Читать книгу Amar a la bestia - Nohelia Alfonso - Страница 4
1. Déjà vu
ОглавлениеOtra vez ese sueño. O más bien pesadilla. Me preguntaba si tenía que ver con todas las drogas que el psiquiatra se afanaba en hacerme engullir desde el accidente, o si por el contrario, y a pesar de lo que todo el mundo intentaba negar, tenía algún tipo de significado transcendental que mi mente amnésica y desquiciada era incapaz de interpretar. Era demasiado frecuente y demasiado inquietante como para ignorarlo. Sobre todo porque el Conejo Blanco se me aparecía también cuando estaba despierta, y empezaba a ser difícil saber discernir entre el sueño y la realidad…
Además cantaba. ¡El condenado bicho cantaba! ¿Cómo iba a obviarlo con lo molesto que es que canturreen a tu alrededor cuando estás ocupada intentando recordar quién demonios eres? Tarareaba la misma melodía una y otra vez, tanto que hasta yo misma me sorprendía a veces mascullando aquel soniquete que, por cierto, nadie más identificaba. Maldito conejo cantautor… Yo obedecía al doctor Luján y me tragaba aquellas pastillas rosas cada vez que se me aparecía, pero el bichejo sabía cómo esquivar el efecto del litio. Era muy puntual. Acudía a mis sueños cada noche y frecuentaba mi compañía al caer la tarde. Pero cómo no iba a serlo, si llevaba ese reloj de bolsillo labrado siempre encima, como queriéndome decir que me diera prisa, vaya usted a saber para qué.
El tiempo… Cuando tienes amnesia el tiempo se convierte en algo insustancial, en una coordenada sin sentido por la que dejarse arrastrar. Yo ya llevaba un año en esa corriente de minutos, desde que desperté del coma, flotando en el agua mansa de la ausencia de autorreconocimiento, dejando que se desmigasen los relojes a mi paso. Ese océano temporal que me engullía me devolvía un reflejo que me era ajeno, alienándome hasta el punto de no saber en qué lado del mismo estaba. ¿Era yo la persona real o la muchacha pálida que temblaba en la superficie? ¿Estaba congelada, como un reflejo? ¿Quién vivía entonces mi vida al otro lado?
—Las alucinaciones son consecuencia de los daños en la parte frontal del cerebro, Micaela. Ya estamos trabajando para mejorar eso.
—Sí… con un buen colocón, ¿verdad? Tengo tanto sueño todo el día que creo que es el Conejo Blanco el que no sabe si estoy despierta o dormida y se me aparece cuando no toca, cuando no estoy soñando.
—Es una dosis fuerte, y los ansiolíticos provocan mucho sueño también…
—A él no le gusta verme así, cuando no me canta esa cancioncilla pegadiza me grita que despierte. Empiezo a tener problemas para saber cuándo estoy dormida… ¿Lo estoy ahora?
—No. Estás en la consulta, conmigo, ¿por qué? ¿Puedes verlo ahora?
—No —mentí—, ahora no.
Junto a la puerta de la aséptica sala, mi blanco y peludo compañero señalaba su precioso reloj dorado.
