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Capítulo Uno

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En el presente

Vincenzo Arsenio D’Agostino miró al rey y llegó a la única conclusión lógica: el hombre había perdido la cabeza.

La presión de gobernar Castaldini al tiempo que dirigía su multimillonario imperio empresarial había podido con él. Porque además, era el marido y padre más atento y cariñoso del planeta. Ningún hombre podía campear todo eso y mantener intactas sus facultades mentales.

Esa tenía que ser la explicación de lo que acababa de decir.

Ferruccio Selvaggio-D’Agostino, hijo ilegítimo, y «rey bastardo» en boca de sus oponentes, torció la boca.

–Cierra la boca de una vez, Vincenzo. Y no, no estoy loco. Busca esposa. Ya.

–Deja de decir eso.

–El único culpable de las prisas eres tú –los ojos acerados de Ferruccio destellaron, burlones–. Hace años que te necesito en este puesto, pero cada vez que lo sugiero en el consejo, les da una apoplejía. Hasta Leandro y Durante hacen una mueca cuando oyen tu nombre. La imagen de playboy que has cultivado es tan notoria que hasta las columnas de cotilleo le quitan importancia. Y esa imagen no sirve en el entorno en el que necesito que actúes.

–Esa imagen nunca te perjudicó a ti. Mira dónde estás ahora. Eres rey de uno de los estados más conservadores del mundo, con la mujer más pura de la tierra como reina consorte.

–Solo me llamaban Salvaje Hombre de Hierro por mi apellido y por mi reputación en los negocios –dijo Ferruccio, divertido–. Mi supuesto peligro para las mujeres era una exageración. No tuve tiempo para ellas mientras me abría camino, y sabes que estuve enamorado de Clarissa seis años antes de hacerla mía. Tu fama de mujeriego no te ayudará como emisario de Castaldini en las Naciones Unidas. Necesitas rodearte de respetabilidad para borrar el hedor de los escándalos que te atribuyen.

–Si eso te quita el sueño, me moderaré –Vincenzo hizo una mueca–. Pero no buscaré esposa para apaciguar a los fósiles de tu consejo. Ni me uniré al trío de esposos dóciles que formáis Leandro, Durante y tú. En realidad, estáis celosos de mi estilo de vida.

Ferruccio le lanzó una de esas miradas que hacía que se sintiera vacío y deseara darle un puñetazo. La mirada de un hombre feliz a quien le parecía patético el estilo de vida de Vincenzo.

–Cuando representes a Castaldini quiero que la prensa se centre en tus logros para el reino, Vincenzo, no en tus conquistas ni en sus declaraciones cuando las cambias por otras. No quiero que el circo mediático que rodea tu estilo de vida enturbie tus negociaciones diplomáticas y financieras. Una esposa demostrará al mundo que has cambiado y apaciguará a la prensa.

–¿Cuándo te volviste tan aburrido, Ferruccio? –Vincenzo movió la cabeza, incrédulo.

–Si preguntas cuándo empecé a defender el matrimonio y la vida familiar, ¿dónde has estado estos últimos cuatro años? Apruebo las bondades de ambas cosas. Y ya es hora de que te haga el favor de empujarte hacia ese camino.

–¿Qué camino? ¿El de «felices para siempre»? ¿No sabes que es un espejismo que la mayoría de los hombres persiguen sin éxito? ¿No te das cuenta de que fue casi un milagro que encontraras a Clarissa? Solo un hombre entre un millón encuentra la felicidad que compartes con ella.

–Dudo de esa estadística, Vincenzo. Leandro encontró a Phoebe, y Durante a Gabrielle.

–Otros dos golpes de suerte. A todos os ocurrieron cosas terribles en vuestra infancia y adolescencia, así que ahora os ocurren cosas muy buenas en compensación. Como mi vida tuvo un inicio idílico, parezco destinado a no recibir nada más, para restablecer el equilibrio cósmico. Nunca encontraré un amor como el vuestro.

–Estás haciendo cuanto puedes para no encontrar el amor, o permitir que te encuentre…

–He aceptado mi destino –lo interrumpió Vincenzo–. El amor no cabe en él.

