Читать книгу Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс - Страница 10

Capítulo Cinco

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–¿Al aeropuerto? –casi gimió ella.

–Cenaremos en el jet –la sonrisa de Vincenzo se amplió–. Volaremos hasta la colección más exclusiva de joyas del planeta, para que elijas tu anillo y lo que quieras –parecía complacido de haber vuelto a asombrarla.

–¿Y no se te ocurrió preguntarme si accedería a este ridículo plan tuyo? –ella estaba a punto de tener un paro cardiaco.

–Un hombre que se esfuerza por sorprender a su prometida, no la avisa antes de sus planes.

–Guárdate tus esfuerzos para cuando tengas una prometida que lo sea de verdad.

–Según tú, no conseguiré una auténtica ni aun teniendo todo el dinero y poder del mundo.

–¿Quién sabe? Algunas mujeres tienen tendencias destructivas. Y no dije que no pudieras conseguir una, dije que no la conservarías.

–Bueno, tú me vales. Y el tiempo que estés conmigo, haré cuanto pueda para sorprenderte –sus ojos chispearon con malicia.

–Preserva tu energía –rezongó ella–. Y líbrame de un infarto, odio las sorpresas. Siempre son desagradables. Sobre todo las tuyas.

–Te aseguro que este viaje no lo será.

–Me da igual cómo sea –suspiró, exasperada–. Y pensar que en otro tiempo creí que eras un cruce de hombre y máquina excavadora.

–¿Has cambiado de opinión? –enarcó las cejas con expresión divertida.

–Sí, eres una excavadora de pura raza.

Él echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Su risa invadió la mente de Glory como un torbellino, desequilibrándola.

–Cuidado con la risa, Vincenzo –murmuró–. Algo tan antinatural en ti podría ser peligroso.

–Podría acostumbrarme a esto –su risa volvió a resonar en el coche.

–¿Su alteza no se ha visto expuesta al sarcasmo antes? No me extraña, todos te doran la píldora, vayas donde vayas, desde que naciste.

–Lo cierto es que ya me he acostumbrado a que me laceres con tu deliciosa lengua. Espero que no la controles nunca.

–Si estás cerca, eso es físicamente imposible.

Él se rio e hizo algo aún más inquietante. Le agarró una mano y se le llevó a los labios.

Esos labios que la habían esclavizado con su posesión, que le habían enseñado la pasión y el placer que era capaz de experimentar su cuerpo. Ella apartó la mano como si la hubiera abrasado.

–No sé a qué estás jugando…

–Ya te he contado mi plan de juego –paró el coche y, serio, se volvió hacia ella–. Pero he tomado una decisión. Ya no me importa cómo empezara esto, solo me importa lo bien que me siento contigo. Me revitalizas. Cada una de tus palabras y miradas me da vida, y no pienso ocultarlo. Olvida por qué llegamos a esto…

–Porque me chantajeaste.

–… y permítete disfrutar, no lo controles ni te obligues a ocultarlo.

–Es fácil para ti decirlo y hacerlo. No te han amenazado con meter en prisión a tu familia ni te retienen como rehén un año.

–Eres mi pareja en un proyecto destinado a servir a mi país –la mirada se le suavizó–. Me ayudarás a acortar su distancia con el mundo para beneficiar a súbditos de generaciones venideras. Eres la prometida a quien llevo en un viaje sorpresa. Haré cuanto pueda para que lo disfrutes.

–Esa es la fachada que oculta la fea verdad –dijo ella. Se le cerró la garganta.

–Es la verdad, si dejas de lado los aspectos negativos.

–¿Aspectos negativos? Bonito eufemismo para hablar de extorsión –dijo ella.

–¿Te casarías conmigo si saco a tu familia de la ecuación? –preguntó él, pensativo.

–¿Insinúas que podría decir que no y no los denunciarás?

–Sí –afirmó él con expresión seria.

–¿Es un truco para tranquilizarme? ¿Para que deje de ponértelo tan difícil como te mereces? ¿Para que deje de resistirme y acabe en tu cama?

–Sí. No. Sin duda –al ver su confusión, se explicó–. No quiero que dejes de pincharme, estoy disfrutando tanto que he comprendido cuánta falta me hacía. Y desde luego, anhelo tenerte en mi cama –la rodeó con un brazo, atrayéndola hacia su cuerpo cálido y duro, deleitándola con su aroma–. Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para que corras a ella como solías hacer.