Así fue como se me apareció la primera vez, hace ya más de un año: de repente. Yo aún estaba recuperándome del catastrófico siniestro. Iba en silla de ruedas y padecía afasia. Por eso no salí corriendo ni pedí ayuda a gritos, era físicamente incapaz de avisar a mi hermana Melisa. Mientras ella me preparaba la cena, yo permanecía frente a la pantalla plana del salón, absorbiendo las ondas como un vegetal absorbe la luz. Era mi forma particular de hacer fotosíntesis mental. Clorofila televisiva. Y en esas estaba, en mi maceta con ruedas, cuando los contornos de una figura blancuzca empezaron a dibujarse junto a la puerta, ajustando su nitidez hasta llamar poderosamente mi atención y un amago de infarto. Al principio pensé que tanta telebasura me había destrozado el poco cerebro sano que me quedaba y pestañeé un par de veces, creyendo que se trataba de una ilusión óptica. Pero no, el Conejo Blanco que Lewis Carroll diseñó para su Alicia había salido del maldito país de las maravillas para venir al saloncito de un piso de estudiantes del barrio obrero de La Palomera. Sí. Todo muy lógico. Un animalillo de metro y medio con chaleco y reloj de bolsillo, de pie sobre sus patas traseras, en mi casa, mirándome. Definitivamente se me había ido la olla. Traté de llamar a Melisa, que hacía ruido de cazuelas al otro lado de la puerta de la cocina, pero pronunciar siquiera su nombre era algo que aún no había conseguido, pese a la rehabilitación. El hemisferio izquierdo de mi cerebro —el que controla el movimiento de la parte diestra y el habla— había quedado dañado a causa de un coágulo, y me había hecho perder por completo la movilidad de la mitad derecha del cuerpo, así que, al levantarme, caí hacia un lado, vencida por mi propio peso muerto y arrastrando conmigo la silla de ruedas. Debido al estrépito, mi hermana emergió de entre los vapores culinarios y acudió a levantarme del suelo.
—¡Dios, Mica! —exclamó compungida mientras se arrodillaba a mi lado y buscaba con su mano algún escape de clorofila en mi nuca—. ¿Te has hecho daño? ¿Pero qué leches estabas haciendo?
Yo farfullaba cronopios y famas sinsentido, en un glíglico perfecto, aprendido de Cortázar, tratando de advertirle de que alguien había entrado en el piso. ¡Y qué alguien, además! Pero cuando me pude incorporar y mi siniestra alargó un dedo acusador hacia la puerta, el conejo ya no estaba allí, al contrario que el dinosaurio de Monterroso en el famoso microrrelato, pero igual de breve y de tétrico.
—¿Qué dices, Mica? ¡No hay nada ahí! ¿Por qué estás tan asustada? Shhh, tranquila…
Y entonces la vi en sus ojos. Esa mirada. Mi gemela confirmaba mi locura con una mezcla de lástima y de alivio que me desencajó. Era como verme a mí misma desestimando cualquier posibilidad de mejora de mi estado. Como si mi parte cuerda desdeñara con tristeza a la parte demente. Como si me abandonara. Y me hizo polvo. Por si era poco traumático no reconocerme y tener una hermana idéntica a la que tampoco recordaba, ella ya había empezado a darme por perdida.
Por supuesto, aquello no había hecho más que empezar. Y ya en la cama, interruptor de pera en mano, que es como se afrontan los miedos, esperé al conejo. Traté de hacer los ejercicios de la rehabilitación para recuperar el habla y así no dormirme, activando de vez en cuando mi arma lumínica para disipar las sombras con forma de conejo. Pero llegó antes el sueño. Un sueño tranquilo, como flotar boca arriba en el mar, mirando al cielo. Como cuando éramos pequeñas y la abuela nos llevaba a bañarnos al pozo de La Marusiña, en el río del pueblo. Y me dejé arrastrar plácidamente. ¿Era el Leteo, quizá? Porque cuanto más me dejaba llevar, menos me importaba todo lo demás. Incluso que el agua se volviera más turbia y fría. Miento, claro que eso me importaba, como también me importaba no hacer pie y darme cuenta de que ya no flotaba en el río, sino en una laguna. ¿Sería la laguna Estigia? Me recordaba al pantano de Luna, que también fue piscina de mi infancia, en aquellos veranos interminables donde todo eran pícnics con roscas de sartén y leche frita de la abuela. Hasta que llegó un punto en el que los recuerdos felices ya no apaciguaban mi creciente desesperación por llegar a la orilla. Familiarizarme con aquel lugar no iba a impedir que mis piernas y mis brazos cedieran al cansancio, y no quería convertirme en habitante del pueblo inundado que se deshacía en las profundidades. Sí, aquel lugar era sin duda el embalse de Luna, que en 1951 sepultó todo el pueblo bajo las aguas. Podía distinguir el campanario de la iglesia, unos metros por debajo. Pensé en toda aquella gente que tuvo que huir y abandonar su vida, en las lápidas del cementerio sumergido y todos los recuerdos perdidos.
