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Orden

Decía Aristóteles que las obras literarias se asemejan a los organismos vivos porque unos y otros están presididos por el principio de unidad. Para san Agustín la presencia divina en las cosas era un vestigium secretissimae unitatis; y Leibniz creía en la armonía preestablecida del universo. Veamos qué queda de todo ello en el siglo xxi.

Platón ensalza el orden porque la vida del hombre tiene necesidad de número y armonía. Orden es igual a virtud. Siglos después, Kant también defendería la ética del orden y el orden de la ética. Además, amaba la armonía universal (Zweckmässigkeit) donde todo parece conectado por un mismo espíritu. En este momento, Kant habla a través del idealismo romántico y recoge el sentir de pensadores anteriores como Pope quien, en Ensayo sobre el hombre, declara con solemnidad que todo es parte de un todo magnífico, cuyo cuerpo es la naturaleza; y Dios, su alma; y que desde el cabello al corazón, todo está completo y perfecto. Ahora bien, ¿es así de organizado el cosmos o somos nosotros quienes le proyectamos nuestro ideal? Como cuestionaba Foucault, ¿de quién es el orden? ¿Del sujeto o del objeto?

En este orbe ideal, Dios se asocia con la verdad sagrada. Sus mandamientos son pétreos, inamovibles, están esculpidos en roca y la palabra irrefutable de Dios va a misa. Nada más lejos del alboroto de opiniones y de quejas de la posfalsedad.

A pesar de la modernidad de su pensamiento, Rousseau continua alabando la idea divina del orden en su Emilio: «La bondad de Dios es el amor al orden; porque es por el orden que él mantiene lo que existe y liga cada parte con el todo». Sin ser nada metafísico, también Josep Pla se muestra a favor del orden civilizado oponiéndolo al desorden de las guerras, a la barbarie y al arte exagerado como el modernismo y el vanguardismo.

Epistemológicamente, nuestro cerebro trata de comprender el orden del cosmos, pero su complejidad matemática y teológica nos supera. Gregory Bateson, en Espíritu y naturaleza, se pregunta si las ideas se suceden realmente encadenadas o si, por el contrario, la mente es una estructura organizada que sospechamos que funciona así sin tener suficientes pruebas de ello. La lógica del discurso parece una consecuencia de razonamientos coherentes; y aunque haya hilos laberínticos y zonas oscuras, nuestra mente posee una estructura compleja que nos permite entender, al menos, nuestro mundo. Las manifestaciones a favor de la unidad cósmica, divina e intelectual suenan como el allegro maestoso de una gran sinfonía ensalzando a la humanidad y a su creador. Esta perfección utópica puede asentarse en raciocinios o ser fruto de la fe.

La concepción más elevada del orden es la unicista. En su punto más elevado, donde todo confluiría, estaría Dios o la energía creadora del universo. El unicismo tiene un centro regulador absoluto, origen y culminación de todo (archeos y telos). La unidad substancial une hombres y materia por encima de la diversidad de sus apariencias. Todos los árboles son el mismo árbol. Todos los hombres, el mismo hombre. Entre lo uno y lo diverso negligible, se elige el núcleo fundamental. Somos ante la esencia de la creación, llámese alma, hidrógeno o adn. De todas formas, la epigenética complementa las leyes ineludibles de los cromosomas con factores biológicos y ecológicos añadidos. Por lo tanto, las ciencias de la vida contemporáneas son menos deterministas y más complejas al tener en cuenta lo ambiental.

La idea concéntrica del universo la encontramos en las esferas celestiales de Anaximandro, en Platón y en Llull, entre muchos otros; las esferas concéntricas permanecen en el imaginario celestial occidental durante siglos. Schiller en el siglo xix todavía se refiere a ellas. Ptolomeo, en el siglo ii a. C. propone siete círculos, uno por planeta. Hasta los descubrimientos de Copérnico y Galileo se creía que la tierra se hallaba en medio de estos círculos. Los astrónomos del xvi pusieron en el centro el sol. Como ustedes saben, la sustitución de la directora de orquesta fue polémica. Con el paso del geocentrismo al heliocentrismo la música de las esferas cambió. Sin embargo, continuó siendo igual de armónica.