–Precisamente por eso deseo que busques esposa. No quiero que pases toda la vida sin la calidez, intimidad, lealtad y seguridad que solo proporciona un buen matrimonio.

–Gracias por el deseo. Pero no es para mí.

–¿Lo dices porque no has encontrado el amor? El amor es un plus, pero no es imprescindible. Tus padres empezaron siendo compatibles en teoría y acabaron siéndolo en la práctica. Elige esposa con el cerebro y las cualidades que te atrajeron tejerán un vínculo que se reforzará con el tiempo.

–¿Eso no es hacer las cosas al revés? Tú amabas a Clarissa antes de casarte.

–Eso creía. Pero lo que sentía por ella era una fracción de lo que siento ahora. Según mi experiencia, si tu esposa te gusta un poco al principio, tras un año de matrimonio estarás dispuesto a morir por ella.

–¿Por qué no reconoces que eres el tipo con más suerte del mundo, Ferruccio? Puede que seas mi rey y que te haya jurado lealtad, pero no te conviene restregarme tu felicidad. Ya te he dicho que es imposible que yo encuentre algo similar.

–Yo también creía que la felicidad no estaba a mi alcance, que siempre estaría vacío emocional y espiritualmente, sin acceso a la mujer a quien amaba e incapaz de conformarme con otra.

Vincenzo se preguntó si Ferruccio había sumado dos y dos y comprendido por qué él estaba tan seguro de que nunca encontraría el amor. Sintió una punzada de amargura y tristeza.

–Pronto cumplirás los cuarenta…

–¡Tengo treinta y ocho! –protestó Vincenzo.

–… y llevas solo desde que fallecieron tus padres, hace dos décadas –concluyó Ferruccio.

–No estoy solo. Tengo amigos.

–Para los que no tienes tiempo y que no tienen tiempo para ti –Ferruccio alzó la mano para silenciarlo–. Crea una familia, Vincenzo. Es lo mejor que puedes hacer, por ti y por el reino.

–Lo siguiente será que me elijas esposa.

–Si no lo haces tú cuanto antes, lo haré yo.

–¿Te aprieta demasiado esa corona que llevas hace cuatro años? –rezongó Vincenzo–. ¿O acaso la dicha doméstica te ha ablandado el cerebro?

Ferruccio se limitó a sonreír. Vincenzo supo que no tenía escapatoria. Era mejor rendirse.

–Si acepto el puesto… –suspiró.

–Si ese si implica una negociación, no la habrá.

–… será solo durante un año.

–Será hasta cuando yo diga.

–Un año. Innegociable. No habrá más escándalos en la prensa, así que lo de la esposa…

–También innegociable. «Busca esposa» no es una sugerencia o una petición. Es un edicto real –Ferruccio esbozó su sonrisa de «punto y final».

Ferruccio había aceptado que Vincenzo ocupara el cargo un año, siempre que adiestrara a un sustituto. Pero no había cedido respecto a la esposa. Vincenzo se había quedado atónito al leer el edicto real que exigía que eligiera y se casara con una mujer adecuada en dos meses.

Eso se merecía una carta oficial de su corporación diciéndole a Ferruccio que esperase sentado. De ningún modo iba a elegir «una mujer adecuada». Ni en dos meses ni en dos décadas. No la había. Igual que Ferruccio, era hombre de una sola mujer, y la había perdido.

De repente, la mente se le iluminó. Llevaba años siguiendo una táctica errónea. En vez de luchar contra lo que creía había sido el peor error de su vida, tendría que haber aceptado sus sentimientos y dejar que siguieran su curso, hasta purgarlos para siempre.

Había llegado el momento perfecto para ello. Dejaría que esos sentimientos trabajaran a su favor. Los labios se le curvaron en una sonrisa; volvía a sentir la emoción, energía y afán de lucha que no había sentido en los últimos seis años.

Solo necesitaba datos recientes sobre Glory para usarlos a su favor. Ya tenía suficientes para realizar una opa hostil, pero contar con más munición no le haría ningún daño.

A ella, bueno, esa era otra historia.

Glory Monaghan miraba asombrada la pantalla de su portátil. No podía estar viendo lo que veía. Un correo electrónico de él. Se estremeció.

«Tranquilízate. Piensa. Debe de ser antiguo».