Cuando sonaron las campanas, haciendo llegar hasta mí un torbellino de burbujas, me invadió el pánico. Tenía que salir de allí, tenía que sacar fuerzas de donde fuera y olvidar la lluvia y que el agua empezaba a arremolinarse como si alguien hubiera destapado un desagüe enorme. Pero nada pude hacer cuando empezó a arrastrarme en círculos, en un centrifugado terrorífico, mientras esas campanas acuáticas tañían a muerto y yo sentía desfallecer mis fuerzas, cegada por lágrimas de pavor. Atrás quedaban La Marusiña, las roscas fritas y las pocas pinceladas de mi infancia que había podido recuperar milagrosamente, cada vez más lejos de ser mi ansiada orilla. Recordar llevaba siendo un salvavidas escurridizo más de un año.
Quizá era el momento de dejarlo ir como Tom Hanks abandona a Willson en Náufrago. Pero cuando el tétrico paisaje comenzó a desdibujarse por la velocidad del remolino, vi una barca de madera que venía hacia mí, atravesando la vorágine como si nada. Solo tendría una oportunidad para agarrarme a ella cuando pasara por mi lado. Una única oportunidad de salvarme. Y no la desaproveché. Primero me golpeó el hombro e hizo que me hundiera, aunque clavé las uñas como pude en la madera babosa del casco y salí a flote. El borde estaba demasiado alto como para alcanzarlo, pero una soga medio podrida colgaba de la popa, y a ella encomendé mis brazos exhaustos. Sentí que la barca por fin me arrastraba lejos del torbellino.
Con las últimas fuerzas icé mi cuerpo maltrecho y arrugado a bordo, y lo dejé caer dentro, vomitando el agua que había tragado. Luego todo se volvió oscuro. Pero no por un desmayo. La embarcación se adentraba en una cueva que la niebla no me había dejado percibir. El eco del chapoteo manso del agua al chocar contra la proa se expandió por toda la cavidad en la roca. ¿Y si encallaba contra una piedra? Me incorporé, temerosa, y vi que no estaba sola ni a oscuras. Había un timonel levemente iluminado por unas velas que hacían las veces de antiniebla en la parte delantera, incrustadas en la madera por la cera chorreante. ¿Era Caronte o mi salvador? Estaba tarareando una canción que me era muy familiar. Una melodía tan suave como una nana. Y eso me reconfortó. Avancé despacio a su encuentro y cuando estaba a apenas unos centímetros del contacto, se giró hacia mí, a un palmo de mi cara, y vi su rostro en claroscuro. Era el Conejo Blanco, que me gritó: «¡Despierta!».
Vaya si desperté, di el mayor alarido que he dado nunca, sudando como si efectivamente hubiera estado nadando en la laguna Estigia, transpirando y absolutamente aterrorizada. Mi hermana llegó corriendo a mi cuarto. La lámpara de la mesita se había caído, pero mi mano izquierda seguía apretando con fuerza el interruptor de pera, una granada contra monstruos y conejos varios. Me la quitó como pudo.
—¡Mica! ¡Ha sido una pesadilla, tranquila!
—¡El conejo! —acerté a decir yo—. ¡El conejo!
—¿El conejo? ¿Qué dices? ¡Pero si has hablado, Mica! ¡Has hablado! —Me zarandeó por los hombros.
Así fue como empecé a superar la afasia, cuando él y yo nos conocimos. Y también fue cuando empezaron los ataques de ansiedad y la medicación contra las alucinaciones. Y cuando mi hermana empezó a distanciarse de mí, cada vez más, y me obligó a visitar al doctor Luján. Pero volver a hablar… eso fue lo que me dio fuerzas para sacar a bailar de nuevo a la parte diestra de mi cuerpo en un largo y lento proceso de rehabilitación, como aprender los pasos del vals antes de una boda.
