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3. Painkiller
ОглавлениеTras aquella especie de déjà vu, Elora me invitó a cenar. Nezar estaba de viaje de empresa y volvería al día siguiente, así que teníamos la casa para nosotras solas. Mientras mi amiga se disponía a preparar el que aseguraba que era mi plato favorito: lasaña casera, empecé a parlotear animadamente sobre el doctor Luján y sobre Saúl Ortiga. Elora no decía nada, se limitaba a concentrarse en colocar las capas de pasta y cubrirlas con bechamel. En lugar de carne, el relleno consistía en un sofrito de cebolla, pimiento, calabacín y zanahoria. Luego añadió salsa de tomate que ella misma había hecho y espolvoreó el plato con queso.
—Lo de no ponerle carne… ¿es por la crisis esta que decís que vivimos? —bromeé.
—Soy vegetariana, ¿recuerdas? —contestó sin atisbo de risa.
Ojalá. Estaba cenando con mi mejor amiga y ni siquiera sabía que no comía carne. La observé cocinar en silencio, sus tirabuzones moviéndose como muelles pelirrojos, sus enormes gafas hipster de pasta negra resbalando por la nariz. ¿Quién era aquella extraña que se afanaba en hacerme la cena? Por la cinturilla de su pantalón asomaba un tatuaje en la cadera. Era el mismo heartgram que tenía tatuado yo, en el mismo lugar.
—¿Eso nos lo hicimos juntas? —Se lo señalé.
—Claro —sonrió.
***
Unos meses antes de aquel déjà vu literario me había negado a tomar los antidepresivos y estaba tan hundida en mi miseria que no tenía fuerzas ni para contemplar la posibilidad de organizarme un suicidio decente, premeditado, no como el del accidente de coche (estaba convencida de que, en realidad, no intenté matarme). Pero una noche, después de tanto absurdo y tanto tiempo mirándome en el espejo y preguntándome quién era la del otro lado, zapeando, me encontré a Kevin Costner lanzando mensajes al mar en una botella. Y una musa me desenterró del sofá de una bofetada y me llevó de los pelos a por mi pluma oxidada.
Náufraga en el mar de la vida necesita ser rescatada.
Herzeleid.
Fue todo lo que fui capaz de escribir. Luego lo metí en un sobre y en el remite puse mi dirección de correo electrónico. Pasé un rato mirando el nombre del destinatario y, finalmente, escribí: «Para Painkiller». Lo había tomado del título del mejor álbum de los Judas Priest. Y es que un corazón dolorido siempre necesita un analgésico, que es lo que significa.
El resultado fue que, como en León no tenemos mar, mi botella cayó a las aguas del río Bernesga a las cuatro de la mañana del miércoles más frío de aquel febrero. Lo cierto es que me sentí ridícula al instante y, de camino a casa, decidí que nadie iba a encontrar y mucho menos a hacer caso a lo que hubiera escrito —y de qué forma— en una botella de Fanta. Al día siguiente, ni siquiera se lo comenté al doctor Luján, y eso que me había encargado hacer algo creativo. Solo le comenté cuánto me horrorizaba su corbata malva y lila. El tipo odiaba que desviara la conversación para meterme en su vida. Sobre todo porque adquirí destreza de profesional al más puro estilo Annibal Lecter con su «quid pro quo, Clarice». Recuerdo que accedí a hablar sobre lo que recordaba de haber abandonado mi tesis si él me hablaba de la suya. Fue así, con gancho y paciencia, como le sonsaqué los detalles de su vida universitaria mientras él obtenía bien poco sobre mis últimos demonios.
Andrés Luján era el típico intelectual atractivo demasiado ocupado con sus estudios como para fijarse en las mujeres. Ninguna de las liberales madrileñas de la Europea consiguió sacarle más que unas copas y análisis psicológicos gratis en la cafetería del campus. Eran guapas e inteligentes, pero para él, que no levantaba la cabeza de sus apuntes en la biblioteca ni para leer los mensajes subliminales que le lanzaban los escotes de sus compañeras, eran personas irrelevantes. Solo le interesaba doctorarse. Y lo consiguió. Entonces y solo entonces se interesó por una mujer, una contadora de historias, también leonesa, que trabajaba en la cafetería de la universidad. Había sido toda una coincidencia. Francis Bacon dijo que no hay belleza sin algo extraño en sus proporciones, y eso, además de magia al contarle cuentos sobre la raposa, el lobo, el trasgo y otros personajes de la mitología leonesa, formaba parte del encanto de Camino. Andresín, como solo ella lo llamaba en Madrid, con aquel sufijo tan del norte y que tanto le recordaba a su madre, recuperó todas sus vivencias infantiles cuando probó el sabor de aquella mujer. Por ella regresó a León. Se casaron en la Pulchra Leonina. Desgraciadamente, los niños nunca vinieron. Camino estaba muy enferma. Pero eso lo supe mucho más tarde.
