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Desorden

Si existe algo desordenado en el universo, no lo conocemos. Nos equivocamos creyendo que el caos no tiene orden. Las trayectorias de la espiral de la galaxia NGC 3631 son descritas como caóticas porque no son exactas aunque siempre circulan por la misma órbita. Pasemos de la astrofísica a una evidencia cotidiana. La apreciación «su mesa es un caos» es una descripción que parece implicar que es una mesa sin orden. Pero el sin orden no existe, de la misma manera que no existe un vacío sin nada. El orden subyacente a una mesa poco impoluta sigue directrices como: los papeles y documentos no respetan líneas rectas; hay horror vacui; el tablero no es visible; los objetos están escalonados y superpuestos; se rechaza el uniformismo (v.g. no todos los libros tienen el lomo visible); los cuadernos están abiertos; los bolígrafos, diseminados; y hay restos de comida y tazas usadas. Por lo que respecta a los papeles arrugados esparcidos por doquier, a pesar de ser el símbolo del desbarajuste, tienen un patrón de pliegues común. Estas directrices de una mesa desordenada, constantes en un mismo individuo, serían comunes a otras mesas desordenadas de otra gente. Orden y desorden tienen reglas estables. Lo que los acerca es más de que lo que los aleja.

Andreas Gefeller hace fotografías de trastos y suciedades, como las que halla en el callejón trasero de una escuela de Bellas Artes. Dicha basura arremete contra el limpio, ordenado e idealizado arte clásico, a la vez que plasma la larga batalla y los esfuerzos de todo trabajo (incluido el artístico) de hacer y rehacer.

Hay diversos tipos de caos. El real y habitual que incluye las imperfecciones diarias y los caprichos de la naturaleza; y el imaginario, al que tememos. Son muchos los que creen que, desde la Revolución Francesa, el mundo se ha vuelto anárquico e incontrolable. Que el temor de Dios y el respeto a las instituciones del Ancien Régime ha sido substituido por el nihilismo insolente o desesperado. Harold Bloom considera que esta evolución desacralizadora y erosiva queda reflejada en el canon literario occidental: la aristocracia poética fue relevada por la democracia decimonónica y, esta, a su vez, por el caos estético del siglo xx.

La mayoría del arte contemporáneo es una expresión del caos. Vas a los museos punteros y el caos te amenaza sala tras sala: vemos las esculturas de Chamberlain hechas con chatarra como Calla Mira donde un coche destrozado aún conserva la memoria del siniestro; vemos la topografía negra del laberinto del mapa de Manhattan de Bradford Across 110th St.; el Fuego cromático abominable de Hirschhorn donde se acumulan pancartas y maniquíes acribillados con agujas; las fotografías apocalípticas desenfocadas de Ruby; los Autorretratos aleatorios de Esther Ferrer hechos de cortes desalineados; los cuerpos de Saville mezclados en una orgía forzada con sombras de otros; las agitadas fotografías pixeladas de Thomas Ruff; los perfiles de letras que se deshacen de Jaume Plensa; y así, hasta los restos de los carteles de las paredes: lamentos de un moderno ubi sunt, la composición de los cuales, como no podía ser menos en el caos, tienen sus elementos constantes: lo multicolor, lo fragmentario, lo despintado, los trozos irregulares de caras y letras, las múltiples capas de los afiches. Ya en 1959, Raymond Hains se dio cuenta de que los muros de los carteles despegados no eran nada despreciables estéticamente y que su caos podía ser muy filosófico.

Por muy raro y anárquico que sea el arte contemporáneo, obedece a unas reglas. La primera y principal es que los cuadros caóticos siguen las normas del caos: se respeta la irregularidad y el desequilibrio; se prescribe la iconoclastia y se prohíbe el realismo; se buscan las superposiciones; se acata la confusión; se es fiel al horror vacui o, en el otro extremo, al vacío.

Pero no avancemos conclusiones; primero, abordemos como se ha visto tradicionalmente al caos.

Caos, virus, calma

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