Cercana a la unidad concéntrica, está la piramidal y la branquial que incluye ordenaciones en forma de árbol como las figuras musicales que disminuyen gradualmente desde el 4/4 de la redonda hasta el 1/64 de la semifusa. El orden escalonado conoidal es similar aunque más estático. El feudalismo fue un sistema piramidal que reflejaba una sociedad estratificada basada en el vasallaje, donde cada uno era señor y súbdito de otros. Salvo en los extremos: abajo del todo, residían los vasallos que no eran señores de nadie y, arriba del todo, emperadores que solo eran siervos de Dios. Nada que no sepamos. La construcción piramidal de Man Ray como una metáfora dadaísta de la sociedad es más sorprendente. Se trata de una pirámide aérea hecha con sesenta y tres perchas cuya sombra es una telaraña. Man Ray imaginó una sociedad jerárquica en forma de árbol con un título significativo: Obstrucción. Las perchas, los individuos chocan unos con otros y se molestan.

En una época en que las vanguardias tendían hacia al conflicto y la desintegración (como acabamos de ver a través de Man Ray), la Gestalt apostó por lo constructivo. Las leyes que formularon en los años veinte sostenían que la percepción antropológica era conservadora y, como tal, tendía a la continuidad y a completar lo informe. Nuestro instinto busca unir lo común a través de conexiones familiares. Por eso el experimentalismo crea rechazo entre el público. Se tiene que ser un poco intelectual para admirar obras extrañas pasando por encima del disgusto primario por lo raro e inconexo.

En cambio, el Discóbolo sigue gustando a todo el mundo. ¿Por qué? Por sus proporciones matemáticas. Por su equilibrio dinámico. Mirón talló una escultura paradójica que poseía una quietud de bronce que expresaba el movimiento, gracias a unos ángulos, curvaturas, paralelismos y sistemas de palancas, que transmitían el momento previo a la rotación que desplegaba la energía cinética de un lanzamiento. Nadie ha dicho que los números sean simples. El canon de la belleza griega era matemático. No en vano kosmos significaba orden y belleza. Dejemos a un lado la espiritualidad de Platón y acerquémonos al materialismo de Aristóteles. En el libro xii de su Metafísica, asevera que las formas que expresan mejor la belleza son el orden, la simetría y la precisión. Y añade que las ciencias matemáticas son las que se dedican a estudiarla. Una afirmación que sorprenderá a más de uno. ¿Hay que saber matemáticas para dedicarse al arte? Pues vaya… En el mundo contemporáneo donde las ciencias y las letras están tristemente alejadas nos cuesta entenderlo. Sin embargo, Aristóteles está lleno de razón. También en su Poética postula que la belleza (kalós) se basa en el orden (páxis), mientras que el azar (tykhé) es desordenado (átakton). Los griegos nos descubren que la belleza no es algo intangible sino algo concreto que se consigue con una técnica y unas fórmulas adecuadas. Por ejemplo, una buena escultura humana mantiene la proporción escultórica de ocho cabezas, según Policleto.

Dios es un geómetra. Galileo decía que el gran libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático y sus símbolos eran triángulos, círculos y demás figuras geométricas. El gran libro del arte, también. La composición pictórica es milimétrica; su entramado siempre está allí, escondido o muy visible como en las piezas medievales. Sin ser tan exacto, lo estructural sigue siendo muy querido en el siglo xx, empezando por la Bauhaus, Chirico o aquel cuadro de Klee, El país fértil, donde la geometría lo es casi todo.

La simetría es una pieza estética y biológica clave. Las elipses de órbitas de los planetas y de las células descritas por D’Arcy Thompson también aparecen en las estructuras circulares de las novelas. Lo redondo y lo cuadrado son los ejes de la arquitectura. Lo curvo, que es popular en las cabañas africanas, se vuelve refinado en el modernismo catalán y en las casas ovaladas norteamericanas del xviii que, como decían sus arquitectos, reventaban la planta rectangular.

Las reglas no son enemigas de la belleza sino aliadas. Cuando decimos que la elegancia es una distinción, deberíamos precisar que es una medida. Unos puntos concretos y prudentes entre extremos. Tomás de Aquino establece tres condiciones para lo bello: que no esté incompleto sino íntegro; que sea proporcionado; y que sea resplandeciente. Así, por ejemplo, desde el punto de vista aquiniano, las esculturas actuales de Bruno Catalano de personas rotas (a las que les faltan trozos para expresar sus vacíos) no serían bellas porque están incompletas. En cuanto a lo resplandeciente, el pulchra sunt quae visa placent de Aquino explicaría por qué se prefiere el aceite refinado brillante aunque sea peor que el espeso y opaco: porque el hombre adora lo luminoso y lo pulido: el oro, la plata, los diamantes. Sobre todo, el occidental al que pueden los oropeles; somos así de superficiales y ostentosos, qué le vamos a hacer.