Cuando me acorraló con el encargo de hacer algo creativo, le confesé lo del mensaje en la botella. No sé si me creyó. Se limitó a preguntarme dónde la había tirado y qué esperaba conseguir. No supe responder.
Después de la cena en casa de Elora, he de decir que estaba más animada. Había tenido una especie de recuerdo y me sentía un poco menos sola. Podría decirse que era ligeramente más feliz, excepto porque la primavera estaba empezando a tocarme la moral con sus alardes de alegría y sus estúpidas flores. Había visto por la tele que hay muchos tipos de alergias según las plantas que te afecten, y que por los síntomas que presentes se pueden identificar. Así que me fui derechita al ordenador para buscar cuál era la dichosa verdurita que me ponía los ojos como globos —si es que podían ser más grandes— y así entretenerme con algo. Tenía un mensaje en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. El asunto decía: «SOS Recibido». Lo abrí. Solo había escrita una dirección de Facebook: www.facebook.com/painkiller. ¿SOS recibido? ¿Painkiller? De pronto me dio un vuelco el corazón. No podía ser. No, estaba claro que se trataba de un error, no podía referirse a mi mensaje desesperado lanzado al río hacía un par de meses. Decidí cerrarlo y seguir buscando una solución a mi alergia. Era más fácil ignorarlo que enfrentarme al pánico que me daba descubrir quién había respondido.
***
Llegué a la consulta del doctor Luján con los ojos igualmente hinchados, a pesar de mis nuevas adquisiciones antigramíneas. En la sala de espera había una chica que leía Poeta en Nueva York. No respondió a mi saludo. La voz aguda de la secretaria anunció que era mi turno de tumbarme en el diván a soltar estupideces. Ay, «el síndrome universal, la vida te sentó en un diván, contando todo tipo de traumas», como dice Santi Balmes en la canción Me amo que me enseñó Elora… Pero esta vez el quid pro quo no me funcionó. Andresín ya estaba harto de los trucos que utilizaba para desperdiciar la hora diaria de terapia, y no tuve más remedio que empezar a hablar de mí. Acabé contándole lo del correo de Painkiller y mi pavor a que fuera una respuesta a mi llamada de socorro embotellada. Le pareció una noticia estupenda, dijo que era muy bueno para mí, y que mis deberes para el fin de semana eran agregar al misterioso destinatario a mis amistades de Facebook y mantener una charla con él. No solo no aceptó mis reticencias, sino que me exigió nombre, edad y profesión del sujeto para el lunes. ¡Yo no tenía ni cuenta en Facebook! Maravilloso. No pensaba hacerlo. No podía obligarme. ¿En qué iba a beneficiarme perder el tiempo con una persona tan desesperada como para recoger una botella del río y…? Eso dando por supuesto que en realidad hubiera leído el mensaje y que no se tratara de algún tipo de publicidad engañosa, o de alguien dispuesto a pasar un buen rato a costa de una pobre chiflada como yo. Pero Andrés insistió en que debía hacer lo que me decía, creía que sería liberador. Y, francamente, me da a mí que también sentía curiosidad.
Al salir vi que la muchacha que leía a Lorca seguía en la sala de espera. Despedirse es más fácil, no se espera una conversación como tras un saludo, solo un «adiós». Así que lo dije. Y ella respondió. A lo mejor no estaba tan mal hacer un esfuerzo y relacionarme un poco.
Llegué a casa estornudando y miré el ordenador con recelo. No recordaba la última vez que había comido, así que hice una expedición al congelador. Rescaté unos guisantes del fondo y los preparé con jamón. No tenía ni idea de por qué sabía hacer ese plato, pero estaba delicioso. Cocí los guisantes, los escurrí y los reservé. En una sartén sofreí un poco de cebolla cortada en juliana, luego añadí el jamón en tacos y, cuando estuvo dorado, incorporé los guisantes y le agregué ajo, pimentón, sal, una guindilla y un chorrito de vino blanco. Finalmente lo coroné todo con un huevo estrellado, bien mezclado con lo demás. Oh la là! ¿Por qué había estado sobreviviendo a base de lasañas congeladas y galletas? ¿Me habría enseñado la abuela a preparar aquella delicia?
El domingo por la noche, como todo mal estudiante, me senté frente a la pantalla dispuesta a hacer la tarea para que el doctor Luján no la tomara conmigo. Me abrí una cuenta de Facebook y, con la esperanza de que no estuviera conectado, agregué al tal Painkiller a mis contactos. No me decepcionó. Encantada de poder decirle al doctor Luján que el personaje misterioso no había dado señales de vida, me tumbé en el sofá a la luz de la teletienda.