***
—Bueno, Micaela, así concluye nuestra sesión de hoy —dijo el psiquiatra, satisfecho.
—Muy bien, pues hasta mañana —me despedí yo, pensando en lo fácil que era engañarlo.
Cuando ya estábamos en la escalera, el conejo me reprochó que lo hubiese ignorado.
—¿Qué quieres que haga, decirle la verdad? —le pregunté mordaz—. No quiero que me aumente la dosis y no creo que tú quieras desaparecer…
Mudo como siempre, se limitó a mirarme con desaprobación. Aun así deslicé una pastillita rosa por mi garganta. Hizo un gesto de desconcierto.
—Es que te pones muy pesado —me excusé—, quiero estar sola.
A pesar de eso, me acompañó hasta el autobús, donde empezó a desdibujarse. He de reconocer que lo dejaba desvanecerse no sin cierto desasosiego. Ya llevaba mucho tiempo en su compañía y me daba miedo que no regresara más. Seguía convencida de que no era solo una alucinación aleatoria, como mi hermana y el psiquiatra se empeñaban en afirmar, sino que aquel ser tenía conexión directa con mi cordura, de algún modo inexplicable e irónico. Pero en el autobús, el asiento de al lado estaba ahora vacío. Allí solo era una pasajera más, aunque se me adivinaran los monstruos en las ojeras. Las contemplé en el reflejo del cristal, gemelas, como Melisa y yo, aunque, desde luego, más unidas.
Hace unos meses le hicieron una oferta como traductora de la ONU en Noruega. Un trabajo así es algo imposible de rechazar, aunque tu hermana se quede sola superando las secuelas de un accidente de coche. Bueno, sola no, por supuesto. Tenía la ayuda profesional del doctor Luján y el apoyo sentimental de Elora, amiga mía desde la infancia, en quien mi hermana confiaba ciegamente, tanto como para no tener que preocuparse de nada más que de llamar de vez en cuando. Para mí resultaba raro; mi gemela era mi única familia —exceptuando a una abuela que vivía en una residencia—, y creía que tenía la obligación de encargarse de mí, aunque yo no la recordara ni pudiera echarla de menos. Pero era mi referencia, mi constante, la única persona que estuvo a mi lado cuando desperté, y quien pagaba las facturas y mi medicación. Aunque, claro, para eso se necesitaba dinero, y el dinero estaba fuera; España es un país hundido en la deuda, en el que se rescata antes a los bancos —causantes de la ruina que vivimos— que a la gente. Comprendí que se fuera, es lo que hicieron antes que ella más de la mitad de los graduados españoles, marcharse a buscarse el pan y el reconocimiento, pero… ¿por qué no me llevó con ella? ¿Por qué no llamaba más a menudo y por qué parecía que hablaba más con Elora y el doctor Luján que conmigo?