–¿Incluso si implica no usar tu baza ganadora? ¿Cómo puedo estar segura de que no dañarás a mi familia si digo que no?

–¿Cómo estabas segura de que no lo haría después de que dijeras que sí? Supongo que tendrás que confiar en mí.

–No lo hago –ya había confiado en él antes y sabía bien adónde la había llevado eso.

–Entonces, estamos en paz.

Ella se preguntó qué quería decir con eso. Pero antes de que pudiera expresar su desconcierto, la apretó contra sí y tomó su rostro entre las manos.

–No digas nada ahora. Olvidémoslo todo y dejémonos llevar. Deja que te regale esta noche.

Las palabras reverberaron entre ellos, dando al traste con la resolución de Glory. Los labios de él estaban muy cerca, intoxicándola. Odiaba anhelar su sabor, pero el deseo la estrangulaba. Bastaría con tocarlo para llenar el vacío que la desgarraba.

Pero no pudo hacerlo. Estaba paralizada. Vincenzo le había dado la opción de dar el primer paso y no se la quitaría. Justo cuando ella habría necesitado que lo diera él. Típico, siempre hacía lo opuesto de lo que ella deseaba. Eso la irritó.

Él, captando que no sería tan fácil conseguir un alto el fuego, le pasó un dedo por los labios y se apartó. Bajó del coche y fue a abrirle la puerta.

Se quedó boquiabierta al comprobar que estaba junto a un enorme avión que parecía una gigantesca ave de presa. Subieron la escalerilla y, una vez dentro, se quedó atónita. Había estado en otros aviones privados, pero palidecían en comparación con ese.

–Está claro que no te importa gastar unos cientos de millones extra cuando buscas el lujo –le espetó con sarcasmo.

–Viajo mucho, con empleados. Celebro reuniones a bordo. Necesito espacio y comodidad.

–Así que necesitas un castillo más en el cielo para solventar ambas necesidades, ¿eh? –rezongó ella con desdén.

–¿Consideras el de mi familia el primero de los de tierra firme?

–Y el segundo es tu futurística sede en Nueva York. No me extrañaría descubrir que tienes una estación espacial y un par de pirámides. Espera… –sacó su teléfono móvil.

–¿Qué estás haciendo? –tiró de ella, apretándola contra su costado.

–Calcular a cuántos miles de niños podría alimentar, vestir y educar durante años el coste de este enfermizo y flagrante símbolo de estatus.

–¿Llegaré alguna vez a adivinar lo que vas a decir a continuación? –soltó una carcajada. Aún riendo, la condujo hasta una escalera de caracol que llevaba a la cubierta superior–. ¿Así que el avión te parece demasiado pretencioso? ¿Un derroche que tendría que haber destinado a buenas causas?

–Cualquier «artículo» personal cuyo precio sea tan largo como un número de teléfono es un derroche que oscila entre lo ridículo y lo criminal.

–¿Aunque lo utilice para ganar millones de dólares, que destino a beneficiar a la humanidad?

–¿Fomentando la investigación, protegiendo el medio ambiente y creando puestos de trabajo? Ya. Olvidas mi experiencia laboral. He oído todos los argumentos. Y conozco los beneficios fiscales.

–Empezaste trabajando conmigo, sabes que no me dedico a esto para ganar dinero o alardear de poder y estatus.

–¿Ah, sí? La experiencia me ha demostrado que no sé nada de tu auténtico yo.

Sin contestar, él abrió una puerta pulsando un dispositivo de reconocimiento de huellas digitales. Tras ella había una suite privada, pura opulencia.

La llevó a uno de los sofás de cuero tostado e hizo que sentara con él.

Se centró en observar la luminosa sala. Una puerta doble conducía a lo que debía de ser un dormitorio. Sintió una especie de descarga eléctrica de mil voltios. Era el roce de su dedo en su mejilla.

–En cuanto a mi «auténtico yo», como tú lo llamas, si insistes en que no lo conoces, intentaré rectificar –se hundió más en el sofá. Sus rostros estaban tan cerca que ella podía perderse en el color increíble de sus ojos–. El auténtico yo es un pazguato que nació en una familia real y heredó montones de dinero. No ha derrochado esa fortuna gracias a los profesores que encaminaron su investigación y recursos al desarrollo de productos e instalaciones generadoras de dinero. Él nunca tuvo el temperamento ni el deseo de convertirse en un magnate corporativo.

