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TERCERA GUARDIA

Mar sosegada, olas grandes pero inofensivas penetraban por el estanque de proa y se batían un instante sobre la bodega para terminar sumiéndose por los imbornales. El Pytheas sumergía un instante la proa para volver a levantarla enseguida. Hacía veinte horas que duraba este juego.

Vanguelis, el contramaestre, de Farsa, se dirigía al primer oficial con su engolada voz:

—Todo como has dicho. Las cuñas están ajustadas. Dos trombas de agua habían arrastrado la balsa. La hemos asegurado. He llevado a la popa los refuerzos del timón. All right. Va más hundido de la cuenta, pero la hélice se sale del agua. Lo nunca visto. Y cada vez más forzado.

—Está bien, Vanguelis, ve a acostarte.

De vez en cuando relampagueaba por el este.

—¡Diamandís!

Se aproximó.

—Despierta a tu tío y dile que el tiempo se está avinagrando, que suba si quiere.

«¿Que suba a hacer qué?», pensó. «A hacer porquerías. ¿Será cerdo? ¡Mira que mear en el puente!»

Diamandís llegó jadeante.

—Oficial Yerásimos, me ha dicho que no puede. Se ha puesto una bolsa de agua caliente en los riñones. Que hagas lo que te parezca y que se lo mandes decir.

El primer oficial sopló el audífono del cuarto de máquinas y gritó:

—Reducid revoluciones a la mitad.

Enseguida el barco comenzó a estabilizarse. El cabeceo disminuyó, como si de pronto reinara la calma. El radiotelegrafista subió y se detuvo un momento para habituarse a la oscuridad.

—El boletín de Hong Kong, toma.

—¿Qué dice?

—Que el tifón ha cambiado de rumbo, de Palawan a Mindoro. Aquí, entre nosotros: está bastante lejos.

—Que se vaya al diablo —murmuró el primer oficial—. No nos faltaba más que eso. ¿Acaso tenemos barco para ir contra corriente? Claro que, a decir verdad, ni con un último modelo soporta terquedades el mar. Lo importante es coger velocidad para alejarse del festín. ¡Pero con esta chatarra! Cuarenta años lleva danzando. Ha tenido suerte, eso es todo. Toquemos madera. En Vizcaya, hace seis meses, acabábamos de doblar el cabo de Ouessant cuando el mar comenzó a cabalgar sobre el aire. Se hundieron cuatro barcos; dos de ellos, nuevos. En el mar Negro, hace dos años, la tempestad se calmó a tiempo. Nornordeste de través. Tuvo compasión de nosotros, de lo contrario no nos habríamos librado. En mayo del 46, nada más entrar en Sídney se desencadenó un tifón sobre Tasmania. O Dios se apiada de nosotros, o el diablo nos tiene olvidados. Pero estoy seguro de que un día nos vamos a pique.

—He venido a por la situación —le interrumpió el radiotelegrafista.

—Ah, sí. Vamos. ¿Has comprobado el goniómetro?

—Sí. Es un viejo sistema, pero hace su trabajo. Vamos.

Entraron en el charter room.

—Diamandís, ponte a la brújula, y ya te avisaré.

El muchacho levantó la tapa y la colocó en el suelo. Al agacharse, la brújula le iluminó la cara delgada y sin afeitar, la piel tersa.

—Medio cuarto a babor, cayendo.

—Medio cuarto a babor —dijo Diamandís.

—Otra cuarto, hasta llegar a nornordeste.

—Nornordeste —repitió el timonel.

—Ahora, recto.

—Recto —volvió a decir el timonel.

—Y ahora, Diamandís, baja y dile al cerdo de tu tío que hemos reducido velocidad y tomado la situación; y prepáranos dos solos casi sin azúcar.

Salieron de la caseta del timón y se dirigieron al puente de estribor. El radiotelegrafista sacó los cigarrillos.

—No lo enciendas, espera a que vengan los cafés. ¿Tienes idea de por dónde se sale el alma del ahogado?