El día en que me miró de aquella manera, comenzó una especie de despedida. Cuando confirmó que su hermana Micaela ya no habitaba más este cuerpo menudo y torturado, se rindió. Dejó de intentar acercarse a la desconocida que era entonces su gemela, se libró de esa carga, no sé… Los dos años que estuve en coma tuvo que pasarlo fatal. No puedo ni imaginar cuánto habrá sufrido. Los médicos aún no daban crédito a que hubiera despertado después de tanto tiempo en estado vegetativo, lo consideraban una especie de milagro clínico. Así que, en cierto modo, supongo que huir de mí fue una liberación. Quizá se despidió en algún momento en el hospital, y después tuvo que volver a hacerlo, —tal y como ocurrió con la abuela al aparecer el alzhéimer—, cuando confirmó que no iba a recuperar mi memoria. Así que, en cierta manera, irse era soltar por fin la idea de recuperarme. Curiosa esa tendencia familiar al olvido. Mi abuela no recordaba nada, yo no sabía quién era y nuestra madre, al parecer, había olvidado que tenía dos hijas prácticamente desde que nacimos…
Me bajé en Eras de Renueva para pasar por casa de Elora. Habíamos acordado que la visitaría después de cada sesión con el psiquiatra. Llovía. Aquella parada era ya como un ritual, el inicio de un viaje místico. Caminaba entre los jardines y las terrazas hasta la calle Campanillas y entraba en la urbanización de mi amiga como quien entra a un bar por primera vez; seguro de que lo primero que encontrará será la barra, y de que el baño estará al fondo a la derecha; pero sin que el ambiente le resulte familiar. Llegaba, tomaba un té matcha orgánico de los que a ella tanto le gustaban, ojeaba algunos álbumes de fotos de nuestra adolescencia reconociendo las mismas caras que en un catálogo de jardinería, pasaba por el cuarto de baño y regresaba a mi casa. No es que ella no fuera amable, se preocupaba por mí. Trataba de hacerme recordar, me preparaba aquel té tan diurético… Pero para mí era una chica que acababa de conocer, como una camarera simpática. No había lazos, no había conexión. Y a veces me costaba creer que alguna vez la hubiera habido. Éramos muy distintas. En mi cuarto de baño había frascos de pastillas, el suyo estaba lleno de productos no testados en animales, cosmética ecológica, incienso y velas de cera natural de abeja. Los discos que acumulaban polvo en mis estantes eran de Cuerdas de acero, WarCry, Sôber, Leo Jiménez, Mago de Oz, HIM… Los suyos, que estaban impolutos, eran de Vetusta Morla, Zahara, Love of Lesbian, Sidonie… Una indie ecologista y una heavy desmemoriada, una combinación prometedora, sin duda. Lo mismo algún día yo la quijotizaba a ella y mi persona resultaba sanchificada. ¡Viva la simbiosis cervantina!
Me abrió la puerta envuelta en una toalla, dejando un rastro de jabón tras de sí.
—Pasa, Herz, me has pillado en la ducha.
Enseguida vino la gata negra a restregarse contra mi pierna mientras yo me quitaba la cazadora mojada. Me gustaba mucho más el macho, Sésamo, gordo y holgazán. Al parecer yo se lo había regalado a Elora hacía algunos años. La felina emitió un sonoro maullido, a lo que mi amiga respondió:
—Dale un orgasmo a Hulla, que ahora salgo.
«Ni de coña», pensé. Me senté en el sofá, y la felina en celo acudió a mi lado mostrándome su pequeño y acalorado sexo, haciéndome proposiciones deshonestas. La primera vez que vi a Nezar, el novio de Elora, aliviando manualmente a la menor de sus felinos mientras me contaba que estaba seguro de su condición de gata lesbiana, estuve a punto de irme de su casa. Pero para ellos, que estaban totalmente en contra de darle pastillas que inhibieran su celo o castrarla, era una costumbre natural. ¿Y yo soy rara porque me visto de negro y escucho Apocalyptica? Ja.
—Hay té en la cocina, Herz —volvió a gritar Elora bajo el chorro de la ducha.
Es la única que me llama así. Es diminutivo de Herzeleid, mi supuesto nick. Al parecer, lo tomé de una canción de los Rammstein. Significa dolor de corazón, muy en sintonía con lo poco que sabía de mí misma. Aunque empezaba a preguntarme por qué se suponía que lo tenía dolorido. Eso sí, las ideas, los conceptos, el conocimiento abstracto, digamos, permanecía en mi cabeza, solo que había olvidado cómo lo había adquirido. Es decir, recordaba el argumento de La Regenta, sentía cierta repulsión hacia el amor, y me sabía las letras de las canciones de todos mis discos, pero no podía acordarme de un solo día en la universidad, ni de qué relaciones había tenido, ni de los conciertos a los que había ido.
La gata Hulla se acercó un poco más a mí, acostumbrada como estaba a que los humanos le dieran de vez en cuando un poco de placer.
—Lo siento, minina, pero no pienso complacerte —le dije empujándola al suelo.
