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CAPÍTULO 2. LA SALA DE LA VARA

La habitación en la que toman el té es espaciosa y redonda, como todas las que hay dentro del gran árbol. Una pequeña chimenea arde en la pared frontal, caldeando la estancia y dos sillones de orejas orientados hacia el hogar acogen a ambas mujeres. En una de las paredes del fondo hay un altar con tres urnas de cristal. Ópula no distingue lo que hay en el interior de cada una, pero, sea lo que sea, emite una delicada luminiscencia.

Su majestad ha pedido una tetera y un selecto surtido de dulces típicos del reino: obleas de bellota, tortas de boletus dulces, bizcocho de calabaza, bollitos de batata confitada, galletas de avellanas con glaseado de nueces y pastel de bayas del bosque. El aroma de todos estos manjares se eleva por el ambiente hasta difuminarse con la fragancia de mantequilla tostada proveniente de las antorchas.

—Ahora, querida, voy a explicarte el secreto de la Vara. Verás —la Reina de las Hojas se acomoda en su sillón cruzando una pierna sobre la otra. Toma un sorbo de té de castaña y cierra los ojos para saborearlo con placer—, es mi preferido —confiesa. Ópula asiente con un golpe de cabeza sin dejar de mirar solemnemente a su interlocutora—. Come una galleta, querida, esto es una reunión informal y necesito que estés cómoda. —Ópula vuelve a asentir, esta vez más relajada, y elige una galleta de mantequilla de cacahuete. Su majestad esboza una franca sonrisa de aprobación—. Creo que eres una tukta lista, Ópula, y como tukta lista que eres, seguramente conocerás el simbolismo que tiene la Vara del Tiempo. —La reina observa a Ópula, expectante.

—Yo creía que era un acto simbólico. ¿Hay algo más?

—Siempre lo hay — la reina sonríe—. Medítalo durante unos segundos.

Ópula sorbe su té con prisas, absorta en las paredes de la sala mientras mastica una galleta tras otra.

—Supongo que para garantizar el éxito del Pacto de la Continuidad, cada reino debe aportar algo que lo caracterice —resume.

— ¡Exacto! — la reina deposita su taza de té sobre la mesa, acercándose un poco hacia la tukta y bajando la voz—. La Vara debe ser energetizada con algo que capte la esencia del reino que la entrega.

— ¿Y yo tengo algo que hacer al respecto? —inquiere con una galleta a medio camino entre el plato y su boca.

—Desde luego, pequeña, esa es la verdadera función del portador de la Vara. —La reina vuelve a arrellanarse en su sillón—. Tu trabajo consiste en buscar algo, una situación, objeto, cosa, ser o elemento, que lleve en su interior la esencia del reino que estás visitando.

—Pero…, pero ¿dónde se supone que debo buscar? —titubea Ópula.

Su majestad se incorpora y se acerca a ella.

—Mírame —pide. Ópula obedece y se encuentra con unos profundos ojos castaños cuyo color roza los tonos a medio camino entre el amanecer y el atardecer—, estás perfectamente capacitada para el trabajo por el que has sido llamada. No permitas que mis palabras te amedrenten, en realidad es más fácil de lo que parece. Sólo tienes que permitirte sentir. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí, pero…

—Adelante, sin miedo —la anima la reina.

— ¿Todos los portadores han conseguido finalizar su encargo?

— ¡Por supuesto! Y tú también lo harás, pequeña, tienes mi entera confianza. Una cosita más…, oh, no abras tanto esos ojos, relájate. Viajarás por los cuatro reinos para buscar el elemento energetizador, pero no temas, yo misma he elegido los lugares a los que te proyectarás. Una vez allí, sólo debes dejarte llevar por tu intuición y encontrar lo que la Vara requiere. —La reina la observa durante unos segundos. De repente su rostro es formal, aunque sin perder la serenidad que la caracteriza—. Cuando hayas recorrido los cuatro lugares, deberás ir al más sagrado de todos. Atiende bien, chiquilla, que esto es importante: en la Ciudad de Cristal se encuentra el taquión del corazón. El taquión almacena todos los registros que pertenecen a este mundo y está, a su vez, conectado con otros doce taquiones. Deberás entregar la Vara del Tiempo al taquión del corazón. Es una tarea muy importante.