Sonrió.

—Por detrás. Me lo dijo mi madre una vez que no paraba de darle la lata para que me dejase embarcar.

—Si es que le da tiempo a salir, porque cada marinero tiene su tiburón. Y si consigues escapar es mucho peor. Te esperan hospitales de tercera clase, pasillos que apestan a lejía, camas pegadas unas a otras y moscas montándose delante de los moribundos. Lo que yo temo es la tierra firme. El fondo del mar está limpio. Y si te atrapa un pez, es algo que conoces, que tú también te comes cuando estás vivo. Ya me entiendes…

El primer oficial bostezó.

—Vaya tema de conversación que has sacado. Un canto fúnebre. Habla de cosas más alegres, hombre. Si estuvieses casado y tuvieras hijos, harías lo imposible por volver a casa a disfrutar de los tuyos y a morir entre ellos. No dices la verdad. No crees en lo que dices. Simplemente, te gusta decirlo. ¿Nunca te has enamorado?

Tardó en contestar. Se acercó a la garita y escribió algo con la uña en el cristal cubierto de vaho.

—La verdad es pecado. Es la más grosera, la más inhumana de las mentiras. Solo debe decirse para salvar la cabeza de la horca, solo entonces.

—¿La has dicho alguna vez?

—Solo una y todavía estoy pagando por ella.

—¿Y salvaste alguna cabeza al decirla?

—Perdí la mía.

—Venga, cuenta.

—Tenía quince años… Estudiaba primero de bachillerato, del antiguo. Era mentiroso, putero y ladrón. Todas las tardes iba a Los Juncos. Vendía algún libro por aquí y por allá, le metía mano a la cartera de mi padre e iba tirando. Entonces abrieron una «casa», la de Atenea, cerca de la estación. A setenta dracmas. Siete veces más que en Los Juncos o en casa Arjondo. ¡Pero qué chicas! Una de Salónica, que acababa de empezar la carrera… Se me puso difícil la cosa. La calderilla no me daba ni para ir una vez por semana. Entonces me acordé de aquel anillo mala sombra que mi madre no se ponía nunca. De oro, con diamantitos pequeños. Lo había visto muchas veces en su armario, envuelto en un papel, separado de las otras joyas. Lo mangué con toda facilidad. Eran las fiestas y teníamos vacaciones. Salí a buscar a un primo mío mayor que yo, un genio de la estafa. Nada que hacer. Fui a buscar a un cambista, y me puso en la puerta. Otro me daba cien míseras dracmas. Lo mandé a tomar viento fresco y me largué. Qué importa, pensé, esta noche le daré salida. Al subir las escaleras de mi casa, oí a Cocó, el viejo papagayo, gritar una palabra habitual en él: «¡Ladrón…, ladrón!». No era la primera vez que se la oía, pero, no sé, en aquel momento me dio mala espina. Al entrar en el recibidor, comprendí que la había armado. Melí, una guapa sirvienta que teníamos, estaba de pie, llorosa, con el hatillo en la mano. A su lado, mi madre le decía fuera de sí: «Si me dices la verdad, no te pasará nada».

»Comprendí. Dudé unos instantes, pero ya había pasado esa edad en que todos los niños son unos malvados. Tenía una vieja cuenta pendiente con Melí. Se lo había pedido muchas veces, y ella siempre me había rechazado. Es más, había ido con el chivatazo a mi madre. ¡La de bofetadas que he recibido delante de ella! La odiaba. Pero, así, sollozando y enrojecida, estaba más guapa que nunca. “¿Qué pasa?”, pregunté. Mi madre me respondió: “Anda, pasa y siéntate a la mesa”. “No me muevo de aquí. Primero decidme lo que pasa. A lo mejor yo sé algo”, repliqué

»La cefalonia me miró de reojo y dijo: “Ha desaparecido un anillo. Esta mañana lo he visto con mis propios ojos. En mi habitación no ha entrado nadie más que ella, a barrer. Ahora vete a comer”. Metí la mano en el bolsillo de mi chaleco y lo saqué. Lo levanté en alto, sosteniéndolo con dos dedos: “Míralo…”.