–Sin embargo, «él» se convirtió en uno, despiadado como el que más –denunció ella, aunque, a su pesar, sonó casi como un halago.

–«Él», se descubrió siéndolo. Refuto que sea despiadado. Aunque gana mucho dinero, no es adoptando prácticas desalmadas. Simplemente, los métodos que le enseñaron son eficaces.

–Nadie podría haberte ayudado a ganar un céntimo, y menos una fortuna, si no hubieras descubierto algo ingenioso y de utilidad mundial.

–Y no habría conseguido convertirlo en realidad sin las enseñanzas de esas personas.

A ella se le aceleró el corazón al recordar. Ella había insistido en educarlo respecto a las consecuencias del éxito y la necesidad de que sus departamentos de investigación y desarrollo trabajaran sincronizados para maximizar eficacia, productividad y beneficios.

Esa había sido otra de sus injusticias; la había desechado basándose solo en su papel sexual, como si nunca le hubiera dado nada más.

–Tú estás a la cabeza de esa lista –dijo él, pasándole un dedo por la mejilla.

Ella parpadeó.

–Te debo más por las malas decisiones que no tomé, que por las buenas que sí tomé.

–¿Esa admisión es parte de tu estrategia para hacer que me sienta cómoda? –sus emociones fluctuaban como un yoyo.

–Es la verdad.

–No decías eso hace seis años. Ni hace cuarenta y ocho horas.

–No es toda la verdad, lo admito –los ojos de él se velaron, melancólicos–. Pero estoy harto de simular que no hubo cosas buenas. Las hubo, y maravillosas. Y fuera cual fuera la razón por la que me ofreciste tu guía, lo hiciste y la utilicé en mi provecho, así que… grazie mille, bellissima.

Esa vez, lo miró boquiabierta. No entendía qué quería de ella ese hombre.

–Sigo pensando que este nivel de lujo es un crimen –no iba a darle la satisfacción de aceptar su insuficiente y tardío agradecimiento.

–Siento poner coto a tu censura, pero no es mi jet. Es el Air Force One de Castaldini. Ferruccio lo puso a mi disposición en cuanto le hablé de ti, tiene mucha prisa por verme casado –sonrió para sí.

Glory, irritada, le dio una fuerte palmada en el brazo. La sorpresa inicial de Vincenzo se transformó en un ataque de risa.

–¿Ya te has divertido bastante a mi costa?

–Estaba disfrutando de tus ataques –rio él.

–¿Por qué no me dijiste que habías desarrollado tendencias masoquistas con la edad? No necesitas manipularme para que satisfaga tu perversión. Estoy programada, por defecto, para insultarte –le lanzó una mirada destructiva, pero el macho insensible que tenía delante se rio aún más–. Que el avión no sea tuyo no te exonera. Seguro que tienes varios. Pero eres tan tacaño que prefieres usar gratis el del gobierno.

–Condenado, tanto si sí, como si no, ¿verdad? – no parecía importarle demasiado, de hecho, alzó su mano y la besó como si acabara de halagarlo–. Esconde las garras, mi leona de ojos azules.

–¿Por qué? ¿No acabas de descubrir que te gusta que te desgarre? –rechinó ella.

–Sí. Pero funciona mejor cuando criticas mis auténticas lacras. Y no incluyen ser pretencioso y explotador. Si lo crees, desconoces mi trayectoria.

–¿Crees que eso es posible? –bufó ella–. Tu cara y tus éxitos aparecen en todas partes. Hasta cuando abro el grifo en casa. Tu empresa provee los servicios de calefacción de mi edificio.

Él volvió a reírse. Aunque ella deseó darle otro golpe, su sentido de la justicia lo impidió.

–Pero, entre tanta publicidad, sé que tu corporación financia sustanciosos programas de ayuda.

–El mundo en general desconoce esa parte de mis actividades. Me preguntó por qué lo sabes tú.

–Soy yo la que se pregunta qué buscas con tanta filantropía discreta. Si quieres hacer de Robin Hood, te harían falta unas mallas… –al ver que volvía a reírse, calló–. No tengo especial interés en hacerte disfrutar, así que no diré más.

