Читать книгу La guardia - Nikos Kavadias - Страница 5

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PRIMERA GUARDIA

—No lo fuerces, ¿entendido? Vas dando bandazos a derecha e izquierda, y por eso va escorado. Con tus golpes de timón, hemos consumido una tonelada de carbón. Te lo tengo dicho un montón de veces, requiere suavidad. Si hubiera corrientes, todavía, pero así…

—No es culpa mía, oficial Yerásimos. No hay quien lo gobierne. Llevamos dos pies más de calado en la proa.

—Así que ahora me vas a enseñar a navegar, Polijronis… ¿Dónde está Diamandís?

—Ha ido a ver las millas —murmuró el relevo.

—Pero ¿quién se lo ha mandado? ¿Qué millas?

—No sé.

—Me parece que aquí todos nos tocamos los huevos. —Se apoyó en la barandilla, cogió los prismáticos y dijo:—¿Pilotando así, puedes ver bien la luz verde?

—Sí.

—Mantente igual, sin perderla de vista.

—Sin perderla de vista.

El radiotelegrafista subió sin que lo oyeran y se detuvo junto a él:

—Hola. Te he enviado el informe.

—Sí, lo he recibido. Algo se está cociendo en el cabo de Hong Kong.

—Aún estamos lejos. Hasta que lleguemos allá arriba…

—Todo llega. Dime una cosa, ¿tú cuándo duermes?

El radiotelegrafista se encogió de hombros:

—Una o dos horas al mediodía, y otro tanto al amanecer.

—¿Tan poco?

—Durante unos cuantos años, me tocó hacer la peor guardia en los paquebotes, de doce a cuatro, y no la cambiábamos. Perdí el placer del sueño, de despertarse y volverse a dormir un rato…

Diamandís subió, como un ladrón, abotonándose la bragueta. Escupió la colilla, la aplastó con el pie y se acurrucó en el alerón.

—Conque en los paquebotes, ¿eh? Cuenta, cuenta —dijo el primer oficial.

—Montones de gente, barullo, un puerto cada día. No se ahorra un céntimo. Toda se te va en taxis. Las parejas se meten mano delante de tu camarote y no te dejan pegar ojo. Tienes y no tienes camarote.

—¿Por qué lo dices?

—Porque ya me dirás dónde van a dormir, si no, los enchufados que viajan en cubierta. ¡La de veces que me ha tocado dormir en las butacas! ¿Nunca has trabajado en un paquebote?

—Una vez, por seis meses, pero lo pagué caro.

—¿Por qué lo dices?

—Termina tú y después te lo cuento.

—El pasajero. Eso sí que es carga. Peor que el mineral o el grano de lino. Aunque lleves a tu mejor amigo, a tu propio hermano, como quien dice, y te hayas desvivido por él durante todo el viaje, en cuanto sale del barco, si te he visto no me acuerdo. Ni siquiera se despide. Parece mentira, ¿eh?, pues se olvida de ti, sí señor.

—A lo mejor no es culpa suya. A lo mejor está aturdido.

—Y la tripulación, niñatos vestidos con el traje de salida tres horas antes de que se divise el puerto. Con todos los malos hábitos de los pasajeros: «¿Cuándo llegamos?, ¿a qué hora?, ¿habrá marejada?, ¿habéis recibido el parte meteorológico?». Corruptos, miserables. Como cuervos en la barandilla, esperando la carroña. Pobre de la huérfana que viaje sola, de la infeliz viuda que vaya con el hatillo en la mano.

—Un momento. ¡Diamandís!

El agregado apagó el cigarrillo y se acercó.

—Te tengo dicho que no fumes durante la guardia. Corre al proyector y pregúntale a ese marinero de agua dulce que se nos va a cruzar el nombre y el destino. Despacito, para que te vea.

—¿Y después?