»Los ojos de Melí, sus bonitos ojos llorosos, se abrieron de forma extraña. Los de mi madre se volvieron minúsculos como bolitas: “¿Dónde lo has encontrado?”. No olvidaré nunca su tono de voz. No estaba enfadada. Estaba desesperada. Le dije: “No lo he encontrado. Lo cogí esta mañana. Te lo robé para venderlo. Tómalo”.

»Me abalancé hacia el pasillo y tropecé con mi padre, que se acariciaba la barba sonriendo. Mi padre…, el contrabandista de Lao Yang, el tahúr de Tianjin, el tendero de Pasalimani, ya en las últimas, el hombre menos compasivo que he conocido, me perdonó en aquel mismo instante. Pero la cuenta con mi madre quedó abierta.

—¿Y Melí?

—Melí… Yo fui el que quedé humillado ante ella en el lavadero. Y aunque había sido mi madre quien la había llamado para que presenciase el castigo, en cuanto terminó conmigo la echó con cajas destempladas, como si hubiera venido por iniciativa propia. Unos días más tarde, un domingo en que todos estaban ausentes, se me acercó mientras yo estaba estudiando. Sentí que su aliento me acariciaba, me quemaba. Olía a perfume barato.

»“¿Estás estudiando?”

»“Sí.”

»“¿No vas a salir?”

»“No.”

»“¿Quieres que me quede contigo?”

»“No.”

»Me acarició la cabeza.

»“Si quieres, no salgo… Gracias por lo del otro día. Y lo que quieras de mí, ya sabes…”

»“Sí, cuando vuelvas cómprame el Eva en el quiosco del tío Yorgos.”

»“¿Eso es todo, señor?”

»“Nada más.”

»Se marchó.

—¿Y no has vuelto a robar después de eso?

—Sí, muchas veces. Cuando nos separamos en España, me embarqué de oficial agregado en un paquebote. Era responsable de una de las bodegas. La Nochevieja de 1929 desembarcamos a media noche en el Pireo. Los cargadores abrieron una caja de despertadores franceses. Cogimos uno cada uno y la volvimos a clavar, con sus cintas y todo. Me metí el mío en el guardapolvo azul, subí al puente y enfilé hacia mi camarote con la intención de ponerlo a buen recaudo. Llevaba unas chocolatinas en el bolsillo para regalárselas a Amersa, una amiga de Mitilene. Ante la puerta de la primera clase estaba el capitán charlando con Makrís, el contable. Me llamaron. Permanecí algo retirado. «¿Has despachado la caja número tres?». Respondí: «Sí. En estos momentos están cerrando las escotillas».

»Mi tío me dijo entonces: “Acércate más. ¿Habéis estibado bien las cajas de los relojes?”. “Sí, capitán Yorgos”, contesté. “Bueno, pues vístete y vete a ver a tu madre.”

»Respiré, y ya me disponía a partir cuando, bien porque me persigue el diablo, bien porque los cargadores le habían dado cuerda para gastarme una broma, un tremendo estruendo salió de mi guardapolvo. El despertador sonaba a todo meter. Antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta, subí a cubierta y lo escondí.

»Nada más abrir la puerta de mi camarote, mi tío me espetó: “Bastardo de mierda, maldito ladrón. Da gracias a que es el día que es”.

Yerásimos se reía.

—Pues, créeme, aquel despertador sigue funcionando después de dieciocho años. ¿Tú has robado alguna vez?

