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5. Fotos viejas
ОглавлениеLlegué a casa de Elora hecha una furia. Le conté todo lo que había ocurrido en el Bardaya, la conversación con mi hermana, y que había descubierto las mentiras de ambas. Tras escudarse en absurdas excusas durante unos diez minutos, acabó yendo a buscar las piezas del puzle inconcluso que me enseñaba a diario: las fotos que había sacado del álbum por petición de Melisa. Todas eran fotos en las que aparecía Adán y, curiosamente, en algunas estábamos en aquel bar que había visitado hacía una media hora. Allí estaba, rodeándome con sus brazos tatuados en muchas de las fotografías. No recordaba nada, pero lo que sentía por él era tan vívido… Melisa aparecía con nosotros en un par de fotos, y Elora y Nezar también. Todos formaban parte de aquel complot para que mi mente no regresara hasta aquel tipo. Y quería saber por qué.
—Quiero la verdad. Ahora.
—No creo que la verdad te ayude a recuperar la memoria. Es más, pienso que solo vas a conseguir que te de un ataque —dijo mi amiga.
—¡Que me lo cuentes! A estas alturas ya intuyo que fue el causante de mi accidente, así que explícamelo todo, si no, sí que voy a tener un ataque, y tú un moratón en la cara.
—Bueno, menos violencia, ya te lo cuento. Tu hermana va a matarme, pero en fin… ¿No prefieres esperar a la semana que viene? Cuando ella esté aquí podemos hablar las tres…
—Me importa una mierda mi hermana. ¿Qué pasó el día que me estrellé? —exigí —. Basta de excusas, Elo.
—Era un cabrón, Herz, después de años de exprimirte como un limón, decidió dejarte. Así, de la noche a la mañana. Tú no lo soportaste y…
—¿¡Quieres decir que intenté suicidarme!?
—Pues no lo sé… Nunca quedó claro, la verdad. Por eso no queríamos decírtelo. No sabíamos cómo te iba a afectar… El caso es que cogiste el coche, subiste el puerto con el acelerador a fondo. El coche patinó a causa de la nieve y te saliste de la carretera, hasta atravesar los pinos… Lo siento mucho.
—¿Soy el tipo de persona que se quitaría la vida? —pregunté.
—No lo sé. Pero conocías ese alto como la palma de tu mano, y sabías que estaba helado…
—No puedo creerlo…
—Lo siento mucho, de verdad.
—¿Dónde está él?
—¿Adán?
—Sí, tengo que verlo —aseguré.
—Imagino que la culpa lo hizo polvo, porque desapareció tras visitarte en el hospital y saber que estabas en coma y que nadie sabía si sobrevivirías...
—Dios, tiene que haber una forma de localizarlo…
—Pero ¿para qué, Herz?
—¡Yo que sé, Elora! ¡Igual me ayuda a recordar más cosas!
—¿Ves? Esto es precisamente lo que tratábamos de evitar, que te obsesionaras…
—Pero ¿cómo no voy a obsesionarme? —sollocé.
—Shhh, ven aquí, ya está —me consoló—. Hay más cosas que has recordado, por ejemplo, te acordaste de la dedicatoria de Ortiga, eso es genial.
—Eso no es más que un recuerdo selectivo, no me lleva a ningún lado. En cambio, ver a Adán quizá active la chispa que me falta para que todo regrese a mi mente…
—El doctor Lujan te dijo que eso no se puede acelerar, ¿no? ¿Por qué no te alegras de estar progresando y dejas que las cosas sucedan despacio? No te quedes esperando los recuerdos, vive, sé feliz, y si vienen, estupendo.
—Qué fácil es para ti decir eso… —me quejé.
No pensaba hacer ningún caso a su consejo. Sabía dónde tenía que buscar pistas sobre el paradero de Adán. En parte lo necesitaba para recuperar la memoria, y en parte para llenar un preocupante vacío sentimental… Era hora de enfrentarme al infierno blanco del puerto y hacerle una visita a la abuela. Claro que no pensaba contárselo a mi amiga.
—¿Qué quieres decir con que era un cabrón, Elora?
—Joder, Herz, pues eso, que era un auténtico cabrón. No hacía más que mirarse su propio ombligo, siempre hacía lo que le daba la gana y no paraba de hacerte daño. Yo nunca congenié con él, ni yo ni nadie. No tenía ningún interés en hacer amigos, ¿sabes? Como si estuviera incapacitado para relacionarse. Tú no dejabas de darle oportunidades y siempre volvía a defraudarte.
—El típico egoísta —completé.