—Después me harté del Mediterráneo. Me embarqué en un buque de los grandes, con una compañía que cubría la línea de Australia: Génova, Port Said, Adén, Colombo, Freeman y Melbourne. Treinta días de travesía. Eso era disfrutar del mar. ¡Si hubieras visto cómo embarcaban los emigrantes en Génova! Los altavoces vociferaban en cinco lenguas. Una confusa y variopinta muchedumbre, cada cual con su religión, y todos sin fe. Iban a empezar de nuevo. Muchos llevaban aún el número del campo de concentración en el brazo. Mujeres que se iban contigo por un cigarrillo, por una copa, por nada, porque les daba pereza negarse. En cuanto llegábamos al último puerto, me echaba a dormir y, cuando despertaba, se los había tragado a todos la bruma de Yara-Yara. ¿Dónde se había metido aquel estruendo, el zumbido que durante tantos días me había acunado, que detestaba y me atraía al mismo tiempo? Cubiertas desiertas, sillas rotas, periódicos en todas las lenguas, libros hebreos, peines, sobres vacíos… Bueno, ya sabes. Y, después, la manga a presión lo barría todo de un golpe.

—Me imagino lo que harías con las judías. No te lo has debido de pasar nada mal tú.

El radiotelegrafista permaneció callado. Prendió una cerilla, la levantó por encima de él, como si tratase de distinguir a la débil luz de la llama los ojos del oficial, y la apagó sin encender el cigarrillo.

—No, nunca en el mar. Llevo veinte años entre chatarra y nunca he mancillado mi litera. Trae mala suerte. Cuando me gustaba alguna, y a ella le apetecía, nos íbamos a algún hotel del puerto, nunca a bordo.

—Rarezas. Todos los que trabajáis de radiotelegrafistas estáis zumbados. La corriente os afecta a la cabeza. ¿Por qué te hiciste radiotelegrafista? Ibas para capitán.

—No iba para nada. Solo quería navegar. Los que comenzaron conmigo recibieron su título al cabo de cuatro años. Y tú no has sido menos. A mí me gusta la proa. Estar despreocupado. Muchos capitanes paisanos nuestros comenzaron a darme consejos. Otros se reían de mí y me señalaban con el dedo. Me picó el amor propio. Me preparé para obtener el grado de oficial de segunda. Entonces me encontré un día con un armador primo de mi madre. Era la única persona que me comprendía y me perdonaba. Siempre me daba trabajo, sin preguntarme por qué navegaba. Se lo conté. «Hazte radiotelegrafista», me dijo, «antes que destrozar una proa, más vale que te cargues una emisora». Bebía bastante, ¿comprendes? ¿Tú has obtenido el grado de capitán?

—No —susurró—. Todavía no. Y no sé si lo conseguiré alguna vez.

—¿Por qué dices eso? Conoces tu oficio como pocos.

—Como si eso tuviera algo que ver. No es suficiente. ¿Nunca te han contado? ¿No has oído habladurías?

—No.

—Entonces, escucha. Obtuve el título de oficial de tercera mientras hacía la mili. Cuando me licencié, me embarqué de tercerito. Al cabo de dos años, ascendí a segundo, sin examen. Volví a zarpar y estuve navegando dos años y medio. Me faltaban seis meses para conseguirlo. No tenía dinero ahorrado, pero deseaba el título. No es que me fueran a colocar de primero con veintiocho años y sin padrinos, pero lo quería, así, sin más, por el gusto de tenerlo en el bolsillo. Un pariente lejano me recomendó, y me embarqué como segundo en un paquebote. A mí tampoco me gustaban los paquebotes. Me daban asco. Cubríamos. Cubríamos la línea de Alejandría - El Pireo - Bríndisi. No tardé en aprender a trapichear para sacarme unas perras. Que si una redecilla para el pelo, que si una bata de seda, unas piedras para el mechero, un poco de papel de fumar… El contrabando no es pecado. Lo compras con tu dinero. No robas a nadie. Drogas, ni hablar. No me lo permitía mi orgullo. Mientras no perjudiques a los demás, pensaba, no tienes nada que temer. Salía a dos o tres mil dracmas por viaje. Bastante dinero para la época. Al cabo de tres meses, había reunido el dinero necesario para la academia, y hasta me sobraba. Teníamos un pequeño solar en Atenas, un terrenito de nada. Pensé que era el momento de levantar cuatro paredes, que la vieja tuviese dónde cobijarse. ¿Te acuerdas de mi madre?

—Sí. Comimos una vez en tu casa. Recuerdo que mató un gallo. Nos bebimos un buen Robola, que se nos subió a la cabeza. No le quitábamos el ojo de encima a aquella chiquilla que se había traído del pueblo.

—¡Angélica!

