Читать книгу Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс - Страница 12
Capítulo Siete
Оглавление–¿Nuestra boda?
A Vincenzo se le encogió el corazón al ver la expresión de Glory mientras repetía sus palabras.
Se preguntó si volvía a estar enfadada. Tras el mágico vuelo, en el que se había relajado hasta aceptar la situación y disfrutar a su lado, casi había olvidado cuánto se había resistido antes. Quería mantener la armonía, incluso si eso implicaba dejar que fuera ella quien tomara las decisiones a partir de ese momento.
–Dios, me había prohibido repetir tus palabras como un loro incrédulo –agitó las manos–. ¡Y vas y dices algo que me obliga a hacerlo!
Era cierto que, a menudo, ella había parecido deliciosamente sorprendida. Por lo visto, le molestaba repetir sus palabras como un loro.
–¿Por qué lo que he dicho es digno de repetición incrédula?
–¿No te oyes cuando hablas? ¿O ha sido otro Vincenzo el que ha dicho que nuestra boda será la semana que viene? –sonrió con descaro. Él solo pudo pensar en esos jugosos labios bajo los suyos, dejando escapar gemidos de placer. La miró de arriba abajo, anhelante de deseo.
–Soy el único Vincenzo que ha hablado. ¿Una semana te parece demasiado? Puedo adelantarlo. Debería. Dudo que aguantemos una semana.
–Eso es lo que tiene el sentido del humor recién adquirido –ella esbozó una sonrisa traviesa–. A veces es incontrolable. O uno no sabe cómo utilizarlo. Espero que aprendas pronto.
No era la primera vez que ella comentaba eso. Vincenzo se preguntó si realmente había sido tan serio antes. Suponía que sí. Había estado demasiado centrado en lo que creía importante como para permitirse cualquier tipo de ligereza.
En aquella época había pensado que eso encajaba con la mujer enérgica y seria que había creído que era Glory, tanto en el trabajo como en la pasión. No había sabido que poseía un ingenio delicioso y retador, y había aceptado esa carencia. Pero empezaba a entender que era su carácter agrio lo que había puesto freno a la chispa de ella.
Se preguntó qué más se habría perdido y si podía estar equivocado en otras cosas. Pero tenía pruebas. Había sufrido el impacto de esa bomba una vez y no permitiría que volviera a destrozarlo.
Lo importante era que ella parecía disfrutar con su alegría y despreocupación. Lo habían pasado muy bien en el avión, divirtiéndose y alimentando el deseo a un tiempo. Quería más.
–Tienes razón. Es ridículo pensar que puedo esperar unos días. Nos casaremos hoy –era fantástico pincharla, absorber sus reacciones, esperar sus dardos de respuesta.
–Esto es peor de lo que había temido. Ese programa humorístico que te has instalado tenía un virus maligno. Tendremos que desconectarte el cerebro y formatearlo.
–Me gusta mi descontrol –la atrajo hacia su cuerpo, gruñendo de placer–. ¿Quieres que acelere el tema del catering, el sacerdote y los invitados? Puedo tenerlo todo organizado para las ocho.
Ella se arqueó para mirarlo, apretando sus curvas contra él e incrementando su excitación.
–Primero golpea al oponente con una oferta ridícula y, mientras aún boquea de asombro, lanza otra de auténtica locura, para que acepte la primera y menos mala.
–No eres mi oponente.
Al ver que ella enarcaba una ceja, burlona, Vincenzo volvió a desear poder borrar el pasado lejano y reciente. Habría dado cualquier cosa por empezar desde ese punto, tal y como eran en ese momento, sin pasado que embarrara su disfrute ni futuro que pudiera ensombrecerlo.
–No te burles –dijo, acariciándole el ceño. Se apretó contra ella, demostrándole lo que sentía. Los ojos de ella, rivales del cielo de Castaldini, se oscurecieron; y su cuerpo se moldeo al suyo. Él gruñó de placer–. Entiendo que quieres retrasar la boda hasta la semana que viene.
Una risa entrecortada hizo que los suaves senos se estremecieran contra su torso, haciéndole preguntarse cómo había conseguido controlarse para no tenerlos ya en sus manos, en su boca.
–Y después, hace que todo parezca una decisión de su oponente.
–No hay oponente. Él está negociando.
–Sé olisquear una negociación a un kilómetro de distancia. Y no detecto ni rastro de ella.
–Eso debe de ser porque aprendí el método de negociar sin que se note de una maestra del arte.
–Creo que, más que enseñarte, te lo traspasé. No he podido volver a acceder a esa destreza ni siquiera cuando más la necesitaba.