—No, Herz, era mucho más que eso. Era tan desapegado contigo… Solo parecía necesitarte cuando te perdía. En cuanto tratabas de olvidarlo, regresaba, y tú dejabas que lo hiciera, una y otra vez. Era alarmante. No te dejaba ser feliz. Hablamos contigo, miles de veces, pero siempre recaías, por mucho que te esforzaras. Lo amenazamos, pero nadie es capaz de intimidar a ese tío. Ya no sabíamos qué hacer para dejar de verte sufrir. Y a él le daba igual verte así, no le afectaba tu dolor, era como si fuera inmune… Menudo cerdo.
—Vaya… —musité.
—Sí… Nos desquiciaste a todos. Quisimos abofetearte muchas veces. No comprendíamos cómo te dejabas torturar así…
—Pero ¿a qué te refieres exactamente con que no me dejaba ser feliz? ¿Qué me hacía? —interrogué.
—¡Ay, Micaela, te empeñas en pasarlo mal! Pues te era infiel, te trataba como a una mierda, desaparecía, te dejaba… Y lo peor: te dominaba, tenía un poder infinito sobre ti. Cuando él quería que volvieras, volvías. Sabía que lo amabas por encima de todo y lo utilizaba en su favor. Cuando conocías a otro tío o tenías la oportunidad de salir fuera de León para olvidarlo, hacía lo imposible por demostrarte lo mucho que le importabas y la falta que le hacías. Y a la mierda tus relaciones y tus oportunidades, una vez que regresabas a su lado, volvías a ser una desgraciada. Pero parecía que te gustaba…
—A lo mejor se veía así desde fuera…
—Mira, el corazón de ese tío era un pequeño burdel con el aforo completo. No tenía ningún escrúpulo a la hora de triturar el tuyo. Se había hecho experto en el delicado arte de pulverizar a quien quisiera amarlo, y eso debía de resultar un desafío para alguien tan masoquista como tú. Ahí residía todo el encanto que le veías: era inalcanzable. No podía ser tuyo ni de nadie. Motivo suficiente para desearlo, muchas lo deseaban, no solo tú. Además nadaba en dinero —volvió a la carga.
—¿Y a mí me importaba eso? —me sorprendí.
—No. La verdad es que nada en absoluto. Igual por eso te quería, a su manera, porque eras la única que lo amaba por cómo era… Nunca intimó con nadie como contigo, pero era incapaz de dejar de hacerte daño. Y tu conciencia te advertía del peligro, pero la apartabas de un manotazo y te tirabas de cabeza al gélido océano de su mirada gris, que no era más que una tela de araña invisible. Pobre estúpida… Casi te dejas la vida intentando que te amara…
—Pero has dicho que me quería… —Traté de entender mi comportamiento.
—Sí, bueno, quién sabe… He dicho que lo hacía a su manera. Y su forma de quererte era dañina. Pero estabas completamente enganchada a ese amor.
Empecé a encajar algunas piezas. Quizá por eso tenía esa idea del amor ligada al dolor que tanto ataca el doctor Luján.
—Por eso Herzeleid, ¿no? —divagué con la vista perdida.
Por eso mismo, sí. Te autobautizaste así a los diecisiete. Fue cuando aprendimos la verdad, como dice la canción: nunca seríamos las reinas del instituto. Tampoco es que tú quisieras serlo, preferías pasar desapercibida, no como Melisa. Por aquel entonces pretendíamos ser distintas, no queríamos ser unas aspirantes más a cuerpo diez y cabeza cero, y tú habías descubierto a los Rammstein. Luego leíste Los amores lunáticos, de Lorenzo Silva, donde había una chica que tampoco era la reina del instituto, pero enamoraba al protagonista —un chico también distinto— con su melena negra y su piercing en el labio, y llegamos a la conclusión de que el nombre te quedaba como un guante: Dolor de corazón. Yo te consideraba una sufridora, pero aquel nombre era como una bandera para ti, te llenaba de orgullo, no de autocompasión. La contundencia del alemán le restaba lo hortera y lo cursi y le sumaba la crudeza con la que tú lo sentías, grabado a fuego. A los diecisiete cambiaste, renaciste de tus cenizas, y eso era lo que para ti significaba Herzeleid, un «he sobrevivido», un «he perdido la inocencia», un «he sangrado, pero yo sola me he cauterizado la herida», un «cuidado con la rosa, pincha».
Suspiré.
—Pero como por fuera seguías pareciendo tan dulce y tierna como una magdalena empapadita en leche —siguió—, decidiste espinarte con el piercing del personaje de Silva y otros que vendrían luego. Y diez años después, sigo llamándote por ese nombre y soy de las pocas personas que saben qué significa.
Qué impotencia. No recordaba absolutamente nada de eso, pero sí la letra de la canción de Rammstein:
Bewahret einander vor Herzeleid
denn kurz ist die Zeit die ihr beisammen seid.
Denn wenn euch auch viele Jahre vereinen einst werden sie wie
Minuten euch scheinen.
