió:

—No solo no lo he olvidado, sino que, además, te debo un favor. Eras el doble de grande que yo. Y bien fornido. Si me llegas a dar dos hostias, o te mando al otro mundo o me busco mi perdición.

Se quedaron un momento en silencio, mirando al suelo.

—¿Sigues pintando? —preguntó el oficial—. Recuerdo que estabas obsesionado. Pintabas con un carbón hasta en la chapa del barco, y el contramaestre te corría por los pasillos.

—No.

—¿Por qué?

—Pues… He perdido dos colores: primero, el verde, y después…

—Bueno —le interrumpió Yerásimos—, ¿qué va a pasar ahora?

—¿Con Diamandís? Pues, en cuanto arribemos, directamente al médico. Si da positivo, le vamos a poner el culo como un colador a fuerza de bismuto y penicilina. ¿Tú te hiciste una buena cura?

—Sí. Durante cuatro años toda clase de remedios, y este año ya van ocho millones de unidades del nuevo. ¿Y tú?

—Dos años, pero de forma irregular. Pensé que sería mejor volverse loco por culpa de la enfermedad que por los medicamentos. Extraña dolencia. Mientras tienes el chancro crees que te estás pudriendo, que apestas, que de un momento a otro se te va a caer la nariz. Con el primer pinchazo desaparece, y te olvidas de todo. Y después te martiriza durante toda la vida. El mínimo dolor de cabeza, un grano, un mareo, y te dura meses el miedo. ¿A ti no te pasa, Yerásimos?

—Sí, pero me lo tomo a guasa. Además, creo que ya estoy bien. Después de un tratamiento tan largo y con los nuevos medicamentos…

—Yo creo que nada lo mata. Mira lo que me dijo una vez un médico chino en Qingdao: «¿Sabes por qué se toman los cuatro medicamentos? Porque el gusano se habitúa al primero y se lo come. Lo mismo pasa con el segundo; con el tercero siente pesadez de estómago; y con el cuarto se amodorra. Pero no se muere: está dormido». Yo así lo creo, y que digan lo que quieran. El mejor remedio es el calor. Por eso prefiero pasar la mayor parte del tiempo en el trópico. ¿Has visto a los negros de Jamaica, de Port Sudan o de Buchir? Las piernas llenas de marcas, pero cicatrizadas, ni una nariz corroída. Se mueren de viejos. Así que a los trópicos todo el tiempo. ¿Sabes?, me da pena el chaval, parece un buen chico. ¿Quién se ocupa de él?

—El capitán. Es su tío. Tiene una madre viuda y hermanas, el muy cabrón. Esperan que las mantenga. Si se entera su tío, se arma.

—¿Qué clase de persona es el capitán?

—Un burro. Sigue tu mismo sistema en cuanto a la terapia. En el mar Rojo se tapa con una manta de lana. Tiene un radiador eléctrico y el condenado lo enciende aquí, en estos mares.

—¿Es buen marino?

—No sabe hacer la o con un canuto, el muy bestia.

—¿Es cefalonio?

—¡Qué va! Ni él mismo sabe de dónde es. Su mujer es hermana del patrón. ¿Comprendes ahora? Jamás se le ve en el puente. Me envía las órdenes con el camarero. ¿Nunca has hablado con él?

—No, anteayer vino por primera vez a la puerta de la cabina de radio. «Vas a coger tortícolis», me dijo, «te has puesto el ventilador justo encima de la espalda». Me pidió alguna revista. Le dije que no tenía, y se marchó. Apestaba a farmacia. Bueno, seguro que ya te he desvelado. Voy a sacar las baterías. ¡Menudo trasto de instalación me ha tocado! Adiós.

—Si quieres, sube durante mi guardia, y hablamos. De doce a cuatro, para recordar viejos tiempos.

—Allí estaré.

Se marchó. El oficial se quedó solo. La luz se apagó repentinamente. Se desabrochó los botones del pantalón y se tumbó boca arriba en el canapé. Los zapatos golpearon el suelo. El reloj marcaba las seis menos cuarto, hora local.

El Pytheas, un carguero de cinco mil toneladas, standard de la Primera Guerra Mundial, con calderas y motor de doble expansión, navegaba a siete nudos en las proximidades de Singapur. Por las portillas entraba una luz débil y enfermiza, con olor a fenol.

La guardia

Подняться наверх