Empezaba a quedarme dormida cuando sonó el pop que me indicaba que se había activado un chat de Facebook, y de mala gana y con sueño, me asomé a la pantalla para leer:
Painkiller: ¿Estás ahí?
Las sienes me latían. Eran las tres de la mañana. Finalmente, respondí:
Herzeleid: Sí.
Painkiller: Te estaba esperando…
La taquicardia aumentó. Escudriñé su perfil. No había fotos ni comentarios ni nada.
Herzeleid: ¿Quién eres?
Iba a morirme de expectación. No sabía quién quería que fuera.
Painkiller: Painkiller.
Dios. Había recibido el mensaje. ¡Había recibido el mensaje! Estaba a punto de empezar a hiperventilar, y habría cerrado la página de no haber leído lo siguiente:
Painkiller: ¿Qué te pasa, Corazón dolorido?
Quienquiera que fuera, sabía alemán.
Herzeleid: ¿Sabes alemán?
Painkiller: Solo un poco. Por las letras de Rammstein.
¡Le gustaban los Rammstein!
Herzeleid: ¿Sabes también lo que significa Painkiller?
Painkiller: Es una canción de Judas Priest, ¿no? Imagino que si tú eres el corazón dolorido, yo soy tu tranquilizante.
Herzeleid: Vaya, eres un chico listo.
Painkiller: Lo intento.
Herzeleid: ¿Dónde apareció mi botella?
Painkiller: La encontré en el río.
Herzeleid: Justo donde la dejé, qué coincidencia.
Painkiller: Jeje. A la altura del Puente de Los Leones.
Herzeleid: WOW, sí que viajó.
Painkiller: ¿Sí? ¿Desde dónde la tiraste?
Herzeleid: Eso no importa.
Painkiller: Es cierto. Lo importante es que la encontré.
Herzeleid: ¿Hace mucho?
Painkiller: Hace un par de días. Fue todo un hallazgo.
Herzeleid: Debes de estar tan loco como yo.
Painkiller: Ha servido para encontrarnos. No está mal.
Herzeleid: ¿Y ahora qué?
Painkiller: No lo sé. Esta es solo la primera dosis de Painkiller. Irá haciendo efecto poco a poco.
Herzeleid: Ja, ja.
Painkiller: Supongo que me ayudaría conocer por qué te duele el corazón.
Herzeleid: Es una pregunta difícil de responder. No estoy pasando por un buen momento.
Painkiller: Lamento oír eso.
Herzeleid: Sí, yo también.
Painkiller: ¿Crees que podría hacer algo para que te sintieras mejor?
Herzeleid: No estoy segura.
Painkiller: Voy a probar.
Herzeleid: ¿Qué? ¿Qué vas a hacer?
Y me envió un enlace de YouTube. Era una canción. A ton étoile, de Yann Tiersen. Mientras la ponía traté de ver de nuevo si tenía fotos en su perfil o alguna cosa que me diera una pista de si lo conocía, pero no. Cuando la canción se estaba terminando, él preguntó:
Painkiller: ¿Te ha gustado?
Herzeleid: Mucho. La música es… envolvente, mágica. Pero no sé francés.
Painkiller: Yo tampoco entiendo mucho, pero dice algo así como: «Bajo la luz abierta y en la sombra en silencio, si estás buscando un refugio inaccesible dicen que no está lejos». Y luego creo que: «Deja que tu estrella brille en el lienzo».
Herzeleid: Un refugio inaccesible, ¿eh?
Painkiller: Sí. Pero tú estás a salvo conmigo.
Herzeleid: Eso que has dicho me recuerda a una película de Ford Coppola.
Painkiller: ¿Drácula?
Entonces sí que me quedé de piedra. No era posible que se supiera mi diálogo favorito de la película.
Herzeleid: Dios… ¿quién demonios eres? ¿Me conoces?
Painkiller: «Y el hada verde que vive en la absenta quiere tu alma… Pero tú estás a salvo conmigo».
Mi corazón volvió a dar una sacudida.
Herzeleid: Acabas de ponerme la carne de gallina.
Painkiller: Me encanta esa parte.
Herzeleid: No puedo creer que esto sea solo una coincidencia.
Painkiller: Yo no creo en las coincidencias.
Herzeleid: No irás a decirme que crees en el destino y todas esas patrañas Disney…
Painkiller: Yo solo creo que ha merecido la pena esperar para encontrarte.
Painkiller: ¿No dices nada?
Painkiller: ¿Hola?
Y entonces apagué el ordenador. No sé por qué. Me entró el pánico.