La tukta levanta la barbilla y asiente con actitud solemne. La Reina de las Hojas la coge de la mano, sonriente, y se la lleva hacia el rincón donde descansan las urnas.

—Como ves hay tres urnas, una por cada reino. El nuestro no cuenta porque ya estamos en él. Y, como bien sabes porque eres una tukta y las tuktas domináis esta técnica, viajarás mediante proyección fractal. La conoces, ¿verdad?

—Es la primera técnica que se nos enseña. Como vivimos entre dimensiones, es de vital importancia que aprendamos el arte de la proyección fractal para movernos a nuestro antojo.

— Y consiste en… —la pone a prueba.

— …en usar el principio holográfico de nuestro universo, que dice que cada parte o fractal contiene el todo en sí mismo, para proyectarnos y viajar por los distintos lugares y planos. Usamos la energía como contacto, como puente de enlace.

—Bien. Como ya estamos en el Reino del Otoño, no te será necesario ningún elemento fractal. Yo misma pensaré en el lugar al que te quiero enviar y te proyectaré hacia allá. Una vez finalices tu trabajo simplemente deberás conectarte con la puerta o vórtice energético que habré creado y regresar. Cuando estés de vuelta me encargaré de sellar la puerta debidamente. Una puerta es un lugar de salida y de entrada, nunca se sabe lo que puede pasar dejándola sin vigilancia. ¡Ah, por cierto! —exclama dándose un gracioso golpecito sobre su frente—, casi me olvido. Te quiero presentar a un muy buen amigo.

La reina emite un sonido un tanto extraño con la lengua y al instante entra en la sala un champiñón lleno de pecas. Lo curioso es que las pecas no las tiene en la cara, situada en el tallo o pie, sino en la parte del sombrero.

—Este es Diantyhus.

—Hola, soy una tukta y me llamo Ópula.

—Encantado de conocerte, yo soy Diantyhus, el boletus pecosus y pertenezco a la familia de los Crocus. Mi familia ha sido la encargada de velar las bibliotecas asociadas al reino dévico desde siempre. No creas que nos pasamos el día plantados en medio del bosque, como champiñones vulgares —el boletus gira todo el cuerpo para mostrar su desacuerdo—, oh, no, no somos champiñones, es un error confundirnos con ellos. Yo soy un boletus pecosus que, repito, no tiene nada que ver con un champiñón.

—La apariencia es parecida —se atreve a opinar Ópula. Diantyhus emite un chasquido que sale de alguna parte de su tallo.

—Meras apariencias, sólo los tontos se dejan llevar por las superficialidades. Los Crocus no somos champiñones.

La reina interviene con tiento.

—Técnicamente, mi querido y sabio Diantyhus, los boletus y los champiñones son del mismo reino: fungi.

—Cierto, pero ellos pertenecen a la familia de los Agaricaceae y nosotros a la de los Crocus. Es muy distinto, majestad —el boletus levanta su sombrero para darle énfasis a sus palabras— muy, pero que muy distinto.

La reina le guiña un ojo a Ópula, divertida.

—Bien, hechas las presentaciones, podemos ir creando el vórtice energético para la proyección fractal. ¿Estáis preparados? —Ópula y Diantyhus exclaman un fuerte ‘sí’ y los tres se encaminan hacia las urnas.

La reina se sitúa frente al lugar donde estaría la urna del otoño y cierra los ojos durante unos minutos, concentrándose. Realiza unas cuantas respiraciones, abre los brazos como si fuera a abrazar a alguien y traza con las manos unos movimientos en el aire. A continuación, se forma en medio de la sala un agujero que flota a tres palmos del suelo. Es transparente, como si estuviera hecho de agua.

— ¡Ya está! —exclama, alegre—, ya he creado el vórtice a través del cual iréis al lugar que he elegido. Diantyhus ya lo conoce —el boletus mueve el sombrero en señal de aprobación—. Se trata del pantano de las hojas caídas. Y ahora si me disculpáis, me temo que tengo deberes que requieren de mi presencia, por mucho que esté disfrutando de este momento.

La reina se acerca a Ópula y, acariciándole los cabellos, le ofrece una varita de cristal de unos 10 centímetros que se funde con su esfera de la permanencia.