Herzeleid.
Bewahret einander vor der Zweisamkeit.[2]
—Creo que en ese momento fue cuando te enamoraste de la bestia, como tú solías decir —continuó mientras yo la observaba con los ojos como platos—. Cuando te enganchaste al amor doloroso, cuando aceptaste que era así. Aquel amor era enfermizo y dañino y te devoraba por dentro como una piraña.
Es curioso cómo el daño puede ser adictivo y reconfortante; como esas heridas en las encías que uno no puede dejar de rozar con la lengua a pesar del escozor.
—Adán se convirtió en una droga para ti, te corroía las entrañas, pero el síndrome de abstinencia era peor. Aquella falta de aire te hacía sentir más viva que nunca, como si la verdadera felicidad no consistiera en alcanzar el placer, sino en descansar del dolor. Por eso te volvías loca de dicha cuando él se dignaba apenas a mirarte, cuando el monstruo reparaba en la devastación que había causado a su alrededor y te daba un día de tregua. Períodos de luna de miel, como los llaman en psicología criminal. Parece que todo lo demás ha merecido la pena. Y lo obvias, lo olvidas, y te quedas solo con lo dulce, lo idílico, que muchas veces está cubierto de maquillaje. Lo que no borra el maquillaje son las cicatrices. Y te convertiste en un ser decrépito, mendiga de cariño, dependiente hasta la náusea.
Dios mío… ¿De verdad había sido así?
—Llegaste a convencerte de que preferías sufrir si eso suponía seguir a su lado, de que el sufrimiento sería mayor sin él. Preferías tropezar con su desprecio que hacer el esfuerzo sobrehumano de esquivar sus patadas y alejarte. Estabas dispuesta a recibir puñaladas antes que no tenerle, a soportar el sufrimiento de su despotismo antes que el de su pérdida.
Qué poquito nos queremos a veces… Y es cuando el monstruo gana la partida.
—Yo creo que te perdiste en la atracción sexual, tan poderosa que, a veces, es muy difícil distinguirla del amor. El misterio que envolvía a Adán era realmente magnético. Un niño bien que bajo su camisa blanca ocultaba tatuajes carcelarios. Pianista de élite, capaz de sublimarte con Tchaikovski y de interpretar a escondidas melodías de metal gótico. Lo expulsaron del conservatorio por tocar delante de un auditorio de más de dos mil personas una balada satánica en lugar de un arreglo de Beethoven. Un rebelde sin causa, un espíritu errante. Te sorbía la esencia, consumía tu energía. Sin alma ya solo eras carne y, como es lo único que quería de ti, cada instante te parecía el cielo. Estabas tan borracha de deseo que se lo entregabas todo, ya sin fuerzas, convencida de que ese era tu premio, de que obtenías algo valioso a cambio. Mentira. Acababas de firmar tu sentencia y de colocarte tú solita los grilletes, Mica.
La escuché hablar, como ausente. No me miraba, y sus ojos se llenaron de un brillo acuoso. Lo está pasando peor que yo con todo esto.
—Yo solía rezar para que fuera él quien te dejara, ya que a ti te resultaba imposible, antes de que tus huesos secos cedieran al abuso de la crueldad y se partieran. No podías más con el peso de aquella relación, pero la adicción era más fuerte. Intentabas desintoxicarte y él siempre te hacía recaer, una y otra y otra vez, hasta que logró que te odiaras a ti misma. Estabas anulada, y lo peor era que él lo sabía y lo disfrutaba: era un psicópata. Entonces no sabías el maltrato psicológico al que te sometía, ni lo mucho que eso te marcaría de por vida. Y cantabas canciones de Rammstein y pensabas que la única forma de evitar el dolor era protegerse de estar juntos, era no amar a nadie.
—Te lo hice pasar mal, ¿eh? —Traté de romper el silencio que nos caía encima como una lluvia muy fría.
—Fue un calvario para los que te queríamos, Mica —explicó—. Pero nadie lo pasó peor que tú. ¿Entiendes ahora por qué tu hermana y yo tratamos de evitarte todo esto? Si hubieras podido escoger antes del accidente, te habrías sometido a un borrado de memoria voluntario, créeme. Creo que solo así habrías podido empezar de cero. No es que yo deseara esto, bien lo sabe el cielo, pero… ya que ha ocurrido, aprovéchalo. Porque temo que, si lo recuerdas, caigas otra vez en sus garras. No lo busques, Mica. Prométeme que no lo buscarás.
[2]. Preservaos el uno al otro del dolor de corazón / porque el tiempo que pasaréis juntos es corto. / Incluso si estáis unidos durante muchos años, / algún día os parecerán minutos. / Dolor de corazón. / Protegeos el uno al otro de estar juntos. (N. de la A.)