–Pero tu decisión de posponer la boda es buena –le acarició un mechón del cabello satinado, que brillaba bajo el sol–. La semana que viene hará un tiempo ideal para celebrar una boda.
–Siempre lo hace en Castaldini –curvó un labio y lo miró con pánico–. Hablas en serio, ¿verdad? –al ver que asentía, le agarró las solapas de la chaqueta–. ¿Qué quieres decir con boda?
–¿Es que la palabra tiene más de un significado? –esa vez fue él quien alzó una ceja.
–Creía que íbamos a buscar un anillo, firmar una licencia matrimonial e informar al rey para que pueda enviarte oficialmente a tu puesto en Naciones Unidas –dijo ella, moviendo la cabeza.
A él le dolió que solo esperase un frío ritual, acorde con la descarnada propuesta que le había hecho cuarenta y ocho horas antes. Lo entristeció lo que podría haber tenido con la mujer que su corazón y su cuerpo habían elegido, y que no podría tener nunca. Aflojó los brazos y captó que ella se estremecía, insegura.
Le dolía verla desprotegida. Odiaba ver vulnerabilidad en sus ojos indómitos. Se obligó a sonreír y le acarició la mejilla.
–Si esperabas esa clase de boda ¿por qué te sorprendió que mencionara la semana que viene? ¿U hoy? La ceremonia que has descrito podría celebrarse en un par de horas.
–Perdóname si me desconcierta la idea de cualquier tipo de ceremonia. Nunca he estado casada, y fijar una fecha, y tan cercana, me hace darme cuenta de lo que va a ocurrir –intentó aparentar coraje, pero le temblaron los labios.
Él no pudo seguir negando que su instinto le gritaba que no era la manipuladora que había creído que era. Esa persona habría aceptado el trato y aprovecharía para sacarle cuanto pudiera. Ella no lo hacía; parecía conmocionada.
Por primera vez, se puso en su lugar. Se encontraba en una tierra extraña, sin derecho a elegir y sin familia. Su única compañía y apoyo era el hombre que lo había originado todo. Tenía que sentirse perdida e impotente. Algo aterrador para una mujer que era dueña de su destino desde hacía muchos años.
Tomó una decisión. Si obviaba la terrible mancha de su traición, podía unir a la mujer que había amado con la que tenía delante, que reía con él y a quien deseaba. No la quería por coacción.
–No es necesario que ocurra.
–¿Qué quieres decir? –lo miró desconcertada.
–Que no tienes que casarte conmigo.
***
Glory se preguntó si el sol le había recalentado el cerebro. Eso explicaría que sintiera y oyera cosas que no podían ser reales. Cuando Vincenzo se había apartado de ella, se había sentido sola al borde de un precipicio, a punto de volver a caer al abismo del pasado, rechazada de nuevo.
–¿No tengo que casarme contigo? –repitió. Tragó saliva con ansiedad–. Hace un minuto querías que me casara contigo dentro de siete horas o de siete días, y ahora… ¿A qué juegas?
–A nada. Se acabaron los juegos, Glory –se metió las manos en los bolsillos–. Tranquila, aun así, ayudaré a tu familia. Por supuesto, nunca más podrán falsificar un cheque o robar un céntimo.
–¿Lo dices en serio? –a ella casi se le paró el corazón–. ¿Y el decreto del rey Ferruccio?
–No sé. Tal vez pida matrimonio a otra mujer.
–¿Por qué? –Glory no soportaba la idea de que se casara con otra, aunque fuera por compromiso.
–He comprendido lo inapropiado que es todo esto –se encogió de hombros, meditabundo.
Ella pensó que no solo era intrigante, le destrozaba los nervios y le rompía el corazón. Seguramente sufría un desorden bipolar. Nada más podía explicar sus súbitos cambios de humor.
–Puedes volver a casa cuando quieras. Puedo escoltarte o poner el avión real a tu disposición.
Ella, sintiendo que el mundo se hundía bajo los pies, se apoyó en la balaustrada. Él hablaba en serio. La estaba dejando en libertad.
Pero ya no quería ser libre. Había pasado años alimentando la ilusión de estabilidad. Como un huracán, él había puesto fin a su paz simulada y expuesto la verdad de su caos, la amargura de su soledad.
Ya había sucumbido y tejido un mundo de expectativas sobre el tiempo que iba a pasar con él. Ni en sus peores sueños había creído que acabaría antes de empezar. Sin embargo, él iba a devolverla a su interminable espiral de vacío.
Se apartó de la balaustrada y miró el bello paisaje, con los nervios a flor de piel.
En el pasado, Vincenzo la habría llevado allí porque quería compartir su hogar con ella.