—Yo también he metido mano en alguna de las cargas que recibía. Una vez forcé una caja de zapatos ingleses. Eran marrones, de piel de cerdo. Por la noche, llamé al bodeguero para repartírnoslos. Estaba orgulloso. Pero el otro, un ladrón de marca, les echó una mirada, meneó la cabeza y dijo: «Pedazo de bestia, bruto. Vaya una metedura de pata. Todos son del pie derecho». Yo le contesté: «Ya encontraremos la caja que tiene los del pie izquierdo».

»Pero qué va. El fletador conocía su oficio. En el siguiente viaje volvimos a cargar cajas de zapatos en el mismo puerto. Sacamos algunas para ver. Todos negros del pie izquierdo. El fletador, que era judío, los enviaba a través de dos o más compañías, mezclando las cajas.

—Vaya, hombre, ¿y qué hicisteis con ellas?

—Espera y verás. Se las vendimos a un tipo del Pireo de esos que hacen toda clase de trabajos. A los quince días vino a buscarnos al muelle: «Si tienes todavía de aquellos zapatos desparejados, te los compro», me dijo.

»Me quedé con la boca abierta. Él añadió: “No me mires como un idiota. No se me ha escapado ni un solo tipo con muleta. He visitado los lugares que frecuentan los tullidos, la sede de su asociación, he calzado a todos los mutilados, y han quedado la mar de agradecidos”.

El Pytheas se sumergía suavemente en mares taciturnos. El viento parecía ir perdiendo fuerza.

El oficial Yerásimos entró en la caseta del timón, encendió la luz y volvió a salir. Vino a sentarse junto al radiotelegrafista. Prendió un cigarrillo y comenzó a hablar:

—Te he preguntado antes si has amado alguna vez.

—No, no recuerdo. Iba siempre con prisas. Todo el tiempo con una maleta en la mano. Detrás de la puerta de mi casa había siempre un macuto de marinero preparado. No he tenido tiempo. ¿Y tú?

—¿Yo? Me dejé enredar una vez. Todavía me escuece. Estuvimos amarrados cuatro meses en Saigón. Desde el primer día, todos se echaron una querida. Unos se la llevaban al barco; otros iban a sus casas. Un capataz chino me sirvió de intermediario en la compra de una, como entonces era costumbre. Me llevó a uno de esos barrios bajos que apestan a ajo y huevos podridos. El cabeza de familia debía de tener siete hijas, eso sin contar los hijos.

»Me dijo:

»“Elige. Y, si quieres un chico, no tengas vergüenza, pero yo te aconsejo que te lleves a esta”, me dijo señalando a un retaco de trece años, sucia y despeinada. “No la veas así, en dos días estará hecha un pimpollo. ¡Tao!”, la llamó; la pequeña se acercó con la cabeza gacha. “¡Has visto qué ojos! Mira, toca, ¡como el caucho! Solo le falta comida.”

»Pagué quince dólares, y nos marchamos. La llevé a un local donde se encargaron de lavarla y vestirla. Al cabo de una hora estaba irreconocible. Tenía la cara reluciente. Mientras nos dirigíamos al puerto, iba agarrada de mi chaqueta y daba saltitos para alcanzarme. Entramos en una pastelería. Se comía los pasteles con las manos y reía. Había anochecido. En un puesto callejero regateé un brazalete de coral, pero ella escogió una pelota y una peonza y dejó el coral. Al subir al barco, nos vio el capitán Yannis, el de Spartia,2 que Dios tenga en su gloria. Nos hizo un gesto de desaprobación: “Pedazo de cabrones, me habéis convertido el barco en un parvulario. Vais a tener que pagar un chelín con noventa por su comida, tenedlo en cuenta”. Dirigiéndose al jefe de máquinas, añadió: “Hoy estos cerdos se han liquidado una lata de petróleo para despiojarlas”.

»Cuando nos tendimos en la litera, comprendí que era la primera vez que la pequeña se acostaba con un hombre. Dobló el brazo derecho para taparse la cara; le rechinaban los dientes (no sé si todas hacen lo mismo la primera vez, no me ha vuelto a pasar); con la otra mano jugueteaba nerviosa con la cruz que me colgaba del cuello.