Cuando Elora salió de la ducha yo estaba tumbada en el sofá, jugueteando con el móvil. Me miró como quien estudia un simpático ejemplar de alguna especie a punto de la extinción. Creo que siempre he sido un ser incomprensible para ella, tanto ahora, que ya he recobrado la cordura, como antes, cuando la había perdido por completo.
—¿No te apetece el té?
No respondí. Estaba harta del ritual del té y de la ronda de anécdotas con las que ella pretendía hacerme recordar. A veces me parecía todo un montaje, me sentía como si fuera protagonista de un reality show, como Jim Carrey en El show de Truman.
—Tienes cara de no haber pegado ojo —dijo—. ¿Otra vez ese sueño?
—¿Qué sueño?
—El que me dijiste el otro día que siempre se repetía: ese en el que vas en una barca por un lago y te despiertas de golpe porque alguien te grita…
—Ah —fingí recordar sin dejar de mirar el móvil—. Pero no es alguien. Es el Conejo Blanco.
—¿El Conejo Blanco? ¿El de Alicia?
—Sí.
—¿Es el que dice tu hermana que ves a veces…?
—No, este es un compañero suyo de madriguera, Paco, soltero, buen tipo. Se turnan todos para verme, aunque Luján dice que es un caso claro de «síndrome conejítico», una variante de lo que padecen los que cuentan ovejas para dormir —ironicé.
—No me tomes el pelo…
Fue a la cocina para ponerse un té chai. Aunque puede que mi sarcasmo la incomodara y la teína fuera solo una excusa para respirar hondo. Volvió con ganas de saber más:
—Estás muy callada. Sigues sin recuperar un solo recuerdo, ¿verdad?
—Exactamente igual que ayer y anteayer y…
—No te frustres, eso sí que bloquea a cualquiera.
Que no me frustrara. Claro. Solo tenía que pulsar el botón de contener la frustración. Sencillo.
—¿Quieres volver a mirar los álbumes de fotos?
Qué harta estaba de aquello…
—Lo que quiero es saber por qué tuve el dichoso accidente, Elora. Todo el mundo dice que iba demasiado deprisa y que por eso me estampé contra los pinos. ¿En serio queréis que crea que no tenéis ni idea de por qué iba a toda velocidad por un puerto de montaña con nieve? ¿Tan poco me conocíais o qué? ¿Qué es lo que no queréis que sepa?
—¿Por qué iba a ocultarte algo…? A ver, Herz, te lo he dicho mil veces: eres mi mejor amiga, pero… no sé qué te pasó aquel día. Qué más quisiera yo que saberlo…
—No creo que cambiara nada para ti, pero yo estoy segura de que es la pieza que me falta para el puzle en blanco de mi vida, ¿sabes? Es como en las películas, cuando el desmemoriado descubre cómo perdió los recuerdos: todas las conexiones neuronales vuelven a funcionar.
—Pero esto no es una película. En la vida real las cosas llevan más tiempo.
—¡Que he perdido tres años de mi vida, Elora! ¡Esto no puede durar más tiempo!
—Mira, si no tienes paciencia yo no te puedo ayudar —dijo—. Para mí también es muy duro, ¿sabes? Pero los medios que tengo son limitados, Mica.
—¿Que para ti es duro? ¡No tienes ni idea de lo que dices!
—Claro que la tengo, ¿cómo puedes ser tan egoísta? ¡Esto no te afecta solo a ti!
—¡Que no sé quién soy, Elora! —grité.
Y luego el portazo y las pastillas en el ascensor para frenar esa angustia que se me llevaba por delante. ¿Quién demonios era la tía que me miraba desde el espejo mientras bajaba? Tenía los ojos demasiado grandes, unos enormes ojos color rubio tabaco que le ocupaban toda la cara, como si fuera un dibujo manga. ¿Tenía pinta de querer matarse con el coche? ¿Se arrepentía de no haberlo conseguido? ¿Era ella la real o lo era yo? No me sentía real. El mundo no me parecía auténtico. ¿Y si atravesaba el espejo, como hizo la Alicia de Carroll?