En el presente, la había llevado allí por las razones erróneas, para después echarla sin darle tiempo a saborear el lugar que lo había convertido en el hombre al que aún amaba.
El recuerdo de su breve estancia allí la llevaría a lamentarse por lo que no había podido ser.
Un tronar resonó en sus oídos y, por un instante, creyó que era su corazón. Pero no tardó en darse cuenta de que provenía de un helicóptero.
–El Air Force One castaldiniano –dijo Vincenzo con voz grave–. Parece que Ferruccio no podía esperar para conocer a mi futura esposa.
Ella sintió picor en los ojos. No quería conocer a nadie. Ya ni siquiera iba a ser una falsa esposa.
–Por favor, no digas nada mientras esté aquí. Yo lo resolveré con él más tarde –pidió Vincenzo.
Glory se limitó a asentir y no reaccionó cuando él agarró su mano y la condujo escalera abajo. Esa misma escalera que había subido con ella en brazos en lo que ya le parecía otra vida.
Cuando salieron del castillo, el helicóptero estaba aterrizando en el patio.
Un hombre descendió del lado del piloto y lo reconoció a primera vista. El rey había volado hasta allí sin guardas ni fanfarria. Eso decía mucho de él y de su estatus en Castaldini.
Las fotos y reportajes que había visto sobre él no le hacían justicia. Era mucho más imponente en carne y hueso, equiparable a Vincenzo en todo. Incluso podría haber pasado por su hermano.
El rey Ferruccio, a grandes zancadas, fue al lado del pasajero. Momentos después, sus brazos rodearon la cintura de una mujer y la bajó con tanta delicadeza como si fuera su corazón.
–El rey ha traído a su reina –farfulló Vincenzo–. O tal vez haya sido al revés. Debe emocionarla que haya aceptado dejarme enjaular.
A Glory se le encogió el corazón mientras observaba a la pareja real acercarse de la mano, claramente enamorados. La atención que no se dedicaban uno a otro, se la destinaban a ella. Se sintió como un espécimen bajo un microscopio.
La reina Clarissa era como Glory siempre había imaginado a la reina de las hadas. Llevaba un vestido lila, largo y sin mangas, y sandalias a juego. Era unos centímetros más alta que Glory, con el cuerpo de una mujer que había dado hijos a su poderoso y apasionado marido. Irradiaba luz, que parecía robada al sol de la tarde. A Glory no le habría extrañado que descendiera del linaje de los ángeles.
El rey Ferruccio, tan alto como Vincenzo, era otro guapísimo D’Agostino. No cabía duda de que corría la misma sangre por sus venas.
Pero mientras Vincenzo era imponente, Ferruccio intimidaba. Si su mujer descendía de ángeles benévolos, él lo hacía de ángeles vengadores. Se percibía en sus ojos, en su aura. Ese era un hombre que había visto y hecho cosas indecibles, y que las había sufrido. Tenía sentido: había crecido en la calle como hijo ilegítimo, arrastrándose de lo más bajo hasta llegar a lo más alto. Imposible imaginar lo que había pasado hasta convertirse en el mejor rey de la historia de Castaldini. Sin duda, nadie podía conocer sus profundidades, sufrimientos y complejidades.
Nadie excepto su esposa, claro. Parecían compartir un alma entre los dos. Casi dolía verlos juntos, percibir el amor que los unía en un circuito cerrado de armonía. Tenían lo que ella había creído tener con Vincenzo.
Vincenzo, que seguía agarrándole la mano, hizo una reverencia a sus reyes, con la otra mano sobre el corazón, al modo castaldiniano. Ella se preguntó qué debía hacer, si inclinar la cabeza o hacer una reverencia. Mientras lo pensaba, Vincenzo se enderezó y su rostro se suavizó con una sonrisa radiante mientras atraía a la reina y le daba un tierno beso en la mejilla.
–Veo que has traído a tu esposo contigo –le dijo Vincenzo a Ferruccio, enarcando una ceja.
Por lo visto, su relación con el rey le permitía bromear, al menos a nivel personal.
–Ya me conoces, no puedo negarle nada –Clarissa soltó una risita y su largo y espeso cabello ondeó en la brisa como rayos de sol.
–Podría enseñarte –Vincenzo hizo una mueca.
–Como si tú pudieras negarle algo –rio ella.
–Yo no soy la mujer que tiene el poder de hacer un yoyo de su majestad. Es tu deber como reina librar a sus súbditos de su implacabilidad, y como esposa lo es contrarrestar el nivel tóxico de respuestas obedientes que lleva en la sangre.