»“¿Por qué lloras, Tao?”, le pregunté en mi tosco inglés.

»“No, no Sorr, go on... Please put on the light.”

»Se levantaba antes de que amaneciese, me hacía un té, me lustraba los zapatos y después arreglaba el camarote. No conocía ni la proa ni la popa. Hasta aprendió a cocinar. Con decir que el capitán Yannis, aquel animal, le traía caramelos y manzanas acarameladas… Las del resto de la tripulación eran vagas y guarras; se pasaban el día tumbadas en los camarotes o en la proa rascándose la entrepierna. Un día fletamos para Burdeos. De pronto, vio a sus compatriotas recoger sus atavíos y bajar la escala con el ceño fruncido. La noche anterior yo había comenzado a prevenirla. Estuvo llorando toda la noche. Tenía derecho a llevármela conmigo, puesto que la había comprado. Pero el capitán no quería ni oír hablar de ella. Y, además, ¿adónde podía llevarla? Acababa de obtener el diploma, y la cefalonia de mi madre no habría aceptado una cosa así. Hablé con el capo que había hecho de intermediario.

»“¿Y por eso te preocupas? Puedes venderla a un burdel en menos que canta un gallo”, me dijo el coolie3 con una sonrisa burlona, “y recuperar tu dinero”.

»Se me pusieron los pelos de punta. “Llévala a su casa… Aunque lo mejor es que la dejes en el muelle, y que decida ella sola.”

»Por la tarde le dije que se vistiera. Se puso ropa europea, un traje verde y unos zapatos de tacón, y emprendimos la cuesta arriba. El sudor le bañaba la frente. Los dientes no paraban de rechinarle, como la primera noche. El riksa4 se detuvo delante de su casa. De pronto, me tomó las manos y me las apretó con fuerza… Se quedó en el umbral de la puerta. Dirigió la mirada hacia la esquina de la sucia calleja. Entramos. El viejo nos miró con desconfianza. Rompimos el contrato. La vi jugar nerviosamente con los trozos de papel. Tenía que irme y, sin embargo, permanecía mudo; sentía las piernas pesadas como el plomo. Tao cayó de rodillas y se colgó de mi chaqueta… Solamente escuché, antes de doblar la esquina de la calle, una especie de acorde desafinado, como cuando el viento rasga los toldos. Eché a correr y no paré hasta unas dos millas más abajo. En la calle Catinat me detuve ante la tienda de juguetes y bisutería. Me apoyé en una columna y vomité. “Chólera…, chólera”, gritaron unos chinos y salieron corriendo.

»Zarpamos al día siguiente. He vuelto muchas veces a Saigón. El capataz había muerto. En el barrio donde se encontraba su casa habían hecho un parque y levantado unas escuelas francesas. La busqué por todos los burdeles, cabarés, clubs y fumaderos de opio que encontré, pero nada. Solo su llanto me sigue visitando por las noches.

—¡Está escorando a la derecha! ¡Me cago en sus muertos! Vuelve a retomar el rumbo.

El audífono del cuarto de máquinas silbó.

—Sí, mantened la marcha. Si amaina al amanecer, le daremos caña.

Cerró la tapadera y se dio la vuelta.

—¿Dónde está Diamandís? ¿Dónde anda ese bastardo? Hace una hora que se ha esfumado. ¿Dónde coños está el imaginaria? —Sacó el silbato y pitó.

El radiotelegrafista echó el aliento sobre el cristal de la garita y escribió algo con la uña. El imaginaria subió por la escalera de babor y se introdujo a hurtadillas en la caseta del timón. Lo mismo hizo Diamandís por la de estribor. El cabreo del primer oficial se había apaciguado.

—¿Por qué te escondes, hombre?

Ninguno respondió.

El radiotelegrafista llamó al agregado. Hablaron en voz baja.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Ayer lo vi por primera vez.

—¿Por qué no lo has dicho antes?