Pero sabía que era nuevo. Había borrado los antiguos dos meses antes, por error.

Durante seis años, esos mensajes habían pasado de un ordenador a otro. No los había eliminado. Había conservado notas, mensajes de voz, regalos y cuanto él se había dejado en su casa para familiarizarse con cómo funcionaba la mente retorcida de un auténtico desalmado.

Había aprendido mucho gracias a ese análisis. No habían vuelto a engañarla. Nadie se había acercado a ella, punto. Nadie la había sorprendido o herido desde que él lo hiciera.

Cerró los ojos con la esperanza de que el correo desapareciera. Cuando los abrió, seguía allí. Un mensaje sin leer, más oscuro e intenso que los demás, como si pretendiera amenazarla.

El asunto era: «Una oferta que no podrás rechazar». La asaltó un tornado de incredulidad.

Fuera lo que fuera, el mensaje tenía que ir directo a la papelera. Una vocecita interior le advirtió: «Si haces eso, te volverás loca preguntándote qué decía». Pero si lo abría y leía algo desagradable, sería aún peor. En aras de su paz mental, debía borrarlo sin más dilación.

El bastardo había cruzado el tiempo y el espacio para manejarla como a una marioneta. Un simple mensaje con un título insidioso la había devuelto a la vorágine de aquella época, como si nunca hubiera salido de ella.

Tal vez no había salido, solo había simulado haber vuelto a la normalidad. Quizás necesitara un golpe para cambiar. Si era de él, le daría fuerzas para enterrar su recuerdo de una vez por todas.

Abrió el correo y miró la firma. Era de él. El corazón se le desbocó antes de leer las dos frases que lo componían.

Puedo enviar a tu familia a prisión de por vida, pero estoy dispuesto a negociar. Ven a mi ático a las cinco de la tarde, o entregaré la evidencia que tengo a las autoridades.

A las cinco menos diez, Glory subía al ático de Vincenzo, envuelta en recuerdos que la ahogaban.

Su mirada recorrió el ascensor que había usado a diario durante seis meses. Parecía que aquello lo hubiera vivido otra persona. En realidad, entonces había sido otra. Tras una vida entregada a los estudios, había alcanzado la edad de veintitrés años sin la menor destreza social y con la madurez emocional de alguien una década más joven. Había sido consciente de ello, pero no había tenido tiempo de dedicarse a nada que no fuera su crecimiento intelectual. Cualquier cosa para no seguir los pasos de su familia: una vida de malas apuestas y fallida búsqueda de oportunidades. Ella quería una vida estable.

Esa había sido su meta desde la adolescencia. Había creído alcanzarla al graduarse la primera de su clase y concluir un máster con matrícula de honor. Todo el mundo había vaticinado que llegaría a ser la mejor en su campo.

Aunque confiaba en que sus excelentes cualificaciones le permitirían conseguir un empleo prestigioso de alta remuneración, había solicitado un puesto en I+D D’Agostino sin esperanza de conseguirlo. Había oído muchas historias sobre el hombre que dirigía la exitosa empresa. Vincenzo D’Agostino tenía unos estándares muy estrictos: entrevistaba y vetaba incluso a los encargados de la correspondencia. Y la había entrevistado a ella.

Aún recordaba cada segundo de la fatídica entrevista que había cambiado su vida.

El escrutinio había sido crudo e intenso, las preguntas rápidas y destructivas. Se había sentido como una estúpida mientras le contestaba. Pero tras diez minutos, él se había puesto en pie, le había estrechado la mano y le había ofrecido un puesto estratégico, de mayor rango de lo que había esperado, trabajando directamente para él.

Había salido del despacho anonadada. No había creído posible que un ser humano fuera tan bello y abrumador, ni que un hombre pudiera hacerla arder con solo mirarla. De hecho, nunca se había interesado por un hombre antes, así que la intensidad de su deseo la sumió en la confusión.

Sabía que no tenía posibilidades con él. Aparte de que él tenía la norma de no mezclar trabajo y placer, no creía que pudiera interesarse por ella. Un hombre de su clase solía rodearse de mujeres sofisticadas y deslumbrantes.