—¡Despierta! —me gritó el Conejo Blanco.
—Maldita sea, ¡cállate! —le dije de mala manera mientras esperaba a que el litio y los ansiolíticos hicieran efecto.
Cuando salía del portal me estampé de lleno contra un hombre engabardinado y caí de culo en la acera.
—¡Discúlpeme, señorita! —me dijo, tendiéndome la mano en el acto, aunque la culpa había sido mía—. ¿Está bien?
—No —le espeté antes de aceptar su ayuda para levantarme—. Pero no es por la caída.
Tenía el pelo muy revuelto y grandes ojos de imaginador.
—Vaya, lamento oír eso. ¿Puedo hacer algo para ayudarla? —preguntó.
—Ya me ha ayudado a levantarme… Soy yo la que le pide perdón, ¿le he hecho daño?
—No, ¡para nada! Solo me he asustado al verla caer…
—Iba demasiado deprisa y sin mirar… Aunque la verdad, da lo mismo dónde ponga los ojos, es todo irónicamente ajeno, como una maldita broma…
Los suyos, sus saltones ojos ambarinos, me contemplaron con incomprensión mientras su mano seguía sobre mi brazo, como si temiera que fuera a volver a caerme. Tenía pinta de pintor surrealista. Gabardina raída, gafas de pasta, dientes desordenados.
—Decía Ray Bradbury que hay que mantenerse borracho de literatura para que la realidad no te destruya… Yo siempre que puedo la esquivo. Ahora mismo iba a hacer algo así, puedo invitarte a probar, si quieres…
Me fascina la gente que se pasa de amable. Creo que a veces puede resultar más molesta que la que se pasa de desagradable, pero yo ya me había olvidado de quién era, ¿qué más podía pasar?
—¿Quiere emborracharme para compensar el golpe? —Reí.
—Le ofrezco un vermú y literatura, si me lo permite. Su cara me resulta extrañamente familiar, pero no recuerdo de dónde… ¿Cree que nos conocemos? ¿Se dedica al mundo editorial? ¿Es usted escritora?
Ja. ¡Editora o escritora! Ojalá. Lo más parecido a eso que yo podía ser tenía que ver con mi supuesta licenciatura en Filología Hispánica y con mi doctorado inconcluso por el accidente. Iba a convertirme en doctora en Literatura aquel verano, al parecer. Nunca llegó a suceder. Así que no, no creí posible que nos conociéramos.
—No recuerdo nada de mi vida desde hace tres años por un accidente de coche… Estudiaba Literatura. Así que, quién sabe.
Enmudeció un instante, pero salió airoso de la estupefacción:
—Ese argumento de novela está ya muy trillado. —Rio.
—Ya lo creo. —Reí yo también—. Topicazo de novel.
—Soy Saúl Ortiga. —Me estrechó la mano.
Aquel tipo era un escritor y editor famoso, a pesar de que yo siguiera esperando que sacara el carboncillo y me dibujara en cualquier momento. Me contó que estaba organizando actividades para un encuentro literario y quería contar con carne fresca. Me llevó a un café que había tras la catedral, el Bella Vita. Allí tenía lugar una tertulia de un grupo de escritores jóvenes, Altavoz, se hacían llamar. Me presentó como «su recién conocida amiga desmemoriada, estudiante de Literatura». Creí morir de vergüenza.
—Opino que haberla encontrado no es casualidad. Podría ser un nuevo fichaje para vuestro grupo —añadió, dirigiéndose al barman.
Aquello era lo último que yo tenía en mente. Pero era grato estar entretenida. Así que saludé tímidamente con la mano y me limité a escuchar y a observar cómo gesticulaban. Hablaron de la posibilidad de colaborar en el acto de presentación de la nueva editorial del tal Ortiga en León. La editorial se llamaba Boukyaku, «olvido», en japonés. Me declaré agnóstica de las casualidades tras conocer el nombre.