La música es el arte que mejor expresa la matemática subyacente a la belleza. El caso más incontestable sería la música algorítmica generada por ordenador como la de GeneSynth de Aneesh Vartakavi. Ahora bien, para ser justos deberíamos citar a todos los músicos. La armonía se basa en proporciones calculadas y en tonalidades y ritmos muy exactos. Lo curioso es que esta afirmación tan indiscutible no es bien vista por muchos oyentes, los cuales prefieren pensar que la música está hecha con sentimientos. Para ellos, los números son algo frío y sin alma. No quieren aceptar que el causante de su emoción sea una combinación acústica cifrada de tensiones entre timbres, silencios, impulsos, resoluciones, armónicos y alturas –por citar solo algunos de los elementos en juego– que crean vibraciones que, al presionar el aire, provocan ondas de cientos o miles de hercios por segundo.

De todas formas, no les quitemos toda la razón. Son hijos de la literatura romántica y del miedo a un futuro tecnológico inhumano. Como estamos viendo, el orden y las normas son una fuente de belleza desde los clásicos. Sin embargo, si se llega a una exageración extrema de las reglas, se pueden provocar efectos contrarios. La reprobación romántica de lo mecánico nos da a entender que no hay nada más lindo y humano que la imperfección. Y que, a veces, los pequeños errores pueden ser más interesantes que lo exacto y matemático.

Pero no avancemos tanto. Quedémonos todavía en la simetría y en el ritmo más universal de cuantos haya: el ritmo binario. Observemos a la naturaleza. Sus ritmos son opuestos: el día y la noche, las mareas, la sístole y la diástole. Los antropólogos Mary Douglas y Lévi-Strauss nos enseñaron que una de las fronteras de la civilización la marca la comida, separando aquellas especies que cocinan (la humana) de las que no, que son el resto que come crudo. La frontera alimentaria es más estricta que la darwiniana que evoluciona gradualmente. El hombre prehistórico con su marmita por un lado; el resto de animales engullendo lo que encuentran, por otro. Los opuestos lo inundan casi todo. A menudo, como tensión: el damero de blancas y negras; partidos de derechas e izquierdas; apocalípticos e integrados; nosotros y los otros; o las angustiosas divisiones de personalidad como Dr. Jekill y Mr. Hide o el Goliadkin dostoievskiano y su doble. Por suerte, a veces, lo binario es la suma de dos complementarios, como: el yin y el yang; el sentido común y el entusiasmo (el seny y la rauxa catalanas); y la coincidentia oppositorum de la armonía de contrarios.

El péndulo de la dialéctica marca el ritmo de buena parte de la naturaleza, de la sociedad y del arte. Shelley consideraba que la poesía tenía el poder alquímico de transmutar valores y hacer conciliables los opuestos: «La poesía marida la exultación con el horror, la pena con el placer y la eternidad con el cambio. Bajo su yugo ligero, las cosas irreconciliables se unen».

Lucrecio mismo es un modelo de reconciliación entre la ciencia y la filosofía. Si viene ahora a colación es por sus reflexiones entre contrarios. Según el, existen unas partículas ocultas llamadas «átomos» que se rigen por fuerzas de repulsión y atracción. Somos ante un pensamiento dualista entre vacío y materia. Lucrecio cree que la vida está gobernada por el azar y no por las ideas platónicas o por un plan divino. Los átomos se combinarían como las letras de un alfabeto y darían lugar a cuerpos compuestos; un pensamiento que anticipa las combinaciones de las secuencias de nucleótidos del código genético (G, A, C, T, U). Siglos después, el atomismo de Lucrecio que contempla espacios separados entre los átomos, daría lugar al fragmentarismo. ¿Y qué es su oquedad entre las partes de la materia sino las partículas separadas de los quanta, de las que hablaremos después? ¡Qué gran visión de futuro, la de Lucrecio! Hablaba en unos términos cuyo alcance nos lleva hasta el presente.

El pensamiento estructuralista de mediados del siglo xx fue la gran eclosión del binarismo, desde el juego de líneas y curvas de los fotógrafos de la Bauhaus a la doble hélice del adn de Watson y Crick. Décadas después, este pensamiento dual se llamará «digital». El código diádico 0 / 1 (cerrado / abierto) abrirá las puertas informáticas del nuevo milenio.