Una hora después de la entrevista, él telefoneó para invitarla a cenar.

Aceptó. Había caído en sus brazos y permitido que toda su existencia girara alrededor de él, tanto personal como profesionalmente.

Se había entregado de lleno a su crueldad y explotación. Solo podía culparse a sí misma. Ninguna ley protegía a los tontos de sus acciones.

Algo había aprendido de esa experiencia: Vincenzo no bromeaba. Nunca.

El ascensor paró y salió al vestíbulo que conducía al ático. La sorprendió ver que todo seguía igual.

Él le había dicho una vez que el opulento edificio, en el centro de Nueva York, no era nada comparado con su hogar en Castaldini.

Ella había sido incapaz de imaginar algo más lujoso que lo que veía. El mundo de Vincenzo había hecho que se sintiera como Alicia en el País de las Maravillas, alertándola sobre lo radicalmente distintos que eran. Pero había ignorado la voz de la razón.

Hasta que él la había echado de su vida como si no fuera más que basura.

Sintió una oleada de furia cuando llegó ante la puerta. Él debía de estar observándola en la pantalla de seguridad, siempre lo había hecho. Alzó la vista hacia donde estaba la cámara.

Seguía teniendo la llave. Suponía que no había cambiado la cerradura. Los guardas de seguridad no la habrían dejado llegar hasta allí si no hubieran recibido órdenes de él.

Metió la llave en la cerradura y, sin aliento, entró.

Él estaba de cara a ella, ante la pantalla en la que una vez le había mostrado los vídeos que había grabado de sus sesiones de delirio sexual. Se le desbocó el corazón cuando los ojos de tono acerado la atravesaron.

Años antes lo había considerado el epítome de la belleza masculina. Pero lo de entonces no era nada comparado con lo que tenía ante sus ojos. La ropa negra hacía que pareciera medir más de uno noventa y cinco, le ensanchaba los hombros y le resaltaba la esbeltez de las caderas y los esculturales músculos de su torso y muslos. Los planos y ángulos de su rostro se habían acentuado y el bronceado intensificaba la luminiscencia de sus ojos. Destellos plateados en sus sienes incrementaban el atractivo de su pelo azabache.

A su pesar, estaba reaccionando con la misma intensidad que cuando era joven, inexperta y desconocedora de lo que él era en realidad.

Era inquietante que su aversión mental no encajara con la afinidad física que sentía. Apenas podía respirar y aún no había oído la voz grave y melódica que llevaba grabada en el alma.

–Antes de que digas nada, sí, tengo una evidencia que enviaría a tu padre y a tu hermano a prisión quince años.

–Sé que eres capaz de cualquier cosa –avanzó hacia él, impulsada por la ira–. Por eso estoy aquí.

–Entonces, sin más preliminares, iré directo a la razón de mi orden de comparecencia.

–¿Orden de comparecencia? –bufó ella–. El título de príncipe se te ha subido a la cabeza. Aunque supongo que siempre fuiste un pomposo y yo era la única demasiado ciega para verlo.

–Ahora no tengo tiempo para dardos de mujer despechada –torció la boca–. Cuando consiga mi fin, tal vez te permita desahogarte. Será divertido.

–Seguro que sí. A los tiburones les gusta la sangre. Vamos al grano de esta «comparecencia». ¿Que hará falta para que no destroces a mi familia? Si necesitas que robe algún secreto de tus rivales, ya no trabajo en tu campo.

Los ojos de Vincenzo destellaron con lo que parecía una mezcla de dolor y humor. El atisbo de humor la confundió, no era propio de él.

–¿Ni siquiera para salvar a tu adorada familia?

Aunque quería a su familia, odiaba su irresponsabilidad. Por eso estaba allí, a merced de esa escoria perteneciente a la realeza. Sin duda había comprado algunas de sus deudas.

–No –afirmó, rotunda–. Pero es lo único que podría darte a cambio de tu generosa amnistía.

–Eso no es lo único que puedes ofrecerme.

A ella le dio un vuelco el corazón. Él la había desechado y había estado con cientos de mujeres. No podía interesarle que volviera a su cama.

–¡Escúpelo ya! ¿Qué diablos necesitas?

–Una esposa –replicó él con calma.

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