Al cabo de un rato, sus incisivos diastémicos de conejo bonachón eran lo único que me divertía. Así que me puse a indagar entre los libros de las estanterías, no sin notar las miradas curiosas de los miembros del grupo sobre mí. Supongo que debían de estar pensando a qué se refería Ortiga con lo de desmemoriada. El bar era también una librería de lance y tenía exquisiteces literarias que aguardaban a ser descorchadas. Henry, el barman poeta, me puso sobre la mesa que había junto al estante que estaba ojeando lo que había pedido: un Eli, emulando a mi anfitrión.
—¿Sabes qué es un Eli? —susurró.
—No —reconocí.
—Es como hemos bautizado al tipo de vermú que siempre pide Elisa Otelo.
No tenía ni idea de quién era esa mujer.
—La escritora —aclaró al ver que estaba perdida.
Sorbí del vaso. Quizá no debería haber pedido alcohol…
—¿De qué conoces a Ortiga? —me preguntó divertido.
—De haberme estampado contra él en la calle hace un rato —le dije—. Nunca he leído nada suyo.
Sonrió. Luego paseó los dedos por los lomos de los libros y me tendió un ejemplar: La mujer del aire.
—Esto es lo que escribe, por si quieres conocerlo más. ¿Qué escribes tú?
—Pues… no me acuerdo —dije.
Henry regresó a la barra con una sonrisa entre divertida e incómoda para continuar con su labor como coordinador del grupo. Los jóvenes de Altavoz fueron desplegando un portentoso abanico de ideas para la colaboración en el acto que proponía Ortiga, mientras daban buena cuenta de una tortilla de patata y algas, que fue muy celebrada.
Al término de la tertulia, decidí comprar el libro y agradecerle a Ortiga su invitación. Le dije que me había alegrado la mañana, no sabía cuánto. Él insistió en que me apuntara al grupo y en dedicarme su libro. Henry también insistió, le dije que lo pensaría y le escribiría un correo, y me despedí.
***
Al llegar a mi piso abrí el libro con curiosidad por ver la rúbrica de la vanidad del escritor:
Para Mica —con su río oscuro en el cabello y su voz de niña agarrada al borde de una cornisa con una sola mano—, que también es una mujer del aire y por eso aparece en este libro.
Aquellas palabras escalaron por mi médula espinal y penetraron en mi cerebro con tanta fuerza que no pude menos que estremecerme. Por un momento, me faltó la respiración. Y fue catártico. La eléctrica chispa azul de las conexiones neuronales me dio una descarga: yo ya había leído eso en alguna parte. Estaba segura. Ya había leído esa dedicatoria, ¿pero dónde? Y además, ¿era posible que el tal Ortiga escribiera siempre las mismas dedicatorias? Volví a salir de casa y regresé al piso de Elora con el libro en la mano. Me abrió la puerta, desconcertada.
—¡He tenido un déjà vu! —chillé.
—¿Cómo?
—¡Lee esto y dime dónde lo he leído antes!
Elora hizo lo que yo le pedí, aún en la puerta, mientras la esperaba con las pupilas convertidas en interrogantes. Se fue directa a la estantería del salón y sacó un ejemplar de La mujer del aire. Lo abrió por la primera página y me lo mostró. Ponía:
Para Elora —con sus pecas de panecillo integral y sus pequeñas ranuras de risa en los ojos— que también es una mujer del aire y por eso aparece en este libro.
Sí, definitivamente Ortiga reciclaba dedicatorias. Abracé a mi amiga hasta casi ahogarla. La abracé con todas mis fuerzas. ¡No podía creer que hubiera recordado algo! Y, a juzgar por la cara seria de Elora, ella tampoco. No parecía alegrarse en absoluto. ¿Por qué? ¿Acaso padecía algún tipo de síndrome de Münchausen por poderes? ¿Prefería que fuera una desgraciada a que fuera feliz? ¿Qué clase de amiga puede preferir eso?