—Mantenla ahí. En cuanto encuentres la fuerza para energetizarla, brillará. Confío en ti, pequeña, si dudas, deja que tu luz te guíe.

Diantyhus coge la mano de Ópula y ambos se introducen en el vórtice energético para proyectarse hacia el pantano de las hojas caídas.

LAS LARVAS ENCUENTRAN A CLARA

Las larvas crean un vórtice a través del cual proyectarse para encontrar a la causante de la lucecita que se veía en el mapa de los pensamientos del Señor del Olvido. No pueden permitirse más lucecitas. Hay demasiadas ya y empieza a ser un peligro. Se materializan en una casa adosada. Observan a su alrededor, están en el mundo de los humanos. En ningún otro mundo las noches estrelladas de luna llena son tan bellas. Eso lo saben, son tan y tan viejas que han viajado por todo el universo. La mujer cuya luz brilla en el mapa con más intensidad de la habitual duerme en su habitación. Es una habitación espaciosa, con una chimenea, un baño, un secreter, un sofá minúsculo y una ventana con un pie de banco para poder sentarse y observar el jardín.

Las larvas se acercan a la mesita de noche y comprueban que es una mujer adulta. Es raro, normalmente suelen ser jóvenes. Tiene el pelo castaño y lo lleva por encima de los hombros. Duerme con serenidad. Ven su cuerpo de luz envolviéndola y tienen que cerrar los ojos ante el brillo. Se relamen. Es hora de comer, se aproximan a ella y golpean al unísono esa burbuja de luz mientras luchan por crear una brecha.

Al cabo de mucho esfuerzo y sin apenas haber logrado hacer un pequeño agujero, una de ellas observa la muñeca derecha de la mujer. Lleva un brazalete de ónix negro. Si la larva hubiera podido maldecir, lo habría hecho, pero sólo puede observar y obedecer órdenes. Lo que ve una de ellas también es visto por su Señor del Olvido.

—Vaya, vaya —aprecia el Señor del Olvido en su cueva del pliegue del tiempo—, de modo que esta mujer conoce las propiedades de algunos minerales. Ónix negro, qué lista, la piedra de la protección energética—. Adelante, mis niñas, ese brazalete apenas tiene fuerza. Ni siquiera se ha molestado en mantenerlo limpio y cargado. Estos estúpidos humanos, no saben que las piedras son mucho más que piedras y absorben cualquier carga que se les ponga delante. Sin una higiene óptima, pierden sus propiedades. Jajaja.

Cuando amanece, Clara abre los ojos y siente una extraña pesadez en todo su cuerpo. Le duele la cabeza como si un martillo le estuviera aprisionando ambas sienes y tiene ganas de vomitar. Lo peor de todo es que apenas posee fuerzas para ponerse en pie y encarar el largo día que le queda por delante.

—Ya es triste tener que salir de la cama cuando sólo anhelas regresar a ella. Estoy agotada, —murmura Clara mientras se sienta sobre el colchón y se aparta el flequillo de la cara—. Ha sido real. Ha sido real. Acabo de estar en el interior de un árbol. Había muchas estancias y estaban amuebladas. —Desliza una mano por la cabeza para despeinarse, abrumada—. Y he visto un champiñón que hablaba. También había una chica muy graciosa con el pelo color malva y tenía en la cabeza el mechón más tieso que he visto en mi vida. —Se tapa el rostro con ambas manos—. No estoy loca. Sé lo que he visto. —Aguanta unos minutos en esta posición tratando de serenarse. La mañana va cayendo lentamente sobre el jardín cubriéndolo de los tonos dorados típicos del otoño. Unas hojas corretean por el suelo persiguiéndose unas a otras y la brisa empieza a augurar los días de invierno.

—¿Qué me está pasando? —Suspira con resignación y se rasca los ojos para espabilarse. El trayecto de su cama hasta la ducha se le hace kilométrico—. Venga, Clarita, te sentará bien un poco de agua y una buena taza de café bien cargado. O dos.

Al sentir el chorro de agua cayéndole sobre la cabeza, suspira de nuevo:

—Puede que necesite tres.

Galantus Nivalis

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