Читать книгу Caos, virus, calma - Núria Perpinyà - Страница 5
ОглавлениеIntroducción
Las alarmas sanitarias, las pinturas abstractas, las noticias falsas y algunas partes del universo, a pesar de ser cosas tan diversas, comparten maneras de ser. Las cuatro son hijas del caos. Este libro compara la teoría del caos, las vanguardias, la posverdad y las epidemias. La familia del caos es prolífica. La meteorología, las guerras, los laberintos de internet, las explosiones aleatorias de estrellas, la música experimental y los fracasos empresariales comparten su adn.
La civilización humana ha florecido gracias a su pensamiento creativo. Su imaginación matemática le ha ayudado a conocer mejor las estrellas. Y sus sueños literarios nos llenan de felicidad. Ahora bien, cuando se trata de política, las invenciones no son tan bienvenidas. Dar rienda suelta a la fantasía y hablar sin fundamento no es aconsejable cuando analizamos la economía de un país; o cuando, en lugar de tomar medidas para frenar una epidemia, unos políticos consideran que no hay que tomar ninguna porque en su país las cosas no cambiarán. Laissez faire, laissez passer. Ante todo, hay que defender la economía y nuestras costumbres, dicen. Somos una gran potencia, los microbios nos respetarán. Las palabras de los ignorantes pesan más que las de los médicos. Con la posverdad hemos topado.
Las pseudoverdades y el caos son causa y efecto de incertidumbres, nacen de ellas y las provocan. Las múltiples y variadas inseguridades de nuestros días serían el negativo del relajado, perspectivo y tolerante «todo es relativo». Cuidado con los conceptos relativistas. Admiramos la litografía de escaleras de Escher, Relatividad, porque nos muestra una perspectiva original y una arquitectura inconstruible. Sin embargo, nos disgusta que el discurso de un presidente esté lleno de trampantojos. El recuerdo de Escher pone sobre la mesa que una de las causas de la posverdad es la teoría de la relatividad. Pobres físicos, ¿qué culpa tienen de no haber sido comprendidos por los legos? Legos que ni siquiera los han leído pero que repiten hasta la saciedad aquello de «como decía Einstein, todo es relativo». La teoría de la relatividad no lo ha dicho jamás ni ha sugerido que todo sea subjetivo y cambiante. El campo humanista que le es más afín no es el nihilismo sino la historia y la sociología. El concepto de relatividad de Einstein y de Heisenberg es sinónimo de correlación, según la cual la inexactitud de una medida aislada puede ser ajustada con los valores de los elementos dependientes. Era tanto el empeño de exactitud de Einstein, que el primer nombre que barajó para su investigación sobre las constantes físicas era el de Invariantentheorie (teoría de las invariantes). Al final, se decantó por acentuar el carácter correlativo de las medidas. Nada más lejos, pues, de las mistificaciones que usan el nombre de la relatividad en vano. Les diría que intentemos no jurar en nombre de Einstein en falso, si no fuera porque lo falso está en boga. En el siglo xxi, las opiniones infundadas ganan terreno a pesar de que existen hechos probados que las desmienten; las medias verdades y las mentiras son tan habituales que parecen una plaga incombatible. Sin embargo, si hemos logrado contener las epidemias, también encontraremos remedios contra la falsedad. La maledicencia es la peste negra de ahora y de siempre. Las infamias existen desde que el hombre es hombre. Las maldades actuales no son peores que las medievales, incluso pueden ser considerablemente menores, pero como ahora se amplifican, parece que hayan aumentado. Más que los hechos reprobables en sí, es su resonancia lo que ha crecido. De gripes y de infecciones ha habido siempre, pero antes eran locales y no sabíamos el número de muertos.
El arte del siglo xx ha sido complicado y angustioso. Su trazo dominante ha sido la incertidumbre. Al otro lado de la depresión trágica, hemos disfrutado de la polisemia defendida por filósofos como Paul Ricoeur, el cual nos hablaba de las maravillas de la equivocidad textual. No previmos que este ilusionismo docto podía desviarse de su camino y perderse en niveles bajos, ni que la refinada ambigüedad se malograría. Lo mismo que nos dió la vida (la riqueza de lecturas) nos ha aniquilado. No supimos ver que nuestro entretenimiento de miles de interpretaciones sería contraproducente. Los intelectuales desconfiaron de las ideologías y, después de ellos, la incredulidad se asentó en las masas y el pensamiento débil se impuso. Ha sido culpa nuestra: hemos ironizado tanto que, al final, el sistema se ha hundido por falta de devotos. Se ha dudado tanto de las verdades oficiales, se ha aborrecido tanto los fanatismos que Occidente ha amanecido en el siglo xxi desnudo de verdades sólidas. Al virus de la posverdad le ha sido fácil colonizar un cuerpo sin defensas.