—Se lo dije ayer…

—En cuanto termines la guardia, ven a mi camarote.

—Yo también iré —dijo el primer oficial—. ¿Invitas?

—No tengo gran cosa, pero os espero.

Yerásimos permaneció un instante inmóvil mirando al frente. Después se acercó a la garita, encendió una cerilla y empañó el cristal con su aliento. Pegó los ojos al cristal para ver mejor.

—El muy cabrón… —murmuró—. El muy hijo de puta…

Limpió el cristal con la manga y se volvió hacia el timonel.

—Todo a estribor. Atento al verde que se nos cruza. A estribor, mantén el rumbo que pase el de la luz verde.

El camarote del radiotelegrafista. Bajo de techo, alargado y angosto. Una litera deshecha. Un lavabo sucio, con un cubo de agua turbia debajo. Arrimada a la mampara, una mesa llena de libros, papelotes viejos, cajas de cerillas, una cartera vieja, una tabaquera china y cigarrillos esparcidos. Un cenicero repleto de colillas. Más cigarrillos sueltos sobre la cama, en el suelo y encima de la silla. La repisa del lavabo está llena de medicamentos. Opobyl, sales de Karlsbad, sales de fruta y yodo. De una cuerda que atraviesa el camarote de un extremo a otro, cuelgan unos calzoncillos mal lavados, una camiseta y un par de calcetines. En el suelo hay un cartón de Craven A abierto; un poco más allá, una caja medio vacía con manzanas y naranjas desprende un ligero olor a moho. Las paredes están cubiertas de reproducciones en color de la revista Life.

El radiotelegrafista, desnudo de la cintura para arriba, se estaba empolvando los granos que le cubrían la espalda y el pecho. El primer oficial apareció en la puerta.

—Siéntate —le dijo el otro—, ya he terminado.

—Pero ¿es que hay sitio? Esto está hasta arriba de porquería. ¿Cada cuánto te hace la limpieza el camarero?

—El pobre viene siempre cuando estoy durmiendo. Pero mejor así. Cada vez que me lo limpia, me trastoca el orden del cuarto. Las peleas con mi madre surgían siempre porque me había tocado algún libro o algún papel… Coge un cigarrillo. ¿Te pelo una manzana?

—No.

—¿Quieres piña tropical?

—¿Con qué agua, con la del cubo en que te lavas los pies, o con la de esa botella que no la limpia ni la sosa cáustica? Dame un cigarrillo, anda. Pero, bueno, ¿qué pasa con todos estos cigarrillos desparramados por todas partes? Y siempre lo mismo. Te he observado muchas veces. Cuando te encuentras con alguien, paquete va y paquete viene. ¿Los has robado, o es que te los regalan? No entiendo tanto derroche, ¿a cuento de qué?

El radiotelegrafista lanzó los polvos de talco sobre una estantería y se sentó en el taburete. El oficial se había tumbado en la cama y había doblado la almohada para apoyar la cabeza.

—¡Qué cosas preguntas! Si fuera otro, le contestaría: pues porque me da la gana. Ya conoces los problemas del tabaco, unas veces no tienes, otras…

—Los conocí en la cárcel.

—Pues es peor cuando estás fuera. Durante la guerra de Albania, llevaba dos días perdido de mi unidad. Empapado, en ayunas y sin tabaco. Había amanecido. Un día espléndido, el de San Nicolás. Los rayos del sol se desparramaban sobre la hierba mojada. Caminaba tirando de una mula hambrienta. De repente, apareció un soldado en mi camino.

»“¿Cómo es que vas en ese estado?”, me preguntó.

»“¿Cómo quieres que vaya? ¿No habrás visto el tercer batallón de camilleros?”, pregunté a mi vez.

»“Sí, acampa a tres horas de aquí, en el monasterio de Pépelis. Según vas, todo recto.”