Después del orden binario, el segundo más importante es el triangular. Lo ilustrarían la trimurti del hinduismo: Brahmá, Visnú y Shiva, que son los dioses de la creación, conservación y destrucción del mundo. También es una tríada la tesis, antítesis y síntesis del pensamiento hegeliano. Y, entre muchas otras, acordémonos de las tres unidades teatrales. Nada que ver esta clara unidad de acción y de lugar con lo que acontece en nuestros días, dentro y fuera del teatro. Me viene a la cabeza la serie Sense8 donde ocurren tantas cosas a la vez en sitios tan distintos que el espectador casi no es capaz de absorberlo. El pensamiento ternario es más rico que el binario, el cual puede llegar a ser maniqueista. Boulez considera que, al dualismo musical, hay que sumarle otros componentes. No basta con apreciar la diatónica del movimiento y el reposo; de la estabilidad y el desequilibrio, sino que hay que añadirle la ambigüedad cromática.

Seurat, reflexionando sobre la armonía tripartita de la pintura, nos brinda una preciosa psicología de la composición: «El arte es armonía. La armonía es la analogía de los contrarios y de los similares; el tono, el color y la línea se combinan y se someten a una dominante que les da una iluminación alegre, clara o triste. Los contrarios se sitúan en ángulo recto. Las líneas por encima de la horizontal son alegres. La horizontal es la calma. La tristeza son las líneas descendientes».

Entre la vida que sube y la muerte triste que baja hay un triángulo donde se aloja la enfermedad. Como de enfermedades hay de muchas gamas, la claridad del área del triángulo varía acercándose a la luz de la salud o a la oscuridad del fallecimiento. Los tres elementos (vida, enfermedad, muerte) formarían un conjunto gradual, donde la pandemia sería el caso más negro.

De la fealdad de la espiral caótica de las epidemias –que dejamos para más adelante–, pasemos a las conchas que pueblan los mares. Hay una forma dominante en el universo muy bella que es la espiral. Los historiadores naturales de principios de siglo, Cook y Pettigrew, se dieron cuenta de que los seres vivos estaban diseñados con leyes simétricas con predominio de espirales; sus observaciones botánicas y zoológicas serían ratificadas décadas después por las hélices y los plegamientos de la genómica. Metafóricamente, no están lejos de las lecturas retorcidas de los textos sagrados judíos, donde se acumulan y rizan los comentarios de comentarios. Sin llegar a tanto, espero, estimados lectores, que los movimientos elípticos de la Vía Láctea les sean propicios y que mezan su lectura.

El polígono es otra forma compleja. La tabla periódica de Mendeléyev y las clasificaciones de especies de Mendel y Darwin son sistemas poligonales. La sistematización de la moda de Roland Barthes también lo es. Haciendo gala de la modernidad de los sesenta, en Sistema de la moda, Barthes agrupa el vestuario en ocho categorías (identidad, configuración, materia, medida, continuidad, relación, distribución y conexión), las cuales se subdividen en diversos ítems (v.g. forma recta, redonda, en diagonal; ajustado / holgado / evasé, etcétera). Al estructurar un mundo liviano denostado académicamente como la moda (pero, eso sí, muy francés), Barthes nos demostró que cualquier fenómeno es susceptible de ser razonado.

Aunque internet no es una entidad espiritual como Dios, tampoco tiene forma. O es tan nueva y inaprensible que no se deja geometrizar. Su informidad nunca vista es tan irregular, tan abierta e infinita que no hay ningún perímetro que pueda abarcarla. La forma caótica de internet, donde se acumulan billones de webs y de links, vive en el puro desorden del anarchivo. Sin embargo, dada nuestra tendencia antropológica al orden, tarde o temprano los ingenieros informáticos organizarán y catalogarán las toneladas de información de internet. Cuando esto ocurra, se habrá generado una ordenación pluridimensional.

En este capítulo hemos visto órdenes de diversos tipos (unicista, dialéctico, jerárquico y poligonal). Como antesala de los capítulos siguientes, aludiré a la actividad neuronal. El proceso cerebral de la sinapsis consiste en la transmisión de un impulso nervioso cargado de información entre neuronas y células. Estas órdenes se pueden agrupar en tres tipos: hacer, detener, modular. ¡Qué tríada más clara tenemos incrustada en el centro neurálgico de nuestro ser! A partir de aquí, surgen millones de subórdenes y matices. En un recién nacido las órdenes son esquemáticas; a medida que el niño crece, también lo hace su actividad cerebral hasta llegar a las setecientas conexiones por segundo. A pesar de la apariencia enmarañada de las ramificaciones de las dendritas a los dos años, el conjunto está jerárquicamente ordenado y es funcional. Sus señales cerebrales se transmiten con una perfección prodigiosa. Ello nos lleva a pensar que hay unidades muy complejas –como la mente, el universo y las largas fórmulas matemáticas– que parecen caóticas; no porque lo sean, sino porque no las entendemos.


Fig. 1. Conel, J.L.

The postnatal development of the human cerebral cortex (1959).

Caos, virus, calma

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