–Me gusta intoxicado –Clarissa miró a su esposo con adoración, y a Vincenzo burlona–. Calla, Cenzo, y preséntame a tu media naranja.
Volvió los ojos hacia Glory, que los miró asombrada. Eran de color violeta, amatistas puras y luminiscentes, en las que perderse durante horas. Era obvio que Ferruccio no quería hacer otra cosa el resto de vida.
Clarissa la envolvió en un cálido abrazo.
–Bienvenida a Castaldini y a la familia, Glory. Me encanta contar con otra amiga de mi edad, sobre todo dado que tenemos en común nuestra formación profesional… –se apartó y sonrió con malicia– y estar casadas con uno de los imposibles, pero irresistibles, D’Agostino.
–Majestad… –susurró Glory, a punto de llorar.
–¡Calla! Déjate de majestades y reinas. Fuera de la corte soy Rissa, solo Ferruccio me llama Clarissa, y soy parte de una brigada de esposas formada por Gabrielle, la de mi hermano Durante; Phoebe, la de mi primo Leandro; y Jade, la de mi primo Eduardo. Solíamos llamarnos las Cuatro Magníficas. Ahora seremos las Cinco Magníficas.
Glory tragó saliva, sin saber cómo responder. Decidió seguir el consejo de Vincenzo y no decir nada de la nueva situación. Así que sonrió débilmente, deseando que se la tragara la tierra.
–Eres real –la voz profunda del rey Ferruccio le provocó escalofríos a Glory–. Pensaba que Vincenzo pretendía engañarme hasta que lo enviara a su nuevo puesto, para luego descubrir que no eras más que parte de su imaginación.
Ella se tensó bajo su escrutinio. Él percibía que algo no iba bien. Sus ojos expresaban que lo sabía. Era un hombre astuto. Eso era lo que le había alzado de la ilegitimidad para convertirse en un magnate y en el rey que, en menos de cuatro años había hecho de Castaldini un país próspero, salvándolo de la ruina. Irradiaba una inteligencia que casi daba miedo.
–Soy real, os lo aseguro, Majestad. Perdóneme si no lo llamo Ruccio, que por lo que he oído, debe ser la abreviatura de su nombre en situaciones informales.
–Ahora que lo pienso, habría sido la abreviatura lógica, pero nadie se ha atrevido a utilizarla. Puedes llamarme Ferruccio, como todos. Pero Majestad te queda prohibido.
–Podría resultarme imposible usar el nombre propio sin más –apuntó ella.
–Clarissa, bondadosa como siempre, te lo ha solicitado, yo te lo ordeno. Fuera de la corte tendrás que llamarme Ferruccio, por decreto real.
–¿Ves lo que tengo que aguantar? –dijo Vincenzo con tono risueño.
–Además de ser real, no eres como esperaba. En cuanto me dijo tu nombre, te investigué –dijo Ferruccio–. Y ahora solo tengo una pregunta. ¿Cómo ha conseguido que una mujer de tu valía lo tome en serio y, por ende, acepte la ardua tarea de casarse con él?
–Habrá hecho lo mismo que hiciste tú para convencerme a mí –dijo Clarissa, ruborizada. Miró a Glory–. Ahora ves a qué me refería con lo de «imposible».
–Y ahora entiendo mejor las exasperantes tendencias de Vincenzo –dijo Glory, asumiendo el papel que se esperaba de ella–. Tengo la prueba de que son genéticas y no puede controlarlas.
–¡Lo sabía! –exclamó Clarissa con júbilo–. Me gustaste en cuanto te vi, pero ahora sé que me vas a encantar. Eres ideal para nuestra brigada.
Ferruccio miró con indulgencia a su esposa y arqueó una ceja, aprobando la réplica de Glory.
–¿Qué te parece si lo dejamos, Ferruccio, antes de que nos destrocen más? –sugirió Vincenzo.
–Mejor –Ferruccio inclinó su majestuosa cabeza–. Pero no deja de asombrarme la suerte que tienes.
–Tu adulación no tiene límites –Vincenzo suspiró–. Antes de que Glory se replantee su apresurada decisión de aceptar mi propuesta de matrimonio, ¿por qué no vuelves a tus tareas reales y dejas que haga lo que iba a hacer antes de esta… inspección sorpresa? Iba a enseñarle todo a Glory antes de cenar –se volvió hacia Clarissa–. Tú, claro está, puedes acompañarnos si quieres.
Clarissa miró a su marido e intercambiaron una mirada de complicidad, comprensión y adoración. Todo lo que Glory había creído compartir con Vincenzo en otra época.