—Sí, esa. Todo un bombón, y tu madre, como quien no quiere la cosa, la mandó a hacer unos recados. Una mujer lista.

—¡Y que lo digas! Un mes antes de desembarcar ya había reunido veinte mil dracmas. Y, ahora, a dar el golpe, pensé. Lo invertí todo. Al cabo de tres días, lo habría multiplicado por diez. La vieja (Dios la tenga en su gloria) se había olido algo y no me perdía de vista. «Por el alma de tu padre, por el mar en que navegas, corazón mío, no te metas en negocios sucios», me decía.

»Lo negué todo y la recriminé. Volvimos de Alejandría un jueves por la mañana. Una vez fuera de la aduana, con la mercancía asegurada, un poco más allá de la iglesia de Ai Nikolaos me detuve a respirar. Se acabó la pobreza, me dije. Empecé a hacer cuentas… Cómo me encontré en la cárcel al mediodía, cómo pasé por la justicia (dieciocho meses de cárcel), todavía no me lo explico. ¿Un chivatazo? ¿Delatada la mercancía? ¡Si dijeras que había hecho daño a alguien! Envidia. Desde luego, tal palo no me lo esperaba. Menudo palo. Me quedé sin blanca, te digo, más pobre que las ratas. Con veinticinco dracmas en el bolsillo y mil que me tenía guardadas mi madre. ¡Qué valor demostró! Dura como una roca. En el momento en que me metían entre rejas, me sonreía. Una sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo. La dejaban verme una vez a la semana. Nunca me reprochó nada: “Ánimo”, me decía, “estas cosas pasan. Cuando salgas, que Dios lo quiera pronto, lo olvidaremos todo”.

»Cómo salió adelante, nunca lo supe, ni tampoco se lo pregunté. Un domingo de invierno, al mediodía, vino con una fiambrera. Bañada en sudor, toda sofocada, con su viejo vestido negro y los zapatos agujereados y polvorientos. “Te he traído tu comida favorita: cocido de gallina. Cómetelo ahora, que no se enfríe”, me dijo. Le contesté: “Escucha, madre, nos lo vamos a comer juntos; si no, no pruebo bocado, y me vas a decir enseguida por qué has venido andando”.

»Puso el grito en el cielo: “Hijo mío, tú no estás bien de la cabeza. Llevo comiendo desde que me he levantado. He venido en el tranvía. ¡Andando iba a venir! ¿Te has vuelto loco o qué?”.

»Por primera vez (estoy seguro de ello), mentía. Faltaban las patas y la cabeza de la gallina. Al levantarse para irse, me puso en la mano un billete de veinte dracmas y cinco cigarrillos negros de Kalamata: “Volveré el jueves, hijo, es fiesta y dejan entrar. Ten ánimo”.

»A través de los barrotes de la ventana, la vi avanzar encorvada. ¿Quién me mandaría mirar? Unos niños jugaban en la calle. De repente, tropezó con una piedra y cayó de rodillas. Entonces un bastardo, un gamberro, un hijo de puta de unos ocho años, se le acercó por detrás y la empujó. Cuando me recuperé, había doblado ya la esquina. Los infames seguían riéndose. Dos días más tarde, me llamó el director por la mañana. Se me puso un nudo en la garganta.

»—En fin, somos seres humanos... —me dijo en tono paternal—. Todos acabaremos igual.

»Me atreví a preguntarle quién la había recogido, a dónde la habían llevado.

»—Pues el Ayuntamiento. ¿Quién si no?

»Cuando salí de la cárcel, no encontré ni una cacerola en la casa. Me enrolé como marinero en un barco panameño. Volví a los tres años y trasladé sus huesos al pueblo. Le hice una tumba de mármol, y alrededor pusimos macetas con flores, que tanto le gustaban. Hace ya once años que se nos fue la cefalonia. Desde entonces no he vuelto a acariciar a un niño. No doy caramelos ni a mis sobrinos. Solo patadas, en cuanto tengo ocasión. Son unos desalmados, los niños.

Se dio la vuelta para ver al radiotelegrafista, pero ya había bajado las escaleras sin dar los buenos días.

—Diamandís, releva las guardias y vete a ver las millas.

Una aurora amarillenta; la cara del primer oficial pálida como la cera.

La guardia

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