Los semiólogos estimularon la respuesta del lector; pero, después, aparecieron los tertulianos y los anónimos incendiarios de las redes sociales. A falta de argumentos irrefutables, en el mundo político y mediático de la posverdad se buscan beneficios económicos a base de chistes, bajas pasiones e indignaciones. La opinión es el opio del pueblo. Antes, su uso estaba circunscrito a pequeños círculos. Internet le ha conferido una inmensa caja de resonancia, una maraña de trillones de atriles, púlpitos y tarimas para que cualquiera pueda alzar su voz y criticar a quien se le antoje, incluyendo a los poderosos. De alguna forma, una de las aspiraciones de la democracia se ha conseguido. Aunque no exactamente como creíamos.
Tradicionalmente, el caos ha significado una falta absoluta de orden. Pero ¿existe el no-orden? La pregunta se parece a la de: ¿existe la nada? Y la respuesta, también: no. La física nos ha demostrado que no existe. Pero sí que existe el caos. Así que, atendiendo a la máxima de Hegel de que todo lo real es racional, nos ponemos como objetivo racionalizar al caos. Después de años de estudio, podemos afirmar que no se conoce ningún fenómeno totalmente caótico aunque sí que pueden distinguirse dos tendencias opuestas: el caos tradicional valorado negativamente y el caos moderno tan sobrevalorado.
La explicación del caos tradicional es de carácter teológico y reaccionario. La ausencia de Dios significa la imperfección, la cual se manifiesta en unos seres repulsivos (el diablo), en un sexo débil (la mujer) y en unas formas toscas (lo popular y pintoresco).
El caos moderno aparece en el romanticismo y estalla en el vanguardismo. ¿Obedece a alguna sistematización el caos artístico? Cuando se habla de la estética de lo feo, ¿de qué belleza se habla? Cuando se racionaliza y teoriza sobre lo irracional, ¿deja de serlo?
El caos estético se ha asociado con lo trágico, lo barroco, lo nihilista y lo absurdo. Tiene formas fragmentarias que han sido analizadas por el psicoanálisis y la deconstrucción. Se expresa con negatividad y con contradicciones, incluida la contradicción del capitalismo denunciada por el marxismo. El caos es el dios de la indeterminación posmoderna. Pero su reino no es tan estéril como pudiera parecer. Los artistas más arriesgados habitan en él. Lo inesperado es que ahora lo comparten con los posverdaderos, que yo prefiero llamar posfalseros para borrar el eco inmerecido de verdad de la post-truth. Cabe decir, sin embargo, que el concepto ha sido mal traducido, víctima de lo que denuncia: la mistificación. En inglés, truth es polisémico; significa verdad abstracta y también evidencia. Las traducciones más fieles serían: incierto, no cierto o poscierto, porque recogen mejor las dos acepciones, la moral y la material. Posfactual también ilustra algo que prevalece sobre los hechos; sin embargo, es un término agrio y postizo. Política posfáctica, al ser una expresión tan forzada en muchos idiomas, no ha cuajado y se ha impuesto el término posverdad. A pesar de este uso común, prefiero los conceptos de pseudoverdad y de posfalsedad porque inciden en su negatividad. Ahora bien: no hay una solución buena. Todas las palabras cuestan de decir y molestan un poco; quizás se trata de eso, que la palabra nos sea antipática para reflejar mejor una realidad desagradable.
La posfalsedad es una plaga que se disemina a gran velocidad; una especie de filoxera americana que ataca a los viñedos europeos. Las calamidades no vienen solas sino que arrastran lacras harto conocidas como la demagogia o el negacionismo: negar que existió el holocausto; negar que las vacunas son útiles; negar el cambio climático, etcétera. Antes, la ignorancia avergonzaba; hoy, no tanto. Y menos, convertida en arma política. Confiemos que las cepas refinadas resistan a la ignorante y devastadora posverdad. Y que alétheia, esa verdad griega que brotaba y se imponía de forma natural, siga aleteando.
Aunque no querría desvelar el desenlace de este ensayo, les hago saber que en él se aborda una tercera posibilidad estética, a medio camino de la unidad y el caos. Siguiendo a Diderot, veo compatible que un arte sólido y armónico pueda nacer de un genio inestable y de una época caótica.
Además de conocer mejor a nuestro mundo, espero que este libro sirva para conocernos mejor a nosotros mismos y a nuestros miedos. Tal vez descubramos que no somos tan perfectos y consecuentes como presumimos. O, por el contrario, tendremos que admitir que somos más conservadores de lo que aparentamos y que necesitamos el orden para no caer en el abismo existencial de nuestros refugios contra el caos.