–¿Ves lo que has conseguido? –Clarissa le pellizcó la mejilla a su esposo–. Discúlpate para que te deje acompañarnos y quedarte a cenar.
–¿Por qué disculparme cuando puedo ordenarle que me invite? –Ferruccio le besó la mano a su esposa y miró a Vincenzo, retador.
–Parece que no has vivido en Castaldini el tiempo suficiente para entender sus costumbres, ni eres consciente de mi poder en esta región ancestral –Vincenzo lo miró con lástima–. Aquí soy el amo absoluto. Rey o no rey, una palabra más y alzaré a toda la provincia en contra tuya.
–Será mejor no iniciar una guerra civil antes de esa cena a la que vas a invitarme –los ojos de Ferruccio chispearon, diabólicos–. Adelante, Vincenzo, intenta hacerle justicia a tu «ancestral hogar» mientras nos lo enseñas.
Mascullando entre dientes lo que haría con Ferruccio cuando Clarissa no estuviera allí para protegerlo, Vincenzo inició la visita guiada. Estaba orgulloso del que había sido el fabuloso hogar de su familia durante generaciones.
Glory, consciente de que sería la primera y última vez que lo veía, decidió disfrutar de la visita.
–La arquitectura de todos los edificios es una simbiosis de las culturas que convergen en Castaldini –romana, andaluza y árabe, con leves influencias de África del norte –explicó Vincenzo–. Dominan los dibujos geométricos, y los elementos decorativos incluyen mosaicos, escayola tallada y metal forjado. El castillo principal es circular, pero los edificios anexos y las torres son cuadrangulares, y todas las habitaciones dan a patios interiores.
Parecía salido de un cuento de hadas. Era más grandioso y estaba mejor conservado que cualquiera de las maravillas arquitectónicas que Glory había visitado por todo el mundo.
–¿Hace cuánto que pertenece a tu familia?
–Más de quinientos años.
Eso dejaba aún más clara la diferencia que había entre ellos. Ella solo estaba al tanto de tres o cuatro generaciones de sus ancestros. Su historia incluía un «hogar familiar» y menos ancestral.
–Mi tatatatarabuelo fue el rey Antonio D’Agostino, el fundador de Castaldini.
–Nuestro tatatatarabuelo –apuntó Ferruccio.
–Yo procedo de la línea de uno de sus nietos, que empezó a construir este castillo, que adquirió su tamaño actual con ampliaciones realizadas estos dos últimos siglos –contraatacó Vincenzo–. Leandro, un primo menos molesto que este, heredó un lugar parecido, que construyó el rey Antonio en persona. De jóvenes, solíamos alardear sobre cuál era mejor y más grande.
–Seguís haciéndolo –dijo Ferruccio con tono condescendiente–. Permito que seáis vosotros los que discutís sobre tamaño y calidad, pero, sin duda, soy yo quien gana en ambas cosas.
–Pero el palacio real no es tuyo, mi soberano –repuso Vincenzo con calma–. Según la ley castaldiniana, solo eres el cuidador residente. Deberías empezar a pensar en construir o comprar algo que puedas dejar en herencia a tus hijos.
–¡Bravo! –Ferruccio lanzó una risotada–. Esa actitud de «al enemigo ni agua» es la que quiero de ti cuando representes a Castaldini, Vincenzo.
–¿Lo has estado pinchando para hacerle sacar los colmillos? –se asombró Clarissa.
–Últimamente ha estado muy blandengue –Ferruccio sonrió–. Ahora que tiene a Glory, temo que se vuelva de plastilina y no me sirva para nada en la zona de guerra a la que voy a enviarlo.
–¿Te he dicho últimamente cuánto te quiero, Ferruccio? –rezongó Vincenzo.
–Puedes renovar tu juramento de fidelidad cuando quieras, Vincenzo.
Clarissa, riéndose, dio un golpecito a su esposo y otro a su primo. Glory se unió a sus risas.
Después de eso, el día fluyó como la seda, repleto de experiencias nuevas y buena compañía.
Era más de medianoche cuando Vincenzo y Glory despidieron a la pareja real. A ella se le encogió el corazón al pensar que pronto dejaría ese lugar y a Vincenzo.
Cuando se volvió hacia Vincenzo, él hizo lo propio. Se acercaron, vibrantes de intensidad.
Entonces Glory comprendió que la dejaba ir porque no quería coaccionarla, pero aún la deseaba. Y ella ya había decidido que su pasión era merecedora de cualquier riesgo.
Tomó las manos de él entre las suyas y se lanzó al camino que podía romperle el corazón.
–Me casaré contigo el año que necesitas, Vincenzo –susurró–. Por decisión propia.