»Hice ademán de seguir, pero él me dijo: “Espera”. Abrió el macuto y me dio un pedazo de pan. Entonces fue él quien hizo amago de irse, pero se dio la vuelta, abrió un paquete de tabaco negro y me dio un cigarrillo. Me lo puse en la palma de la mano y me quedé mirándolo. Me dejó otro al lado y se marchó sin más. “¿Cómo te llamas?”, le grité. “Espera, hombre, ¿cómo te llamas?” Me contestó haciendo bocina con las manos: “Soldado, me llamo. Date prisa, no se te haga de noche. Se van a ir de allí”.

»Me quedé mirándolo hasta perderlo de vista. Metí el pan en el macuto y me tumbé debajo de un árbol. Encendí el cigarrillo…

—Ven, Diamandís. All right. Ahora agacha la cabeza. Un poco más.

Bajo los rubios cabellos del muchacho, que empezaban a clarear, había como una película blanca.

—También el mar hace que se caiga el pelo, Diamandís. ¿No lo habías oído nunca? Bueno, de una vez por todas, no veo nada que te pueda inquietar. ¿Cómo va el chancro?

—Igual. De vez en cuando, sangra.

—Eso es porque está cicatrizando. Sabes muy bien por dónde estamos navegando, por qué climas de mierda. ¿Qué otra cosa podías esperar? En el puerto se te pasarán los temores. Iré contigo al médico. Después me invitarás a una copa. Ahora vete a dormir. Y si aparece alguna chica en tus sueños, échala para que te encuentres como nuevo al llegar al puerto.

—¿Y el dolor de cabeza? —preguntó el muchacho mientras se vestía.

—Todos estamos igual. Anda, vete.

Pronto se perdieron sus pasos sobre la chapa del puente.

—¡Nuestra condecoración! Te lo dije desde el principio. Y va empeorando. ¿Tienes penicilina?

—Sí.

El radiotelegrafista comenzó a rascarse la cabeza con nerviosismo:

—Pero es mejor no darle nada. También tengo una caja de bismuto, pero no es bueno. ¿Y si no es esa la enfermedad? ¿Acaso soy médico? A la primera inyección responderá negativamente, si es que la tiene. Nos podemos meter en un lío, ¿comprendes? Sin embargo, esa marca… Di Castel la llaman. Está más claro que el agua. ¡Está muerto de miedo!… Yo también lo estaba al principio. Creía que se me iba a caer la nariz.

—Y yo, que me quedaría ciego. Por mucho que me meta con él, le tengo cariño al cabrón. Hace bien en tener miedo. ¿Conociste a su padre?

—No, solo de oídas.

—Se volvió loco en el puente. Ya se habrá enterado. En pueblos como el nuestro es imposible ocultar esas cosas. La gente tiene la delicadeza de susurrártelas al oído. Así, para hacerte un favor. ¿Te gusta Cefalonia?

—Sí, como lugar, sí. Pero les encanta tomarla con los locos y con los tullidos. Es algo que no me cabe en la cabeza.

—Tonterías… En todos los pueblos del mundo se ríen de los locos.

—No, en el nuestro los vuelven locos para tener de qué reírse.

—Exageras. Eres más terco que una mula. ¿Qué estábamos diciendo del tabaco?

Yerásimos bostezó y se frotó los ojos:

—Déjalo para mañana, así tendremos algo que contarnos. A ver si dormimos un par de horitas.

El primer oficial se levantó y se sacudió la ceniza del pantalón.

—Voy a echar un vistazo arriba. Ya sabes, el viejo se distrae algunas veces sobre la batayola.

—¿Se duerme?

—No exactamente. Cómo decirte… Se embota.

—El pobre. ¿Cuántos años tiene?

—Ya tiene más de sesenta y cinco. ¡Cómo pasa el tiempo! La tira de años de capitán, y antes fue marinero, Yemitsís…

—Buenos días, me voy a imitar a los muertos.

Al marcharse el oficial, corrió la desteñida cortina carmesí.

La guardia

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