–Te suplico que lo hagas –se inclinó hacia ella y le rozó la sien con los labios–. Dudo que pueda vivir sin que me bombardees con la metralla que sale de tu boca –deslizó los labios a su mejilla, sin duda para provocarla.

Ella se levantó de un salto.

–Si no vas a insultarme, ¿qué tal si utilizas tu boca para otra cosa? –inquirió él, impidiéndole el paso. Esperó a ver su destello de ira para adoptar una pose inocente–. ¿Comer?

–Estarás más seguro si no tengo cubiertos a mi alcance esta noche.

–Bobadas. No me preocupa. ¿Qué es lo peor que podrías hacerme con cubiertos desechables?

Glory se preguntó de dónde salía ese sentido del humor y por qué, si lo tenía, nunca antes lo había utilizado en su presencia. Sin responderle, fue al aseo. Necesitaba un respiro antes de enfrentarse al siguiente asalto.

Cuando salió, él se había quitado la chaqueta y remangado la camisa. No la habría afectado más verlo desnudo. Su imaginación estaba rellenando los huecos, o más bien, quitándole el resto de la ropa.

Él sonrió lentamente, sin duda consciente de lo que sentía. Después extendió una mano, a modo de invitación. Ella se acercó.

La anchura de sus hombros y su torso, sus musculosos antebrazos, salpicados de vello negro, abdomen duro, cintura estrecha, muslos fuertes y viriles la hechizaron.

El adjetivo magnífico se quedaba muy corto.

Él se sentó en el sofá y se dio una palmada en el regazo, para que se sentara sobre él.

Ella deseó hacerlo. Perder la cabeza por él, dejar que la sedujera, la poseyera y le robara la voluntad y el sentido a golpe de placer. Al diablo con la cautela y las duras lecciones aprendidas.

Antes de que decidiera saltar al abismo, él le agarró la mano y dio un tirón. Cayó a horcajadas sobre él y la falda se le subió por los muslos. En cuanto sintió la dureza y calor de su pecho y la presión de erección entre las piernas, su excitación la llevó casi al punto del desmayo.

Sintió sus manos enredándose en su pelo, atrayéndola para devorarla e inhalar su esencia. Ella echó la cabeza hacia atrás, arqueando el cuello para facilitarle el acceso. Ocurriera lo que ocurriera, necesitaba eso, lo necesitaba a él.

–Tocarte y saborearte es aún mejor que los recuerdos que me han atormentado, Gloria mia.

Ella gimió al oírlo decir su nombre como solía hacer, italianizándolo, haciéndolo suyo. Hizo que ardiera. Su forma de moverse, tocarla y besarla… Necesitaba más. Lo quería todo. Su boca, sus manos y su virilidad sobre ella, en su interior.

–Vincenzo…

El cuerpo de él replicaba la desesperación que reverberaba en el de ella. De repente, la giró y la puso bajo él. Le abrió los muslos y los situó alrededor de sus caderas, clavando su erección contra ella. Glory arqueó la espalda para acomodarlo, adorando sentir su peso y la mirada de sus ojos, que la vehemencia de la pasión había convertido en acero fundido.

–Gloriosa, divina, Gloria mía…

Se inclinó y cerró los labios sobre los suyos, marcándola, quemándola con las caricias de su lengua, tragándose sus gemidos y su razón. Ella cerró las manos sobre sus brazos, sintiendo que todos sus sentidos se perdían en una vorágine que anhelaba sus dedos, lengua y dientes, explorando cada uno de sus secretos, su virilidad llenando el vacío que se sentía, llevándola al paraíso…

–Despegaremos en cinco minutos, principe.

Él, mascullando una maldición, dejó de besarla y se apartó. Glory se quedó tirada, incapaz de moverse. Se había dejado llevar por la locura, pero seguía necesitándolo. Él la observaba con los párpados pesados, como si saboreara la imagen de lo que había conseguido. Después, la ayudó a incorporarse y le puso el cinturón de seguridad.

El avión empezó a moverse. Iban a despegar. Todo escapaba a su control, demasiado rápido. Glory no tenía ni idea de adónde iban.

–Vamos a Castaldini –le susurró él al oído.

Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras

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